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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia ficción

Vinieron del espacio exterior (11 page)

BOOK: Vinieron del espacio exterior
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Ultimátum a la Tierra

Michael Rennie, como el hombre del espacio Klaatu, ofrece su «regalo para el presidente» y es pagado con una bala en el brazo.

Una sorprendente toma de efectos especiales de la espacionave de Klaatu descendiendo sobre Washington D.C. Observen que la nave incluso arroja una sombra en el terreno de abajo.

El sencillo pero intrigante interior del platillo volante fue diseñado por Lyle Wheeler. Desgraciadamente, la mayoría de sus elementos fueron desmantelados posteriormente para otras producciones.

Hecho con espuma de caucho flexible, el traje del robot fue llevado por el corpulento especialista de Hollywood Lock Martin. Observen los pequeños orificios para la respiración justo debajo de la barbilla.

El robot de casi dos metros y medio de altura, Gort (Gnut) se enfrenta al ejército de los Estados Unidos en una sorprendente serie de efectos especiales, debidos a Fred Sersen y L. B. Abbott.

Patricia Neal pronuncia agitadamente las palabras que todo el mundo entre el público conoce ya de memoria pero que nadie puede traducir: «Klaatu barrada Niktu».

CIUDAD IMPLACABLE

Ivar Jorgenson

Introducción: Ciudad Implacable

Filmada como
OBJETIVO LA TIERRA
(Allied Artists, 1954).

«Esta usted solo en una ciudad abandonada. Camina por una calle vacía, anhelando ver algún rostro vivo… alguna figura moviéndose. ¡Entonces ve usted a un hombre en una esquina, y de repente se da cuenta de que su terror apenas acaba de empezar!»

Esta era la frase publicitaria que encabezaba la historia de Ivar Jorgenson
Ciudad implacable
en la edición de marzo de 1953 de la revista
If
: La intrigante historia de una metrópoli despoblada debió de impresionar convenientemente al productor Herman Cohen, quien rápidamente compró los derechos y la lanzó a todos los cines menos de nueve meses más tarde.

Cohen, que entró en la Galería de Famosos del cine con
Yo fui un hombre lobo quinceañero
, en 1957, filmó
Objetivo la Tierra
en solamente siete días por la minúscula suma de 75.000 dólares. «Fue definitivamente una película barata», admite riendo. «Me hubiera gustado poder disponer de algo más de dinero. Sólo pudimos permitirnos un robot, y tuvimos que obligarle a trabajar horas extras casi todo el tiempo.»

Sin embargo, pese al relativamente poco presupuesto, Cohen filmó con éxito una película sorprendentemente emotiva, que sigue casi al pie de la letra la historia original.

El relato se inicia con un pequeño y diverso grupo de personas despertándose una mañana y encontrándose solos en una ciudad abandonada. Inmediatamente los lugares más normales se convierten en algo tan extraño como la más encantada de las casas. Una calle desierta, un restaurante vacío, una fantasmal estación de metro sin ningún tren a la vista…, todo ello añade un desconcertante misterio que parece irresoluble.

«El público se lo pasaba muy bien con la película», recuerda orgullosamente Cohen. «Aunque la filmamos de una forma completamente lineal, permanecían sentados en sus sillas con los nervios en tensión. Sabían exactamente que era lo que iba a ocurrir a continuación. Lo único que podía esperar hacer con mi publico era hacerles pasar un buen rato y sobresaltándoles una y otra vez: cuando más se reían, hacerles perder el equilibrio y obligarles a gritar.»

Pese a esos fáciles impactos, es difícil dilucidar los motivos que hay tras un film de mera explotación como
Objetivo la Tierra
. ¿Es un producto de coste barato en todos los sentidos, filmado para una explotación rápida y suculenta seguida de un rápido olvido, o es el producto más estéticamente aceptable que puede conseguirse con tan menguados recursos? La respuesta, por supuesto, es puramente académica si la película es entretenida… y
Objetivo la Tierra
, definitivamente, lo es.

J
IM
W
YNORSKI

Ciudad Implacable

Despertó lentamente, como un hombre avanzando con lentitud, hundido hasta las rodillas en la densa esencia de las pesadillas. No había ninguna frontera definida entre el sueño y el despertar. Sólo un asomo de conocimiento de que finalmente estaba consciente y de que tenía que hacer algo al respecto.

Abrió los ojos, pero eso no representó ninguna diferencia. La oscuridad permaneció. El dolor en su cabeza se acentuó; alzó la mano y descubrió la gran protuberancia que evidentemente habían puesto en su cabeza como medida adicional… un margen de seguridad.

Debía tratarse de una gente prudente, puesto que el golpe en la cabeza no hubiera sido necesario. La bebida preparada que le habían dado hubiera podido derribar a un buey. Recordó haberse sumido en la oscuridad inmediatamente después de haberla bebido, sabiendo qué era lo que le estaba ocurriendo. Recordó la sensación de impotencia.

Ahora ya no valía la pena preocuparse por ello. Era una persona filosófica, y el hecho de que aún estaba vivo compensaba la bebida y sus resultados. Pensó, paladeándolo, en la muchacha de pelo color castaño que lo había estado observando mientras bebía. Llevaba un corpiño escaso y ajustado, y era allí donde se habían fijado sus ojos en el último momento —en sus hermosos y tostados pechos—, hasta que se tambaleó y se sumergió en la imprecisión y luego en la nada.

La muchacha del pelo color castaño era hermosa, pero ahora se había ido, y había otros problemas más urgentes.

Se sentó, las manos detrás, al extremo de unos rígidos brazos, clavándose en el polvo y la suciedad durante tanto tiempo no importunados. Su movimiento soliviantó al polvo, que penetró por sus fosas nasales.

Se levanto, y su cabeza golpeó contra el bajo techo. El dolor le hizo sentirse enfermo durante un momento, y volvió a sentarse para recuperar los sentidos. Maldijo al techo, por maldecir algo, en un agónico susurro.

Preparado para moverse de nuevo, se apoyó sobre manos y rodillas y se arrastró precavidamente hacia adelante, explorando mientras lo hacia. Su mano atravesó unas telarañas y encontró una áspera pared de cemento. Fue recorriéndola. Toda ella de cemento…, toda ella sólida.

¡Infiernos! ¡Lo habían encerrado en aquel lugar! Pero debía de haber alguna forma de salir de allí.

Probo el techo y encontró la abertura…, una trampilla de madera cubriendo ajustadamente un hueco cuadrangular. Empujó la trampilla y la luz del día entró. Se alzó hasta que el suelo de arriba quedó al nivel de sus ojos, para ver un desechado tubo de crema de afeitar en los adoquines de un callejón. Pudo leer la marca en el tubo, y el eslogan: «Para hombres meticulosos».

Salió al callejón. Como resultado de su metódica infancia, volvió a colocar la trampilla de madera en su sitio, y pateó el tubo de crema de afeitar contra un cubo de basura. Se frotó la mejilla y miró arriba y abajo del callejón.

Era mediodía. El sol llameaba en un cielo sin nubes para confirmárselo.

Y no había nadie a la vista.

Empezó a andar hacia el extremo más cercano del callejón. Había permanecido mucho tiempo en aquel agujero, decidió. Aquella convicción surgió de su hambre y de la longitud de los pelos de su barba. Veinticuatro horas…, quizás más. Aquel agujero podría haberse convertido en su tumba.

Salió a la calle. Estaba vacía. Ninguna persona…, ningún coche aparcado junto a las aceras… Sólo un gato limpiándose su sucia cara junto a la entrada de una casa al otro lado de la calle. Alzó la vista hacia las ventanas de la casa. Le devolvieron su mirada. Era una mirada abandonada, vacía.

El gato bajó los escalones de la entrada de la casa y desapareció hacia la parte de atrás, y entonces estuvo realmente solo. Se froto la áspera barbilla. Debe de ser domingo, pensó. Entonces recordó que no podía ser domingo. Había entrado en la taberna el martes por la noche. Aquello haría cinco días. Demasiado tiempo.

Había estado caminando, y ahora se encontraba en un cruce donde podía mirar arriba y abajo a lo largo de una nueva calle. No había ningún coche…, ninguna persona. Ni siquiera un gato.

Un cartel colgando sobre la acera decía: Restaurante. Fue hacia allí y probó la puerta. Estaba cerrada. No había luces dentro. Se alejó… sonriendo para tranquilizarse. Todo estaba bien. Debía de tratarse de algún día festivo. En una gran ciudad como Chicago la gente se marchaba en los calurosos días festivos del verano. Se iban a las playas y a los parques, y a veces no podía uno ver un alma viviente por las calles. Y por supuesto uno no podía descubrir ningún coche porque la gente los utilizaba para conducir hasta las playas y los parques y afuera al campo. Respiró un poco más sosegadamente y empezó a caminar de nuevo.

Seguro que era eso. Ahora bien, ¿qué maldito día festivo era? Intentó recordar. No pudo pensar en cuál festividad podía ser. Quizá se habían inventado alguna nueva. Sonrió ante aquel pensamiento, pero la sonrisa era forzada.

Muy pronto llegaría a algún barrio donde no todo el mundo se hubiera ido a las playas y a los parques, y hubiera algún restaurante abierto y pudiera conseguir una buena comida.

¿Una comida? Sus manos acudieron a sus bolsillos. Rebuscó, y encontró un pañuelo y un botón del puño de su camisa. Recordó que el botón estaba a punto de caerse y que lo había arrancado para evitar perderlo. No había perdido el botón, pero todo lo demás había desaparecido. Frunció el ceño. Lo menos que podían haber hecho era dejarle a un hombre algún dinero para poder comer.

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