Tormenta de Espadas (84 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—¿Igual que pisoteasteis a Willas Tyrell?

La respuesta del dorniense no fue la que esperaba.

—Recibí una carta de Willas hace menos de medio año. Tenemos un interés común en los buenos caballos. Nunca me ha guardado rencor por lo que sucedió en las justas. Le di un golpe limpio en la coraza, pero el pie se le quedó atrapado en el estribo y el caballo cayó sobre él. Le envié a mi maestre, pero lo único que pudo hacer fue salvarle la pierna; tenía la rodilla destrozada. Si había que culpar a alguien era al imbécil de su padre. Willas Tyrell estaba más verde que su jubón, no tenía sentido que compitiera. La Flor Gorda lo metió en los torneos siendo demasiado joven, igual que hizo con los otros dos. Quería otro Leo Espinalarga y lo que consiguió fue un hijo tullido.

—Hay quien dice que Ser Loras es mejor de lo que nunca fue Leo Espinalarga —comentó Tyrion.

—¿La rosita de Renly? Lo dudo mucho.

—Dudadlo cuanto queráis —dijo Tyrion—, pero Ser Loras ha derrotado a muchos buenos caballeros. Mi hermano entre ellos.

—No los ha derrotado, los ha descabalgado en un torneo. Si queréis meterme miedo decidme a quién ha matado en combate.

—A Ser Robar Royce y a Ser Emmon Cuy, para empezar. Y se dice que demostró sobradamente su valor con proezas extraordinarias en el Aguasnegras mientras luchaba al lado del fantasma de Lord Renly.

—¿Así que esos mismos que presenciaron las hazañas prodigiosas vieron también al fantasma? —El dorniense se echó a reír.

—Chataya, en la calle de la Seda —dijo Tyrion, mirándolo fijamente—, tiene varias chicas adecuadas para vuestras necesidades. El pelo de Dancy es del color de la miel, y el de Marei de un dorado casi blanco. Os recomendaría que tuvierais a vuestro lado en todo momento a la una o a la otra, mi señor.

—¿En todo momento? —El príncipe Oberyn arqueó una fina ceja negra—. Y eso ¿por qué, mi querido Gnomo?

—Porque habéis dicho que queréis morir con una teta en la mano.

Tyrion hizo que el caballo se adelantara al trote hacia donde les aguardaban las barcazas, en la orilla sur del Aguasnegras. No tenía intención de seguir aguantando el ingenio dorniense.

«Mi padre tendría que haber enviado a Joffrey. Seguro que le habría preguntado al príncipe Oberyn si sabía cómo se distinguía a un dorniense de una plasta de vaca.» La sola idea le hizo sonreír. Se aseguraría de estar presente cuando la Víbora Roja se presentara ante el rey.

ARYA (7)

El hombre del tejado fue el primero en morir. Estaba acuclillado junto a la chimenea a doscientos metros, apenas si era una sombra vaga en la penumbra que precedía al amanecer, pero cuando el cielo empezó a aclararse se movió, se desperezó y se puso en pie. La flecha de Anguy le atravesó el pecho. Cayó inerte por la pendiente de tejas y fue a aterrizar delante de la puerta septrio.

Los Titiriteros habían apostado allí dos guardias, pero la luz de su propia antorcha les impedía ver en la noche y los bandidos se habían conseguido acercar. Kyle y Notch dispararon a la vez. Uno de los hombres se derrumbó con una flecha en la garganta; el otro, con una en el vientre. Al caer, el segundo derribó la antorcha y las llamas lo lamieron. Cuando su ropa se prendió lanzó un aullido, y allí terminó toda esperanza de sigilo. Thoros gritó una orden y los bandidos iniciaron el ataque.

Arya lo contempló todo montada a caballo desde la cima de un risco boscoso que dominaba el septrio, el molino, la destilería, los establos y la desolación de hierba marchita, árboles quemados y lodazales que rodeaban los edificios. Los árboles estaban casi desprovistos de hojas, y el escaso follaje dorado que aún colgaba de las ramas no le impedía la visión. Lord Beric había dejado a Dick Lampiño y a Mudge para vigilarlos. Arya no soportaba que la obligaran a quedarse atrás como a una niñita idiota, pero al menos tampoco permitían participar a Gendry. También sabía que no valía la pena discutir. Aquello era una batalla y en las batallas había que obedecer.

Hacia el este, el horizonte brillaba dorado y rojo, y sobre ellos la luna creciente se asomaba entre bancos de nubes bajas. Soplaba un viento fresco, y Arya alcanzaba a oír el ruido del agua del río y el chirrido de la gran hélice de palas de madera del molino. El aire del amanecer olía a lluvia, pero aún no había caído ni una gota. Las flechas en llamas surcaron las nieblas matutinas dejando a su paso estelas de fuego y fueron a clavarse en las paredes de madera del septrio. Unas cuantas se colaron a través de las contraventanas y pronto se alzaron finas columnas de humo entre los tablones rotos.

Dos Titiriteros con hachas en las manos salieron corriendo del septrio, hombro con hombro. Anguy y el resto de los arqueros los aguardaban. Uno de los hombres murió al instante, el otro consiguió agacharse a tiempo de manera que la flecha se le clavó en un hombro. Siguió adelante tambaleante hasta que recibió dos nuevos flechazos, tan rápidos que no se sabía cuál le había acertado primero. Las largas saetas le perforaron la coraza del pecho como si fuera de seda en lugar de acero. Se desplomó como un fardo. Anguy tenía unas flechas de punta fina y otras de cabeza ancha. Con una buena flecha de punta fina se podía atravesar hasta la armadura más gruesa.

«Voy a aprender a disparar con arco», pensó Arya. Le encantaba luchar con la espada, pero se daba cuenta de que las flechas también eran muy útiles.

Las llamas crepitaban y subían por la pared más occidental del septrio, y un humo espeso salía por una ventana rota. Un ballestero myriense sacó la cabeza por otra ventana, disparó un dardo y se agachó rápidamente para volver a cargar el arma. También le llegaba el sonido de combates en los establos, gritos entremezclados con relinchos de caballos y con el estruendo metálico del acero.

«Matadlos a todos —pensó con gesto torvo. Se mordió el labio con tanta fuerza que notó sabor a sangre—. Matadlos a todos, hasta el último.»

El ballestero volvió a aparecer, pero apenas le dio tiempo a disparar antes de que tres flechas se acercaran silbando a su cabeza; una le acertó en el yelmo y desapareció junto con su arma. Arya divisó llamas en varias ventanas del segundo piso. Entre el humo y la niebla matutina, el aire era una bruma blanca y negra. Anguy y el resto de los arqueros se estaban acercando más para localizar mejor los blancos.

En aquel momento el septrio hizo erupción, los Titiriteros salieron en tropel como hormigas furiosas. Dos ibbeneses cruzaron la puerta protegiéndose con escudos de piel marrón que sostenían ante ellos; los siguió un dothraki con un gran
arakh
curvo y campanillas en la trenza, y tras él tres mercenarios volantinos con los cuerpos cubiertos de temibles tatuajes. Otros muchos salían por las ventanas y saltaban al suelo. Arya vio cómo uno recibía un flechazo en el pecho cuando ya había pasado una pierna por encima del alféizar y oyó su grito al caer. El humo era cada vez más denso. Los dardos y las flechas iban y venían. Watty cayó emitiendo un gruñido y el arco se le deslizó de la mano. Kyle intentaba poner otra flecha en el arco cuando un hombre vestido con armadura negra le atravesó el vientre de una lanzada. Oyó el grito de Lord Beric. El resto de su banda salió de las zanjas y de entre los árboles, todos con los aceros en la mano. Arya divisó la capa amarilla de Lim que le ondeaba a la espalda mientras arrollaba con el caballo al hombre que había matado a Kyle. Thoros y Lord Beric estaban en todas partes a la vez con sus espadas llameantes. El sacerdote rojo golpeó un escudo de piel hasta que lo hizo pedazos mientras su caballo pateaba el rostro del portador. Un dothraki lanzó un aullido y cargó contra el señor del relámpago; la espada llameante acudió al encuentro de su
arakh
. Las espadas se besaron, giraron en el aire y se volvieron a besar. En aquel momento el cabello del dothraki estalló en llamas y un instante más tarde murió. También vio a Ned, que luchaba al lado del señor del relámpago.

«No es justo, sólo es un poco mayor que yo, a mí también me tendrían que dejar pelear.»

La batalla no fue larga. Los Compañeros Audaces que aún se mantenían en pie no tardaron en morir o en tirar las espadas. Dos de los dothrakis se las arreglaron para recuperar sus caballos y salir huyendo, pero sólo porque Lord Beric se lo permitió.

—Dejad que vuelvan a Harrenhal con la noticia —dijo, con la espada llameante todavía en la mano—. Eso proporcionará unas cuantas noches de insomnio al Señor de las Sanguijuelas y a su Cabra.

Jack-con-Suerte, Harwin y Merrit de Aldealuna se enfrentaron a las llamas del septrio incendiado para buscar posibles prisioneros. Sólo tardaron unos momentos en salir del humo con ocho hermanos pardos, uno de los cuales estaba tan débil que Merrit lo tuvo que sacar cargado a hombros. También había con ellos un septon corpulento y casi calvo, pero sobre las túnicas grises llevaba una cota de mallas negra.

—Lo he encontrado en el hueco de las escaleras del sótano —dijo Jack entre toses.

—Tú eres Utt —dijo Thoros sonriendo al verlo.

—El septon Utt, si no os importa. Un hombre dedicado a dios.

—¿Qué dios querría a gentuza como tú? —gruñó Lim.

—Es verdad que he pecado —gimoteó el septon—. Lo sé, lo sé. Perdóname, Padre. Sí, graves han sido mis pecados.

Arya se acordaba bien del septon Utt, al que había visto en Harrenhal. El bufón Shagwell decía que siempre lloraba y rezaba pidiendo perdón después de matar a un muchachito. En ocasiones llegaba incluso a pedir a los Titiriteros que lo flagelaran. A todos les parecía de lo más divertido.

Lord Beric envainó la espada, con lo que las llamas se extinguieron.

—Rematad a los moribundos para que no sigan sufriendo —ordenó—. A los otros, atadlos de pies y manos; vamos a juzgarlos.

Los juicios fueron rápidos. Diferentes bandidos relataron cosas que habían hecho los Compañeros Audaces, los saqueos en ciudades y aldeas, las cosechas quemadas, las mujeres violadas y asesinadas, los hombres mutilados y torturados... Unos cuantos hablaron también de los muchachitos que el septon Utt había matado. Mientras lo hacían el septon no paraba de sollozar y de rezar.

—Soy un junco débil —le dijo a Lord Beric—. Rezo al Guerrero para que me dé fuerza, pero los dioses me hicieron débil. Apiadaros de mí. Esos niños, esos niños tan dulces... Yo no quería hacerles daño...

El septon Utt no tardó en estar colgado por el cuello de un alto olmo, meciéndose tan desnudo como en su día del nombre. Uno a uno lo siguieron los demás Compañeros Audaces. Algunos se resistieron, patalearon y se debatieron cuando les pusieron el nudo corredizo en torno a la garganta.

—¡Yo soldado, yo soldado! —no paraba de gritar uno de los ballesteros con acento myriense muy cerrado.

Otro ofreció a sus captores llevarlos a donde tenían oro; un tercero los intentó convencer de que sería un bandido excelente. A todos y cada uno los desnudaron, los ataron y los ahorcaron. Tom Sietecuerdas tocó para ellos un cántico fúnebre con su lira, y Thoros imploró al Señor de la Luz que sus almas se asaran hasta el final de los tiempos.

«Un árbol con titiriteros como frutos», pensó Arya al verlos mecerse con las pieles blanquecinas teñidas de rojo por el reflejo de las llamas del septrio incendiado. Los cuervos ya empezaban a acercarse, parecían surgir de la nada. Los oyó graznar y lanzarse picotazos unos a otros, y se preguntó qué se estarían diciendo. Arya no había temido al septon Utt tanto como a Rorge, a Mordedor y a otros que todavía estaban en Harrenhal, pero se alegraba de que estuviera muerto. «También tendrían que haber colgado al Perro, o haberle cortado la cabeza.» En vez de eso, para su disgusto, los bandidos habían curado el brazo quemado de Sandor Clegane, le habían devuelto la espada, el caballo y la armadura, y lo habían puesto en libertad no muy lejos de la colina hueca. Lo único que le quitaron fue el oro.

El septrio no tardó en derrumbarse con estrépito entre el humo y las llamas; las paredes ya no podían seguir soportando el peso del tejado de pizarra. Los ocho hermanos pardos lo miraban con resignación. El más viejo, que llevaba al cuello una tira de cuero de la que pendía un martillito de hierro como símbolo de su devoción al Herrero, les explicó que eran los últimos que quedaban.

—Antes de que empezara la guerra éramos cuarenta y cuatro, y este lugar era próspero. Teníamos una docena de vacas lecheras y un toro, un centenar de panales, un viñedo y un pomar. Cuando vinieron los leones se llevaron todo el vino, la leche y la miel, mataron a las vacas y prendieron fuego al viñedo. Después... He perdido la cuenta de todos los que nos visitaron. Este falso septon sólo ha sido el último. Había uno que era un monstruo... Le entregamos toda la plata que teníamos, pero no dejaba de decir que le escondíamos el oro, así que sus hombres nos fueron matando uno a uno para obligar a hablar al superior.

—¿Cómo sobrevivisteis vosotros ocho? —preguntó Anguy el Arquero.

—Me avergüenza reconocerlo, pero fui yo quien habló —dijo el anciano—. Cuando me llegó el turno de morir les dije dónde escondíamos el oro.

—Hermano —le dijo Thoros de Myr—, la única vergüenza es no habérselo dicho antes.

Aquella noche los bandidos se refugiaron en la destilería que se alzaba junto al riachuelo. Sus anfitriones tenían un escondrijo con comida bajo el suelo de los establos, de manera que compartieron una cena sencilla a base de pan de avena, cebollas y una aguada sopa de coles con un tenue sabor a ajo. Arya se dio por afortunada al encontrarse flotando en el cuenco una rodaja de zanahoria. Los hermanos no preguntaron los nombres de los bandidos en ningún momento.

«Lo saben», pensó Arya. Era imposible que no lo supieran. Lord Beric lucía un relámpago en la coraza, el escudo y la capa, y Thoros llevaba una túnica roja, o más bien lo que le quedaba de ella. Uno de los hermanos, un novicio joven, reunió valor para pedir al sacerdote rojo que no rezara a su falso dios mientras se encontrara bajo su techo.

—Y una mierda —dijo Lim Capa de Limón—. También es nuestro dios, y nos debéis la vida, joder. Además, ¿qué tiene de falso? Vale, vuestro herrero puede arreglar una espada rota, pero ¿puede curar a un hombre roto?

—Ya basta, Lim —ordenó Lord Beric—. Estamos bajo su techo y cumpliremos sus normas.

—El sol no dejará de brillar porque nos saltemos una oración o dos —asintió Thoros—. Quién lo va a saber mejor que yo.

Lord Beric no comió nada. Arya no lo había visto ingerir alimentos, aunque de vez en cuando tomaba una copa de vino. Tampoco parecía dormir. Cerraba el ojo sano como si estuviera fatigado, pero cuando alguien le hablaba lo abría al instante. El señor marqueño seguía vistiendo la desastrada capa negra y la mellada coraza con el desportillado esmalte del relámpago. No se la quitaba ni para dormir. El acero negro ocultaba la espantosa herida que le había infligido el Perro, al igual que el grueso pañuelo de lana escondía el círculo oscuro que le rodeaba la garganta. Pero no había nada que ocultara a la vista la cabeza rota, con la sien hundida, ni el agujero carmesí del ojo que había perdido, o la forma del cráneo bajo el rostro.

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