Harwin le miró la cara, luego el jubón con la imagen del hombre desollado.
—¿De qué me conoces? —preguntó, desconfiado y con el ceño fruncido—. El hombre desollado... ¿Quién eres, chico, un criado de Lord Sanguijuela?
Por un momento no supo qué responder. Había tenido tantos nombres... tal vez Arya Stark no fue más que un sueño.
—Soy una chica —sollozó—. Fui la copera de Lord Bolton, pero me iba a dejar con la Cabra, así que me escapé con Gendry y con Pastel Caliente. ¡Tienes que reconocerme! Cuando era pequeña me llevabas el poni de las riendas.
El hombre abrió los ojos como platos.
—Loados sean los dioses —exclamó con voz ahogada—. ¿Arya Entrelospiés? ¡Suéltala, Lim!
—Me ha roto la nariz. —Lim la dejó caer al suelo sin ceremonias—. Por los siete infiernos, ¿quién es?
—La hija de la Mano. —Harwin hincó una rodilla en el suelo ante ella—. Arya Stark, de Invernalia.
«Robb.» Lo supo en cuanto oyó el coro de ladridos en las perreras.
Su hijo había regresado a Aguasdulces, y con él
Viento Gris
. El olor del enorme huargo era lo único que provocaba en los perros aquel frenesí de ladridos y aullidos.
«Vendrá a verme», estaba segura. Tras la primera visita, Edmure no había regresado, prefería pasar el día entero con Marq Piper y Patrek Mallister, escuchando los versos de Rymund de las Rimas acerca de la batalla del Molino de Piedra. «Pero Robb no es Edmure —pensó—. Robb querrá verme.»
Hacía días que no dejaba de llover, un aguacero frío y gris a juego con el estado de ánimo de Catelyn. Su padre estaba cada vez más débil, más delirante, sólo se despertaba para murmurar «Atanasia» y suplicar perdón. Edmure la rehuía, y Ser Desmond Grell seguía negándose a dejar que paseara por el castillo libremente, por mucho que pareciera dolerle. Lo único que la animó un poco fue el regreso de Ser Robin Ryger y sus hombres, agotados y empapados hasta los huesos. Al parecer habían regresado a pie. Sin saber cómo, el Matarreyes había conseguido hundir su galera y escapar, según le confió el maestre Vyman. Catelyn pidió permiso para hablar con Ser Robin y averiguar qué había sucedido exactamente, pero se lo negaron.
No era lo único que iba mal. El día que regresó su hermano, pocas horas después de que discutieran, Catelyn había oído voces airadas abajo, en el patio. Cuando subió al tejado para ver qué pasaba, había grupos de hombres reunidos junto a la puerta de entrada. Estaban sacando caballos de los establos, ya ensillados y con riendas, y se oían gritos, aunque estaba demasiado lejos para distinguir las palabras. Uno de los estandartes blancos de Robb estaba tirado en el suelo, y uno de los caballeros hizo dar la vuelta a su caballo para pisotear el huargo mientras picaba espuelas y se dirigía hacia la entrada. Muchos otros lo imitaron.
«Esos hombres lucharon junto a Edmure en los vados —pensó—. ¿Qué ha pasado, por qué están tan furiosos? ¿Acaso mi hermano los ha ofendido, los ha insultado de alguna manera?» Le pareció reconocer a Ser Perwyn Frey, que había viajado con ella a Puenteamargo y a Bastión de Tormentas, y también la había acompañado en el regreso, y a su hermanastro bastardo, Martyn Ríos, pero desde tanta altura no estaba segura. Por las puertas del castillo salieron cerca de cuarenta hombres, sin que ella supiera por qué.
No volvieron. El maestre Vyman se negó a decirle quiénes eran, adónde habían ido o por qué estaban tan furiosos.
—Estoy aquí para cuidar de vuestro padre, mi señora —dijo—, nada más. Vuestro hermano será pronto el señor de Aguasdulces. Si quiere que sepáis algo, os lo tendrá que decir él.
Pero Robb regresaba del oeste, un regreso triunfal. «Me perdonará —se dijo Catelyn—. Tiene que perdonarme, es mi hijo, mi propio hijo. Arya y Sansa son sangre de su sangre, igual que yo. Me liberará de estas habitaciones y entonces sabré qué ha pasado.»
Cuando Ser Desmond acudió a buscarla ya se había bañado, estaba vestida y se había cepillado la melena castaña rojiza.
—El rey Robb ha regresado, mi señora —dijo el caballero—. Ordena que os presentéis ante él en la sala principal.
Era el momento que había soñado y temido. «¿He perdido dos hijos, o tres?» No tardaría en saberlo.
Cuando llegaron, la sala estaba abarrotada. Todos los ojos estaban fijos en el estrado, pero Catelyn conocía las espaldas: la cota de mallas parcheada de Lady Mormont, el Gran Jon y su hijo que superaban en estatura a todos los presentes, el pelo blanco de Lord Jason Mallister, que llevaba el yelmo alado debajo del brazo, Tytos Blackwood con su magnífica capa de plumas de cuervo...
«La mitad de ellos querría ahorcarme al momento. La otra mitad puede que se limitara a mirar hacia otro lado.» Además, tenía la inquietante sensación de que faltaba alguien. «Robb ya no es un niño —comprendió con una punzada de dolor al verlo de pie en el estrado—. Tiene dieciséis años, es un hombre. No hay más que verlo.» La guerra le había afilado las curvas del rostro, y tenía los rasgos finos y duros. Se había afeitado, pero el pelo castaño rojizo le caía hasta los hombros. Las recientes lluvias le habían oxidado la armadura y dejado manchas marrones en el blanco de la capa y el jubón. O puede que fueran manchas de sangre. En la cabeza lucía la corona de espadas que le habían hecho de bronce y de hierro. «Ya se siente más cómodo con ella. La lleva como un rey.»
Edmure estaba en el estrado lleno de gente, con la cabeza inclinada en gesto de modestia mientras Robb alababa su victoria.
—Los caídos en el Molino de Piedra jamás serán olvidados. No es de extrañar que Lord Tywin huyera para luchar contra Stannis. Ya había tenido su ración de norteños y de ribereños. —Aquello provocó una explosión de carcajadas y aclamaciones, y Robb alzó una mano para pedir silencio—. Pero no nos llamemos a error. Los Lannister atacarán de nuevo, y habrá otras batallas antes de que el reino esté a salvo...
—¡Rey en el Norte! —rugió el Gran Jon al tiempo que alzaba el puño enfundado en el guantelete.
—¡Rey del Tridente! —fue el grito de respuesta de los señores del río.
La sala se llenó de gritos, puños alzados en el aire y pies que golpeaban el suelo.
En medio del tumulto, sólo unos pocos advirtieron la presencia de Catelyn y Ser Desmond, pero avisaron a los demás a codazos, y pronto en torno a ella se hizo el silencio. Mantuvo la cabeza erguida e hizo caso omiso de las miradas.
«Que piensen lo que quieran. Lo único que importa es lo que diga Robb.»
Se sintió reconfortada al ver el rostro arrugado de Ser Brynden Tully en el estrado. Al parecer, el escudero de Robb era un muchachito al que no conocía de nada. Tras él había un caballero joven con una sobrevesta color arena adornada con conchas marinas, y otro de más edad cuyo blasón eran tres pimenteros negros en una banda color azafrán sobre un campo de barras de sinople y plata. Entre ellos había una mujer de cierta edad muy atractiva, y una joven que parecía su hija. También vio a una niña que tendría la edad de Sansa. Catelyn sabía que las conchas marinas eran el blasón de una casa menor; en cambio, no reconoció el del hombre de más edad.
«¿Serán prisioneros?» Pero ¿para qué haría Robb subir a los prisioneros al estrado?
Utherydes Wayn golpeó el suelo con el bastón de ceremonias mientras Ser Desmond la escoltaba hacia el estrado.
«Si Robb me mira como me miró Edmure, no sé qué voy a hacer.» Pero lo que brillaba en los ojos de su hijo no era rabia, sino otra cosa... ¿tal vez temor? Aquello no tenía sentido. ¿Por qué iba a tener miedo él? Era el Joven Lobo, el Rey del Tridente y del Norte.
Su tío fue el primero en darle la bienvenida. Tan pez negro como siempre, a Ser Brynden le importaban un bledo las opiniones de los demás. Bajó del estrado y estrechó a Catelyn entre sus brazos.
—Cuánto me alegro de que estés en casa, Cat —le dijo, y ella tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para mantener la compostura.
—Yo también me alegro de que estés aquí —susurró.
—Madre.
Catelyn alzó los ojos para mirar a su hijo, tan alto y tan regio.
—Alteza, he rezado por tu regreso sano y salvo. Me dijeron que te habían herido.
—Una flecha en el brazo, en el asalto al Risco. Pero se ha curado bien. Recibí los mejores cuidados posibles.
—Los dioses son bondadosos. —Catelyn respiró hondo. «Dilo de una vez. No hay manera de evitarlo»—. Ya te habrán dicho lo que hice. ¿Te dijeron también por qué?
—Por las chicas.
—Tenía cinco hijos. Ahora tengo tres.
—Sí, mi señora. —Lord Rickard Karstark empujó a un lado al Gran Jon para acercarse al estrado, como un espectro sombrío, con la cota de mallas negra, la barba gris descuidada, el rostro demacrado y gélido—. Y yo sólo tengo un hijo, cuando antes tenía tres. Me habéis robado la venganza.
—Lord Rickard —dijo Catelyn enfrentándose a él con calma—, la muerte del Matarreyes no habría devuelto la vida a vuestros hijos. En cambio, su vida puede comprar la vida de mis hijas.
Aquello no aplacó al señor.
—Jaime Lannister os ha engañado como a una idiota. Lo que habéis comprado es un saco de promesas vanas, nada más. Mi Torrhen y mi Eddard se merecían algo mejor de vos.
—Dejadlo ya, Karstark —retumbó la voz del Gran Jon, que tenía los brazos cruzados sobre el pecho—. Fue la locura de una madre. Las mujeres son así.
—¿La locura de una madre? —Lord Karstark se giró hacia Lord Umber—. Yo digo que fue traición.
—¡Basta! —Por un momento la voz de Robb fue más semejante a la de Brandon que a la de su padre—. Que nadie se atreva a llamar traidora a mi señora de Invernalia en mi presencia, Lord Rickard. —Se volvió hacia Catelyn, y su voz se suavizó—. Daría cualquier cosa por volver a tener al Matarreyes en una celda. Lo liberaste sin mi conocimiento y sin mi permiso... pero sé que lo hiciste por amor. Por Arya y Sansa, y por el dolor de la muerte de Bran y Rickon. El amor no siempre es sabio, lo sé. Puede llevarnos a cometer locuras, pero seguimos a nuestros corazones... allí a donde nos lleven. ¿Verdad, madre?
«¿Es eso lo que he hecho?»
—Si mi corazón me llevó a cometer una locura, de buena gana haré lo que sea necesario para desagraviaros a Lord Karstark y a ti.
—¿Acaso vuestros desagravios calentarán a Torrhen y a Eddard en las tumbas frías donde los metió el Matarreyes? —La expresión del rostro de Lord Rickard era implacable.
Se abrió paso a empujones entre el Gran Jon y Maege Mormont, y salió de la estancia. Robb no hizo ningún gesto para detenerlo.
—Tienes que perdonarlo, madre.
—Sólo si tú me perdonas a mí.
—Ya te he perdonado. Sé lo que es amar tanto que no puedes pensar en otra cosa.
—Gracias —dijo Catelyn, inclinando la cabeza. «Al menos, no he perdido a este hijo.»
—Tenemos que hablar —siguió Robb—. Mis tíos, tú y yo. De esto... y de otras cosas. Mayordomo, da por terminada la audiencia.
Utherydes Wayn golpeó el suelo con el bastón de ceremonias y despidió a los presentes, y tanto los señores del río como los norteños se dirigieron hacia las puertas. Sólo entonces comprendió Catelyn qué había echado en falta.
«El lobo. El lobo no está aquí. ¿Dónde está
Viento Gris
?» Sabía que el huargo había regresado con Robb, había oído ladrar a los perros, pero no estaba en la sala, no estaba al lado de su hijo, que era su lugar.
Pero, antes de que pudiera preguntar nada a Robb, se encontró rodeada por un círculo de personas deseosas de mostrarle sus simpatías. Lady Mormont le tomó la mano.
—Mi señora, si Cersei Lannister tuviera prisioneras a dos de mis hijas, yo habría hecho lo mismo.
El Gran Jon, nada partidario de respetar las convenciones sociales, la levantó en vilo y le apretó los brazos con unas manos enormes y velludas.
—Vuestro cachorro de lobo vapuleó una vez al Matarreyes y lo volverá a vapulear si hace falta.
Galbart Glover y Lord Jason Mallister fueron más fríos, y Jonos Bracken se mostró casi gélido, pero al menos hablaron con cortesía. Su hermano fue el último en acercarse a ella.
—Yo también rezo por tus hijas, Cat. Espero que no lo pongas en duda.
—Claro que no. —Le dio un beso—. Gracias.
Una vez dicho todo, la sala principal de Aguasdulces quedó desierta, a excepción de Robb, los tres Tully, y los seis desconocidos que Catelyn no conseguía ubicar. Los miró con curiosidad.
—Mi señora, señores, ¿habéis abrazado recientemente la causa de mi hijo?
—Recientemente, sí —dijo el caballero más joven, el de las conchas marinas—. Pero nuestro valor es fiero y nuestra lealtad, firme, como espero poder demostraros pronto, mi señora.
Robb parecía incómodo.
—Madre —dijo—, permite que te presente a Lady Sybell, esposa de Lord Gawen Westerling del Risco. —La mujer mayor se adelantó con gesto solemne en el semblante—. Su esposo fue uno de los señores que hicimos prisioneros en el Bosque Susurrante.
«Westerling, claro —pensó Catelyn—. Su blasón son seis conchas marinas blancas sobre campo de arena. Una casa menor, vasallos de los Lannister.»
Robb fue llamando por turno al resto de los desconocidos.
—Ser Rolph Spicer, el hermano de Lady Sybell. Era el castellano del Risco cuando lo tomamos. —El caballero de los pimenteros inclinó la cabeza. Era un hombre robusto, con la nariz rota y la barba gris rala, y tenía aspecto de valiente—. Los hijos de Lord Gawen y Lady Sybell. Ser Raynald Westerling. —El caballero de las conchas marinas sonrió por debajo del poblado bigote. Joven, delgado y tosco, tenía unos dientes bonitos y una espesa mata de cabello castaño—. Elenya. —La niñita hizo una reverencia rápida—. Rollam Westerling, mi escudero.
El chico hizo gesto de arrodillarse, vio que nadie más lo hacía, y en lugar de ello se dobló en una reverencia.
—Es un honor —dijo Catelyn.
«¿Será posible que Robb se haya ganado la lealtad del Risco?» Si era así, no tenía nada de extraño que los Westerling lo acompañaran. Roca Casterly no se tomaba bien las traiciones como aquélla. Al menos, no desde que Tywin Lannister había tenido edad suficiente para ir a la guerra...
La doncella fue la última en dar un paso adelante y lo hizo con timidez. Robb le tomó la mano.
—Madre, tengo el gran honor de presentarte a Lady Jeyne Westerling. La hija mayor de Lord Gawen y mi... mi señora esposa.
El primer pensamiento que pasó por la cabeza de Catelyn fue: «No, no es posible, no eres más que un niño».