—Creo que... —dijo Sansa, alisándose la falda mientras se sentaba—. ¿Bufones, mi señora? ¿Queréis decir... los que se visten de colores?
—En este caso, de plumas. ¿De qué creías que estaba hablando? ¿De mi hijo? ¿O de los maridos de estas damas encantadoras? No, no te ruborices, con ese pelo tuyo pareces una granada. Todos los hombres son bufones, a decir verdad, pero los que llevan trajes multicolores son más divertidos que los que llevan corona. Margaery, niña, llama a Mantecas, a ver si puede hacer sonreír a Lady Sansa. Y vosotras, quedaos sentadas, ¿es que os lo tengo que decir todo? Sansa va a pensar que mi nieta está atendida por un rebaño de borregas.
Mantecas llegó antes que la comida, enfundado en un traje de bufón de plumas verdes y amarillas, con un gorro blando que parecía una cresta. Era un hombre inmensamente obeso, como tres Chicos Luna, que entró dando volteretas laterales, se subió a la mesa de un salto y puso un enorme huevo delante de Sansa.
—Rompedlo, mi señora —ordenó.
Ella lo rompió, y una docena de pollitos amarillos escapó y echó a correr en todas direcciones.
—¡Atrapadlos! —exclamó Mantecas.
La pequeña Lady Bulwer logró agarrar a uno y se lo entregó; el bufón echó la cabeza hacia atrás, dejó caer el ave en su enorme boca de goma y pareció tragárselo entero. Cuando eructó, por la nariz le salieron pequeñas plumas amarillas. Lady Bulwer comenzó a gimotear, horrorizada, pero sus lágrimas se convirtieron en un súbito grito de placer cuando el pollito le asomó por la manga del vestido y le correteó por el brazo.
Mientras los sirvientes entraban con una sopa de puerros y setas, Mantecas comenzó a hacer juegos malabares, y Lady Olenna se inclinó sobre la mesa y apoyó los codos.
—¿Conoces a mi hijo, Sansa? ¿A Lord Pez Globo de Altojardín?
—Es un gran señor —respondió Sansa con cortesía.
—Un gran cretino —dijo la Reina de Espinas—. Su padre también era un cretino. Mi esposo, el difunto Lord Luthor. No, no me entiendas mal, yo lo amé muchísimo. Era un hombre bueno, y no estaba nada mal en la cama, pero de todos modos era un cretino sin remedio. Hasta tal punto que se cayó con su caballo por un acantilado cuando practicaba la cetrería. Dicen que miraba al cielo y no prestaba atención adónde lo llevaba su cabalgadura.
»Y ahora, el cretino de mi hijo está haciendo lo mismo, sólo que en lugar de un corcel, está montado sobre un león. Es fácil cabalgar a un león, lo difícil es descabalgar, se lo he advertido, pero no hace más que reírse. Si alguna vez tienes un hijo, Sansa, castígalo con frecuencia para que aprenda a tomarte en serio. Sólo tuve un hijo y no le pegué nunca, así que presta más atención a Mantecas que a mí. Un león no es un gatito doméstico, le dije, y él me respondió: "Vamos, vamos, mamá". En mi opinión en este reino hay demasiado "Vamos, vamos". Todos esos reyes que andan por ahí harían bien en envainar las espadas y escuchar a sus madres.
Sansa se dio cuenta de que, otra vez, tenía la boca abierta. Se la llenó con una cucharada de caldo, mientras Lady Alerie y las demás mujeres reían ante el espectáculo de Mantecas, que botaba naranjas con la cabeza, con los codos y con su amplio trasero.
—Quiero que me cuentes la verdad sobre este niño rey —dijo de repente Lady Olenna—. El tal Joffrey.
«¿La verdad? —Los dedos de Sansa se aferraron a la cuchara—. No puedo. No me preguntéis eso, por favor. No puedo.»
—Yo... yo...
—Sí, tú. ¿Quién va a saberla mejor? El chico tiene un aspecto majestuoso, sin duda. Algo pagado de sí mismo, pero eso se deberá seguramente a su sangre de Lannister. Sin embargo, hemos oído algunas historias preocupantes. ¿Hay algo de cierto en ellas? ¿Te ha maltratado ese chico?
Sansa miró con nerviosismo a su alrededor. Mantecas se metió una naranja entera en la boca, la masticó y se la tragó, se dio un cachete y escupió las semillas por la nariz. Las mujeres soltaron unas risitas. Los sirvientes iban y venían, y la Bóveda de las Doncellas resonaba con el sonido de cucharas y platos. Uno de los pollos saltó de nuevo a la mesa y atravesó corriendo el plato de caldo de Lady Graceford. Nadie parecía prestarles la menor atención, pero incluso así Sansa tenía miedo.
—¿Por qué miras a Mantecas con la boca abierta? —Lady Olenna se estaba impacientando—. Te he hecho una pregunta y espero una respuesta. ¿Los Lannister te han robado la lengua, niña?
Ser Dontos le había advertido que sólo podía hablar con libertad en el bosque de los dioses.
—Joff... el rey Joffrey es... Su Alteza es muy apuesto y justo y... y valiente como un león.
—Sí, todos los Lannister son leones, y cuando un Tyrell se tira un pedo, huele a rosas —replicó la anciana con brusquedad—. Pero ¿cuán bondadoso es? ¿Cuán inteligente? ¿Tiene un buen corazón, una mano gentil? ¿Es tan caballeroso como corresponde a un rey? ¿Cuidará a Margaery y la tratará con ternura, protegerá su honor como protegería el suyo propio?
—Lo hará —mintió Sansa—. Él es muy... muy atractivo.
—Eso ya lo has dicho. ¿Sabes, niña?, hay quien dice que eres tan tonta como Mantecas, y empiezo a creer que es verdad. ¿Atractivo? Ya le he enseñado a mi Margaery de lo que vale ser atractivo, o eso espero. Algo menos que el pedo de un titiritero. Aerion Fuegobrillante era bastante atractivo, pero también era un monstruo. La pregunta es: ¿cómo es Joffrey? —Estiró la mano y agarró a un sirviente que pasaba—. No me gustan los puerros. Llévate este caldo y tráeme un poco de queso.
—El queso se servirá con las tartas, mi señora.
—El queso se servirá cuando yo diga que se sirva y lo quiero ahora. —La anciana se volvió hacia Sansa—. ¿Tienes miedo, niña? No temas, aquí sólo hay mujeres. Dime la verdad, no te pasará nada.
—Mi padre siempre decía la verdad. —Sansa habló con serenidad, pero de todos modos le costaba trabajo articular las palabras.
—Lord Eddard, sí, tenía esa reputación, pero lo llamaron traidor y le cortaron la cabeza. —Los ojos de la anciana la taladraban, agudos y brillantes como la punta de una espada.
—Joffrey —dijo Sansa—. Joffrey lo hizo. Me prometió que sería misericordioso, y le cortó la cabeza a mi padre. Me dijo que eso era misericordia, me llevó a las murallas y me obligó a mirarla. La cabeza. Quería que me echara a llorar, pero... —Calló de repente y se tapó la boca. «He hablado demasiado, benditos sean los dioses, lo sabrán, lo habrán oído, alguien me denunciará.»
—Proseguid.
Era Margaery la que la urgía. La futura reina de Joffrey. Sansa no sabía cuánto había escuchado.
—No puedo. —«¿Y si se lo cuenta, y si se lo cuenta? Seguro que me mata o me entrega a Ser Ilyn»—. No tenía la intención... Mi padre fue un traidor, mi hermano también, tengo sangre de traidores, por favor, no me hagáis hablar más.
—Cálmate, niña —ordenó la Reina de las Espinas.
—Está aterrada, abuela, mírala.
—¡Bufón! —llamó la anciana—. Cántanos algo. Una canción bien larga, «El oso y la doncella» por ejemplo.
—¡Ahora mismo! —respondió el obeso bufón—. ¿Queréis que la cante cabeza abajo, mi señora?
—¿Sonaría mejor así?
—No.
—Entonces quédate de pie. No queremos que se te caiga el gorro. Me acabo de acordar de que no te lavas nunca el pelo.
—Como ordene mi señora. —Mantecas hizo una profunda reverencia, soltó un estruendoso eructo, se enderezó, sacó la panza y bramó—: «Había un oso, un oso, ¡un oso!, era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!»
—Incluso cuando yo era una niña aún más joven que tú —dijo Lady Olenna inclinándose hacia delante—, se decía que en la Fortaleza Roja hasta las paredes tienen oídos. Pues que los oídos escuchen la canción, y mientras tanto nosotras podremos conversar libremente.
—Pero —dijo Sansa—, Varys... lo sabe todo, siempre...
—¡Canta más alto! —le gritó la Reina de las Espinas a Mantecas—. Estos viejos oídos están casi sordos, ¿sabes? ¿Me estás susurrando, payaso panzón? No te pago para que susurres. ¡Canta!
—«El oso...» —seguía Mantecas, con una tremenda voz de bajo que retumbaba en las vigas—. «¡Oh, ven, decían ellas! ¡Oh, ven ahora a la feria! ¿A la feria?, dijo él. Pero es que soy un oso. Negro, enorme, cubierto de pelo horroroso.»
—En Altojardín tenemos muchas arañas entre las flores —dijo la arrugada anciana con una sonrisa—. Mientras se ocupan de sus asuntos, las dejamos tejer sus telas, pero si se meten bajo nuestro pie, las pisamos. —Dio unas palmaditas en la mano de Sansa—. Ahora, niña, la verdad. ¿Qué clase de hombre es ese Joffrey que se llama a sí mismo Baratheon, pero tiene un aspecto tan de Lannister?
—«Y por la carretera, desde aquí hasta allí, desde aquí hasta allí, tres niños, una cabra y un oso que bailaba...»
Sansa sentía como si tuviera el corazón en la garganta. La Reina de Espinas estaba tan pegada a ella que le llegaba el aliento agrio de la mujer. Sus dedos, largos y finos, le pellizcaban la muñeca. Al otro lado, Margaery también escuchaba. La sacudió un escalofrío.
—Un monstruo —susurró, tan quedo que apenas pudo oír su propia voz—. Joffrey es un monstruo. Mintió sobre el chico del carnicero e hizo que mi padre matara a mi lobo. Cuando incurro en su desagrado hace que la Guardia Real me azote. Es malvado y cruel, mi señora. Y la reina es idéntica.
Lady Olenna Tyrell y su nieta intercambiaron una mirada.
—Ah —dijo la anciana—, qué lástima.
«¡Oh, dioses! —pensó Sansa, horrorizada—. Si Margaery no se casa con él, Joff sabrá que yo he tenido la culpa.»
—Por favor —balbuceó—, no suspendáis la boda...
—No tengas miedo alguno, Lord Pez Globo está decidido a que Margaery sea reina. Y la palabra de un Tyrell vale más que todo el oro de Roca Casterly. Al menos, así era en mis tiempos. De todos modos, gracias por decir la verdad, niña.
—«Bailaba dando vueltas, todo el camino hasta la feria. ¡La feria! ¡La feria!» —Mantecas saltaba, rugía y daba pisotones tremendos.
—Sansa, ¿os gustaría visitar Altojardín? —Cuando Margaery Tyrell sonreía se parecía mucho a su hermano Loras—. Ahora está cubierto por las flores de otoño, y hay manantiales, fuentes, patios umbríos, columnatas de mármol... Mi señor padre siempre mantiene en la corte a bardos mucho mejores que este Mantecas, y hay flautistas, violinistas y también arpistas. Tenemos los mejores caballos y botes de paseo para navegar por el Mander. ¿Os gusta la cetrería, Sansa?
—Un poco —admitió.
—«Qué dulce era ella, y pura, y bella. La doncella con miel en el cabello.»
—Os encantará Altojardín tanto como a mí, lo sé. —Margaery colocó en su sitio un mechón suelto del cabello de Sansa—. Cuando lo hayáis visto, no querréis marcharos nunca. Y quizá no tengáis que hacerlo.
—«Su cabello, su cabello. La doncella con miel en el cabello.»
—Silencio, niña —dijo con brusquedad la Reina de las Espinas—. Sansa ni siquiera nos ha dicho si querría visitarnos.
—Oh, claro que sí —dijo Sansa.
Altojardín parecía ser el lugar con el que ella siempre había soñado, como la preciosa corte mágica que había esperado encontrar en Desembarco del Rey.
—«Olía el aroma en el aire del verano. ¡El oso! ¡El oso! Negro y cubierto de pelo horroroso.»
—Pero la reina... —prosiguió Sansa—. No me dejará partir...
—Lo hará. Sin Altojardín, los Lannister no tienen la menor esperanza de mantener a Joffrey en el trono. Si se lo pide mi hijo, el señor cretino, no tendrá otra opción que complacerlo.
—¿Lo hará? —preguntó Sansa—. ¿Se lo pedirá?
—No veo la necesidad de dejarle otra elección. —Lady Olenna frunció el ceño—. Por supuesto, no tiene la menor idea de nuestros verdaderos propósitos.
—«Olía el aroma en el aire del verano.»
—¿Nuestros verdaderos propósitos, mi señora? —preguntó Sansa levantando una ceja.
—«Olfateó y rugió y allí mismo lo olió. ¡Miel en el aire del verano!»
—Verte a salvo y casada, niña —dijo la anciana, mientras Mantecas continuaba bramando la antigua, antiquísima canción—, con mi nieto.
«Casada con Ser Loras, oh...» Sansa se quedó sin respiración. Se imaginó a Ser Loras con su rutilante armadura de zafiro, lanzándole una rosa. Ser Loras vestido de seda blanca, tan puro, tan inocente, tan bello... Los hoyuelos en la comisura de la boca cuando sonreía. La dulzura de su risa, el calor de su mano. Apenas si podía imaginar cómo sería levantarle el jubón y acariciarle la suave piel del cuerpo, ponerse de puntillas para besarlo, meter los dedos entre aquellos mechones color caoba y hundirse en sus profundos ojos pardos. El rubor le subió desde el cuello.
—«¡Oh, soy una doncella! Soy pura y bella. No bailaría nunca con un oso peludo. ¡Un oso! ¡Un oso! No bailaría nunca con un oso peludo.»
—¿Os gustaría, Sansa? —preguntó Margaery—. No he tenido nunca una hermana, sólo hermanos. Oh, por favor, decid que sí, decid que consentiríais en casaros con mi hermano.
—Sí, me gustaría. —Las palabras le salían de la boca atropellándose—. Me gustaría más que nada en el mundo. Casarme con Ser Loras, amarlo...
—¿Loras? —Lady Olenna parecía molesta—. No seas tonta, niña. Los miembros de la Guardia Real no se casan. ¿No te enseñaron eso en Invernalia? Estábamos hablando de mi nieto Willas. Es algo viejo para ti, sin duda, pero de todos modos es un chico encantador. No es nada tonto; además, es el heredero de Altojardín.
Sansa se sintió mareada; un instante antes, tenía la cabeza llena de sueños sobre Loras y se los habían arrancado de golpe.
«¿Willas? ¿Willas?»
—No... —dijo, con expresión estúpida. «La cortesía es la armadura de una dama; no debes ofenderlas, ten cuidado con lo que dices»—. No conozco a Ser Willas. No he tenido ese placer, mi señora. ¿Es... es tan buen caballero como sus hermanos?
—«La levantó por el aire, alto, alto. ¡El oso! ¡El oso!»
—No —respondió Margaery—. No ha hecho el juramento.
—Dile la verdad a la niña. —La anciana frunció el ceño—. El pobrecillo es tullido; ésa es la verdad.
—En su primer torneo como caballero resultó herido —le confió Margaery—. Su caballo cayó a tierra y le aplastó una pierna.
—La culpa la tuvo aquella serpiente dorniense, el maldito Oberyn Martell. Y también su maestre.
—«Yo quería un caballero, pero tú eres un oso. ¡Un oso! ¡Un oso! ¡Cubierto de pelo horroroso!»
—Willas tiene una pierna mala, pero buen corazón —dijo Margaery—. Solía leerme cuentos cuando era pequeña y me dibujaba las estrellas. Lo amaréis tanto como nosotras, Sansa.