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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia ficción

Vinieron del espacio exterior (29 page)

BOOK: Vinieron del espacio exterior
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—Bueno. Que hable el que lo hizo, sea quien sea. No lo sabe, pero le hizo un favor al campamento. Y quiero saber cómo diablos salió el autor de la habitación sin que nadie lo viera. Eso podría ayudar a protegernos. Sus gritos…, sus cantos. Ni siquiera el sonido del proyector podía ahogarlos —dijo Clark, con un escalofrío—. Era un monstruo.

—¡Oh! —exclamó Van Wall, con repentina comprensión—. Usted estaba sentado junto a la misma puerta… ¿verdad? Y casi detrás de la pantalla de proyección.

Clark asintió.

—Ahora… está callado —dijo—. Está muerto… Mac, su
test
no sirve de nada.
Eso
había muerto. Hombre o monstruo, estaba muerto.

McReady rió silenciosamente.

—¡Muchachos, les presento a Clark, el único ser a quien sabemos humano! Les presento a Clark, el único que prueba que es un ser humano tratando de cometer un crimen… y fracasando. ¿Quieren hacer el favor de abstenerse por algún tiempo todos ustedes de probar que son seres humanos? Creo que podemos hacer otro
test
.

—¡Un
test
! —dijo Connant con alegre brusquedad. Y luego su rostro reveló decepción—. Supongo que fracasará también.

—No —dijo con firmeza McReady—. Vigilen y tengan cuidado. Vengan al edificio de la administración. Barclay, traiga su electrocutor. Y alguien… Dutton, que se quede con Barclay para cerciorarse de que lo hace. Que cada uno vigile a su vecino porque, ¡voto al infierno, del cual vienen esos monstruos!, yo tengo algo y ellos lo saben. ¡Serán peligrosos!

El grupo quedó repentinamente en tensión. Una atmósfera de destructora amenaza penetró en el cuerpo de todos los hombres mientras se miraban mutuamente. «¿Será un monstruo no humano ese hombre que está junto a mí?»

—¿En qué consiste? —preguntó Garry, cuando volvieron a la habitación principal—. ¿Cuánto tardará?

—No lo sé con exactitud —dijo McReady, la voz llena de airada decisión—. Pero sé que dará resultado y que es clarísimo. Depende de una cualidad fundamental de los monstruos, no de nosotros. Kinner me convenció.

McReady estaba pesado y macizo en su inmovilidad de bronce y de nuevo seguro de sí mismo.

—Esto será necesario, supongo —dijo Barclay, alzando el arma con mango de madera y rematada por dos conductores alargados y puntiagudos—. ¿Está listo el generador?

Dutton asintió.

—Van Wall y yo lo hemos cargado para la proyección de las películas… y lo hemos verificado cuidadosamente varias veces. Todo lo que toque el cable morirá —aseguró, con aire sombrío. Lo sé muy bien…, lo garantizo.

El doctor Copper se movió en su litera y se frotó los ojos con mano vacilante. Se sentó lentamente, parpadeó con ojos empañados por el sueño y los medicamentos, dilatados por un indecible horror a sus pesadillas causadas por las drogas.

—Garry —murmuró. Garry… escúcheme. Son egoístas…, vienen del infierno…

Luego masculló varias palabras ininteligibles, volvió a desplomarse en su litera y empezó a roncar suavemente.

McReady lo miró pensativamente.

—Pronto lo sabremos —dijo, asintiendo con lentitud—. Pero tiene razón Copper al hablar de egoísmos. No sé qué sueños habrá tenido. Pero tiene razón. Egoísmo es la palabra adecuada.
Ellos
deben de ser egoístas.

Se volvió hacia los hombres que estaban en la cabaña, tensos, silenciosos, que se miraban con ojos hostiles.

—Egoístas. Y, como lo dijo el doctor Copper…
cada parte es un todo
. Cada pedazo es autónomo, es un animal en sí mismo. Eso, y lo demás, es revelador. Nada hay de misterioso en la sangre: es un tejido del cuerpo tan normal como un trozo de músculo o de hígado. Pero no tiene tanto tejido conjuntivo, aunque contiene millones, miles de millones de células.

La gran barba broncínea de McReady se arrugó en ceñuda sonrisa.

—Esto, en cierto modo, es satisfactorio. Estoy segurísimo de que nosotros los humanos superamos aún… a los otros. A los otros que están aquí. Y tenemos lo que los extraterrestres, evidentemente, no tienen. No un instinto imitado, sino innato, una pasión indomable que es auténtica. ¡Luchamos, luchamos con una ferocidad que ellos tratan de imitar, pero que nunca igualarán! Somos seres reales. Y ellos son imitaciones, falsos hasta lo más profundo de cada célula. Perfectamente. Ahora, esto es una definición.
Ellos
lo saben.
Ellos
, que leen los pensamientos.
Ellos
me han sacado la idea de la cabeza.
Ellos
no pueden evitarlo.

—Quedándonos quietos aquí…

—Déjelo. La sangre son los tejidos. Ellos tienen que sangrar: ¡Si no sangran cuando los cortan, entonces, por Dios que son una impostura infernal! Si sangran…, entonces, esa sangre, separada de ellos, es un individuo… Un individuo recién formado por derecho propio, así como ellos… se desprendieron, todos ellos, de un original, ¡
son individuos
! ¿Comprende, Van? ¿Advierte la respuesta, Bar?

Van Wall rió, con risa muy contenida.

—La sangre…, la sangre no obedecerá —dijo—. Es un individuo nuevo, con todo el deseo de proteger su propia vida que tiene el original…, la masa principal de la cual se separó. La sangre
vivirá
… ¡y tratará de huir de una aguja caliente, digámoslo así!

McReady tomó el escarpelo de la mesa. Luego sacó del armario un soporte de tubos de ensayo, una diminuta lámpara de alcohol y alambre de platino arrollado a una varilla de vidrio. Sobre sus labios aleteaba una sonrisa de ceñuda satisfacción. Por un momento contempló a los que lo rodeaban. Barclay y Dutton se le acercaron lentamente, con el instrumento eléctrico de mango de madera listo para usar.

—Dutton —dijo McReady—. Supongamos que usted se acerque a la conexión. Pero asegúrese de que ningún…, de que nadie la afloje.

Dutton se apartó.

—Vamos, Van. Supongamos que usted sea el primero.

Muy pálido, Van Wall se adelantó. Con delicada precisión, McReady le cortó una vena en la base del pulgar. Van Wall tuvo un sobresalto y luego se mantuvo firme mientras la sangre brillante caía en el tubo de ensayo. McReady colocó en su soporte el tubo de ensayo, le dio a Van Wall un fragmento de alumbre y le señaló el frasco de yodo.

Van Wall estaba inmóvil, mirando. McReady calentó el hilo de platino con la llama de la lámpara de alcohol y luego lo sumergió en el tubo. Se oyó un suave silbido. McReady repitió el
test
cinco veces.

—Un ser humano, en mi opinión —dijo con un suspiro McReady, y se irguió—. Por ahora, mi teoría no ha sido probada realmente… pero tengo esperanzas. Tengo esperanzas. Por lo demás, no se interesen demasiado por esto. Tenemos con nosotros a algunos seres indeseables, no hay duda. Van… ¿quiere relevar a Barclay junto al conmutador? Gracias. Está bien, Barclay. Confío en que se quedará con nosotros. Usted es un excelente muchacho.

Barclay sonrió con aire indeciso, y se sobresalto bajo el delgado filo del escalpelo. Poco después, con ancha sonrisa, recobró su arma de largo mango.

—Señor Samuel Dutt.. ¡
Bar
!

La tensión se desato en ese instante. Sea cual fuere el infierno que tenían en sus almas los monstruos, los hombres los igualaban en ese instante. Barclay no tuvo oportunidad de mover su arma mientras una veintena de hombres se lanzaban sobre aquella cosa que había parecido ser Dutton. Aquello maullaba y escupía y trataba de crear colmillos… y estaba formado por cien fragmentos rotos, desgarrados. Sin cuchillos, sin más arma que la fuerza bruta de un personal de hombres escogidos, el monstruo fue aplastado, desgarrado.

Lentamente, todos se recobraron, los ojos fulgurantes, los movimientos muy sosegados. Un curioso fruncimiento de los labios traicionaba en ellos una suerte de nerviosidad.

Barclay se acercó con el arma eléctrica. La carne se quemó y hedió. El ácido cáustico que dejó caer Van Wall sobre cada gota de sangre derramada provocó vapores que cosquilleaban la garganta y causaban tos.

McReady sonrió, los hundidos ojos vivaces y bailarines.

—Quizá yo haya subestimado la capacidad del hombre al decir que nada humano podía igualar la ferocidad que había en los ojos de ese monstruo —dijo serenamente—. Ojalá halláramos una manera más adecuada de tratar a esos seres. Algo que contenga aceite hirviente o plomo derretido. O quizá podamos asarlos lentamente en la caldera de la planta de energía. Cuando pienso en el hombre que era Dutton…

—No se preocupe. Mi teoría es confirmada por…, ¿por uno que sabia? Bueno, Van Wall y Barclay están probados. Creo, por consiguiente, que trataré de mostrarles a ustedes lo que ya sé. Que también yo soy un ser humano.

McReady esterilizó el escalpelo y se cortó con ademán experto la base del pulgar.

A los veinte segundos, apartó los ojos del escritorio para mirar a los hombres que esperaban. Ahora, había más sonrisas entre ellos, más sonrisas cordiales, pero al mismo tiempo se advertía algo más en sus ojos.

—Connant tenía razón —dijo con una suave sonrisa McReady—. ¿Por qué hemos de suponer que sólo la sangre del lobo tiene derecho a la ferocidad? Quizás el lobo sea superior en cuanto a malignidad espontánea, pero después de estos siete días… ¡abandonad toda esperanza, oh lobos que entráis aquí!

—Quizá podamos ahorrar tiempo. Connant… ¿quiere usted acercarse para…?

Nuevamente, Barclay fue demasiado lento. Hubo más sonrisas, menos tensión aún, cuando Barclay y Van Wall concluyeron su faena.

Garry habló, con voz amarga y contenida:

—Connant era una de los mejores hombres que teníamos aquí…, y hace cinco minutos yo habría jurado que era un hombre. Esos malditos monstruos son más que una imitación.

Garry se estremeció y se dejó caer en su litera.

Y treinta segundos después, la sangre de Garry rehuyó el hilo de platino calentado y se esforzó por escapar del tubo de ensayo. Luchó con el mismo frenesí con el que una súbitamente salvaje imitación de Garry, con los ojos encarnados, todo un ser humano en descomposición, se esforzaba en rehuir la lengua de víbora del arma con la que Barclay avanzaba hacia él, pálido y sudoroso. El ser del tubo de ensayo chilló con una voz diminuta y metálica cuando McReady lo dejó caer sobre el fulgurante carbón del hornillo.

12

—¿El último? —dijo el doctor Copper, levantándose de su litera con los ojos inyectados en sangre y entristecidos—. Catorce, en total…

McReady asintió lacónicamente.

—En algunos aspectos…, si hubiéramos podido impedir permanentemente que se propagaran…, yo habría querido recobrar hasta las imitaciones. El comandante Garry… Connant.. Dutton… Clark…

—¿Adónde llevan esas cosas? —dijo Copper, señalando la camilla que sacaban de allí Barclay y Norris.

—Afuera. Afuera, sobre el hielo, donde tienen quince envases rotos de kerosene. Hemos arrojado ácido sobre cada gota derramada, sobre cada fragmento. Vamos a incinerarlos.

—El plan parece bueno —dijo Copper, asintiendo con aire fatigado—. Usted no me ha dicho si Blair…

McReady se sobresaltó.

—¿Lo hemos olvidado? ¡Teníamos tantos otros en quienes pensar! Me pregunto… ¿cree usted que podremos curarlo ahora?

—Sí… —comenzó el doctor Copper, y se detuvo con aire significativo.

McReady volvió a hablar.

—Es un loco. Imitaba a Kinner y su histeria al rezar…

Se volvió hacia Van Wall y dijo:

—Van, tenemos que hacer una expedición a la cabaña de Blair.

Van lo miró con ojos penetrantes. Por un momento, la preocupación que acusaba su semblante fue sustituida por un sorprendido recuerdo. Luego, se levantó e hizo un gesto de asentimiento.

—Más vale que me acompañe Barclay. Fue él quien cerró la puerta de Blair y sabrá cómo abrirla sin asustarlo demasiado.

El viaje duró tres cuartos de hora y a una temperatura de 37 grados bajo cero. Tres cuartos de hora para llegar a la cabaña sepultada entre la nieve. De allí no surgía humo y los tres hombres se apresuraron.

—¡Blair! —bramó Barclay, cuando estaba aún a cien metros de allí—. ¡Blair!

—Cállese —dijo McReady—. Y apurémonos. Quizá Blair trate de huir solo. Si tenemos que perseguirlo… sin aviones, con los tractores inutilizados…

—¿Tendría un monstruo el vigor de un hombre?

—Una pierna rota no lo detendría más de un minuto —observó McReady.

Barclay profirió una exclamación entrecortada y señaló hacia lo alto. Borrosamente, en el cielo crepuscular, algo alado describía curvas de indescriptible gracia y facilidad. Las grandes alas blancas se inclinaban suavemente y el pájaro revoloteaba sobre los hombres con silenciosa curiosidad.

—Un albatros… —dijo en voz baja Barclay—. El primero de la temporada, que piensa irse tierra adentro no sé por qué motivo. Si un monstruo está suelto…

Norris se inclinó sobre el hielo y sacó algo precipitadamente de su gruesa ropa a prueba de intemperie. Se irguió. En su mano brillaba una amenazadora arma de metal azulado, y ésta rugió su desafío al silencio blanco de la Antártida.

El pájaro profirió un ronco chillido. Sus grandes alas se agitaron frenéticamente cuando una docena de plumas se desprendieron de su cola. Norris volvió a disparar. El pájaro se movía velozmente ahora, pero en una línea de retirada casi recta. Volvió a chillar, cayeron más plumas y se remontó con sordo aleteo detrás de un cerro de hielo, para desaparecer.

Norris siguió presurosamente a sus compañeros.

—No volverá —dijo, jadeante.

Barclay lo redujo al silencio con gesto de advertencia, señalando. Una extraña y feroz luz azul brotaba por las grietas de la puerta de la cabaña. Dentro resonaba un zumbido muy suave, muy suave, y también un chasquido y tintineo de herramientas, y aquellos sonidos traían un mensaje de frenética prisa.

McReady palideció.

—Dios nos ayude si ese monstruo ha…

Asió a Barclay por el hombro e hizo el movimiento de cortar con los dedos, señalando el nudo de cables de control que sujetaban la puerta.

Barclay sacó del bolsillo los cortadores de alambre y se hincó de rodillas silenciosamente. El chasquido de los alambres cortados causó un indecible estrépito en la absoluta quietud de la Antártida. Sólo se oía aquel extraño y suave zumbido en el interior de la cabaña, y el frenético chasquear y tintinear de las herramientas que ahogaba esos ruidos.

McReady atisbo por una grieta de la puerta. Tomó aliento con ronco sonido y sus grandes dedos se clavaron cruelmente en el hombro de Barclay. El meteorólogo retrocedió.

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