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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia ficción

Vinieron del espacio exterior (23 page)

BOOK: Vinieron del espacio exterior
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Blair interrumpió su cautelosa charla, mientras su pelado cráneo cubierto de pecas asentía triunfante.

Kinner, el rechoncho cocinero de rostro cubierto de cicatrices, le ahorró a Connant la molestia de responder:

—Escuche, señor. Ponga eso en la heladera con la carne y le juro por todos los dioses que hayan existido que lo meteré a usted ahí dentro para que le haga compañía. Ustedes han traído ya a mis mesas de la cocina todo que había de transportable en este campamento y he tenido que soportarlo. Pero si ponen cosas como esa en mi heladera, o hasta en mi escondrijo de la carne, tendrán que hacerse ustedes mismos la comida.

—Pero, Kinner —objetó Blair—. Esa es la única mesa del Gran Imán suficientemente grande para trabajar sobre ella. Todos le han explicado eso.

—Sí, y lo han traído todo aquí. Clark trae a sus perros cada vez que hay una pelea y los ata a esa mesa. Ralsen trae sus trineos. ¡Lo único que no han puesto ustedes sobre esa mesa es el Boeing! Y ya lo habrían hecho si se les hubiera ocurrido la manera de traerlo a través de los túneles.

El comandante Garry rió y le sonrió a Van Wall, el enorme piloto principal. La gran barba rubia de Van Wall se estremeció con aire de sospecha cuando hizo un grave gesto de asentimiento a Kinner.

—Tiene razón, Kinner. El departamento de aviación es el único que lo trata bien.

—Esto se abarrota, Kinner —reconoció Garry—. Pero temo que a todos nos pasa lo mismo. No hay mucha intimidad en un campamento antártico.

Una sonrisa asomó al duro rostro de Connant cuando reapareció en el de Kinner su constante y jovial aire gruñón. Pero se extinguió rápidamente cuando sus ojos oscuros y hundidos se volvieron de nuevo hacia el ser de ojos encarnados que Blair liberaba de su capullo de hielo. Una manaza desgreñó su cabello, que le llegaba al hombro, y tiró de un mechón retorcido que le caía detrás de la oreja, con gesto familiar.

—Sé que esa cabaña del rayo cósmico estará demasiado atestada si tengo que cuidar de noche a ese monstruo —gruñó—. ¿Por qué no sigue rompiendo el hielo que lo rodea y cuelga luego a ese ser sobre la caldera de la planta de energía? Esa da suficiente calor. Derretiría a un pollo, y hasta a todo un flanco de buey, en pocas horas.

—Lo sé —protestó Blair, dejando el martillo para gesticular más rotundamente con sus dedos huesudos y pecosos, todo el pequeño cuerpo tenso de ansiedad—. Pero esto es demasiado importante para correr riesgos. Nunca se hizo un hallazgo parecido: ni se hará. Es la única oportunidad que tendrán los hombres, y hay que hacerlo con toda precisión. Mire… Usted sabe que los peces que hemos extraído cerca del mar de Ross se hielan apenas los izamos a la cubierta y reviven si uno los deshiela con cuidado… ¿verdad? Las formas de vida inferiores no mueren al helarse con rapidez y con el deshielo lento. Tenemos…

—¡Vamos, por amor de Dios! —exclamó Connant—. ¿Usted quiere decir que ese maldito ser reviviría? Lo haré pedazos…

—¡No,
no
, estúpido! —exclamó Blair, interponiéndose delante de Connant para proteger a su propio hallazgo—. No. Simplemente, formas
inferiores
de vida. Por amor de Dios, déjeme terminar. No se puede deshelar formas superiores de vida y hacerlas revivir. Espere un momento, ahora… Un pez puede revivir después del congelamiento porque es una forma de vida tan inferior que las células individuales de su cuerpo reviven y eso solo basta para restablecer la vida. Todas las formas superiores desheladas así se mueren. Aunque revivan las células individuales, el organismo muere porque para vivir debe existir una organización y un esfuerzo cooperativo. Esa cooperación no puede ser restablecida. En todo animal intacto y rápidamente congelado hay una especie de vida latente que en ninguna circunstancia puede tornarse vida activa en los animales superiores, pues éstos son demasiado complejos, demasiado delicados. Este es un ser inteligente, que ha llegado tan alto en su evolución como nosotros en la nuestra. Quizás mayor aún. Está todo lo muerto que podría estarlo un hombre helado.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Connant, esgrimiendo el hacha para hielo de que se apoderara momentos antes.

El comandante Garry apoyó una mano sobre su grueso hombro, conteniéndolo.

—Un momento, Connant. Quiero aclarar esto. Convengo en que este ser no será deshelado mientras exista la más lejana probabilidad de que reviva. Admito que seria demasiado desagradable tenerlo vivo, pero no creo que haya la más remota posibilidad de que esto suceda.

El doctor Copper se sacó la pipa de entre los dientes e izó su cuerpo rechoncho y moreno de la litera sobre la cual estaba sentado.

—Blair está hablando desde el punto de vista técnico. Ese ser está muerto. Tan muerto como los mamuts que se encuentran helados en Siberia. Tenemos toda suerte de pruebas de que los animales no reviven después de haberse helado, ni siquiera los peces, en un sentido general, y ninguna prueba de que la vida animal superior pueda hacerlo, en ninguna circunstancia. ¿En qué se basa, Blair?

El pequeño biólogo se desperezó. La orla de cabello que se había erizado alrededor de su cráneo oscilaba con austera ira.

—Me baso en que las células individuales pueden ostentar las características que tenían en vida si se las deshiela adecuadamente. Las células del músculo de un hombre viven muchas horas después de muerte éste. Por el solo hecho de que vivan, y de que las células del pelo y las uñas crezcan aún, usted no acusaría a un cadáver de ser un
zombie
o algo así.

»Ahora bien… Si deshielo esto adecuadamente tendré una probabilidad de determinar a qué tipo de mundo pertenece. No sabemos, ni podemos saberlo de ningún modo, si proviene de la Tierra o de Marte o de Venus o de más allá de las estrellas.

»Y por el solo hecho de que ese monstruo no se parezca a la especie humana, usted no tiene por qué acusarlo de ser maligno o perverso o algo así. Quizás esa expresión de su rostro sea una resignación ante su destino. El blanco es para los chinos el color de luto. Si los hombres pueden tener costumbres distintas… ¿por qué no una especie tan distinta podría tener diferentes criterios sobre las expresiones faciales?

Connant rió silenciosamente, sin alegría.

—¡Una resignación pacífica! Si eso es lo mejor que puede ofrecer ese ser en materia de resignación, me habría disgustado mucho verlo furioso. Ese rostro nunca tuvo pensamientos filosóficos, como la paz, simplemente.

»Sé que a usted le interesa ese ser… pero muéstrese cuerdo. Ese ser creció en el mal, durante su adolescencia se entretuvo asando vivos a los equivalentes locales de los gatitos y en la madurez se divirtió con una nueva e ingeniosa tortura.

—Usted no tiene el menor derecho a decir eso —dijo con tono brusco Blair—. ¿Acaso sabe el abecé del significado de una expresión facial ingénitamente inhumana? Bien puede ser que no tenga el menor equivalente humano. Ese ser es simplemente un aspecto distinto de la naturaleza, otro ejemplo de la maravillosa adaptabilidad de la naturaleza. Al crecer en otro mundo distinto, quizá más rudo, tiene distintas formas y facciones. Pero es un hijo tan legítimo de la naturaleza como usted. Usted exhibe esa infantil flaqueza humana de odiar a los distintos. En su propio mundo, ese ser lo clasificaría probablemente a usted de pez ventrudo, de monstruo blanco con insuficiente número de ojos y un cuerpo fungoso pálido e hinchado de gas. Por el solo hecho de que su naturaleza sea distinta, usted no tiene derecho a decir que es un mal necesario.

Norris estalló en un solo y explosivo ¡
ja
! Luego, contempló al ser.

—Puede ser que las cosas de otros mundos no
tengan
que ser malas por el solo hecho de ser distintas. ¡Pero eso sí lo
era
! Un hijo de la naturaleza…, ¿eh? Bueno, pues era una naturaleza de todos los diablos.

—¡Vamos! ¿Se dejarán de reñir y me sacarán de una vez de la mesa ese maldito objeto? —gruñó Kinner—. Y pónganle una lona encima. Su aspecto es indecente.

—Kinner se ha vuelto recatado —dijo burlonamente Connant.

Kinner miró de soslayo al corpulento físico. La mejilla cubierta de cicatrices se contrajo para unirse a la línea de sus apretados labios, en torcida sonrisa.

—Bueno, grandote… ¿Y por qué gruñía usted hace un rato? Podemos poner eso en una silla próxima a usted esta noche, si quiere.

—No temo su cara —replicó con tono brusco Connant—. No me gusta mucho velar este cadáver, pero lo haré.

La sonrisa de Kinner se dilató a lo ancho de su rostro.

—Hum… —dijo.

Fue hacia el hornillo y le desprendió vigorosamente las cenizas, ahogando con el ruido el tintineo de hielo que rompía Blair al poner de nuevo manos a la obra.

4


Cluc
—informó el contador de rayos cósmicos—.
Cluc-burp-cluc
.

Connant se sobresaltó y dejó caer el lápiz.

—¡Maldición!

El físico miró al otro rincón, observando el contador Geiger que estaba sobre la mesa. Y se arrastró debajo de ésta, donde había estado trabajando, para recobrar el lápiz.

Volvió a poner manos a la obra, tratando de que su escritura saliera más pareja, ya que tendía a dar saltos y a acusar rasgos trémulos, siguiendo el ritmo de los bruscos cacareos de gallina orgullosa del contador Geiger. El grave zumbido de la lámpara de presión que usaba Connant para iluminar el recinto, la mezcla de gorgoteos y toques de clarín de la docena de hombres que dormían en el otro extremo del pasillo en la Casa del Paraíso, formaban la atmósfera sonora de los irregulares y cloqueantes ruidos del contador y el ocasional crujir del carbón que caía en la ventruda estufa de cobre. Y un suave e incesante
drip-drip-drip
del ser que estaba en el rincón.

Connant sacó de un tirón un paquete de cigarrillos del bolsillo y lo abrió con tanta brusquedad que asomó un cigarrillo y se metió éste en la boca. El encendedor no funcionó y Connant hurgó irritado entre la pila de papeles en busca de un fósforo. Probo varias veces la rueda del encendedor, lo tiró con una maldición y se levantó para sacar una brasa de la estufa.

El encendedor funcionó instantáneamente cuando lo ensayó al volver a la mesa. El contador desgranó una serie de risitas en el momento en que lo hería un estallido de rayos cósmicos. Connant se volvió para mirarlo con enojo y procuró concentrarse en la interpretación de los datos resumidos durante la semana anterior. La síntesis de la semana…

Se rindió y cedió a la curiosidad o a la nerviosidad. Tomó del escritorio la lámpara de presión y la llevó a la mesa del rincón. Luego volvió a la estufa y tomó los morillos. El ser se estaba deshelando desde hacía ya 18 horas. Lo hurgó con inconsciente cautela: la carne no era ya dura como un blindaje y había cobrado una consistencia gomosa. Parecía un caucho húmedo y azul, al brillar bajo las gotitas de agua. Connant sintió un irrazonable deseo de verter el contenido del depósito de la lámpara sobre el ser que estaba en su caja y prenderle un fósforo. Los tres ojos encarnados brillaron furiosamente frente a él sin verlo, las cuencas de los ojos color rubí reflejaban lóbregos y humosos rayos de luz.

Connant adivinó vagamente que los había estado contemplando durante largo tiempo y hasta comprendió de una manera borrosa que ya no estaban ciegos. Pero esto no parecía tener tanta importancia como el esforzado y lento movimiento de los tentáculos que surgían de la base de su cuello flaco y de lenta vibración.

Connant tomó la lámpara de presión y volvió a su silla. Se sentó, contemplando fijamente las páginas de guarismos matemáticos que tenía delante. El cloquear del contador Geiger se había vuelto extrañamente menos perturbador, el crujir de los carbones de la estufa no lo distraía ya.

El rumor de los tablones del piso, a sus espaldas, no interrumpió sus pensamientos cuando preparó su informe semanal de un modo automático, llenando las columnas de datos y agregando notas sucintas y nutridas.

El crujir de los tablones del piso se acercó.

5

Blair surgió bruscamente de las profundidades del sueño, acosado por pesadillas. El rostro de Connant flotaba borrosamente allá arriba: por un momento le pareció que se prolongaba el salvaje horror de la pesadilla. Pero el rostro de Connant denotaba cólera y cierto susto.

—Blair… Blair… Maldito tronco… Despiértese.

—¿Quéeee? —preguntó el biólogo, frotándose los ojos, mientras su huesudo y pecoso dedo se curvaba hacia un mutilado puño infantil.

Desde las literas circundantes, otros semblantes se alzaron para contemplar absortos a ambos. Connant se irguió.

—Levántese… Su maldito ser se ha escapado.

—¡Se ha escapado!

La voz toruna del piloto principal bramó las palabras con un volumen que estremeció las paredes.

Otras voces gritaron repentinamente desde los túneles de comunicación. Los doce habitantes de la Casa del Paraíso irrumpieron dando tumbos, bruscamente. Barclay, rechoncho y bulboso en su larga ropa interior de lana, llevaba un extintor.

—¿Qué diablos sucede? —preguntó Barclay.

—Su maldito ser se ha escapado. Me quedé dormido hace unos veinte minutos y, cuando desperté, había desaparecido. Oiga, doctor… Usted había dicho que esos seres no reviven. La vida latente de Blair se ha convertido en otra muy efectiva y nos ha burlado.

Copper le miró absorto, con aire ausente.

—Ese ser no era… terrestre —dijo, con un repentino suspiro—. Yo…, yo creo que las leyes terrestres no rigen para él.

—Pues pidió licencia y se la tomó. Tenemos que encontrarlo y capturarlo de algún modo —dijo Connant, que profirió una furiosa blasfemia, con los hundidos ojos negros hoscos y sombríos—. Es un milagro que ese ser infernal no me haya devorado durante mi sueño.

Blair se echó atrás con un sobresalto, los apagados ojos animados bruscamente por un fulgor de miedo.

—Puede que ese… Hum… Este… Tendremos que encontrarlo.

—Encuéntrelo usted. Es su favorito. Bastante he tenido ya con él, después de haberme pasado ahí siete horas oyendo golpear el contador Geiger con intervalos de pocos segundos. Y usted, aquí roncando. Es un milagro que me haya dormido. Me voy al edificio de la administración.

El comandante Garry entró, ajustándose el apretado cinturón.

—No tendrá necesidad de hacerlo. —El bramido de Van resonó como el Boeing cuando aterriza a favor del viento—. ¿De modo que ese ser no estaba muerto?

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