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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia ficción

Vinieron del espacio exterior (25 page)

BOOK: Vinieron del espacio exterior
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—¿Y está seguro de que ese engendro infernal ha muerto? —preguntó en voz baja el doctor Copper.

—Sí, a Dios gracias —respondió el biólogo con voz entrecortada—. Cuando alejaron a los perros, me quedé allí durante cinco minutos, manteniendo dentro de ese ser el cable de Barclay. Está muerto y cocido.

—Entonces, sólo podemos darle las gracias al cielo de que estemos en la Antártida, donde no hay nadie, ningún ser que imitar, salvo esos animales del campamento.

—Estamos nosotros —dijo con una risita Blair—. Puede imitarnos a nosotros. Los perros no pueden viajar 600 kilómetros hasta el mar: no basta el alimento. En esta temporada no hay suficientes gaviotas
skua
que imitar. Tan tierra adentro no hay pingüinos. No hay nada que pueda llegar al mar desde este punto…, salvo nosotros. Nosotros tenemos la inteligencia. Podemos hacerlo. ¿No comprenden? Ese ser tiene que imitarnos a nosotros… tiene que ser uno de nosotros… ésa es la única manera de que pueda pilotar un avión… pilotar un avión durante dos horas, y gobernar… ser… todos los habitantes de la Tierra. Un mundo a su alcance… ¡si nos imita!

»Él no lo sabía aún. No había tenido la oportunidad de descubrirlo. Lo acosaron y tomó lo que tenía más cerca. Miren… ¡Yo soy Pandora! ¡He abierto la caja! Y la única esperanza que queda es que no pueda salir de aquí. Ustedes no me vieron. Yo lo hice. Yo lo solucioné todo. Yo lo rompí todo. Ningún avión puede volar. Nada puede volar.

Blair profirió una risita y se dejó caer al suelo, sollozando.

Van Wall se lanzó hacia la puerta.

Los ecos de sus pisadas se perdían en el corredor cuando el doctor Copper, sin prisa, se indicó sobre el hombrecito tendido en el suelo. De su oficina, situada junto a aquella habitación, trajo algo y le inyectó una solución en el brazo de Blair.

—Quizá se le pase cuando despierte —suspiró, levantándose.

McReady le ayudó a levantar al biólogo y a tenderlo sobre una litera.

—Todo depende de que podamos convencerlo de que ese ser ha muerto —agregó el doctor Copper.

Van Wall irrumpió en el recinto, alisándose distraídamente la rubia barba. Miro a su alrededor.

—No creí que un biólogo pudiese hacer nada parecido tan concienzudamente. Se le olvidaron los repuestos del segundo escondrijo. No hay peligro. Yo los destruí.

El comandante Garry asintió.

—Yo me estaba preguntando qué había sido del transmisor.

—Supongo que no creerá que ese ser pueda escaparse en una onda radiotelefónica — dijo Copper con un bufido. Usted tendría cinco tentativas de salvamento en los tres meses próximos si dejara de transmitir. Lo que se debe hacer es hablar fuerte. Me pregunto si…

McReady contempló pensativamente al médico.

—Eso podría ser algo así como una epidemia. Todos los que bebieran un poco de su sangre…

Copper meneó la cabeza.

—A Blair se le ha escapado algo. Ese ser puede imitar, pero, hasta cierto punto, tiene su propia química orgánica, su propio metabolismo. Si así fuera, se convertiría en un perro… y sería un perro y nada más. Tiene que ser
una imitación
de perro. Pero eso, uno puede percibirlo con los
tests
de suero. Y su química, ya que ese ser proviene de otro mundo, debe ser tan total y radicalmente distinta que unas pocas células, como las ganadas por las gotas de sangre, serían tratadas como gérmenes de una enfermedad por el perro o el cuerpo humano.

—La sangre… ¿Sangraría una de esas imitaciones? —preguntó Norris.

—Sin duda. La sangre nada tiene de místico. El músculo está formado por un 90 por ciento de agua, aproximadamente: la sangre sólo difiere en que tiene un dos por ciento más de agua y menos tejido conjuntivo. Las imitaciones sangrarían —le aseguró Copper.

Blair, repentinamente, se sentó en su litera.

—Connant.. ¿Dónde está Connant?

El físico se acercó al biólogo.

—Aquí estoy. ¿Qué quiere?

—¿Es usted? —inquirió Blair, con una risita. Y volvió a dejarse caer sobre la litera, convulsionado por una silenciosa risa.

Connant lo miró, desconcertado.

—¿Eh? ¿Que si soy qué?

—¿
Está
usted ahí? —insistió Blair, con grandes risotadas—. ¿Es usted Connant? La bestia quería ser un
hombre
…, no un perro…

7

El doctor Copper se levantó cansadamente de la litera y lavó cuidadosamente la jeringa hipodérmica. El leve tintineo de ésta repercutió con harta sonoridad en la habitación atestada, ahora que la gorgoteante risa de Blair se había extinguido finalmente. Copper miró a Garry y movió con lentitud la cabeza.

—Un caso sin remedio, me temo. No creo que podamos convencerlo nunca de que ahora ese monstruo está muerto.

Norris rió, con aire indeciso.

—No estoy seguro de que usted me pueda convencer a mí. ¡Oh, que el diablo se lo lleve, McReady!

—¿McReady? —preguntó el comandante Garry, volviéndose para mirar sucesivamente a Norris y a McReady con curiosidad.

—Las pesadillas —explicó Norris—. McReady formulaba una teoría sobre las pesadillas que tuvimos en la estación secundaria después de descubrir a ese monstruo.

—¿Y la teoría era?… —dijo Garry, mirando tranquilamente a McReady.

Norris contestó por él, con voz espasmódica, inquieta:

—Que ese ser no estaba muerto, que tenía algo así como una existencia mucho más lenta, una existencia que le permitía, con todo, tener vagamente conciencia del transcurso del tiempo, de nuestra llegada, después de interminables años. Soñé que ese ser podía imitar cosas.

—Y puede imitarlas —gruñó Copper.

—No sea tonto —replicó con brusquedad Norris—. No es eso lo que me preocupa. En el sueño, ese ser podía leer los pensamientos y las modalidades personales.

—¿Y qué tiene de malo eso? El asunto parece inquietarlo más que la idea de lo que nos divertirá un loco en un campamento antártico —dijo Copper, señalando con la cabeza a Blair, que se había dormido.

McReady meneó lentamente su cabezota.

—Usted sabe que Connant es Connant porque no sólo parece Connant, cosa que estamos empezando a creer podría conseguir también esa bestia, sino porque piensa como Connant y se mueve como Connant. Eso exige algo más que un simple cuerpo que se le parezca: exige el pensamiento de Connant, y sus modalidades. Por eso, aunque uno sepa que podría obtener el
aspecto
de Connant, uno no se inquieta mucho sabiendo que tiene un cerebro de otro mundo, un cerebro totalmente inhumano, y que difícilmente podría reaccionar y hablar como uno de los hombres que conocemos y hacerlo tan bien cómo para engañarnos por un solo momento. La idea de ese monstruo imitando a uno de nosotros es fascinadora pero irreal, porque es demasiado integralmente inhumano para engañarnos. No tiene un cerebro humano.

—Como antes dije, usted sabe decir las cosas más graves en el más grave de los momentos —dijo Norris, contemplando sin pestañear a McReady—. ¿Quiere hacerme el favor de rematar ese pensamiento… de un modo u otro?

Kinner, el cocinero de las cicatrices, estaba de pie cerca de Connant. Repentinamente cruzó toda la atestada habitación, se acercó a su familiar hornillo y desprendió ruidosamente sus cenizas.

—Ese ser no ganaría nada con asimilar simplemente el aspecto de alguien a quien tratara de imitar —dijo el doctor Copper, con tono contenido, como si pensara en voz alta—. Tendría que comprender sus sentimientos, sus reacciones. Ese ser
es
inhumano; tiene unas facultades de imitación que exceden toda concepción posible del hombre. Un buen actor, adiestrándose, puede imitar a otro hombre, las modalidades de otro hombre, lo suficiente para engañar a la mayoría de la gente. Desde luego ningún actor podría imitarlo en forma perfecta como para engañar a los que han estado conviviendo con el imitado en la total intimidad de un campamento antártico. Eso exigiría una habilidad sobrehumana.

—¡Ah! ¿También a usted le ha picado el germen? —dijo Norris, y profirió una blasfemia en voz baja.

Connant, que estaba de pie, solo, en un extremo de la habitación, miro a su alrededor con ojos frenéticos y muy pálido. Un suave remolino de los hombres los había agolpado poco a poco en el otro extremo, de modo que él se había quedado solo.

—¡Santo Dios! ¿Quieren callarse ustedes dos, Jeremías? —dijo Connant con voz trémula—. ¿Qué soy yo? ¿Algún ejemplar microscópico que están disecando? ¿Algún desagradable gusano que analizan en tercera persona?

McReady lo miró: sus manos, que se retorcían lentamente, cesaron por un momento de moverse. Y dijo:


Nos divertiremos mucho. Ojalá usted estuviese aquí. Firmado: Todos
. Connant, si usted cree que está pasando un mal rato, pase al otro lado por unos minutos. Usted tiene algo que nosotros no tenemos: sabe cuál es la respuesta. Le diré algo: en estos momentos, usted es el hombre más temido y respetado del Gran Imán.

—Dios mío, ojalá usted pudiese ver sus ojos —dijo Connant con voz entrecortada—. Déjese de mirar, ¿quiere? ¿Qué demonios va a hacer?

—¿Se le ocurre alguna idea, doctor Copper? —preguntó con firmeza el comandante Garry—. La situación actual es algo complicada.

—¿De veras? —replicó con tono brusco Connant—. Venga aquí y mire a esa gente. Su aspecto es idéntico al de esa jauría del pasillo. Benning… ¿quiere dejar de jugar con esa maldita hacha para hielo?

El filo de cobre resonó sobre el piso cuando el mecánico de aviación dejó caer nerviosamente el hacha. Benning se inclinó, la recogió de inmediato y la alzó con lentitud, haciéndola girar entre sus manos mientras la mirada de sus pardos ojos se paseaba espasmódicamente por la habitación.

Copper se sentó sobre la litera, junto a Blair. La madera crujió ruidosamente. En él otro extremo del corredor, un perro aulló de dolor y llegaron suavemente hacia ellos las tensas voces de los conductores de trineos.

—El examen microscópico sería inútil, como ya ha señalado Blair —dijo pensativamente el doctor Copper—. Ha transcurrido un tiempo considerable. Con todo, los
tests
de suero serían terminantes.

—¿
Tests
de suero? ¿Qué quiere usted decir en realidad? —preguntó el comandante Garry.

—Si yo tuviera un conejo al cual se le ha inyectado sangre humana, que es un veneno para los conejos, naturalmente, como lo es para ellos la sangre de cualquier otro animal que no sea otro conejo, y las inyecciones continuaran durante algún tiempo en dosis crecientes, el conejo estaría inmunizado contra los hombres. Si le sacaran una pequeña cantidad de sangre, la pusieran en un tubo de ensayo para separarla, y le agregaran un poco de sangre humana al suero limpio, se operaría una visible reacción, la cual probaría que la sangre era humana. Si se le añadiera sangre de vaca o de caballo, o cualquier otro material de proteínas que no fuese la sangre humana, no se operaría reacción alguna. Eso sería una prueba terminante.

—¿Quiere indicarme dónde podría yo atrapar a un conejo para usted? —preguntó Norris—. Siempre que ese lugar esté más cerca que Australia; no queremos perder tiempo yendo tan lejos.

—Sé que no hay conejos en la Antártida —dijo Copper, con gesto de asentimiento—. Pero se trata simplemente del animal usual. Cualquier animal que no sea el hombre servirá. Un perro, por ejemplo. Pero eso requerirá varios días, y debido al tamaño mayor del animal exigirá considerable sangre. Dos de nosotros tendremos que contribuir.

—¿Bastaría conmigo? —preguntó rápidamente Garry.

—Valdría por dos —asintió Copper—. Me pondré a trabajar en ello inmediatamente.

—¿Y qué será de Connant, mientras tanto? —preguntó Kinner—. Saldré por esta puerta y me iré derechito al mar de Ross antes que cocinar para él.

—Quizá sea un ser humano… —empezó Copper.

—¡Un ser humano! —exclamó Connant, estallando en un torrente de blasfemias—. ¡Un ser humano! ¡Que
quizá
yo sea un ser humano! ¿Por quién diablos me toman?

—Por un monstruo —replicó con aspereza Copper—. Ahora cállese y escuche.

Connant se puso pálido. Se sentó pesadamente cuando la acusación se concretó en palabras.

—Hasta que lo sepamos con seguridad, se puede esperar razonablemente que lo encerremos bajo llave —dijo Copper—. Si usted no es… un ser humano… es mucho más peligroso que el pobre Blair, y yo cuidaré de que él sea encerrado concienzudamente. Espero que su próxima etapa sea un deseo violento de matarlo a usted, a todos los perros y probablemente a todos nosotros. Cuando despierte se convencerá de que ninguno de nosotros somos seres humanos, y nada de lo que vea en el mundo alterará jamás su convicción. Sería más bondadoso dejarlo morir, pero no podemos hacer eso, naturalmente. Blair será confinado en una cabaña y usted puede quedarse en la Casa del Cosmos, con su aparato de rayos cósmicos, lo cual es poco más o menos lo que haría usted. Tengo que preparar un par de perros.

Connant asintió con amargura.

—Soy un ser humano. Haga ese
test
. Sus ojos… ¡Santo Dios! Si usted pudiera ver cómo miran sus ojos…

El comandante Garry observó con ansiedad cómo Clark, el encargado de los perros, sujetaba al perrazo pardo de Alaska, mientras Copper iniciaba el tratamiento de inyecciones. El perro se mostró reacio a colaborar: la aguja era dolorosa y ya lo habían pinchado bastante esa mañana. Cinco puntos de sutura mantenían cerrado un corte que le cruzaba la paletilla, las costillas y la mitad inferior de su cuerpo. Uno de los largos colmillos estaba roto: el fragmento que faltaba debía de hallarse sepultado en el omóplato del monstruo que estaba sobre la mesa del edificio de la administración.

—¿Cuánto demorará eso? —preguntó Garry, oprimiéndose suavemente el brazo.

Estaba dolorido a causa del pinchazo que le hiciera el doctor Copper para extraerle sangre.

Copper se encogió de hombros.

—Para serle franco, no lo sé. Conozco el método general. Lo he usado con conejos. Pero no lo he experimentado con perros. Son animales grandes y embarazosos con los cuales no resulta cómodo trabajar: naturalmente, los conejos son preferibles y por lo general sirven. En los parajes civilizados se pueden comprar conejos inmunes al hombre a los proveedores.

—¿Para qué los usan allí? —preguntó Clark.

—La criminología es un campo de acción muy vasto. A dice que no ha asesinado a B, y que la sangre que aparece sobre su camisa proviene de haber matado a una gallina. El Estado hace un test y entonces le toca a A explicar por qué la sangre reacciona cuando se trata de conejos inmunes al hombre pero no cuando se trata de conejos inmunes a las gallinas.

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