Tormenta de Espadas (80 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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Tenían el hábito de la obediencia muy arraigado. La mujer siguió al guardia a la salida, con lo que quedaron solos en la sala de baños. Las bañeras tenían capacidad suficiente para seis o siete personas, según la costumbre de las Ciudades Libres, de manera que Jaime se metió en la de la moza, despacio y con torpeza. Tenía ambos ojos abiertos, aunque el derecho seguía algo hinchado a pesar de las sanguijuelas de Qyburn. Jaime se sentía como si tuviera cien años, es decir, mucho mejor que cuando había llegado a Harrenhal.

—Hay más bañeras —dijo Brienne, encogiéndose para apartarse de él.

—Me vale con ésta. —Se sumergió con cautela hasta la barbilla en el agua que despedía vapor—. No temáis, moza. Os veo los muslos morados y verdosos, y lo que tenéis entre ellos no me interesa lo más mínimo. —Tuvo que apoyar el brazo derecho en el borde, ya que Qyburn le había dicho que no debía mojar los vendajes. Sintió cómo la tensión de las piernas se le empezaba a aflojar, pero la cabeza le daba vueltas—. Si me desmayo, sacadme de aquí. Ningún Lannister se ha ahogado jamás en la bañera, y no quiero ser el primero.

—¿Por qué me tendría que importar que murierais?

—Hicisteis un juramento solemne. —Sonrió al ver cómo se le ponía roja la gruesa columna blanca que era su cuello. La mujer le dio la espalda—. ¿Todavía en plan tímida doncella? ¿Creéis que tenéis algo que todavía no he visto?

Tanteó en busca del cepillo que ella había soltado, lo cogió con los dedos y empezó a frotarse con torpeza. Hasta aquello le resultaba difícil. «La mano izquierda no me sirve de nada.»

Aun así, el agua se fue enturbiando a medida que las costras de polvo se disolvían. La moza siguió de espaldas a él, con los músculos de los anchos hombros tensos y duros.

—¿Os molesta ver el muñón? —preguntó Jaime—. Deberíais estar contenta. He perdido la mano con la que maté al rey. La mano que tiró de la torre al crío de los Stark. La mano que metía entre los muslos de mi hermana para que se le humedeciera la entrepierna. —Le agitó el muñón ante la cara—. Con vos guardándolo, no es de extrañar que Renly muriera.

La moza se puso en pie tan bruscamente como si la hubiera golpeado, e hizo que el agua salpicara fuera de la bañera. Jaime captó un atisbo del espeso vello rubio entre sus muslos mientras salía. Era mucho más peluda que su hermana. Por absurdo que fuera, sintió cómo la polla se le levantaba debajo del agua.

«Ahora sí que es evidente que llevo demasiado tiempo lejos de Cersei.» Preocupado por la respuesta de su cuerpo, apartó los ojos.

—Eso ha sido indigno de mí —murmuró—. Estoy tullido y amargado. Perdonad, moza. Me protegisteis tan bien como lo hubiera hecho cualquier hombre, mejor que muchos.

—¿Os burláis de mí? —Brienne se envolvió en una toalla.

—¿Acaso tenéis los sesos tan duros como la muralla de un castillo? —Jaime se había vuelto a enfadar—. Os estaba pidiendo disculpas. Estoy harto de pelear con vos. ¿Qué tal si firmamos una tregua?

—Para firmar una tregua hace falta confianza. ¿Queréis que confíe en...?

—En el Matarreyes, sí. En el perjuro que mató al pobrecito Aerys Targaryen. —Jaime soltó un bufido—. No me arrepiento de lo de Aerys, sino de lo de Robert. «He oído que te llaman Matarreyes. Que no se convierta en costumbre, ¿eh?», me dijo durante el banquete de su coronación. Y se reía. ¿Por qué a Robert nadie lo llamaba perjuro? Hizo sangrar el reino, pero el único que tiene un honor de mierda soy yo.

El agua corría por las piernas de Brienne y le formaba un charco bajo los pies.

—Todo lo que hizo Robert fue por amor.

—Todo lo que hizo Robert fue por orgullo, por un coño y por una cara bonita.

Cerró el puño... o lo habría cerrado, de haber tenido mano. El dolor lacerante le recorrió el brazo, cruel como una carcajada.

—Se alzó para salvar el reino —insistió la moza.

«Para salvar el reino.»

—¿Sabíais que mi hermano prendió fuego al Aguasnegras? El fuego valyrio puede arder en el agua. Aerys se podría haber bañado en él si hubiera querido. Los Targaryen estaban locos por el fuego. —Le daba vueltas la cabeza. «Es por el calor que hace aquí, por el veneno que tengo en la sangre, por la fiebre. No soy yo mismo.» Se acomodó en el agua hasta que le llegó a la barbilla—. Manché mi capa blanca. Aquel día llevaba la armadura dorada... pero...

—¿La armadura dorada? —La voz de la mujer sonaba tenue, lejana. Jaime flotaba en sus recuerdos.

—Cuando los grifos danzarines perdieron la batalla de las Campanas, Aerys lo exilió. —«¿Por qué se lo estoy contando todo a esa cría fea?»—. Por fin había comprendido que Robert no era un simple señor rebelde al que podría aplastar cuando quisiera, sino la peor amenaza a la que se había enfrentado la Casa Targaryen desde Daemon Fuegoscuro. Sin ninguna elegancia, el rey recordó a Lewyn Martell que tenía a Elia y lo envió para que se pusiera al mando de diez mil dornienses que se acercaban por el camino real. Jon Darry y Barristan Selmy cabalgaron a Sept de Piedra para tratar de concentrar a los grifos que quedaran, y el príncipe Rhaegar volvió del sur para convencer a su padre de que se tragara el orgullo y convocara al mío. Pero ningún cuervo regresó de Roca Casterly, y aquello aún inspiró más miedo al rey. Veía traidores por todas partes y Varys estaba siempre allí para señalarle a alguno que se le hubiera escapado. De manera que Su Alteza ordenó a los alquimistas que escondieran fuego valyrio por todo Desembarco del Rey. Bajo el sept de Baelor y las chozas del Lecho de Pulgas, en establos y almacenes, en las siete puertas, hasta en las bodegas de la propia Fortaleza Roja.

»Todo se hizo en el mayor de los secretos, se encargaron un puñado de maestros piromantes. Ni siquiera confiaron en sus acólitos para que los ayudaran. Los ojos de la reina llevaban años cerrados y Rhaegar estaba muy ocupado reuniendo un ejército. Pero la nueva Mano de Aerys, la maza y la daga, no era idiota del todo, y al ver las idas y venidas constantes de Rossart, Belis y Garigus, empezó a sospechar. Chelsted, se llamaba Chelsted. Lord Chelsted. —Lo había recordado de repente, mientras narraba la historia—. Hasta entonces me había parecido un cobarde, pero el día que se enfrentó a Aerys tuvo que reunir mucho valor. Hizo todo lo que pudo para disuadirlo. Razonó, bromeó, amenazó y, por último, suplicó. Al no lograr nada, se arrancó la cadena del cargo y la tiró al suelo. Aerys lo quemó vivo como castigo, y colgó la cadena del cuello de Rossart, su piromante favorito. El hombre que había cocido a Lord Rickard Stark dentro de su armadura. Y yo lo vi todo, siempre al pie del Trono de Hierro, con mi armadura blanca, quieto como un cadáver, guardando a mi señor y sus bonitos secretos.

»Mis Hermanos Juramentados estaban todos ausentes, ¿sabéis?, pero a mí Aerys prefería mantenerme siempre cerca de él. Yo era como mi padre, de modo que no confiaba en mí. Quería tenerme allí donde Varys pudiera vigilarme, día y noche. De manera que lo oí todo. —Recordaba cómo brillaban los ojos de Rossart cuando desplegaba los mapas para señalar dónde había que poner la sustancia. Garigus y Belis eran iguales—. Rhaegar se enfrentó a Robert en el Tridente, y ya sabéis qué pasó. Cuando la noticia llegó a la Corte, Aerys envió a la reina a Rocadragón con el príncipe Viserys. La princesa Elia tendría que haber partido también, pero él lo prohibió. Se le había metido en la cabeza que el príncipe Lewyn había traicionado a Rhaegar en el Tridente, pero creía que sólo conservaría la lealtad de Dorne mientras retuviera a su lado a Elia y a Aegon.

»—Esos traidores quieren mi ciudad —le oí decirle a Rossart—, pero sólo encontrarán cenizas. Que Robert reine sobre un montón de huesos chamuscados y carne calcinada.

»Los Targaryen no entierran nunca a sus muertos, los queman. La intención de Aerys era tener la pira funeraria más grande que jamás hubiera existido. Aunque, para ser sinceros, no creo que pensara que iba a morir. Al igual que Aerion Llamabrillante, Aerys creía que el fuego lo transformaría... Que se alzaría de nuevo, renacido en forma de dragón, y que reduciría a cenizas a sus enemigos.

»Ned Stark avanzaba hacia el sur con la vanguardia de Robert, pero las fuerzas de mi padre llegaron antes a la ciudad. Pycelle convenció al rey de que su Guardián del Occidente acudía para defenderlo, de modo que le abrió las puertas. La única vez que tendría que haber hecho caso a Varys, y no se lo hizo. Hasta entonces mi padre se había mantenido al margen de la guerra, cavilando sobre todos los agravios que Aerys había cometido contra él y decidido a que la Casa Lannister estuviera en el bando ganador. El Tridente lo acabó de decidir.

»A mí me correspondía defender la Fortaleza Roja, pero sabía que estábamos perdidos. Solicité a Aerys permiso para llegar a un acuerdo. Mi mensajero regresó con una orden regia: "Si no sois un traidor, traedme la cabeza de vuestro padre". Aerys no quería ni oír hablar de rendición. Según mi mensajero, Lord Rossart estaba con él. Y yo sabía qué significaba aquello.

»Cuando encontré a Rossart estaba disfrazado de soldado de a pie y corría hacia una poterna. Fue el primero al que maté. Luego maté a Aerys antes de que encontrara a otro que llevara su mensaje a los piromantes. Días después localicé a los otros y también los maté. Belis me ofreció oro, y Garigus lloró y suplicó piedad. Bueno, la espada es más piadosa que el fuego, pero no creo que Garigus me agradeciera mi consideración.

El agua se había enfriado. Cuando Jaime abrió los ojos, se encontró mirándose el muñón de la mano de la espada.

«La mano que me convirtió en el Matarreyes. —La Cabra le había arrebatado a la vez su gloria y su vergüenza—. ¿Y qué me ha dejado? ¿Quién soy ahora?»

Allí de pie, con la toalla apretada contra las flacas tetas y las gruesas piernas blancas sobresaliendo por debajo, la moza tenía un aspecto ridículo.

—¿Qué pasa, mi relato os ha dejado sin palabras? Venga, maldecidme, besadme o llamadme mentiroso. Lo que sea.

—Si lo que decís es verdad, ¿por qué no lo sabe nadie?

—Los caballeros de la Guardia Real juran guardar los secretos del rey. ¿Qué queríais, que violara el juramento? —Se echó a reír—. ¿Acaso pensáis que el noble Señor de Invernalia habría dado crédito a mis endebles explicaciones? Él, un hombre tan honorable... Con una mirada le bastó para considerarme culpable. —Jaime se puso en pie con un esfuerzo, el agua fría le corrió por el pecho—. ¿Con qué derecho juzga el lobo al león? ¿Con qué derecho?

Un escalofrío lo recorrió y, al intentar salir de la bañera, se golpeó el muñón contra el borde.

El dolor lo recorrió como un latigazo... y, de repente, la sala de baños giraba. Brienne lo agarró antes de que cayera. Tenía el brazo de carne de gallina, frío y húmedo, pero era fuerte y su tacto más delicado de lo que Jaime habría imaginado. «Más delicada que Cersei», pensó mientras lo ayudaba a salir de la bañera, con unas piernas tan blandas como una polla inerte.

—¡Guardias! —oyó gritar a la moza—. ¡El Matarreyes!

«Jaime —pensó—. Me llamo Jaime.»

Lo siguiente que supo fue que estaba tendido en el suelo mojado, rodeado por los guardias, la moza y Qyburn, que lo miraban preocupados desde arriba. Brienne seguía desnuda, pero por el momento se le había olvidado.

—El calor de las bañeras lo ha debilitado —les estaba diciendo el maestre Qyburn. «No, no es un maestre, le quitaron la cadena»—. Además, aún le queda veneno en la sangre y está desnutrido. ¿Qué le dabais de comer?

—Gusanos, meados y vómitos —contribuyó Jaime.

—Pan duro, agua y puré de avena —insistió el guardia—. Pero casi no comía. ¿Qué hacemos con él?

—Frotadlo bien, vestidlo y, si hace falta, llevadlo a la Torre de la Pira Real —dijo Qyburn—. Lord Bolton insiste en que cene con él esta noche. Se está acabando el tiempo.

—Traedme ropas limpias para él —dijo Brienne—. Yo me encargaré de lavarlo y de vestirlo.

Los demás estuvieron encantados de dejar la tarea en sus manos. Lo alzaron y lo sentaron en un banco de piedra adosado al muro. Brienne fue a recoger la toalla y volvió con un cepillo de cerdas para acabar de frotarlo. Uno de los guardias le dio una navaja para que le arreglara la barba. Qyburn regresó con ropa interior de algodón basto, unos calzones limpios de lana negra, una túnica verde muy suelta y un jubón de cuero que se ataba por delante. Para entonces Jaime se sentía menos mareado, aunque igual de torpe. Con la ayuda de la moza consiguió vestirse.

—Ahora sólo me hace falta un espejo de plata.

El maestre Sanguijela también había llevado ropas limpias para Brienne: un vestido de seda rosa con una mancha desvaída y ropa interior de lino.

—Lo siento, mi señora, son los únicos atavíos femeninos de vuestra talla en todo Harrenhal.

Era evidente que el vestido estaba cortado para una mujer con los brazos más esbeltos, las piernas más cortas y mucho más pecho que Brienne. El fino encaje myriense apenas le ocultaba los moratones de la piel. El atuendo le daba un aspecto ridículo.

«Tiene los hombros más anchos que yo, y también el cuello —pensó Jaime—. No me extraña que prefiera llevar una armadura.» El rosa tampoco le sentaba bien. Una docena de bromas crueles le pasaron por la cabeza, pero, para variar, se las calló. Más valía no provocarla; con una mano, no era rival para ella.

Qyburn había llevado también una jarra.

—¿Qué es? —quiso saber Jaime cuando el maestre sin cadena le dijo que bebiera.

—Regaliz macerado en vinagre con miel y clavos. Os dará fuerzas y os despejará la cabeza.

—Traedme la pócima que hace crecer manos —dijo Jaime—. Ésa es la que me interesa.

—Bebed —dijo Brienne sin sonreír.

Y él obedeció.

Pasó media hora antes de que se sintiera con fuerzas para incorporarse. Tras la penumbra húmeda y cálida de la sala de baños, el aire del exterior fue como una bofetada en el rostro.

—Mi señor ya lo debe de estar esperando —dijo un guardia a Qyburn—. Y a ella también. ¿Hace falta que lo lleve?

—Todavía puedo caminar. Dadme el brazo, Brienne.

Aferrado a ella, Jaime se dejó guiar para atravesar el patio hasta una estancia vasta y llena de corrientes de aire, aún más grande que la sala del trono de Desembarco del Rey. En las paredes se alineaban enormes chimeneas, una cada tres metros, no fue capaz de contarlas, pero ninguna tenía el fuego encendido, de manera que la humedad retenida entre los muros se calaba hasta los huesos. Una docena de lanceros con capas de pieles guardaban las puertas y las escaleras que llevaban a las dos galerías del piso superior. Y, en el centro de aquel vacío inmenso, junto a una mesa rodeada por lo que parecían acres de liso suelo de pizarra, aguardaba el Señor de Fuerte Terror, asistido sólo por un copero.

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