La lista se empezó a confeccionar hace seis años, a partir del nombre Oginga Odinga, con todas sus aliteraciones, y ahora contiene más de doscientos nombres. De éstos, veintidós son «corrientes», aptos para ser regurgitados en cualquier momento, rumiados, repetidos y saboreados interiormente. De las veintidós, el nombre de Slavek J. Hurka —un profesor de relaciones industriales en la Universidad de Saskatchewan, donde estudió Helen— es el más antiguo; comenzó su carrera ecolálica en 1974, y la ha proseguido, sin interrupciones importantes, durante los últimos diecisiete años. Casi todas las palabras duran sólo unos meses. Algunos de los nombres (Boris Blank, Floyd Flake, Morris Gook, Lubor J. Zink) poseen un sonido breve y percusivo. Otros (Yelberton A. Tittle, Babaloo Mandel) se caracterizan por aliteraciones eufónicas polisilábicas. La ecolalia congela los sonidos, detiene el tiempo, conserva los estímulos en la mente como «cuerpos extraños» o ecos, custodiando una existencia ajena, como si fueran implantes. Es sólo el sonido de las palabras, su «melodía», como dice Bennett, lo que hace que se instalen en su mente; orígenes, significados y asociaciones son irrelevantes. (Aquí existe cierta similitud con el hecho de «conservar devotamente» nombres en forma de tics.)
—Se parece a las compulsiones de número —dijo—. Ahora tengo que hacerlo todo tres o cinco veces, pero hasta hace unos pocos meses eran cuatro o siete veces. Y entonces me desperté una mañana, y
cuatro
y
siete
habían desaparecido, y en su lugar teníamos
tres
y
cinco.
Es como si ahí arriba se conectara un circuito y otro se desconectara. No parece tener nada que ver
conmigo.
Es siempre lo raro, lo inusual, lo sobresaliente, lo caricaturizable, lo que llama la atención y el oído del que padece el síndrome de Tourette y tiende a provocar elaboración e imitación.
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Esto se pone de manifiesto en el relato personal citado por Meige y Feindel en 1902:
Siempre he sido consciente de mi tendencia a la imitación. Si veía en alguien un gesto curioso o una actitud estrafalaria, era la señal inmediata para intentar reproducirlo, y todavía lo es. Igual ocurría con las palabras o frases, pronunciación o entonación, me apresuraba a imitar cualquier peculiaridad.
Recuerdo que cuando tenía trece años vi a un hombre con una extraña mueca en los ojos y en la boca, y desde ese momento no me di tregua hasta que fui capaz de imitarlo exactamente … Durante varios meses seguí repitiendo la mueca del anciano involuntariamente. En suma, comenzaba a padecer un tic.
Al día siguiente a las 7.25 fuimos en coche a la ciudad. Apenas tardamos cinco minutos en llegar al hospital, pero nuestra llegada resultó más complicada de lo normal, pues Bennett se había hecho involuntariamente famoso. Había sido entrevistado por una revista unas semanas antes y el artículo acababa de aparecer. Todo el mundo le sonreía y le tomaba el pelo por ello. Un poco azorado, pero también disfrutando de la situación, Bennett aceptó las bromas sin ofenderse. («Nunca conseguiré que todo esto se olvide… ahora seré un hombre marcado.») En la sala común de los médicos, se veía claramente que Bennett se sentía a gusto con sus colegas, y ellos con él. Prueba de esto, paradójicamente, era que se sentía libre para tourettar con ellos —tocarles o darles unos golpecitos suaves con las puntas de los dedos o, en dos ocasiones en que compartía un sofá, retorcerse repentinamente sobre un lado y dar unos golpecitos en el hombro de un colega con los dedos de los pies—, una práctica que yo había observado en otros que padecían el síndrome. Bennett es un tanto cauto con sus tourettismos la primera vez que ve a alguien, y lo oculta o amortigua hasta que conoce más a esa persona. Me contó que cuando comenzó a trabajar en el hospital brincaba en los pasillos sólo después de haberse asegurado de que nadie le miraba; ahora, cuando brinca o da saltos, nadie se para a mirarle.
Las conversaciones de la sala común eran como las de cualquier hospital: los médicos hablaban entre ellos de los casos más inusuales. El propio Bennett, echado y medio aovillado en el suelo, dando patadas y lanzando un pie al aire, describía un caso anormal de neurofibromatosis en un joven al que había operado recientemente. Sus colegas le escuchaban atentamente. Era impresionante el contraste entre la anormalidad del comportamiento y la completa normalidad del discurso. Había algo extravagante en aquella escena, pero era evidente que resultaba muy normal para sus protagonistas y ya no llamaba la atención. Un extraño, sin embargo, se habría quedado atónito.
Tras un café y unos bollos, nos dirigimos a la sección de pacientes externos, donde una media docena esperaba a Bennett. El primero era un mayoral de Banff, vestido como un típico hombre del Oeste con una camisa de cuadros escoceses, tejanos apretados y un sombrero de cowboy. Su caballo se le había caído encima, y a él le había salido un inmenso pseudoquiste en el páncreas. Bennett habló con el hombre —quien dijo que la inflamación estaba disminuyendo— y suavemente, con mucho cuidado, le palpó la masa fluctuante del abdomen. Comprobó los sonogramas con el radiólogo —confirmaron la regresión del quiste— y volvió a tranquilizar al paciente. «Va desapareciendo por sí solo. Se está encogiendo lentamente…, después de todo no tendremos que operarle. Puede volver a montar. Le veré dentro de un mes.» Y el mayoral, encantado, salió con paso airoso. Posteriormente, hablé un momento con el radiólogo. «Bennett no es sólo un as del diagnóstico», dijo. «Es el cirujano más compasivo que conozco.»
El siguiente paciente era una mujer obesa con un melanoma en la nalga, que había que extirpar incidiendo a cierta profundidad. Bennett se lavó a conciencia, se puso los guantes estériles. Algo en la idea del campo estéril —quizá la atmósfera de prohibición— parecía estimular su síndrome de Tourette; hacía movimientos repentinos y veloces, o amagos, con la mano derecha, estéril y enguantada, hacia la parte sin lavar, sin guante, «sucia», de su brazo izquierdo. La paciente lo miró imperturbable. ¿Qué pensaría aquella mujer, me pregunté, de aquel extraño movimiento, y de aquellas sacudidas repentinas y convulsivas que también hacía con la mano? Tal vez no se había sorprendido porque su médico de cabecera la había preparado, quizá le había dicho algo así como: «Necesita una pequeña operación. Le recomiendo al doctor Bennett, es un cirujano maravilloso. Tengo que decirle que a veces hace extraños movimientos y emite sonidos curiosos. Padece una enfermedad llamada síndrome de Tourette, pero no se preocupe, no tiene importancia. Nunca afecta a su trabajo de cirujano.»
Una vez finalizados los preliminares, Bennett se puso manos a la obra. Frotó la nalga con un antiséptico yodado y a continuación inyectó anestesia local con mano absolutamente firme. Pero en cuanto el ritmo de la acción se interrumpió un momento —necesitaba más anestesia local y la enfermera le tendió el frasco para que rellenara la jeringa—, empezó a lanzar otra vez una mano hacia la otra hasta casi tocarla. La enfermera ni pestañeó; lo había visto antes y sabía que Bennett no contaminaría sus guantes. Entonces, con mano firme, Bennett practicó una incisión oval de dos centímetros a cada lado del melanoma, y en cuarenta segundos lo había extirpado. «¡Ya está fuera!», dijo. A continuación, muy rápidamente, con gran destreza, cosió los bordes de la herida, haciendo cinco limpios nudos en cada puntada de nylon. La paciente, torciendo la cabeza, le observó coser y bromeó:
—¿En su casa es usted el que cose?
Él rió.
—Sí. Todo excepto los calcetines. Pero hoy en día nadie zurce calcetines.
Ella volvió a mirarle.
—Realmente está cosiendo una colcha.
La operación acabó en menos de tres minutos, momento en el cual Bennett dijo:
—¡Listo! Aquí está lo que hemos sacado. —Le enseñó el trozo de carne.
—¡Puah! —exclamó ella con un estremecimiento—. No me lo enseñe. Pero gracias de todos modos.
Toda la escena a la que había asistido había sido extraordinariamente profesional de principio a fin, y, aparte de los movimientos de una mano hacia la otra hasta casi tocarla, en absoluto touréttica. Pero yo no sabía qué pensar del hecho de que Bennett le hubiera enseñado el trozo de carne extirpado a la paciente («¡Aquí está!»). Uno puede enseñarle un cálculo biliar a un paciente, ¿pero enseñarle un trozo de carne y grasa sangrante y deforme? Estaba claro que ella no quería verlo, pero Bennett quiso enseñárselo, y yo me pregunté si aquel impulso era parte de su escrupulosidad y exactitud tourétticas, de su necesidad de que todo fuera observado y comprendido. Tuve el mismo pensamiento esa misma mañana, más tarde, cuando estaba visitando a una anciana en cuyo conducto biliar había insertado un tubo de drenaje en T. Hizo un gran esfuerzo por extraer el tubo, y le explicó toda la anatomía, y la anciana dijo: «No quiero saberlo. ¡Simplemente hágalo!»
¿Era aquel Bennett el touréttico en su actitud compulsiva o el profesor Bennett dando una lección de anatomía? (Da clases semanales de anatomía en Calgary.) ¿O era una simple expresión de su meticulosidad y de su interés? ¿Se imaginaba, quizá, que todos los pacientes compartían su curiosidad y amor por el detalle? Sin duda así ocurría con algunos pacientes, pero obviamente con aquéllos no era el caso.
Y así fue visitando a todos los pacientes externos. Bennett es, evidentemente, un cirujano muy popular, y visitaba u operaba a cada paciente con rapidez, destreza y una absoluta concentración, de modo que cuando los pacientes le veían sabían que les dedicaba toda su atención. Se olvidaban de que habían esperado, o de que había otros todavía esperando, y sentían que, para él, en aquel momento eran las únicas personas de este mundo.
Continúo pensando que la vida de un cirujano es muy gratificante, muy real: relaciones directas y cordiales, especialmente con los pacientes ambulatorios. Una inmediatez en la relación, en el trabajo, en los resultados, en las gratificaciones, mucho mayor de la que gozan otros médicos, sobre todo los neurólogos (como yo). Pensé en mi madre, en lo mucho que disfrutó de su vida de cirujano, y cómo siempre me encantó sentarme en su consulta mientras visitaba a los pacientes ambulatorios. Yo no pude hacerme cirujano a causa de mi incorregible torpeza, pero ya de niño adoraba la vida de los cirujanos, verlos trabajar. Mientras observaba a Bennett con sus pacientes, esa atracción, ese placer medio olvidado retomaron, haciéndome desear ser algo más que un espectador, sentirme útil, sostener el retractor, unirme de algún modo a la operación.
El último paciente de Bennett era un joven mecánico con una extendida neurofibromatosis, una enfermedad extraña y a veces cancerosa que puede producir unas enormes tumefacciones parduscas y pliegues de piel, desfigurando todo el cuerpo.
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Este joven tenía un enorme mandil de tejido colgándole del pecho, tan grande que podía levantarlo y cubrirse la cabeza, y tan pesado que le hacía ir inclinado por el peso. Bennett se lo había extirpado dos semanas antes —una operación impresionante— con gran destreza, y ahora examinaba otro enorme mandil que le descendía desde los hombros, y grandes colgajos de carne en las ingles y las axilas. Me quedé bastante aliviado de que no pronunciara uno de sus
«Hideous!»
mientras quitaba los puntos de la operación, pues temía el impacto de tal palabra pronunciada en voz alta, aun cuando no fuera nada más que un tic verbal. Pero afortunadamente no hubo «
Hi
deous!»;
no hubo tics verbales en absoluto, hasta que Bennett examinó el colgajo de piel dorsal y dejó escapar un breve
«Hid…»,
el final de la palabra omitido en un apócope lleno de tacto. Posteriormente me enteré de que no había sido una supresión consciente —Bennett no tenía recuerdo del tic—, y sin embargo me pareció que debía de tratarse de un detalle, si no consciente sí subconsciente, de tacto y consideración hacia el paciente. «Un joven admirable», dijo Bennett cuando salimos. «Nada cohibido. Excelente personalidad, sociable. Cualquier persona con una enfermedad así se esconderla.» No pude evitar pensar que esas mismas palabras podrían aplicarse a él. Hay muchas personas con el síndrome de Tourette que acaban atormentadas y cohibidas, retirándose del mundo y escondiéndose. No ocurría así con Bennett: había luchado contra ello; había vencido todas las dificultades tras desafiar a la vida, a la gente, a la más improbable de todas las profesiones. Creo que todos sus pacientes lo percibían, y ésa era una de las razones por las que confiaban en él.
El hombre con el colgajo de piel fue el último paciente ambulatorio, pero para Bennett, enormemente ocupado, sólo hubo una breve pausa antes de una tarde igualmente larga con los pacientes ingresados del pabellón. Decliné acompañarle y me tomé la tarde libre para dar una vuelta por la ciudad. Paseé por Branford con una rarísima y contradictoria sensación de
déjà vu
y
jamais vu;
no dejaba de pensar que ya había visto esa ciudad, pero también que me resultaba totalmente nueva. Y entonces, de repente, lo comprendí: sí, la había visto, había estado allí antes, me había detenido a pasar la noche en agosto de 1960, cuando estaba haciendo autoestop por las Montañas Rocosas, hacia el Oeste. Su población era sólo de unos pocos miles de habitantes, y apenas había unas cuantas calles, moteles y bares polvorientos: un cruce de caminos, poco más que una parada de camiones en el largo camino hacia el Oeste. Ahora tenía una población de veinte mil personas, había una calle mayor llena de tiendas y de tráfico; había ayuntamiento, comisaria, hospital regional, varias escuelas: todo eso era lo que me rodeaba, el abrumador presente, y sin embargo a través de él veía los polvorientos cruces y los bares, el Branford de treinta años atrás, todavía extrañamente vivido, porque en mi mente nunca había sido puesto al día.
El viernes es el día que Bennett opera, y aquella semana tenía programada una mastectomía. Estaba ansioso por unirme a él, por verle en acción. Los pacientes externos son una cosa —uno siempre puede concentrarse unos pocos minutos—, ¿pero cómo se comportaría en una operación larga y difícil que exige una concentración intensa y continua, no durante segundos o minutos, sino durante horas?
Ver a Bennett preparándose para el quirófano fue un espectáculo asombroso. «Debería lavarse junto a él», dijo su joven ayudante. «Es toda una experiencia.» De hecho lo era, pues lo que había visto con los pacientes externos se magnificaba ahora: lanzaba una mano hacia la otra de manera continua y repentina, hasta tocarse, pero jamás llegaba a rozar su hombro sin lavar, sin esterilizar, ni a su ayudante, ni al espejo; por si esto no bastara daba repentinos toques a sus colegas con el pie y emitía una andanada de vocalizaciones —«¡Uhuuu! ¡Uhuuu!»— como si fuera un búho.