Arya lo miró con cautela mientras recordaba lo que había oído en Harrenhal sobre él. Lord Beric percibió su temor. Volvió la cabeza hacia ella y le hizo gestos para que se acercara.
—¿Te doy miedo, pequeña?
—No. —Se mordió el labio—. Sólo que... Pensaba que el Perro os había matado, pero...
—Lo hirió —dijo Lim Capa de Limón—. Fue una herida espantosa, desde luego, pero Thoros se la curó. Jamás ha habido mejor sanador.
Lord Beric lanzó a Lim una mirada extraña con el ojo sano; el otro no era más que un amasijo de cicatrices y sangre seca.
—El mejor sanador —asintió con cansancio—. Ya es hora del cambio de guardia, Lim. Por favor, encárgate tú.
—Sí, mi señor. —La larga capa amarilla de Lim se le arremolinó a la espalda cuando se volvió y salió a zancadas a la noche azotada por el viento.
—A veces, hasta los hombres más valientes se ciegan cuando les da miedo ver algo —comentó Lord Beric una vez Lim se hubo marchado—. ¿Cuántas veces me has traído ya de vuelta, Thoros?
—Quien te trae de vuelta es R'hllor, el Señor de la Luz —dijo el sacerdote rojo inclinando la cabeza—. Yo sólo soy su instrumento.
—¿Cuántas veces? —insistió Lord Beric.
—Seis —respondió Thoros de mala gana—. Y cada vez me cuesta más. Mi señor se ha vuelto imprudente. ¿Tan dulce es la muerte?
—¿Dulce? No, amigo mío. No tiene nada de dulce.
—Entonces no la cortejes tanto. Lord Tywin dirige a sus hombres desde la retaguardia, al igual que Lord Stannis. Lo más sensato sería que hicieras lo mismo. Una séptima muerte podría ser el fin para los dos.
—Aquí es donde Ser Burton Crakehall me rompió el yelmo y la cabeza de un golpe de maza —dijo Lord Beric tocándose la cabeza, sobre la oreja izquierda, donde le habían hundido la sien. Se quitó el pañuelo y dejó a la vista la magulladura negra que le rodeaba el cuello—. Ésta es la marca que me dejó la manticora en Aguasbravas. Hizo prisioneros a un pobre apicultor y a su esposa pensando que eran seguidores míos y proclamó a los cuatro vientos que los ahorcaría a menos que me entregara. Me entregué, pero aun así los colgó, y a mí entre los dos. —Se llevó un dedo al agujero rojo que había sido su ojo—. Aquí es donde la Montaña me clavó la daga a través del visor. —La sombra de una sonrisa cansada le aleteó en los labios—. Ya van tres veces que muero a manos de la Casa Clegane. A estas alturas, debería haber aprendido la lección.
Arya sabía que era una broma, pero Thoros no se rió. Puso una mano en el hombro de Lord Beric.
—No pienses en eso.
—¿Cómo voy a pensar en algo que apenas recuerdo? Hubo un tiempo en que tenía un castillo en las Marcas y estaba comprometido para casarme con una mujer, pero hoy no sabría encontrar aquel castillo ni te podría decir de qué color tenía la mujer el pelo. ¿Quién me armó caballero, viejo amigo? ¿Cuáles eran mis comidas favoritas? Todo se va desvaneciendo. A veces creo que nací sobre la hierba ensangrentada de aquel bosquecillo de fresnos con el sabor de la sangre en la boca y un agujero en el pecho. ¿Eres tú mi madre, Thoros?
Arya contempló al sacerdote myriense, con su cabellera desastrada, los harapos rosados y los restos de armadura vieja. Una incipiente barba gris le cubría las mejillas y la piel flácida debajo de la barbilla. No se parecía en nada a los magos de las historias de la Vieja Tata, pero tal vez...
—¿Podríais devolver la vida a un hombre que no tuviera cabeza? —le preguntó—. Sólo una vez, no seis. ¿Podríais?
—No hago magia, pequeña. Yo sólo rezo. Aquella primera vez, su señoría tenía un agujero que lo atravesaba y la boca llena de sangre, y supe que no había ninguna esperanza. De modo que, cuando su pecho herido dejó de moverse, le di el beso del buen dios para enviarlo hacia él. Me llené la boca de fuego y le insuflé las llamas, le llené con ellas la garganta, los pulmones, el corazón y el alma. Es lo que llaman «el último beso», más de una vez vi a los viejos sacerdotes dárselo a los siervos del Señor cuando morían. Yo mismo lo había dado un par de veces, como corresponde a todo sacerdote. Pero jamás hasta entonces había sentido a un hombre muerto estremecerse cuando el fuego lo llenaba ni abrir los ojos de nuevo. No fui yo quien lo trajo de vuelta, mi señora. Fue el Señor. R'hllor aún tiene planes para él. La vida es calor, y el calor es fuego, y el fuego es de Dios, sólo de Dios.
A Arya se le llenaron los ojos de lágrimas. Thoros había empleado muchas palabras, pero todas significaban «no», le había quedado muy claro.
—Tu padre era un buen hombre —dijo Lord Beric—. Harwin me ha hablado mucho de él. De buena gana perdonaría tu rescate en su memoria, pero necesitamos el oro con desesperación.
«Parece que dice la verdad», pensó Arya mordiéndose el labio. Sabía que Lord Beric había entregado el oro del Perro a Barbaverde y al Cazador para que compraran provisiones al sur del Mander.
—La última cosecha se quemó, ésta se está ahogando y pronto se nos echará encima el invierno —le había oído decir cuando los envió con el encargo—. El pueblo necesita grano y semillas, y nosotros espadas y caballos. Demasiados de mis hombres van montados sobre jacos, caballos de tiro y mulas al encuentro de enemigos que cabalgan sobre corceles y caballos de batalla.
Lo que Arya no sabía era cuánto podría pagar Robb por ella. Era todo un rey, no el niño al que había dejado en Invernalia jugando con la nieve. Y si se enteraba de las cosas que había hecho, de lo del mozo de cuadras, el guardia en Harrenhal y todo lo demás...
—¿Qué pasa si mi hermano no quiere pagar el rescate?
—¿Por qué dices eso? —preguntó Lord Beric.
—Bueno... —titubeó Arya—, tengo el pelo revuelto y las uñas sucias y los pies llenos de callos.
Lo más probable era que a Robb eso no le importara, pero a su madre, sí. Lady Catelyn siempre había querido que fuera como Sansa, que cantara, bailara, cosiera y fuera cortés. Sólo con pensarlo, Arya sintió el impulso irrefrenable de peinarse el cabello con los dedos, pero lo tenía todo enmarañado y apelmazado, y lo único que consiguió fue arrancarse un mechón.
—Estropeé el vestido que me regaló Lady Smallwood, y no coso muy bien. —Se mordió el labio—. Quiero decir que no coso nada bien. La septa Mordane siempre me decía que tenía manos de herrero.
—¿Con esos deditos tan blandos? —le dijo Gendry soltando una carcajada—. No podrías ni coger un martillo.
—¡Sí que podría si me diera la gana! —le espetó.
Thoros rió entre dientes.
—Tu hermano pagará, pequeña. Por eso no tengas miedo.
—Ya, pero ¿y si no quiere? —insistió.
—En ese caso te enviaría una temporada con Lady Smallwood, o tal vez a mi castillo de Refugionegro. —Lord Beric dejó escapar un suspiro—. Pero estoy seguro de que no hará falta. No está en mi poder devolverte a tu padre, igual que tampoco puede hacerlo Thoros, pero al menos me puedo encargar de que vuelvas sana y salva a los brazos de tu madre.
—¿Me lo juráis? —le preguntó. Yoren también le había prometido llevarla a casa, y en vez de eso lo habían matado.
—Por mi honor de caballero —le aseguró con solemnidad el señor del relámpago.
Llovía cuando Lim volvió a la taberna mascullando maldiciones, el agua que le chorreaba de la capa amarilla formó un charco en el suelo. Anguy y Jack-con-Suerte estaban haciendo rodar los dados, pero jugaran a lo que jugaran el tuerto Jack no tenía suerte nunca. Tom Sietecuerdas sustituyó una cuerda rota de su lira y les cantó «Las lágrimas de la Madre», «Cuando la mujer de Willum se mojó», «Lord Harte salió a cabalgar en un día lluvioso» y, por último, «Las lluvias de Castamere».
Y quién sois vos, preguntó el orgulloso señor,
para haceros tales reverencias?
Sólo soy un gato con diferente pelaje,
y ésa es toda la esencia;
con pelaje dorado o pelaje carmesí,
el león garras sigue teniendo,
y las mías son tan largas y afiladas, mi señor,
como las que vais exhibiendo.
De esa manera habló, eso fue lo que dijo
el señor de Castamere,
pero ahora las lluvias lloran en sus salones,
y nadie oírlas puede.
Sí, ahora las lluvias lloran en sus salones,
y ni un alma oírlas puede.
Por fin a Tom se le acabaron las canciones que hablaban de lluvias y dejó la lira a un lado. Entonces sólo les quedó el sonido de la propia lluvia que repiqueteaba contra el tejado de pizarra de la destilería. La partida de dados terminó, y Arya se dedicó a sostenerse primero sobre una pierna y luego sobre otra mientras escuchaba cómo Merrit se quejaba de que a su caballo se le había caído una herradura.
—Si queréis se la pongo yo —intervino Gendry de repente—. Sólo era aprendiz, pero mi maestro decía que tenía buena mano para el martillo. Sé herrar caballos, arreglar rotos en las cotas de mallas y quitar las mellas de las armaduras. Seguro que también podría hacer espadas.
—¿Qué quieres decir, muchacho? —preguntó Harwin.
—Trabajaré como herrero para vosotros. —Gendry se dejó caer sobre una rodilla ante Lord Beric—. Si me aceptáis puedo seros útil, mi señor. Antes hacía herramientas y cuchillos, y también hice un casco que no estaba nada mal. Uno de los hombres de la Montaña me lo robó cuando me cogieron prisionero.
«Él también quiere abandonarme», pensó Arya mordiéndose el labio.
—Harías mejor en ir a servir a Lord Tully en Aguasdulces —dijo Lord Beric—. Yo no puedo pagar tus servicios.
—No me han pagado nunca. Sólo quiero una fragua, comida a la hora de comer y un lugar donde dormir. Eso es todo, mi señor.
—En cualquier lugar darían la bienvenida a un herrero. Todavía más si es un armero hábil. ¿Por qué ibas a preferir quedarte con nosotros?
Arya vio como Gendry hacía una mueca con su cara de idiota en un esfuerzo por pensar.
—En la colina hueca... No sé, me gustó lo que dijisteis de que erais hombres del rey Robert y también hermanos. Me gustó que juzgarais al Perro. Lord Bolton lo que hacía era cortar cabezas y ahorcar a la gente, y Lord Tywin y Ser Amory igual. Prefiero trabajar como herrero para vosotros.
—Tenemos muchas armaduras que necesitan arreglos, mi señor —le recordó Jack a Lord Beric—. La mayor parte se las cogemos a los muertos y tienen los agujeros por los que les entró la muerte.
—Tú debes de ser corto de entendederas, chico —dijo Lim—. Somos bandidos. La mayoría somos escoria de baja estofa, menos su señoría, claro. No te creas que esto es como en las canciones del bobo de Tom. No le arrancarás un beso a ninguna princesa ni participarás en un torneo con una armadura robada. Si te unes a nosotros acabarás colgado de un árbol o con la cabeza en una pica sobre las puertas de cualquier castillo.
—Es lo mismo que os harían a vosotros —dijo Gendry.
—Es verdad —replicó alegremente Jack-con-Suerte—. Los cuervos nos esperan a todos. Mi señor, este chaval parece valiente y necesitamos lo que nos podría aportar. Por mi parte voto que lo aceptemos.
—Y deprisa —sugirió Harwin con una risita—, antes de que se le pase la fiebre y recupere el sentido común.
—Thoros, tráeme la espada. —Una sonrisa débil rozaba los labios de Lord Beric. En aquella ocasión el señor del relámpago no prendió fuego a la espada, sino que se limitó a rozar con ella el hombro de Gendry—. Gendry, ¿juras ante los ojos de los hombres y los dioses defender a los indefensos, proteger a las mujeres y a los niños, obedecer a tus capitanes, a tu señor y a tu rey, luchar con valentía cuando sea necesario y cumplir las tareas que se te encomienden, por duras, humildes o peligrosas que sean?
—Sí, mi señor.
El señor marqueño pasó la espada del hombro derecho al izquierdo.
—Levantaos, Ser Gendry, caballero de la colina hueca, y sed bienvenido a nuestra hermandad.
Desde la puerta les llegó una carcajada brusca, gutural.
Estaba empapado por la lluvia. Llevaba el brazo quemado envuelto en hojas y tiras de lino, sujeto contra el pecho con un tosco cabestrillo de cuerdas. Pero las quemaduras antiguas que le marcaban el rostro brillaban negras a la luz de la pequeña hoguera.
—¿Qué, Dondarrion, armando más caballeros? —gruñó el intruso—. Sólo por eso tendría que volver a matarte.
—Tenía la esperanza de no volver a verte, Clegane. —Lord Beric se enfrentaba a él con gesto frío—. ¿Cómo nos has encontrado?
—No me ha costado gran cosa. La mierda de humareda que habéis montado se ve hasta en Antigua.
—¿Qué ha pasado con los centinelas que dejé apostados?
—¿Esos dos ciegos? —Clegane hizo una mueca—. Los podría haber matado y ni se habrían enterado. ¿Qué habríais hecho en ese caso?
Anguy echó mano del arco. Notch lo imitó.
—¿Tantas ganas tienes de morir, Sandor? —preguntó Thoros—. Debes de estar loco o borracho para habernos seguido.
—¿Borracho de qué, de lluvia? No me dejasteis oro suficiente ni para una copa de vino, retoños de ramera.
—Somos bandidos. —Anguy sacó una flecha—. Los bandidos roban. Lo dice en todas las canciones, seguro que Tom te canta alguna si se lo pides por favor. Da gracias de que no te matamos.
—Inténtalo si te atreves, arquero. Te apuesto lo que quieras a que te quito el carcaj y te meto las flechas por el culo.
Anguy levantó el arco, pero antes de que pudiera disparar, Lord Beric lo detuvo con un gesto de la mano.
—¿A qué has venido, Clegane?
—A recuperar lo que me pertenece.
—¿El oro?
—Pues claro. Te garantizo que no ha sido por el placer de volver a verte la cara, Dondarrion. Ahora eres más feo que yo. Y encima te has convertido en un caballero ladrón.
—Te di una nota a cambio de tu oro —dijo Lord Beric con calma—. Una promesa de pago cuando termine la guerra.
—Con tu papel me limpié el culo. Devuélveme el oro.
—Ya no lo tenemos. Se lo di a Barbaverde y al Cazador para que fueran al sur a comprar grano y semillas al otro lado del Mander.
—Para alimentar a la gente cuyas cosechas quemaste —intervino Gendry.
—Ah, ¿ésas tenemos? —Sandor Clegane se rió de nuevo—. Pues resulta que es lo mismo que pretendía hacer con él. Dar de comer a un montón de campesinos sucios y a sus cachorros picados de viruelas.
—Es mentira —dijo Gendry.
—Vaya, así que el chico tiene lengua. ¿Por qué los crees a ellos y no a mí? No será por mi cara, ¿verdad? —Clegane miró a Arya—. ¿También la vas a armar caballero, Dondarrion? ¿La primera niña de ocho años en la historia de la caballería?