Con Greg ocurría algo parecido: no sólo tenía una excelente memoria para las canciones de los sesenta, sino que era capaz de aprender nuevas canciones fácilmente, a pesar de su dificultad a la hora de retener los «hechos». Parecía que en dichos procesos participaran tipos —y mecanismos— de memoria totalmente distintos. Greg también era capaz de aprender
limericks
y cancioncillas con facilidad (y de hecho aprendía cientos de la radio y la televisión, que siempre estaban en marcha en el pabellón). Poco después de ingresar, le puse a prueba con el siguiente
limerick
:
Cállate, chiquitín,
cállate un poquitín,
rabiosos se ponen los niños malos
y entonces hay que matarlos a palos.
Greg lo repitió inmediatamente sin cometer ningún error, se rió y me preguntó si lo había compuesto yo, y lo comparó con «algo macabro, como Edgar Allan Poe». Pero dos minutos más tarde ya lo había olvidado, hasta que le recordé la cadencia rítmica. Al cabo de unas pocas repeticiones más lo aprendió sin que yo le diera pistas, y desde entonces lo recitaba siempre que nos encontrábamos.
¿Se trataba de una simple facilidad para aprender versos y canciones, o podía proporcionarle a Greg profundidad emocional o una capacidad de generalización de algún tipo que normalmente estaba fuera de su alcance? Parecía no existir ninguna duda de que la música le conmovía hondamente, que podía ser una puerta a profundidades de sentimiento y significado a las que normalmente no tenía acceso, y se percibía que Greg era una persona distinta en esos momentos. Ya no parecía un paciente con un síndrome de lóbulo frontal, sino que estaba (por así decir) temporalmente «curado» por la música. Incluso su electroencefalograma, tan lento e incoherente la mayor parte del tiempo, se aplacaba y adquiría ritmo con la música.
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Resulta muy fácil introducir informaciones sencillas en una canción, con lo que podíamos darle a Greg la fecha de cada día en forma de cancioncilla, y él podía aislarla fácilmente y decirla, sin la cancioncilla, cuando le preguntaba. ¿Pero qué significa decir «Hoy es nueve de julio de 1995» cuando uno está hundido en una profunda amnesia, cuando ha perdido la noción del tiempo y de la historia, cuando uno existe exclusivamente de un momento a otro en un limbo sin secuencia temporal? Conocer la fecha no significa nada en esas circunstancias. ¿Se podría, sin embargo, a través de la evocación y el poder de la música, quizá utilizando letras escritas especialmente para ello, conseguir algo más duradero, más profundo? ¿Darle a Greg no sólo los «hechos», sino una idea del tiempo y de la historia, de las relaciones entre sucesos, todo un marco (aunque fuera artificial) para pensar y sentir?
Parecía natural, en esa época, dada la ceguera de Greg y la revelación de su potencial de aprendizaje, darle una oportunidad para leer Braille. Lo dispusimos todo para que asistiera a un curso intensivo en el Instituto Judío para Ciegos cuatro veces a la semana. No debería haber sido una decepción, ni de hecho una sorpresa, el que Greg se mostrara muy poco inclinado a aprender Braille, que se asustara y se quedara desconcertado cuando se le impuso esa actividad, ni que gritara: «¿Qué ocurre? ¿Creéis que estoy ciego? ¿Por qué estoy aquí, con todos estos ciegos que me rodean?» Procuramos explicarle las cosas, a lo que él respondía, con impecable lógica: «Si estuviera ciego, sería la primera persona en saberlo.» El instituto dijo que nunca habían tenido un paciente tan difícil, y el proyecto fue tácitamente abandonado. Y de hecho, con el fracaso del programa de Braille, una suerte de desesperanza nos atenazó, y quizá también a Greg. Nos parecía que no podíamos hacer nada; él carecía de potencial para el cambio.
Por entonces, Greg se había sometido a concienzudas evaluaciones psicológicas y neurológicas que, además de demostrar sus problemas de memoria y atención, le definían como una persona «superficial», «infantil», «sin intuición», «eufórico». Era fácil ver por qué se habían utilizado estas palabras: Greg era así casi siempre. ¿Pero había un Greg más profundo debajo de su enfermedad, bajo esa superficialidad provocada por el síndrome de lóbulo frontal y la amnesia? A principios de 1979, cuando le pregunté, me dijo que se sentía «desgraciado… al menos en la parte corporal», y añadió: «No se puede decir que esto sea vida.» A veces estaba claro que no era sólo frívolo o eufórico, sino también capaz de reacciones profundas y de hecho melancólicas ante su situación. Por aquellos días los noticiarios informaban continuamente sobre la joven Karen Ann Quinlan, sumida en un coma profundo, y cada vez que su nombre y su destino eran mencionados Greg se mostraba afligido y silencioso. Nunca fue capaz de decirme, explícitamente, por qué el caso le interesaba tanto, pero debía de ser, creía yo, por una suerte de identificación de su propia tragedia con la de Karen. ¿O era sólo su incontinente empatía, el adaptarse enseguida de un modo mimético, casi desesperado al clima de cualquier noticia o estímulo?
No era ésta una cuestión que yo pudiera responder al principio, y quizá, además, estaba predispuesto a no encontrar profundidades en Greg, pues los estudios neuropsicológicos que conocía parecían rechazar esa posibilidad. Pero esos estudios estaban basados en evaluaciones rápidas, no en una observación prolongada ni en el tipo de relación que quizá sólo es posible en un hospital para pacientes crónicos, o en situaciones donde todo un mundo, toda una vida, son compartidos con el paciente.
Las características de Greg, típicas de una lesión de lóbulo frontal —su ligereza, sus rápidas asociaciones— eran divertidas, pero más allá de todo ello dejaban ver en él un fondo de pudor, de sensibilidad y de amabilidad. Se percibía que Greg, aunque disminuido, todavía tenía una identidad, una personalidad, un alma.
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Cuando llegó a Williamsbridge todos respondimos a su inteligencia, a su buen humor, a su ingenio. Por entonces se iniciaron todo tipo de programas y actividades terapéuticas y todos —como el aprendizaje de Braille— acabaron en fracaso. La idea de la incorregibilidad de Greg creció gradualmente en todos nosotros, y con ella comenzamos a hacer menos, a esperar menos. Con el tiempo, fuimos dejando que se las arreglara solo. Lentamente dejó de ser el centro de atención, el foco de entusiastas actividades terapéuticas, y fue progresivamente abandonado a sí mismo, dejado fuera de los programas, no le llevábamos a ninguna parte y acabamos ignorándole.
Es fácil, incluso aunque uno sea amnésico, perder contacto con la realidad presente en los pabellones más apartados de los hospitales para enfermos crónicos. Existe una rutina sencilla que no ha cambiado en veinte, cincuenta años. A uno lo despiertan, lo alimentan, lo llevan al lavabo, y lo dejan sentado en el corredor; luego almuerza, lo llevan a jugar al bingo, cena y se va a la cama. El televisor puede estar en marcha, a todo volumen, en la sala de televisión, pero casi ningún paciente le presta atención. Greg, es cierto, disfrutaba de sus series y westerns favoritos, y se aprendía numerosas cancioncillas publicitarias de memoria. Pero las noticias, en su mayor parte, le parecían aburridas y cada vez más ininteligibles. Para pacientes como Greg, los años pueden transcurrir en una especie de limbo atemporal, y las huellas del paso del tiempo son escasas, y desde luego no memorables.
Aproximadamente unos diez años después, Greg mostraba una completa ausencia de desarrollo, su charla parecía cada vez más anticuada, como un repertorio consabido, pues nada nuevo se añadía a ella ni a él. La tragedia de la amnesia parecía mayor con el paso de los años, aunque la amnesia en sí misma, el síndrome neurológico, permanecía inmutable.
En 1988 Greg tuvo un ataque —nunca había tenido ninguno (aunque le habíamos administrado anticonvulsivos, como precaución, desde que fuera operado)— y se rompió una pierna. Nunca se quejó de ello, ni siquiera lo mencionó; no lo descubrimos hasta que intentamos ponerle en pie al día siguiente. Al parecer lo había olvidado tan pronto como el dolor había remitido, y tan pronto como se encontró en una posición cómoda. El hecho de no saber que tenía una pierna rota me parecía algo similar al hecho de no saber que estaba ciego, a su incapacidad, con su amnesia, de retener en la mente una ausencia. Cuando la pierna rota le causaba dolor, durante un breve intervalo, sabía que había ocurrido algo, tan pronto como el dolor cesaba, se le iba de la cabeza. De haber sufrido alucinaciones visuales o de haber visto apariciones (tal como les ocurre a veces a los ciegos, al menos en los primeros meses y años posteriores a la pérdida de la visión), podría haber hablado de ellas, haber dicho: «¡Mira!» o «¡Uau!». Pero en ausencia de una estimulación visual no podía retener nada en la mente relacionado con ver o no ver, o con la pérdida del mundo visual. En su persona, y en su mundo de entonces, Greg conocía sólo la presencia, no la ausencia. Parecía incapaz de registrar ninguna pérdida, ya se tratase de pérdida de funciones en sí mismo, pérdida de un objeto o pérdida de una persona.
En junio de 1990, el padre de Greg, que venía cada mañana antes de trabajar a ver a Greg, y bromeaba y charlaba con él durante una hora, murió de repente. Yo estaba fuera en aquel momento (en el funeral de mi propio padre), y al enterarme de las noticias de la pérdida de Greg, a mi llegada, me apresuré a ir a verle. Por supuesto, le habían dado la noticia cuando ocurrió. Y sin embargo yo no estaba muy seguro de qué decir: me preguntaba si había sido capaz de asimilar ese nuevo hecho.
—Supongo que echas de menos a tu padre —aventuré.
—¿A qué se refiere? —respondió Greg—. Viene cada día. Le veo cada día.
—No —dije yo—, ya no vendrá más… Hace tiempo que no viene. Murió el mes pasado.
Greg puso una mueca de dolor, palideció y se quedó en silencio. Yo tenía la impresión de que estaba afectado, doblemente afectado, ante la repentina y terrible noticia de la muerte de su padre, y ante el hecho de que él mismo no lo supiera, no lo hubiera registrado, no lo recordara.
—Supongo que debía rondar los cincuenta —dijo.
—No, Greg —le respondí—, ya había rebasado los setenta.
Greg volvió a palidecer cuando dije eso. Dejé la habitación durante unos minutos; me pareció que necesitaba estar solo con esa noticia. Pero cuando regresé, Greg no recordaba la conversación que habíamos tenido, ni la noticia que le había dado, y no tenía la menor idea de que su padre hubiera muerto.
Al menos en esta ocasión Greg mostró una capacidad para el amor y la aflicción. Si alguna vez había dudado de su capacidad para experimentar sentimientos más profundos, ahora ya no dudaba. Se sentía claramente destrozado por la muerte de su padre: no mostró frivolidad, ni ligereza, en ese momento.
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¿Pero sería capaz de llorarle? El duelo requiere que uno retenga en la mente la idea de la pérdida, y no estaba nada claro que Greg fuera capaz de hacerlo. De hecho uno podía decirle una y otra vez que su padre había muerto. Y cada vez era para él algo terrible y nuevo, y le causaba un inconmensurable pesar. Pero a los pocos minutos se le olvidaba y volvía a estar alegre, lo que le evitaba tener que pasar por la labor de la aflicción, del duelo.
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Me propuse ver a Greg a menudo en los meses siguientes, pero no volví a sacar a colación el tema de la muerte de su padre. Pensé que no era de mi incumbencia enfrentarle con ese hecho y que insistir en ello resultaba algo absurdo y cruel; la propia vida, seguramente, se encargaría de que Greg descubriera la ausencia de su padre.
Anoté lo siguiente el 26 de noviembre de 1990: «Greg no da muestras de saber que su padre ha muerto; cuando le pregunto dónde está su padre, dice: “Oh, se ha ido al patio” o bien “Hoy no ha podido venir”, o cualquier otra cosa verosímil. Pero ya no quiere ir a su casa los fines de semana, ni a pasar el Día de Acción de Gracias, y eso que era algo que le encantaba: ahora que no está su padre, debe de encontrar algo triste o desagradable en la casa, aun cuando no pueda (conscientemente) recordar o expresarlo. Está claro que ahora la asocia con la tristeza.»
Hacia finales de año, Greg, que normalmente dormía como un tronco, comenzó a tener problemas de insomnio, a levantarse a media noche y a caminar a tientas durante horas por su habitación. «He perdido una cosa, busco una cosa», decía cuando le preguntaban, pero nunca fue capaz de concretar qué había perdido, qué buscaba. Era inevitable pensar que Greg buscaba a su padre, aun cuando no diera ninguna explicación de lo que estaba haciendo ni tuviera conocimiento explícito de lo que había perdido. Pero me parecía que existía un conocimiento implícito y quizá, también, uno simbólico (aunque no conceptual).
Greg parecía tan triste desde la muerte de su padre que pensé que merecía una celebración especial, y cuando me enteré, en agosto de 1991, de que su adorado grupo, Grateful Dead, iba a tocar en el Madison Square Garden en el plazo de dos semanas, me pareció una buena oportunidad. De hecho, yo había conocido a uno de los baterías de la banda, Mickey Hart, a principios de verano, cuando hablamos ante el Senado acerca de los poderes terapéuticos de la música, y él hizo todo lo posible para que consiguiésemos entradas en el último momento para llevar a Greg, con silla de ruedas y todo, al concierto, donde le reservarían un lugar cerca del tornavoz, donde la acústica es mejor.
Todo esto se dispuso en el último momento, y yo no había avisado a Greg, pues no quería decepcionarle si al final no conseguíamos localidades. Cuando le recogí en el hospital y le dije que íbamos a salir, mostró una gran excitación. Le vestimos rápidamente y le metimos en el coche. Cuando nos acercábamos al centro, abrí las ventanillas del coche y entraron los sonidos y olores de Nueva York. Al pasar por la calle Treinta y dos, el olor de los
pretzels
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le asaltó; inhaló profundamente y rió: «Éste es el olor más neoyorquino del mundo.»
Había una gran multitud que convergía en el Madison Square Garden, casi todos vestidos con camisetas descoloridas: hacía veinte años que no se veían esas camisetas, y hasta yo comencé a pensar que habíamos vuelto a los sesenta, o que quizá nunca los habíamos abandonado. Lamentaba que Greg no pudiera ver aquella multitud; se habría sentido uno de ellos, en su salsa. Estimulado por la atmósfera, Greg comenzó a hablar espontáneamente —algo muy inusual en él— y a recordar los sesenta:
Sí, estaban los festivales de Central Park. Hace tiempo que no hay ninguno… quizá más de un año, no lo recuerdo exactamente… Conciertos, música, ácido, hierba, de todo… La primera vez que estuve fue el Día del Flower Power… Buenos tiempos… en los sesenta comenzaron muchas cosas: el acid-rock, los festivales, el amor libre, el fumar hierba… Hoy en día no se ve mucho de eso… Allen Ginsberg va mucho por el Village y por Central Park. Hace mucho tiempo que no le veo. Ya ha pasado un año desde la última vez…