El sueño y la vigilia son, para nosotros, generalmente distintos: el hecho de soñar queda encuadrado en el acto de dormir, y disfruta de una licencia especial porque está separado de la percepción externa y de la acción, mientras que la percepción durante la vigilia se ve constreñida por la realidad.
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Pero en Greg el límite entre vigilia y sueño parecía diluirse, y lo que emergía era una especie de sueño despierto o público, en el que las fantasías oníricas y las asociaciones y símbolos proliferaban y se entrelazaban con las percepciones del estado de vigilia.
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Estas asociaciones eran a menudo asombrosas y a veces de una cualidad surrealista. Mostraban el poder de la fantasía y, específicamente, los mecanismos —desplazamiento, condensación, «condicionamiento», etc.— que Freud había considerado característicos de los sueños.
Todo esto se percibía con gran intensidad en Greg, quien a menudo se hallaba en un estadio intermedio, de duermevela, en el que, si se perdían el control y la selectividad normales del pensamiento, surgía una medio libertad, una medio compulsión, de fantasía e ingenio. Verlo como algo patológico era necesario, pero insuficiente: había en ello elementos primitivos, infantiles, traviesos. El absurdo de Greg, a veces en frases aforísticas, junto con su aparente serenidad (de hecho inexpresividad), le daba un aspecto de inocencia y sabiduría combinadas, le otorgaba una posición especial en el pabellón, ambigua pero respetada, de loco sagrado.
Aunque como neurólogo yo tenía que hablar del «síndrome» de Greg, de sus «déficits», no me parecía que eso resultara apropiado para describirle. Uno tenía la impresión de que se había convertido en otro «tipo» de persona; que aunque su lóbulo frontal dañado le hubiera arrancado en cierto modo su identidad, también le había otorgado una especie de identidad o personalidad, aunque de un tipo extraño y quizá primitivo.
Si Greg se encontraba solo en un pasillo apenas parecía vivo; pero tan pronto como estaba en compañía parecía una persona por completo distinta. «Volvía en sí», era divertido, encantador, ingenioso, sociable. Todos le apreciaban; él respondía enseguida a cualquiera, con ligereza, humor y una ausencia de doblez o vacilación; y si había algo demasiado ligero o impertinente o indiscriminado en sus interacciones y reacciones, y si, además, perdía todo recuerdo de ellos en un minuto… bueno, había cosas peores; era comprensible, una de las consecuencias de la enfermedad. De este modo, uno era muy consciente, en un hospital de pacientes crónicos como el nuestro, un hospital donde los sentimientos de melancolía, de rabia, de desesperanza predominan y están siempre a punto de estallar, de la virtud de un paciente como Greg, nunca de mal humor, y, cuando los demás le estimulaban, siempre alegre y eufórico.
Greg, de una manera extraña y como consecuencia de su enfermedad, parecía poseer una suerte de vitalidad o salud, una alegría, una inventiva, una franqueza, una exuberancia que otros pacientes, y de hecho el resto de nosotros, encontrábamos encantadora en pequeñas dosis. Y a pesar de haber sido una persona muy «difícil», atormentada y rebelde en sus días pre-Krishna, ahora toda su angustia parecía haberse desvanecido; Greg parecía estar en paz. Su padre, que lo había pasado terriblemente mal en la época más tempestuosa de Greg, antes de que lo «amansaran» las drogas, la religión y el tumor, me dijo en un momento de desahogo: «Es como una lobotomía», y a continuación, con gran ironía: «Los lóbulos frontales, ¿quién los necesita?»
Una de las peculiaridades más sorprendentes del cerebro humano es el gran desarrollo de los lóbulos frontales: están mucho menos desarrollados en otros primates y apenas son visibles en otros mamíferos. Constituyen la parte del cerebro que crece y se desarrolla después del nacimiento (y su desarrollo no es completo hasta más o menos la edad de siete años). Pero nuestras ideas acerca de la función de los lóbulos frontales y el papel que desempeñan han conocido una historia tortuosa y ambigua, y todavía están lejos de ser claras. Estas incertidumbres quedan bien ejemplificadas en el famoso caso de Phineas Gage, y en las interpretaciones, unas más atinadas, otras erróneas, de que ha sido objeto desde 1848 hasta el presente. Gage fue un competente capataz de una cuadrilla de obreros que construían un ferrocarril cerca de Burlington, Vermont, cuando le aconteció un curioso accidente en septiembre de 1848. Estaba colocando una carga explosiva, utilizando un hierro para apisonar (un instrumento parecido a una palanca, que pesa unos seis kilos y mide más de un metro), cuando la carga se disparó prematuramente, lanzándole la barra directamente a la cabeza, de tal modo que se le clavó. El golpe le derribó, y resultó increíble que no muriera, quedando aturdido sólo durante un momento. Fue capaz de ponerse un pie y montar en un carro que lo llevó a la ciudad. Parecía perfectamente racional, sereno y despabilado cuando saludó al médico diciéndole: «Doctor, me parece que voy a darle bastante que hacer.»
Poco después del accidente, a Gage le apareció un absceso en el lóbulo frontal y tuvo fiebre, pero eso se le curó a las pocas semanas, y a principios de 1849 fue declarado «completamente recuperado». Que hubiera sobrevivido se consideró un milagro médico, y que aparentemente no hubiera sufrido cambio alguno tras una lesión tan grave de los lóbulos frontales del cerebro parecía sustentar la idea de que eran afuncionales o no ejercían ninguna función que no pudiera ser llevada a cabo igualmente por las restantes partes del cerebro que habían quedado sin dañar. Los frenólogos de principios de siglo consideraban cada parte de la superficie cerebral la «sede» de una facultad intelectual o moral concreta, pero en las décadas de 1830 y 40 surgió una reacción en contra, hasta tal punto que el cerebro se veía a veces como algo tan indiferenciado como el hígado. De hecho, el gran fisiólogo Flourens había dicho: «El cerebro secreta pensamiento igual que el hígado secreta bilis.» La aparente ausencia de cambio en el comportamiento de Gage parecía sustentar esa idea.
Tal era la influencia de esa doctrina que, a pesar de las pruebas evidentes procedentes de otras fuentes de un cambio radical en el «carácter» de Gage pocas semanas después del accidente, transcurrieron veinte años hasta que el médico que le había estudiado de manera más concienzuda, John Martyn Harlow (en ese momento movido aparentemente por las nuevas teorías de niveles «superiores» e «inferiores» en el sistema nervioso según las cuales los superiores inhibían o constreñían a los inferiores), realizó una vivida descripción de todo lo que se le había pasado por alto, o al menos no había mencionado, en 1848:
[Gage es] inconstante, irreverente, se entrega a veces a las blasfemias más groseras (algo que no acostumbraba hacer anteriormente), manifiesta poca deferencia hacia sus semejantes, muestra impaciencia cuando el comedimiento o los consejos entran en conflicto con sus deseos, a veces es pertinazmente obstinado, y sin embargo también caprichoso e indeciso; idea muchos proyectos que abandona de repente para pasar a otros en apariencia más factibles. Es un niño en su capacidad intelectual y en sus manifestaciones, aunque posee las pasiones animales de un hombre hecho y derecho. Antes del accidente, aunque no había asistido a la escuela, poseía una mente bien equilibrada, y aquellos que le conocían le consideraban astuto e inteligente en su trabajo, muy enérgico y tenaz a la hora de ejecutar sus planes de actuación. En este aspecto su mente cambió de un modo tan radical que sus amigos y conocidos decían que «ya no era Gage».
La lesión de lóbulo frontal parecía haberle provocado una especie de «desinhibición», liberando algo animal o infantil, de manera que Gage se convirtió en esclavo de sus caprichos e impulsos inmediatos, de todo aquello que tenía a su alrededor, sin la reflexión y la consideración del pasado y del futuro que en otro tiempo había caracterizado su comportamiento ahora ya no se preocupaba de los demás ni de las consecuencias de sus actos.
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Pero la excitación, la liberación, la desinhibición, no son sólo posibles efectos de la lesión de lóbulo frontal. David Ferrier (cuyas Conferencias Gulstonianas de 1879 presentaron el caso a la comunidad médica mundial) observaba un tipo de síndrome distinto en 1876, cuando extirpó los lóbulos frontales a unos monos:
A pesar de la aparente ausencia de síntomas psicológicos, pude percibir una muy resuelta alteración del carácter y comportamiento de los animales … En lugar de estar, como antes, activamente interesados en su entorno, y fisgonear en todo lo que aparecía en su campo de observación, permanecían apáticos, o apagados, o adormilados, y respondían sólo a las sensaciones o impresiones del momento, o transformaban su apatía en un vagar sin propósito de un lado a otro. No estaban privados realmente de inteligencia, pero habían perdido, según todos los indicios, la facultad de observar atenta e inteligentemente.
En la década de 1880 quedó de manifiesto que los tumores en los lóbulos frontales producían síntomas de muchos tipos: a veces apatía, indolencia, lentitud en la actividad mental, en ocasiones un cambio definitivo en el carácter y pérdida del autocontrol, y a veces incluso (según Gowers) «locura crónica». La primera operación de un tumor en el lóbulo frontal fue llevada a cabo en 1884, y la primera operación de lóbulo frontal realizada para aliviar síntomas puramente psiquiátricos se realizó en 1888. En este último caso, el criterio era que en estos pacientes (probablemente esquizofrénicos), las obsesiones, las alucinaciones, las excitaciones ilusorias, eran debidas a la sobreactividad, o actividad patológica, de los lóbulos frontales.
Tales destrozos no se repitieron en cuarenta y cinco años, hasta la década de 1930, cuando el neurólogo portugués Egas Moniz ideó la intervención que denominó «leucotomía prefrontal», e inmediatamente la aplicó a veinte pacientes, algunos con ansiedad y depresión, otros con esquizofrenia crónica. Los resultados que Moniz sostenía haber obtenido despertaron un enorme interés cuando, en 1936, publicó su monografía, y su falta de rigor, su temeridad, y quizá sus falseamientos, fueron pasados por alto en un arrebato de entusiasmo terapéutico. El trabajo de Moniz condujo a una explosión de la «psicocirugía» (término acuñado por él) en todo el mundo —Brasil, Cuba, Rumanía, Gran Bretaña y especialmente Italia—. Pero el mayor eco se produjo en Estados Unidos, donde el neurólogo Walter Freeman inventó una nueva vía quirúrgica que denominó lobotomía transorbital. Describía el procedimiento del modo siguiente:
La técnica consiste en aturdir a los pacientes con un golpe y, mientras están bajo el efecto del «anestésico», introducir con fuerza un picahielo entre el globo ocular y el párpado a través del techo de la órbita, hasta alcanzar el lóbulo frontal; en este punto se efectúa un corte lateral moviendo el instrumento de una parte a otra. Lo he practicado en ambos lados a dos pacientes y a otro en un lado sin que sobreviniera ninguna complicación, excepto en un caso un ojo muy negro. Puede que surjan problemas posteriores, pero parece bastante fácil, aunque ciertamente es algo desagradable de contemplar. Hay que ver cómo evolucionan los casos, pero hasta ahora los pacientes han experimentado un alivio de los síntomas, y sólo algunas de las nimias dificultades de comportamiento que siguen a la lobotomía. Incluso son capaces de levantarse e irse a casa al cabo de más o menos una hora.
Lo fácil que resultaba practicar la psicocirujía, con un simple picahielo, no causó consternación ni horror, como debería haber ocurrido, sino emulación. En 1949 se habían practicado más de diez mil operaciones en los Estados Unidos, y otras tantas en los dos años que siguieron. Moniz fue ampliamente aclamado como un «salvador» y en 1951 recibió el Premio Nobel, la culminación, en palabras de Macdonald Critchley, de «esta crónica de vergüenza».
Lo que se alcanzaba, naturalmente, jamás era la «cura», sino un estado de docilidad, de pasividad, tan lejano (o más) de la «salud» como los síntomas activos originarios, y (contrariamente a éstos) sin posibilidad de resolución o involución. Robert Lowell, en «Recuerdos de West Street y Lepke», escribe del lobotomizado Lepke:
Fláccido, calvo, lobotomizado,
erraba con una calma de cordero,
en la que ni el más mínimo replanteamiento
perturbaba su concentración en la silla eléctrica,
que pendía como un oasis en su atmósfera
de conexiones perdidas…
Cuando trabajé en un hospital psiquiátrico estatal, entre 1966 y 1990, vi docenas de pacientes lobotomizados, muchos de ellos más dañados incluso que Lepke, algunos psiquiátricamente asesinados por medio de su «cura».
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Independientemente del hecho de que en los lóbulos frontales haya o no una masa de circuitos patológicos responsables de los tormentos de la enfermedad mental —la idea simplista propuesta por primera vez a principios de la década de 1880 y abrazada por Moniz—, lo cierto es que su enorme potencialidad positiva no es más que una cara de la moneda. El peso de la conciencia, la consciencia y los escrúpulos, el peso del deber, la obligación y la responsabilidad, pueden presionarnos a veces con una fuerza insoportable, de tal modo que anhelemos una liberación de sus aplastantes inhibiciones, de la cordura y la sobriedad. Ansiamos unas vacaciones de nuestros lóbulos frontales, una fiesta dionisíaca de los sentidos y los impulsos. Que ello es una necesidad de nuestra naturaleza constreñida, civilizada e hiperfrontal ha sido reconocido en todas las épocas y en todas las culturas. Todos necesitamos tomamos unas vacaciones de nuestros lóbulos frontales: la tragedia se produce cuando, como el caso de Phineas Gage o de Greg, a causa de un accidente o de una enfermedad grave no hay regreso de esas vacaciones.
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En una nota de marzo de 1979 referente a Greg, escribí que «los juegos, las canciones, los poemas, la conversación, etc, le dan vivacidad … pues poseen un ritmo y una corriente orgánica, un fluir del ser, que le lleva y le sostiene». Esto me recordó claramente lo que había visto con mi paciente amnésico Jimmie, quien parecía tener una personalidad más consistente cuando asistía a misa, por medio de su relación y participación en un acto de significado, una unidad orgánica, que hacía casi inexistentes o sorteaba las desconexiones de la amnesia.
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Y me recordaba también lo que había observado en un paciente inglés, un musicólogo con una profunda amnesia producida por una encefalitis que había interesado el lóbulo temporal, incapaz de recordar sucesos o hechos durante más de unos segundos, pero capaz de recordar, y de hecho aprender, elaboradas piezas musicales, de dirigirlas, interpretarlas e incluso improvisar al órgano.
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