Sus padres, tan alejados de él cuando era rebelde y gozaba de buena salud, acudían a diario, le adoraban, ahora que estaba desamparado y enfermo; y ellos, por su parte, podían estar seguros de que él estaría siempre en ese hospital, sonriendo y agradecido por su visita. Si no les «esperaba», tanto mejor…, podían faltar un día, o varios días, si estaban fuera; él no lo notaría y la siguiente vez que fueran estaría igual de cordial.
Greg pronto se sintió como en casa, con sus discos de rock y su guitarra, sus abalorios Hare Krishna, sus libros sagrados, y un programa diario: fisioterapia, terapia ocupacional, grupos musicales, teatro. Poco después de su ingreso le trasladaron a un pabellón con pacientes más jóvenes, donde su personalidad abierta y risueña le hizo popular. De hecho no conocía a ninguno de los miembros del personal, y así fue al menos durante varios meses, a pesar de lo cual se mostró invariablemente (aunque indiscriminadamente) amable con todos. Y tenía al menos dos amistades especiales, no intensas pero con una suerte de aceptación y estabilidad. Su madre lo recuerda: «Eddie, que sufría esclerosis múltiple … a los dos les gustaba la música, tenían habitaciones contiguas, solían sentarse juntos … y Judy, que sufría parálisis cerebral, y que también pasaba horas sentada con él.» Eddie murió, y Judy fue trasladada a un hospital de Brooklyn; y durante muchos años no ha vuelto a tener tanta intimidad con nadie. La señora F. les recuerda, pero Greg no, nunca preguntó por ellos después que se marcharon, aunque quizá, pensaba su madre, Greg estaba más triste, al menos se le veía menos animado, pues ellos le estimulaban, le hacían hablar y escuchar discos e inventar chistes y canciones; le sacaban de «ese estado de muerte» en el que, de otro modo, acababa cayendo.
Un hospital para enfermos crónicos, donde los pacientes y el personal viven juntos durante años, es un poco como un pueblo o una ciudad pequeña: todo el mundo acaba conociendo a todo el mundo. A menudo yo veía a Greg en los pasillos, mientras lo trasladaban a los distintos programas de rehabilitación o lo sacaban al patio, en su silla de ruedas, con la misma expresión extraña, ciega y sin embargo penetrante en la cara. Y él acabó conociéndome, al menos lo suficiente para saber mi nombre, y cada vez que nos encontrábamos me preguntaba: «¿Cómo le va, doctor Sacks? ¿Cuándo va a salir su próximo libro?» (una pregunta que me incomodó bastante durante el intervalo, que me pareció interminable, transcurrido entre la publicación de
Despertares
y
Con una sola pierna
).
Por tanto era capaz de aprender nombres si tenía contacto frecuente con las personas, y al parecer recordaba algunos detalles concernientes a cada nueva persona. De este modo acabó conociendo a Connie Tomaino, la terapeuta musical —reconocía inmediatamente su voz y sus pisadas—, pero era incapaz de recordar dónde o cómo la había conocido. Un día Greg comenzó a hablar de «otra Connie», una chica llamada Connie a la que había conocido en el instituto. Esta otra Connie, nos dijo, poseía también un extraordinario oído musical. «¿Cómo es que todas las Connies tenéis tanto oído musical?», bromeaba. La otra Connie dirigía grupos musicales, dijo, repartía hojas con canciones, tocaba el acordeón durante los cánticos de la escuela. En ese momento caímos en la cuenta de que esa «otra» Connie era de hecho la propia Connie, lo que quedó confirmado cuando él añadió: «Sabe, también tocaba la trompeta.» (Connie Tomaino era trompetista profesional.) Este tipo de cosas ocurrían a menudo cuando Greg asociaba cosas en el contexto equivocado o no conseguía relacionarlas con el presente.
Su sensación de que había dos Connies, el segmentar a Connie en dos, era característica de las perplejidades en que a veces se encontraba, de su necesidad de crear hipotéticas figuras adicionales, pues era incapaz de retener o concebir una identidad en el tiempo. Con una constante repetición Greg podía aprender unos pocos hechos, y éstos quedaban retenidos. Pero los hechos estaban aislados, vacíos de todo contexto. Una persona, una voz, un lugar, se volvían lentamente «familiares», pero él seguía siendo incapaz de recordar dónde había conocido a la persona, oído la voz, visto el lugar. Específicamente, lo que estaba seriamente perturbado en Greg era la memoria ligada al contexto (o «episódica»), como ocurre con la mayoría de amnésicos.
Otros tipos de memoria estaban intactos; de este modo Greg no tenía dificultad en recordar o aplicar verdades geométricas que había aprendido en la escuela. Comprendía al instante, por ejemplo, que la hipotenusa de un triángulo era más corta que la suma de los lados, por lo que su memoria así llamada semántica estaba bastante intacta. No sólo conservaba también su capacidad de tocar la guitarra, sino que de hecho amplió su repertorio musical, ensayando nuevas técnicas y tocando con Connie; también aprendió a escribir a máquina estando en Williamsbridge, de modo que su memoria sistemática no había sido dañada.
Finalmente, parecía existir una suerte de lenta habituación o familiarización, de modo que al cabo de tres meses era capaz de ir solo por el hospital sin perderse, de ir a la cafetería, al cine, al auditorio, al patio, a sus lugares favoritos. Esta especie de aprendizaje era extremadamente lento, pero una vez alcanzado lo retuvo tenazmente.
Estaba claro que el tumor de Greg había causado unos daños complejos y curiosos. En primer lugar había comprimido o destruido estructuras del lado interno o medio de los dos lóbulos temporales, en particular del hipocampo y su corteza adyacente, áreas cruciales para la facultad de formar nuevos recuerdos. Con semejante lesión, la capacidad para adquirir información sobre hechos y sucesos nuevos quedaba aniquilada, y no había ningún recuerdo explícito o consciente de éstos. Pero aun cuando muy frecuentemente Greg era incapaz de retener sucesos, encuentros o hechos en la conciencia, poseía un recuerdo inconsciente o implícito de ellos, una memoria expresada en sus actos o comportamiento. Tal facultad implícita de recordar le permitía familiarizarse lentamente con la disposición física y las rutinas del hospital y con algunos miembros del personal, y emitir juicios sobre si ciertas personas (o situaciones) eran agradables o desagradables.
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Mientras que el aprendizaje explícito requiere la integridad de los sistemas del lóbulo temporal medio, el aprendizaje implícito puede servirse de caminos más primitivos y difusos, al igual que los simples procesos de condicionamiento y habituación. El aprendizaje explícito, sin embargo, implica la construcción de percepciones complejas —síntesis de representaciones de todas las partes de la corteza cerebral—, que formaban una unidad contextual, o «escena». Dichas síntesis pueden retenerse en la mente durante un minuto o dos —el límite de la memoria a corto plazo— y después de esto se perderán a menos que puedan desviarse hacia la memoria a largo plazo. Esta memorización de orden superior es un proceso multifásico, que implica la transferencia de percepciones, o síntesis perceptivas, desde la memoria a corto plazo hasta la memoria a largo plazo. Y es justo esa transferencia la que deja de ocurrir en las personas con el lóbulo temporal dañado. De este modo Greg puede repetir una frase complicada con total exactitud y comprensión en el momento en que la oye, aunque a los tres minutos, o antes si se distrae un instante, ya no recordará nada, ni la menor idea de su sentido, ni guardará memoria de que haya existido.
Larry Squire, neurofisiólogo de la Universidad de California de San Diego, que ha sido una figura central a la hora de elucidar esa función desviadora del sistema de memoria del lóbulo temporal, habla de la brevedad, de la precariedad de la memoria a corto plazo en todos nosotros; todos, en alguna ocasión, perdemos de pronto la percepción de una imagen o pensamiento que habíamos tenido vívidamente en la cabeza («¡Maldita sea», decimos, «he olvidado lo que quería decir!»), pero sólo en los amnésicos esta precariedad alcanza su cota máxima.
Y así, aunque Greg, ya incapaz de transformar sus percepciones o recuerdos inmediatos en memoria permanente, continúa anclado en los sesenta, con su capacidad para aprender cosas nuevas destruida, sin embargo ha conseguido adaptarse y asimilar parte de su entorno, si bien de una manera muy lenta e incompleta.
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Algunos amnésicos (como Jimmie, el paciente con el síndrome de Korsakov que describí en «El marinero perdido») padecen una lesión cerebral en gran parte limitada a los sistemas de memoria del diencéfalo y del lóbulo temporal medio; otros (como el señor Thompson, descrito en «Una cuestión de identidad») no son sólo amnésicos, sino que también sufren síndromes de lóbulo frontal; y aún hay otros —que, como Greg, han presentado tumores de gran tamaño— que tienen tendencia a padecer lesiones en una tercera zona, mucho más abajo de la corteza cerebral, en el cerebro anterior o diencéfalo. En Greg, esta extendida lesión había creado un cuadro clínico muy complicado, con síntomas y síndromes que se sobreponían o que incluso eran contradictorios. Así, aunque esta amnesia era principalmente causada por una lesión en los sistemas del lóbulo temporal, los daños sufridos por el diencéfalo y los lóbulos frontales también jugaban un papel importante. De manera parecida, su inexpresividad e indiferencia tenían orígenes múltiples, y en parte eran consecuencia de las lesiones sufridas por los lóbulos frontales, el diencéfalo y la glándula pituitaria. De hecho, el tumor de Greg afectó primero a la glándula pituitaria; esto no sólo provocó su aumento de peso y la pérdida de vello en el cuerpo, sino que también fue minando la agresividad y la seguridad regidas por las hormonas, y de aquí su anormal sumisión y placidez.
El diencéfalo es sobre todo un regulador de las funciones básicas: sueño, apetito, libido. Y las tres estaban en un nivel muy bajo en Greg: no tenía (o expresaba) deseo sexual; no pensaba en comer, ni expresaba deseo de hacerlo, a menos que le llevaran la comida. Greg parecía existir sólo en el presente, sólo en respuesta a la inmediatez de los estímulos a su alrededor. Si no era estimulado, caía en una especie de aturdimiento.
Si se le dejaba solo, Greg podía pasar horas en el pabellón sin ninguna actividad espontánea. Este estado inerte fue al principio descrito por las enfermeras como «absorto»; en el templo lo habían considerado «meditabundo»; en mi opinión se trataba de un estado profundamente patológico de «inactividad» mental, casi vacía de contenido intelectual o afecto. Era difícil darle un nombre a ese estado, tan distinto de la vigilia alerta y atenta, aunque también, claramente, muy diferente del sueño: había una vacuidad de expresión que no se parecía a ningún estado normal. En cierto modo me recordaba los estados de vacío que había visto en algunos de mis pacientes postencefalíticos, y, al igual que en su caso, acompañaba a un profundo daño en el diencéfalo. Tan pronto como uno hablaba con él, o si era estimulado por sonidos (especialmente música) a su alrededor, Greg «volvía en sí», «despertaba», de una manera asombrosa.
Y una vez «despertaba», una vez su corteza volvía a la vida, uno veía que su animación poseía una extraña cualidad, una cualidad desinhibida y peculiar del tipo que suele verse cuando las porciones orbitales de los lóbulos frontales (es decir, las porciones adyacentes a los ojos) están dañados, algo que se denomina síndrome orbitofrontal. Los lóbulos frontales son la parte más compleja del cerebro, y se ocupan no de las funciones «más bajas» del movimiento y la sensación, sino de las superiores, que integran los juicios y el comportamiento, la imaginación y la emoción en esa identidad única que nos gusta denominar «personalidad» o «yo». Los daños sufridos por otras partes del cerebro pueden producir perturbaciones específicas de las sensaciones, del movimiento o el lenguaje, o de las funciones perceptivas, cognitivas o de la memoria. Las lesiones de los lóbulos frontales, por contra, no afectan a tales funciones, pero producen una perturbación de la identidad más sutil y profunda.
Y fue eso —más que su ceguera, o su debilidad, su desorientación o su amnesia— lo que horrorizó tanto a sus padres cuando por fin vieron a Greg en 1975. No era sólo el deterioro que había sufrido, sino el hecho de que hubiera cambiado hasta ser irreconocible, que hubiera sido «desposeído», en palabras de su padre, por una especie de simulacro, o que se lo hubieran cambiado por otro que tuviera la voz, las maneras y el humor y la inteligencia de Greg, pero no su «espíritu», su «realidad» o su «profundidad»: se lo habían cambiado por otro cuya ligereza y buen humor formaban un sobrecogedor contrapunto a la terrible gravedad de lo que le había ocurrido.
Esta suerte de buen humor, de hecho, es muy característica de dichos síndromes orbitofrontales, y es tan sorprendente que se le ha dado el nombre de
witzelsucht
o «enfermedad de la broma». Se destruye cierta represión, cierta prudencia, cierta inhibición, y los pacientes con tales síndromes tienden a reaccionar de una manera inmediata e incontinente a todo lo que les rodea y a todo lo que está en su interior, prácticamente a todo objeto, toda persona, toda sensación, toda palabra, todo pensamiento, toda emoción, todo matiz y tono.
En tales estados hay una tendencia desenfrenada a los juegos de palabras. En una ocasión en que yo me encontraba en la habitación de Greg, otro paciente pasó por delante. «Ése es Bernie», dije yo. «Bernie la Hernia», se burló Greg. Otro día que le visité, Greg estaba en el comedor, esperando el almuerzo. Cuando la enfermera anunció: «El almuerzo ha llegado», él inmediatamente respondió: «Y todo el mundo se ha alegrado»; cuando ella dijo: «¿Quieres que te quite la piel del pollo?», él respondió al instante: «Sí, por qué no me mudas la piel.» «Oh, ¿quieres la piel?», preguntó ella, perpleja. «No», replicó él, «es sólo una manera de hablar.» En cierto sentido era una persona extraordinariamente sensible, aunque se trataba de una sensibilidad pasiva, sin selectividad ni objeto. En una sensibilidad así no hay diferenciación: lo grandioso, lo trivial, lo sublime, lo ridículo, todo se mezcla y se trata de igual modo.
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Pueden existir una espontaneidad y una transparencia infantiles en tales pacientes, visibles en sus reacciones inmediatas y no premeditadas (y a menudo traviesas). Y sin embargo, en el fondo, hay algo inquietante, y extravagante, pues la mente que reacciona (que puede ser enormemente inteligente e inventiva) pierde su coherencia, su interioridad, su autonomía, su «yo», y se convierte en esclava de cualquier sensación transitoria. El neurólogo francés François Lhermitte habla de un «síndrome de dependencia ambiental» en tales pacientes, una falta de distancia psicológica entre ellos y su entorno. Lo mismo ocurría con Greg: se apoderaba de su entorno, su entorno se apoderaba de él, ambos se hacían indiferenciables.
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