«Príncipe.» El sonido humano le acudió a la mente de forma inesperada, aun así, sabía que era correcto. «Príncipe del verdor, príncipe del Bosque de los Lobos.» Era fuerte, rápido y feroz, y todas las criaturas del buen mundo verde lo temían y se le sometían.
Abajo, muy lejos, en el bosque, algo se movió entre los árboles. Un destello gris, visto y no visto, pero suficiente para que levantara las orejas. Allí abajo, junto a un raudo torrente verde, se deslizó corriendo otra silueta.
«Lobos», supo al instante. Sus primos pequeños, dando caza a alguna presa. El príncipe ya podía ver a unos cuantos más, sombras sobre rápidas patas grises. «Una manada.»
Él también había tenido una manada, una vez. Habían sido cinco, y un sexto se mantenía apartado. En algún lugar de su interior estaban los sonidos que los hombres les habían dado para diferenciar a uno de otro, pero él no los conocía por esos sonidos. Recordaba los olores, los de sus hermanos y hermanas. Todos habían tenido un olor parecido, olían a manada, pero también se diferenciaban unos de otros.
Su hermano enojado, el de los ardientes ojos verdes, estaba cerca, el príncipe lo notaba, aunque no lo había visto desde hacía muchas cacerías. Pero con cada sol que se ponía, se distanciaba más, y él había sido el último. Los otros se habían alejado y dispersado, como hojas barridas por un vendaval.
A veces podía percibirlos como si aún estuvieran con él, aunque ocultos por un peñasco o un macizo de árboles. No podía olerlos ni escuchar sus aullidos por la noche, pero sentía su presencia tras de sí... a todos menos a la hermana que habían perdido. Dejó caer la cola al recordarla.
«Cuatro ahora, no cinco. Cuatro y uno más, el blanco que no tiene voz.»
Esos bosques les pertenecían, junto con las laderas nevadas y las colinas rocosas, los enormes pinos verdes y los robles de hojas doradas, los torrentes en movimiento y los lagos azules quietos, atenazados por dedos de blanco hielo. Pero su hermana había abandonado los bosques para caminar por los salones de los hombres roca donde mandaban otros cazadores, y una vez dentro de esos salones era muy difícil encontrar el camino de salida. El príncipe lobo lo recordaba.
De repente, el viento cambió de dirección.
«Venado, miedo, sangre.» El olor de la presa le despertó el hambre. El príncipe olisqueó de nuevo el aire, se volvió y echó a correr, dando saltos a lo largo de la cresta, con las fauces medio abiertas. El confín más lejano del gran risco era más abrupto que el lugar por donde había subido, pero él avanzaba con paso seguro sobre piedras, raíces y hojas muertas. Descendía por la ladera entre los árboles, devorando el camino a grandes zancadas. El olor lo hacía ir cada vez más deprisa.
Habían derribado al venado y estaba agonizando cuando lo alcanzó; ocho de sus pequeños primos grises lo rodeaban. Los jefes de la manada habían comenzado a alimentarse, primero el macho y después su hembra arrancaban por turnos la carne del vientre ensangrentado de la presa. Los demás esperaban con paciencia, menos el último, que trazaba círculos inquieto a pocos pasos de los otros, con el rabo entre las patas. Sería el último en comer lo que sus hermanos le dejaran.
El príncipe avanzaba contra el viento y por eso no lo percibieron hasta que se subió a un tronco caído cerca de donde comían. El más apartado fue el primero en verlo, soltó un gemido lastimero y desapareció. Sus hermanos de manada se volvieron al oírlo y enseñaron los dientes gruñendo, todos menos el macho y la hembra que los lideraban.
El lobo huargo les respondió con un gruñido grave, de aviso, y les mostró los dientes. Era más corpulento que sus primos, doblaba en tamaño al huesudo de la retaguardia, y era casi tan grande como los dos líderes. De un salto cayó en el centro del grupo y tres de los animales huyeron y desaparecieron entre los arbustos. Otro se le aproximó, lanzándole dentelladas. Recibió al atacante de frente y, cuando se enfrentaron, atrapó la pata del lobo entre las fauces, lo lanzó a un lado y lo dejó gimiendo y cojeando.
Entonces, sólo quedó frente a él el líder de la manada, el gran macho gris con el hocico ensangrentado a causa del suave vientre blanco de la presa que devoraba. También había algo de blanco en su hocico, lo que lo señalaba como un lobo viejo, pero le mostró los dientes mientras le chorreaba una saliva sanguinolenta.
«No tiene miedo —pensó el príncipe—, no más que yo.» Sería una buena pelea. Se lanzaron el uno contra el otro.
Combatieron durante mucho rato, rodaron sobre raíces, piedras, hojas caídas y las entrañas dispersas de la presa; se atacaban con dientes y garras, se separaban, describían círculos uno en torno al otro y se enzarzaban de nuevo. El príncipe era más grande y con mucho el más fuerte, pero su primo tenía una manada. La hembra se desplazaba alrededor de ellos, muy cerca, olfateaba, gruñía y se interpondría si su pareja se apartaba sangrando. De vez en cuando los otros lobos atacaban también, tirando un mordisco a una pata o una oreja cuando el príncipe miraba en otra dirección. Uno llegó a irritarlo tanto que se revolvió como una furia negra y le destrozó la garganta. Después de aquello, los demás se mantuvieron a una distancia prudente.
Y mientras la última luz rojiza se filtraba entre ramas verdes y hojas doradas, el viejo lobo se dejó caer agotado al fango y rodó sobre la espalda, dejando expuestas la garganta y la panza. Se sometía.
El príncipe lo olfateó y le lamió la sangre de la piel y la carne lacerada. Cuando el viejo lobo soltó un leve gemido, el huargo se alejó. Tenía mucha hambre y la presa era suya.
—Hodor.
El sonido súbito lo hizo detenerse y enseñar los dientes. Los lobos lo contemplaron con ojos verdes y amarillos, brillantes a la postrera luz del día. Ninguno de ellos había escuchado nada. Era un viento extraño que soplaba únicamente en sus oídos. Metió las fauces en la barriga del venado y arrancó un gran bocado de carne.
—Hodor, Hodor.
«No —pensó—. No, no quiero.» Era el pensamiento de un niño, no de un huargo. El bosque se oscureció a su alrededor hasta que sólo quedaron las sombras de los árboles y el destello en los ojos de sus primos. Y a través de esos ojos y detrás de ellos, vio el rostro sonriente de un hombre grande y una bóveda de piedra con las paredes salpicadas de salitre. El sabor caliente y delicioso de la sangre se le evaporó de la lengua. «No, no, no, quiero comer, quiero comer, quiero...»
—Hodor, Hodor, Hodor, Hodor, Hodor —entonaba Hodor mientras lo sacudía suavemente por los hombros, adelante y atrás, adelante y atrás.
Siempre intentaba tener cuidado, pero Hodor medía dos metros de alto y era más fuerte de lo que él mismo sabía, y sus manos enormes hacían que los dientes de Bran entrechocaran.
—¡No! —gritó con rabia—. Hodor, déjame, estoy aquí, aquí.
—¿Hodor? —preguntó deteniéndose con aspecto avergonzado.
El bosque y los lobos habían desaparecido. Bran estaba de vuelta en la bóveda húmeda de alguna antigua atalaya que debían de haber abandonado hacía miles de años. Apenas quedaba nada en pie. Las piedras caídas estaban tan cubiertas de musgo y hiedra que era casi imposible distinguirlas hasta que uno se encontraba encima de ellas. Bran había puesto nombre al lugar: Torre Derruida; sin embargo, había sido Meera la que descubrió cómo meterse en el sótano.
—Has estado demasiado tiempo ausente.
Jojen Reed tenía trece años, sólo cuatro más que Bran, y tampoco era mucho más alto, le llevaba cinco o seis centímetros a lo sumo, pero tenía una forma muy solemne de hablar y eso lo hacía parecer mayor y más sabio de lo que era en realidad. En Invernalia, la Vieja Tata lo había apodado el Abuelito.
—Yo quería comer —dijo Bran mirándolo ceñudo.
—Meera volverá pronto con la cena.
—Estoy harto de ranas. —Meera era una comerranas del Cuello, por lo que Bran no podía reprocharle que cazara tantas ranas, claro, pero...—. Yo quería comerme el venado.
Recordó su sabor, la sangre y la sabrosa carne cruda, y se le hizo la boca agua. «Gané la pelea por esa carne, la gané.»
—¿Marcaste los árboles?
Bran se ruborizó. Jojen siempre le decía qué cosas tenía que hacer cuando abría su tercer ojo y vestía la piel de
Verano
. Arañar la corteza de un árbol, atrapar un conejo y traerlo de vuelta entre las fauces sin comérselo, colocar varias rocas formando una línea.
«Cosas estúpidas.»
—Se me olvidó —dijo.
—Siempre se te olvida.
Era verdad. Tenía la intención de hacer las cosas que Jojen le pedía, pero cuando se volvía lobo no le parecían importantes. Siempre había cosas que ver y cosas que olfatear, todo un mundo verde para cazar. ¡Y podía correr! No había nada mejor que correr, a no ser perseguir a una presa.
—Yo era un príncipe, Jojen —le dijo al chico mayor—. Yo era el príncipe del bosque.
—Tú eres un príncipe —le recordó Jojen con suavidad—. Lo recuerdas, ¿verdad? Dime quién eres.
—Ya lo sabes. —Jojen era su amigo y su maestro, pero a veces a Bran le entraban ganas de pegarle.
—Quiero que pronuncies las palabras. Dime quién eres.
—Bran —dijo, malhumorado. «Bran el roto»—. Brandon Stark. —«El niño tullido»—. El príncipe de Invernalia.
De Invernalia, quemada y destruida, con su gente dispersa y asesinada. Los jardines de cristal habían quedado destrozados y el agua caliente salía a borbotones de las paredes rajadas para soltar su vapor bajo el sol.
«¿Cómo se puede ser el príncipe de un lugar que quizá no vuelva a ver nunca más?»
—¿Y quién es
Verano
? —insistió Jojen.
—Mi huargo. —Sonrió—. El príncipe del verdor.
—Bran, el chico, y
Verano
, el lobo. Entonces, ¿eres ellos dos?
—Dos —suspiró—, y uno.
«En Invernalia quería que soñara mis sueños de lobo, y ahora que sé cómo hacerlo, siempre me hace volver de ellos.» Odiaba a Jojen cuando se ponía así de estúpido.
—Recuerda eso, Bran. Recuerda quién eres o el lobo se apoderará de ti. Cuando estáis unidos, no basta con correr, cazar y aullar en la piel de
Verano
.
«Eso es lo mío —pensó Bran. Le gustaba la piel de
Verano
más que la suya—. ¿Qué tiene de bueno ser capaz de cambiar de piel, si no se puede usar la que a uno le gusta?»
—¿Lo recordarás? Y la próxima vez, marca el árbol. Cualquier árbol, no importa cuál siempre que lo hagas.
—Lo haré. Lo recordaré. Podría volver ahora y hacerlo, si quieres. Esta vez no se me olvidará.
«Pero, primero, me comeré mi venado y pelearé un poco más con esos lobos pequeños.»
—No —dijo el niño con un gesto de negación—. Es mejor que te quedes y comas. Con tu propia boca. Un warg no puede vivir de lo que consume su bestia.
«¿Cómo lo sabes? —pensó Bran con resentimiento—. No has sido nunca un warg, no sabes qué significa serlo.»
Hodor se levantó de un salto y estuvo a punto de golpear con la cabeza el techo cóncavo.
—¡Hodor! —gritó, mientras corría hacia la puerta.
Meera la abrió de un empujón antes de que él llegara y entró en el refugio.
—Hodor, Hodor —dijo el enorme mozo de cuadra, haciendo una mueca.
Meera Reed tenía dieciséis años, toda una mujer adulta, pero no era más alta que su hermano. Todos los lacustres eran menudos, le había dicho una vez a Bran cuando le preguntó por qué era tan bajita. De cabello castaño, ojos verdes y pecho plano como el de un chico, caminaba con una suave gracia que Bran envidiaba al contemplarla. Meera llevaba una daga larga, pero su modo favorito de pelear era con una fisga en una mano y una red en la otra.
—¿Quién tiene hambre? —preguntó, mostrando sus presas: dos pequeñas truchas plateadas y seis gordas ranas verdes.
—Yo —respondió Bran.
«Pero no de ranas.» En Invernalia, antes de que ocurrieran todas las cosas malas, los Walder solían decir que comer ranas le ponía a uno los dientes verdes y hacía que le saliera musgo en los sobacos. Se preguntó si los Walder estarían muertos. No había visto sus cuerpos en Invernalia... pero había un montón de cadáveres y no habían revisado los edificios por dentro.
—Entonces tendremos que darte de comer. ¿Me ayudas a limpiar las presas, Bran?
Hizo un gesto de asentimiento. Era difícil enojarse con Meera. La chica era mucho más alegre que su hermano y siempre parecía saber cómo hacerle sonreír. No había nada que la asustara ni la enfadara.
«Bueno, a no ser Jojen en ocasiones...» Jojen Reed podía asustar casi a cualquiera. Vestía todo de verde, sus ojos eran como el musgo oscuro y tenía sueños verdes. Lo que Jojen soñaba se hacía realidad. «Salvo que me soñó muerto, y no lo estoy.» Bueno, sí lo estaba, en cierta medida.
Jojen mandó a Hodor a buscar madera, y encendió una pequeña hoguera mientras Bran y Meera limpiaban el pescado y las ranas. Utilizaron el yelmo de Meera como olla, cortaron las presas en trocitos pequeños, añadieron un poco de agua y unas cebollas silvestres que Hodor había encontrado, y prepararon un estofado de ranas. No estaba tan bueno como el venado, pero tampoco sabía mal, pensó Bran mientras comía.
—Gracias, Meera —dijo—. Mi señora.
—No hay de qué, Alteza.
—Llega la mañana —anunció Jojen—, tenemos que seguir.
Bran vio que Meera se ponía tensa.
—¿Lo has soñado?
—No —admitió Jojen.
—¿Y por qué tenemos que irnos? —le preguntó su hermana—. La Torre Derruida es un buen lugar para refugiarse. No hay aldeas cerca, los bosques están llenos de caza, hay peces y ranas en los ríos y lagos... ¿Quién nos va a encontrar aquí?
—Éste no es el lugar donde tenemos que estar.
—Pero es seguro.
—Parece seguro, lo sé —dijo Jojen—. Pero ¿durante cuánto tiempo? Hubo una batalla en Invernalia, vimos los muertos. Y batallas significan guerras. Si algún ejército nos atrapa desprevenidos...
—Podría ser el ejército de Robb —intervino Bran—. Robb volverá pronto del sur, sé que lo hará. Regresará con todos sus estandartes y echará a los hombres del hierro.
—Cuando vuestro maestre agonizaba —le recordó Jojen—, no dijo nada sobre Robb. Dijo: «Hombres del hierro en la Costa Pedregosa», y «Al este, el Bastardo de Bolton». Foso Cailin y Bosquespeso han caído, el heredero de Cerwyn ha muerto, así como el castellano de la Ciudadela de Torrhen. Dijo: «Hay guerra por todas partes; cada cual contra su vecino».
—Hemos discutido esto antes —dijo su hermana—. Quieres llegar al Muro, donde está tu cuervo de tres ojos. De acuerdo, eso está bien, pero el Muro está demasiado lejos y Bran no tiene piernas, sólo a Hodor. Si tuviéramos caballos...