Un antropólogo en Marte (15 page)

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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

BOOK: Un antropólogo en Marte
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En cuanto acabaron de lavarse, Bennett y su ayudante se pusieron los guantes y la bata y se dirigieron hacia el paciente, ya anestesiado en la mesa. Miraron rápidamente la mamo— grafía en la pantalla de rayos X. A continuación Bennett sacó el bisturí, hizo una incisión limpia y decidida —no hubo atisbo de tic ni de distracción—, e inmediatamente se inició el ritmo de la operación. Pasaron veinte minutos, cincuenta, setenta, cien. La operación era compleja en determinados momentos —había que atar vasos, encontrar nervios—, pero él actuaba con seguridad, tranquilo, avanzando a su ritmo, sin la menor señal de tourettismo. Finalmente, tras dos horas y media concentrado en una operación compleja y agotadora, Bennett cerró la incisión, dio las gracias a todos, bostezó y se estiró. Había realizado toda una operación sin dar muestra del síndrome. No porque lo hubiera suprimido o contenido —en ningún momento hubo señal de control o represión—, sino porque, simplemente, no sintió ningún impulso de hacer sus tics. «Cuando estoy operando, casi nunca me pasa por la cabeza que tenga el síndrome de Tourette», dice Bennett. Su única identidad, en tales ocasiones, es la de un cirujano trabajando, y toda su organización psíquica y neural se alinea con ello, se vuelve activa, centrada y desenvuelta; en suma, no touréttica. Sólo si la operación se interrumpe unos minutos —para revisar una radiografía especial tomada durante la operación, por ejemplo— Bennett, desocupado, esperando, recuerda que
es
touréttico, y en ese mismo instante se convierte en tal. Tan pronto como el ritmo de la operación se recupera, la identidad touréttica, el síndrome de Tourette, se desvanece de nuevo. Los ayudantes de Bennett, aunque le conocen y han trabajado con él durante años, todavía se asombran cada vez: «El modo como desaparece el síndrome es como un milagro», me dice uno de ellos. Y el propio Bennett se quedaba atónito, y me interrogaba, mientras se quitaba los guantes, sobre los aspectos neurofisiológicos del fenómeno.

Mas tarde me confesó que las cosas no habían sido siempre tan fáciles. A veces, si era bombardeado por exigencias exteriores durante la operación —«Tienes a tres pacientes esperando en urgencias», «La señora X quiere saber si puede venir el día diez», «Tu mujer quiere que recojas tres bolsas de comida para perros»—, esas presiones, esas distracciones, rompían su concentración, rompían el flujo de la acción, de otro modo rítmico y continuo. Hace un par de años impuso la norma de que nunca debía ser molestado mientras operaba, debía dejársele tranquilo a fin de que pudiera concentrarse totalmente en la intervención; desde entonces, la sala de operaciones ha estado libre de sus tics.

La actividad como cirujano de Bennett me ofrece la ocasión de introducirme en todos los enigmas del síndrome de Tourette, y también en temas profundos como la naturaleza del ritmo, de la melodía, del «flujo», e incluso de la simulación, del rol, de la personalidad y de la identidad. Cuando los tourétticos se exponen a la música o a una acción rítmica, se puede asistir a una transición instantánea de los tics descoordinados y convulsos a la capacidad de moverse de modo coherente y perfectamente orquestado. Todo esto lo vi en el hombre que describí en «Ray
, el tic
queur
ingenioso», que podía nadar toda una piscina sin ningún signo de tourettismo, con brazadas rítmicas y uniformes, pero en el instante de dar la vuelta, cuando el ritmo, la melodía cinética, se interrumpía, aparecía toda una ráfaga de tics. Muchas personas que sufren el síndrome se ven también atraídas por el atletismo, en parte (sospecho yo) debido a su extraordinaria velocidad y precisión
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y en parte debido a su impulso motor y energía rebosante y desordenada, que les empuja a buscar algún tipo de liberación motora que en lugar de revelarse en una explosión pueda felizmente coordinarse en el flujo, el ritmo, del deporte o un juego.

Se pueden observar situaciones muy similares cuando tocan un instrumento o reaccionan a la música. Las pautas motoras y orales rotas o convulsivas que se dan en el síndrome de Tourette pueden normalizarse instantáneamente en el canto o en una actividad normal (hace mucho que se sabe que esto ocurre con los tartamudos). Algo parecido sucede con los movimientos espasmódicos o accidentados del Parkinson (a veces denominado tartamudeo cinético); éstos también pueden reemplazarse, con música o acción, por un flujo melódico y rítmico.

Tales reacciones parecen afectar principalmente a las pautas motoras del individuo, y no a los aspectos superiores de la persona, a la identidad.
Parte
de la transformación mientras Bennett estaba operando, pensé, estaba ocurriendo a este nivel elemental y «musical», en el cual el acto de operar de Bennett se había vuelto automático; en ese momento había una docena de cosas a las que estar atento, pero estaban integradas, orquestadas, en un solo flujo sin fisuras, un flujo que, como su conducción, se había vuelto en parte automático con el tiempo, de modo que era capaz de charlar con las enfermeras, hacer chistes y bromas, pensar, mientras sus manos, sus ojos y su cerebro realizaban sus tareas sin fallo alguno, casi inconscientemente.

Pero por encima de este nivel había otro, superior y personal, que tenía que ver con su papel de cirujano. La anatomía (y por tanto la cirugía) habían sido las eternas pasiones de Bennett, residían en el centro de su ser, y cuando se halla inmerso en su trabajo es más que nunca, y más profundamente, él mismo. Toda su personalidad y comportamiento —a veces nervioso y tímido— cambian cuando se pone su bata de operar: entonces adopta la tranquila desenvoltura, la identidad, de un maestro en su trabajo. Es de presumir que la desaparición del síndrome forme parte de este cambio global. He visto exactamente lo mismo en actores tourétticos; conozco a un hombre, un actor de carácter, que es violentamente touréttico fuera de la escena, pero que cuando actúa se mete completamente en su papel, totalmente liberado de su tourettismo.

En este caso estamos observando algo a un nivel muy superior que el de la resonancia meramente rítmica, casi automática, de las pautas motoras; estamos asistiendo (aunque aún ha de ser definido en términos psíquicos o nerviosos) a un acto fundamental de encarnación o personificación, por medio del cual la capacidad, los sentimientos, todos los engramas neurales del otro yo, toman posesión del cerebro, redefinen a la persona y todo su sistema nervioso, mientras dura esa actividad.
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Tales transformaciones y reorganizaciones de identidad se dan en todos nosotros cuando, en el curso del día, pasamos de un rol, de un personaje, a otro: y así vamos del papel paterno al profesional, al político, al erótico, y así sucesivamente. Estos cambios son especialmente dramáticos en aquellos que entran y salen de síndromes neurológicos o psiquiátricos, y en intérpretes y actores profesionales.

Estas transformaciones, estos cambios de un engrama neural muy complejo a otro, suelen ser experimentados como «recuerdo» y «olvido»; de este modo, Bennett se olvida de que es touréttico mientras opera («Jamás se me pasa por la cabeza»), pero lo recuerda en cuanto hay una interrupción. Y en el momento en que lo recuerda se convierte en uno de ellos, pues a ese nivel no hay distinción entre la memoria, el conocimiento, el impulso y el acto: todos vienen o se van al mismo tiempo, como una unidad. (Ocurre algo parecido en otras enfermedades: en una ocasión vi a un parkinsoniano que conozco ponerse una inyección de apomorfina para aliviar la rigidez y la «congelación»; de repente, unos minutos más tarde se descongeló, sonrió y dijo: «He olvidado cómo se hace para ser parkinsoniano.»)

Bennett tiene libre el viernes por la tarde. A menudo da largas excursiones, o monta en bicicleta, o va en coche, impulsado por la idea del viaje, de la carretera que se abre ante él. Le encanta ir a un rancho que tiene un bonito lago y una pista de aterrizaje, al que sólo puede accederse por una carretera accidentada y polvorienta. El rancho goza de una situación maravillosa, una estrecha franja de tierra fértil perfectamente situada entre el lago y las montañas, y mientras recorríamos kilómetros y kilómetros, hablando de una cosa y otra, Bennett comentaba las plantas y las formaciones rocosas. A continuación fuimos un rato al lago, donde me di una zambullida; cuando salí del agua me encontré con que Bennett, un tanto repentinamente, se había acurrucado para echar una siesta. Parecía tranquilo, relajado, mientras dormía; y lo repentino y profundo de su sueño me hizo preguntarme con cuántas dificultades debía de enfrentarse durante el día, y si a veces no acabaría estresado al límite. Me pregunté cuánto escondía tras su afable superficie, cuánto, en su interior, tenía que controlar y afrontar.

Posteriormente, mientras seguíamos nuestro periplo por el rancho, comentó que yo sólo había visto algunas de las expresiones externas de su síndrome de Tourette, y que éstas, por estrafalarias que parecieran en ocasiones, no eran ni mucho menos los peores problemas con que se enfrentaba. Los verdaderos problemas, los problemas internos, eran el pánico y la rabia: sentimientos tan violentos que le amenazaban hasta abrumarle, y tan repentinos que prácticamente aparecían sin previo aviso. Sólo con que le pusieran una multa por aparcamiento indebido o viera un coche de policía, comenzaba a ver escenas de violencia dibujándose en su mente: persecuciones salvajes, tiroteos, incendios destructivos, mutilaciones violentas y escenas de muerte que se volvían inmensamente elaboradas en segundos y atravesaban su mente a una velocidad de vértigo. Una parte de él, que no se siente implicada, puede ver esas escenas con indiferencia, mientras que otra parte se ve dominada por ellas e impelida a actuar. Bennett evita ceder a arrebatos en público, pero el esfuerzo por controlarse es intenso y agotador. En casa, en privado, puede dejarse llevar… aunque no la emprenda con los demás, sino sólo con los objetos que le rodean. Estaba aquella pared que yo había visto, que tan a menudo había atacado en su rabia, y la nevera, a la que había lanzado prácticamente todo lo que había encontrado en la cocina. En su consulta había dado tantas patadas a la pared que había hecho un agujero, y había tenido que poner una planta para taparlo; y en el estudio que tenía en casa las paredes de cedro estaban cubiertas de marcas de cuchillo. «Es algo violento», me dijo. «Puede verlo como algo caprichoso, divertido, verse tentado a idealizarlo, pero el síndrome de Tourette procede de lo más profundo del sistema nervioso y del inconsciente. Golpea nuestros sentimientos más fuertes y primitivos. Este síndrome es como una epilepsia de la subcorteza; cuando se apodera de ti, existe sólo un margen mínimo para el control; un margen sutilísimo entre tú y él, entre tú y esa tormenta desatada, la fuerza ciega de la subcorteza. Lo que se ven son los aspectos atractivos, los divertidos, el lado creativo del síndrome, pero también está el lado oscuro. Tienes que combatirlo toda tu vida.»

La vuelta en coche desde el rancho fue una experiencia estimulante, pero a ratos aterradora. Ahora que Bennett comenzaba a conocerme, se sentía mucho más libre para dejarse llevar, para dejar que su síndrome de Tourette se manifestara. A veces abandonaba el volante durante unos segundos —o eso me parecía a mí, alarmado— mientras daba golpecitos en el parabrisas (acompañados de una letanía de
«Hooty-hooo!», «Hi, there!» y «Hideous!»),
colocándose las gafas, «centrándolas» de cien maneras distintas, y con los índices doblados continuamente se alisaba y se nivelaba el bigote mientras miraba por el retrovisor en lugar de a la carretera. Su necesidad de centrar el volante en relación con las rodillas también se hacía frenética: tenía que «equilibrarlo» constantemente, moviéndolo bruscamente de un lado a otro, haciendo que el coche fuera en zigzag. «No se preocupe», dijo cuando vio mi cara de angustia. «Conozco esta carretera. Sabía que no podía ocurrir nada. Nunca he tenido un accidente conduciendo.»
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El impulso de mirar y ser mirado resulta asombroso en Bennett, y de hecho, en cuanto llegamos a casa, cogió a Mark y lo plantó delante de él, alisándose el bigote furiosamente y diciendo: «¡Mírame! ¡Mírame!» Mark, inmovilizado se quedó donde estaba, pero sus ojos iban de un lado a otro En ese momento Bennett agarró la cabeza de Mark, la sostuvo fuertemente para que le mirara y le susurró: «¡Mírame!» Y Mark se quedó totalmente quieto, paralizado como hipnotizado.

Esa escena me pareció inquietante. Otras escenas con esa familia me habían parecido conmovedoras: Bennett dándole unos leves toques al pelo de Helen, simétricamente, con los dedos extendidos, musitando «uuu, uuu» en voz baja. Ella estaba tranquila, lo aceptaba; era una escena emocionante, a la vez tierna y absurda. «Le quiero como es», dijo Helen. «No le querría de otra manera.» Bennett siente lo mismo. «Es una enfermedad divertida… no lo considero una enfermedad, sino como una parte de mí. Yo digo la palabra “enfermedad”, pero no me parece la más apropiada.»

Es difícil para Bennett, y a menudo difícil para los tourétticos, considerar su síndrome algo externo a ellos, pues muchos de sus tics e impulsos pueden verse como algo intencionado, como una parte integrante del yo, de la personalidad, de la voluntad. Es muy diferente, por contraste, del Parkinson o la corea: estas enfermedades no poseen ninguna cualidad ni intencionalidad del yo, y siempre son vistas como enfermedades, como algo externo al yo. Las compulsiones y tics ocupan una posición intermedia, a veces parecen la expresión de la voluntad personal, a veces una coerción de ésta realizada por otro, por una voluntad ajena. Estas ambigüedades a menudo se expresan en los términos que la gente utiliza. De este modo, la separación entre «ello» y «yo» a veces se expresa mediante jocosas personificaciones del síndrome: un touréttico que conozco llama a su síndrome «Toby», otro «Mr. T». Por contra, un joven de Utah expresa con fuerza la sensación de estar poseído por el síndrome, y me escribió que tenía un «alma tourettizada».

Aunque Bennett se muestra dispuesto e incluso deseoso de considerar el síndrome de Tourette en términos neuroquímicos o neurofisiológicos —él piensa en términos de anormalidades químicas, de «circuitos que se conectan y desconectan» y de «comportamientos primitivos que normalmente serían inhibidos»—, también lo considera algo que ha llegado a ser parte de sí mismo. Por esta razón (entre otras), se ha encontrado con que no tolera el haloperidol y drogas similares: reducen su síndrome, sin duda, pero también le reducen a
a él,
de modo que ya no se siente completamente él mismo. «Los efectos secundarios del haloperidol eran terribles», dijo. «Me sentía vivamente inquieto, no podía estarme parado, mi cuerpo se retorcía, me revolvía como un parkinsoniano. Fue un enorme alivio dejar de tomarlo. Por otro lado, el Prozac ha sido un don del cielo para las obsesiones, los accesos de furia, aunque no modifica los tics.» De hecho, el Prozac ha sido un don del cielo para muchos tourétticos, aunque para algunos ha sido completamente ineficaz, y unos pocos han sufrido efectos paradójicos: una intensificación de sus agitaciones, obsesiones y accesos de furia.
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