Una noche de perros (33 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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Veréis, las cosas estaban cambiando. En mi cabeza.

Eran las fotos las que finalmente lo habían conseguido; me habían hecho comprender que llevaba tanto tiempo metido en los rollos de otras personas que había llegado un momento en que no me importaba. Pasaba de Murdah y sus helicópteros; pasaba de Sarah Woolf y Barnes; pasaba de Solomon y O'Neal, de Francisco y La Espada de la Puñetera Justicia. Pasaba de quién ganaba la discusión o quién ganaba la guerra.

Y, sobre todo, pasaba de mí mismo.

Los dedos de Latifa rozaron el dorso de mi mano.

A mí me parece que, cuando se trata de sexo, los hombres se ven atrapados entre una roca y algo que es suave, flácido y apologético.

Los mecanismos sexuales de los dos géneros sencillamente no son compatibles, y ésa es la horrible verdad del tema. Uno es un cochecito, ideal para las compras, trayectos rápidos por la ciudad, y muy fácil de aparcar; el otro es un cochazo, diseñado para largas distancias, mucho más grande, más complejo, y más difícil de mantener. No te compras un Fiat Panda para cargar antigüedades desde Bristol a Norwich, y no te compras un Volvo por la razón que sea. No es que uno sea mejor que el otro; sólo son diferentes, eso es todo.

Ésta es la verdad que no nos atrevemos a admitir en estos días —porque la igualdad es nuestra religión y los herejes no son mejor vistos ahora que antes—, pero lo admitiré, porque siempre he considerado que la humildad ante los hechos es lo único que mantiene cuerdo al hombre racional. Sé humilde ante los hechos, y orgulloso ante las opiniones, como George Bernard Shaw dijo una vez.

La verdad es que no lo dijo. Sólo quería darle un poco de respaldo autorizado a esta observación de mi propia cosecha, porque sé que no os gustará.

Si un hombre se abandona al momento sexual, entonces, bueno, eso es todo lo que hay. Un momento, un espasmo, un acontecimiento que no se prolonga en el tiempo. Si, por otro lado, se contiene por medio de recordar todos los nombres que pueda de la carta de colores Titanlux, o el que sea su método preferido para retrasarlo, entonces se lo acusa de ser frío y preocuparse sólo de la técnica. En cualquier caso, si eres un tío heterosexual, salir de un encuentro sexual moderno con honor es algo terriblemente difícil de lograr.

Sí, por supuesto, el honor no es el objetivo del ejercicio, pero eso es fácil de decir cuando tiene alguno. Me refiero a honor. Y los hombres no tienen ninguno en estos tiempos. En el ruedo del sexo, los hombres son juzgados por las reglas femeninas. Ya puedes ponerte como quieras, pero es la verdad. (Sí, obviamente, los hombres juzgan a las mujeres en otras esferas —las paternalizan, las tiranizan, las excluyen, las oprimen, las hacen absolutamente desgraciadas—, pero en cuestiones de folleteo, el listón lo ponen las mujeres. Es el Fiat Panda el que está obligado a ser como un Volvo, y no a la inversa.) No oyes a los hombres criticar a las mujeres porque tarden quince minutos en llegar al orgasmo; y si lo haces, no es ninguna acusación implícita de debilidad, arrogancia o egoísmo. Los hombres, generalmente, agachan la cabeza y dicen: «Sí, es así como es su cuerpo, es lo que ella necesita de mí, y yo no se lo puedo dar. Soy una mierda y me piraré ahora mismo, en cuanto consiga encontrar el otro calcetín».

Lo que, para ser sincero, es injusto y casi borda lo ridículo. De la misma manera que sería ridículo decir que un Fiat Panda es un coche de mierda sólo porque no puedes cargar un armario detrás. Puede que sea una mierda por otras muchas razones —se avería cada dos por tres, consume aceite, o es de un color verde lima con la palabra «turbo» patéticamente escrita en el parabrisas trasero—, pero no es una mierda porque tiene aquello para lo que fue específicamente diseñado: la pequeñez. Tampoco el Volvo es un coche de mierda, sólo porque no pueda colarse por la barrera del parking y te permita largarte sin pagar.

Incinérame si quieres en una pira de gusanos, pero las dos máquinas son sencillamente diferentes, y eso es lo que hay. Están diseñadas para hacer cosas diferentes a diferentes velocidades, y en diferentes tipos de pavimentos. Son diferentes. No son la misma cosa. Dispares.

Vale, ya lo he dicho. Tampoco es que me sienta mejor.

Latifa y yo nos amamos dos veces antes del desayuno, y otra después, y para media mañana conseguí recordar el siena tostado, cosa que hacía el treinta y uno, toda una plusmarca personal.

—Cisco, dime una cosa.

—Claro, Rick. Adelante.

Me miró, luego acercó la mano al tablero y sacó el mechero.

Pensé durante un largo y lento momento, al mejor estilo de Minnesota.

—¿De dónde viene el dinero?

Recorrimos unos dos kilómetros antes de que me respondiera.

Viajábamos en el Alfa Romeo de Francisco, los dos solos, por la Autoroute du Soleil desde Marsella a París, y si él volvía a poner
Born in the USA
una vez más, probablemente me sangraría la nariz.

Habían pasado tres días desde el atentado contra Dirk van Der Hoewe, y La Espada de la Justicia se sentía invencible, porque los periódicos habían pasado a otros temas y los policías se rascaban sus cabezas informatizadas ante la falta de una pista firme.

—¿De dónde viene el dinero? —acabó por repetir Francisco, mientras marcaba el compás con los dedos en el volante.

—Sí.

La autopista iba a lo suyo. Ancha, recta, francesa.

—¿Por qué quieres saberlo?

Me encogí de hombros.

—Sólo... ya sabes... sólo pensaba.

Se echó a reír como si acabase de pillar el baile de San Vito.

—No pienses, Ricky, amigo mío. Tú haz. Eres muy bueno haciendo. Tú a lo tuyo.

Yo también me reí, porque ésa era la manera que tenía Francisco para hacer que me sintiese bien. De haber sido quince centímetros más alto, me hubiese alborotado el pelo como un afectuoso hermano mayor.

—Sí. Sólo que pensaba...

Me interrumpí. Durante treinta segundos, ambos nos erguimos un poco más en nuestros asientos mientras nos adelantaba un Peugeot azul oscuro de la Gendarmerie. Francisco levantó un poco el pie del acelerador y lo dejó alejarse.

—Pensaba —continué—, como cuando pagué la cuenta del hotel, ya sabes... y pensé, joder, esto es mucha pasta... ya sabes... joder, somos seis... hoteles y cosas... billetes de avión... mucha pasta. Y pensé... ya sabes, ¿de dónde viene? Ya sabes, alguien paga, ¿no?

Francisco asintió sabiamente, como si buscase la manera de ayudarme en algún complicado problema donde había tías de por medio.

—Por supuesto, Ricky. Alguien paga. Siempre hay alguien que paga.

—Vale. Es lo que pensaba. Alguien tiene que pagar. Así que pensé... ya sabes... ¿quién?

Mantuvo la mirada fija en la carretera durante un rato y después se giró lentamente y me miró. Durante mucho tiempo. Tanto, que me vi obligado a mirar la carretera cada equis segundos para asegurarme de que no teníamos delante una caravana de camiones asesinos.

Entre miradas, le dediqué mi expresión de más inocente estupidez de que fui capaz. Intentaba decirle: Ricky no es peligroso, Ricky es un tío legal, Ricky es una alma de cántaro que sólo quiere saber quién le paga el jornal. Ricky no es, nunca ha sido, y nunca será, una amenaza.

Me reí, nervioso.

—¿Vas a mirar la carretera? Me refiero, como... ya sabes.

Francisco se mordió el labio inferior durante unos segundos, entonces, sin más, se rió conmigo y volvió a prestar atención a la carretera.

—¿Te acuerdas de Greg? —preguntó en un tono alegre y despreocupado.

Fruncí el entrecejo, mucho, porque a menos que algo hubiese ocurrido en las últimas seis horas, no era probable que Ricky lo recordase muy bien.

—Greg —añadió—. El tipo del Porsche. Que fuma puros. El que te hizo la foto para el pasaporte.

Esperé un rato y luego asentí vigorosamente.

—Greg, claro, lo recuerdo. Conducía un Porsche.

Francisco sonrió. Quizá pensaba que no tenía ninguna importancia lo que me dijese, porque habría olvidado hasta la última coma para cuando estuviésemos en París.

—Ése. Verás, Greg es un tipo listo.

—¿Sí? —dije, como si esto fuese un concepto nuevo para mí.

—Claro que sí. Muy listo. Un tipo listo con dinero. Un tipo listo con un montón de cosas.

Pensé en eso durante un rato.

—A mí me pareció un gilipollas integral.

Francisco me miró sorprendido, luego soltó una estruendosa carcajada y machacó el volante con el puño.

—Claro que es un gilipollas integral —gritó—. Un puto gilipollas integral.

Me reí con él, radiante de orgullo por haber dicho algo que era del agrado del maestro. Finalmente, gradualmente, ambos nos calmamos, y después él tendió la mano y apagó al bueno de Bruce Springsteen. Lo hubiese besado.

—Greg trabaja con otro tipo —manifestó Francisco, con una repentina expresión grave—. Zurich. Son algo así como financieros. Mueven el dinero, hacen negocios, se ocupan de cosas importantes. De todo. ¿Lo captas? —Me miró y yo fruncí el ceño como tocaba, para demostrar que me concentraba cantidad. Eso parecía ser lo que él quería—. El caso es que Greg recibe una llamada. Llega dinero. Haz esto, haz aquello. Guárdalo. Piérdelo. Lo que sea.

—¿Quieres decir que es como si tuvieses una cuenta en el banco? —pregunté con una gran sonrisa.

Francisco también sonrió.

—Tenemos una cuenta bancaria, Ricky. Tenemos un montón de cuentas bancarias.

Sacudí la cabeza como expresión de asombro ante tanto ingenio, y luego fruncí el ceño de nuevo.

—Así que Greg nos paga, ¿no? Pero no es su dinero.

—No, no es su dinero. Él lo maneja, se lleva su parte. Creo que una parte muy grande, a la vista de que conduce un Porsche, y yo todo lo que tengo es esta mierda de Alfa. Pero no es su dinero.

—Entonces, ¿de quién es? —pregunté, probablemente demasiado rápido—. Me refiero a que es de un tipo, de varios, ¿o qué?

—De un tipo —contestó Francisco, y después me dedicó una última, larga y decisiva mirada (toda una auditoría, una evaluación), en un intento por recordar todas las veces que lo había cabreado, todas las veces que lo había complacido; por deducir si había hecho lo suficiente como para merecerme esa información, que no tenía ningún derecho o razón para saber. Luego olisqueó, cosa que Francisco siempre hace cuando se prepara para decir algo importante—. No sé su nombre. Me refiero a su verdadero nombre. Pero utiliza un nombre para el dinero. Con los bancos.

—¿Sí?

Intentaba hacer ver que no contenía el aliento. Cisco me provocaba y alargaba el tema sólo por divertirse.

—¿Sí? —repetí.

—Su nombre es Lucas —respondió finalmente—. Michael Lucas.

Asentí.

—Guay.

Al cabo de un rato apoyé la cabeza en la ventanilla y fingí dormir.

Hay una cosa, pensé, mientras continuábamos la marcha sobre París, y Dios lo sabía. Había una filosofía muy curiosa en acción, y sencillamente no me había dado cuenta hasta ahora.

Siempre había creído que «No matarás» figuraba el primero de la lista. El Número Uno. Codiciar el culo de tu vecina, obviamente, era una cosa que había que evitar; y en el mismo estilo, cometer adulterio, no honrar a tu padre y a tu madre e inclinarse delante de las imágenes.

Pero No Matarás. Éste sí que es un mandamiento. Es el que cualquiera puede recordar, porque parece el más correcto, el más verdadero, el más absoluto.

El que todos olvidan es aquel referente a no levantar falso testimonio. Parece poca cosa comparada con No Matarás. Una fruslería. Una multa de aparcamiento.

Pero cuando te lo lanzan a la cara, y cuando tus vísceras reaccionan segundos antes de que tu cerebro haya tenido la oportunidad incluso de digerir lo que ha oído, te das cuenta de que la vida, la moralidad y los valores no parecen funcionar de la manera que tú creías.

Murdah le había disparado a Mike Lucas en el cuello, y ésa era una de las cosas más perversas que yo había presenciado, en una vida donde había visto muchas cosas perversas. Pero cuando Murdah decidió, por razones de conveniencia, por divertirse, o por cuestiones burocráticas, levantar falso testimonio contra el hombre que había asesinado —no sólo arrebatarle su vida física, sino también su vida moral; su existencia, su memoria, su reputación; utilizar su nombre, mancillarlo, sólo para cubrir su propio rastro—, de tal forma que le cargase el muerto a un hombre de la CÍA de veintiocho años que sólo pensaba un poco raro, bueno, ése fue el momento en que las cosas comenzaron a cambiar para mí.

Ése fue el momento en que empecé a cabrearme de verdad.

VEINTIUNO

Creo que he hecho saltar un botón de la bragueta.

Mick Jagger

Francisco nos dio diez días de descanso.

Bernhard dijo que los pasaría en Hamburgo, y por su expresión, todo parecía indicar que había algo de sexo de por medio. Cyrus fue a Evian-les-Bains porque su madre agonizaba, aunque después se supo que la mujer agonizaba en Lisboa, y Cyrus sencillamente quería estar lo más lejos posible cuando se muriese de una vez; Benjamín y Hugo volaron a Haifa, para hacer submarinismo; y Francisco se quedó en la casa de París, para interpretar el papel de la soledad del mando.

Dije que me iba a Londres, y Latifa dijo que me acompañaría.

—Lo pasaremos guay en Londres. Te enseñaré cosas. Londres es una gran ciudad. —Me sonrió y pestañeó cantidad.

—Que te follen —respondí—. No quiero que me estés dando el coñazo todo el puñetero día.

Muy duras palabras, evidentemente, y de verdad hubiese preferido no expresarlo de esa manera. Pero el riesgo de estar en Londres con Latifa y encontrarme en la calle con algún tío que me gritase: «Thomas, cuánto tiempo sin verte, ¿quién es la pájara?» era un riesgo no asumible. Necesitaba poder moverme con entera libertad, y deshacerme de Latifa era la única manera de conseguirlo.

Por supuesto, podría haberme inventado alguna historia de tener que visitar a los abuelos, a mis siete hijos, o a mi especialista en enfermedades venéreas, pero al final me decidí por «Que te follen». Era menos complicado.

Volé de París a Amsterdam con el pasaporte Balfour, y luego dediqué una hora a deshacerme de cualquier norteamericano que se hubiese sentido en la obligación de seguirme. No es que tuviesen ninguna razón particular para hacerlo. El atentado de Mürren había convencido a la mayoría de ellos de que era un jugador comprometido con el equipo, y en cualquier caso, Solomon había recomendado que no me tuviesen a rienda corta hasta el próximo contacto.

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