«Me está poniendo esto mucho más difícil —pensó Davos con cansancio—, y ya era bastante difícil en un principio.»
—Tengo ansia de venganza en las tripas, Salla. No me deja sitio para la comida. Déjame marchar ahora. Por nuestra amistad, deséame suerte y déjame marchar.
—Creo que tú no eres un verdadero amigo —dijo Salladhor Saan, poniéndose en pie—. Cuando estés muerto, ¿quién llevará tus cenizas y tus huesos a tu esposa, quién le dirá que ha perdido a su marido y a cuatro hijos? Sólo el triste anciano Salladhor Saan. Que así sea, valiente caballero, apresúrate hacia tu sepultura. Recogeré tus huesos en un saco y se los entregaré a los hijos que dejes detrás de ti, para que los lleven en torno al cuello, metidos en saquitos. —Hizo un ademán irritado con una mano que tenía anillos en todos los dedos—. Vete, vete, vete, vete.
—Salla... —Davos no quería marcharse así.
—Vete. Sería mejor que te quedaras, pero si quieres irte, vete.
Davos se marchó.
La caminata desde el
Cosecha generosa
hasta las puertas de Rocadragón fue larga y solitaria. Las calles de la zona portuaria, donde antes se veían soldados, marineros y gente corriente, estaban vacías y desiertas. Donde otras veces había tropezado con cerdos que chillaban y niños desnudos sólo se veían ratas escurridizas. Sentía las piernas como gelatina, y en tres ocasiones la tos lo sacudió con tanta fuerza que se vio obligado a detenerse y descansar. Nadie acudió en su ayuda, nadie miró ni siquiera por una ventana para averiguar qué ocurría. Las ventanas tenían los postigos cerrados, las puertas estaban atrancadas, y más de la mitad de las casas mostraba alguna señal de luto.
«Miles zarparon hacia el río Aguasnegras, y sólo retornaron unos pocos cientos —meditó Davos—. Mis hijos no perecieron solos. Que la Madre se apiade de todos ellos.»
Cuando llegó a las puertas del castillo, también las encontró cerradas. Davos golpeó con el puño la madera con remaches de hierro. Al no recibir respuesta les dio patadas una y otra vez. Finalmente, un ballestero apareció encima de la barbacana y se asomó entre dos gárgolas que sobresalían.
—¿Quién anda ahí?
—Ser Davos Seaworth, para ver a Su Alteza —exclamó Davos echando la cabeza hacia atrás y poniéndose las manos alrededor de la boca.
—¿Estáis borracho? Largaos y dejad de hacer ruido.
Salladhor Saan se lo había advertido. Davos lo intentó de otra manera.
—Mandad a buscar a mi hijo. Devan, el escudero del rey.
—¿Quién habéis dicho que sois? —preguntó el guardia frunciendo el ceño.
—Davos —gritó—. El Caballero de la Cebolla.
La cabeza desapareció, para reaparecer un momento después.
—Fuera de aquí. El Caballero de la Cebolla pereció en el río. Su nave ardió.
—Su nave ardió —ratificó Davos—, pero él sobrevivió y está ante vos. ¿Jate sigue siendo el capitán de la puerta?
—¿Quién?
—Jate Blackberry. Me conoce bien.
—No me suena. Probablemente estará muerto.
—Entonces Lord Chyttering.
—A ése lo conozco. Se quemó en el Aguasnegras.
—¿Will Caragarfio? ¿Hal el Verraco?
—Muertos los dos —dijo el ballestero, pero en el rostro se le reflejó una duda repentina—. Esperad ahí. —Desapareció de nuevo.
«Han muerto, todos han muerto —pensó Davos mientras esperaba, aturdido, recordando el enorme vientre blanco de Hal que siempre le sobresalía por debajo del jubón manchado de grasa, la larga cicatriz que un anzuelo había dejado en la cara de Will o la manera en que Jate se quitaba la gorra delante de las mujeres, fueran cinco o cincuenta, plebeyas o de noble cuna—. Ahogados o calcinados con mis hijos y otros mil más, muertos para coronar un rey infernal.»
De repente, el ballestero regresó.
—Dad la vuelta, id al postigo y os dejarán entrar.
Davos siguió las instrucciones. Los guardias que lo hicieron pasar le resultaban desconocidos. Estaban armados con lanzas, y en el pecho llevaban el blasón del zorro y las flores de la Casa Florent. Lo escoltaron, pero no hasta el Tambor de Piedra, como él hubiera esperado, sino que lo llevaron por un camino bajo el arco de la Cola del Dragón que bajaba hasta el Jardín de Aegon.
—Espera aquí —le dijo el sargento.
—¿Sabe Su Alteza que he regresado? —preguntó Davos.
—Y qué coño me importa. He dicho que esperéis.
El hombre se marchó acompañado por sus lanceros.
El Jardín de Aegon tenía un agradable olor a pino, y por todas partes crecían árboles altos y oscuros. También había rosales silvestres, altos setos espinosos y una zona más húmeda donde crecían arándanos.
«¿Por qué me han traído aquí?», se preguntó, intrigado.
Entonces oyó el tintineo de cascabeles y risas infantiles, y de repente Caramanchada el bufón salió de los matorrales arrastrando los pies tan deprisa como podía, perseguido por la princesa Shireen.
—¡Vuelve ahora mismo! —gritaba la niña—. ¡Vuelve, Manchas!
Cuando el bufón vio a Davos, se detuvo de repente, y los cascabeles que colgaban de su puntiagudo yelmo de hojalata tintinearon con más fuerza. Se puso a cantar, dando saltos ora sobre un pie, ora sobre el otro.
—Sangre de bufón, sangre de rey, sangre en el muslo de la doncella, pero cadenas para los invitados, cadenas para el novio, sí, sí, sí.
Shireen estuvo a punto de atraparlo en aquel momento, pero en el último instante el bufón saltó por encima de una mata de helechos y desapareció entre los árboles. La princesa lo siguió de cerca. Al mirarlos, Davos sonrió. Se volvió para toser en su mano enguantada cuando otra silueta pequeña salió corriendo del seto y chocó contra él, haciéndolo caer. El niño también cayó, pero se levantó casi al instante.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó mientras se sacudía el polvo. El cabello, negro azabache, le llegaba al cuello, y tenía los ojos de un extraordinario color azul—. No deberíais cruzaros en mi camino cuando estoy corriendo.
—No —asintió Davos—. No debería. —Mientras trataba de incorporarse, otro ataque de tos lo estremeció.
—¿Os encontráis mal? —El niño lo cogió del brazo y lo ayudó a ponerse de pie—. ¿Queréis que llame al maestre?
—Es sólo tos —dijo Davos con un gesto de negación—. Se me pasará.
—Estábamos jugando a monstruos y doncellas —explicó el niño sin darle más vueltas a lo de la tos—. Yo era el monstruo. Es un juego infantil, pero a mi prima le gusta. ¿Tenéis nombre?
—Ser Davos Seaworth.
—¿Estáis seguro? —preguntó el niño, dubitativo, alzando la vista para mirarlo—. No tenéis pinta de caballero.
—Soy el Caballero de la Cebolla, mi señor.
—¿El de la nave negra? —Los ojos azules parpadeaban.
—¿Conocéis esa historia?
—Vos le traías a mi tío Stannis pescado para comer antes de que yo naciera, cuando Lord Tyrell lo tenía bajo asedio. —El niño se irguió en toda su altura—. Soy Edric Tormenta —le informó—, hijo del rey Robert.
—Es evidente.
Davos lo había reconocido al instante. El niño tenía las orejas separadas de los Florent, pero el cabello, los ojos, la mandíbula y los pómulos eran todos Baratheon.
—¿Conocisteis a mi padre? —inquirió Edric Tormenta.
—Lo vi muchas veces cuando visitaba a vuestro tío en la corte, pero no llegamos a hablar.
—Mi padre me enseñó a combatir —dijo el niño con orgullo—. Venía a verme casi todos los años, y a veces practicábamos juntos. En mi último día del nombre me mandó una maza como ésta, aunque más pequeña. Pero me hicieron dejarla en Bastión de Tormentas. ¿Es verdad que mi tío Stannis os cortó los dedos?
—Sólo la última falange. Aún tengo dedos, pero más cortos.
—Enseñádmelos. —Davos se quitó el guante. El niño estudió su mano con cuidado y preguntó—: ¿No os cortó el pulgar?
—No. —Davos tosió—. No, me lo dejó como estaba.
—No debió de cortaros ningún dedo —dijo el niño—. Eso estuvo mal hecho.
—Yo era contrabandista.
—Sí, pero le llevabais de contrabando cebollas y pescado.
—Lord Stannis me armó caballero por las cebollas, y me cortó los dedos por contrabandista. —Volvió a ponerse el guante.
—Mi padre no os habría cortado los dedos.
—Como digáis, mi señor.
«Robert era un hombre diferente de Stannis, eso es verdad. El niño es como él. Sí, y también como Renly.» La idea lo inquietó.
El chiquillo estaba a punto de decir algo más cuando se oyeron pasos. Davos se volvió. Ser Axell Florent llegaba por el camino del jardín; una docena de guardias con jubones enguatados lo seguía. En el pecho llevaban el corazón ardiente del Señor de la Luz.
«Hombres de la reina», pensó Davos. De repente, comenzó a toser.
Ser Axell era bajito y musculoso, de tórax ancho, brazos gruesos, piernas algo arqueadas y orejas de las que brotaban pelos. Tío de la reina, había servido como castellano de Rocadragón durante una década y siempre había tratado a Davos con cortesía, sabiendo que disfrutaba del favor de Lord Stannis. Pero cuando habló en su voz no había cortesía ni amabilidad.
—Ser Davos, y no se ha ahogado. ¿Cómo ha podido ocurrir?
—Las cebollas flotan, ser. ¿Habéis venido para llevarme a presencia del rey?
—He venido para llevaros a las mazmorras. —Ser Axell hizo un gesto a sus hombres—. Detenedlo y quitadle la daga. Tiene la intención de usarla contra nuestra señora.
Jaime fue el primero en divisar la posada. El edificio principal estaba en la orilla meridional del recodo del río. Tenía unas largas alas de poca altura extendidas a lo largo del agua, como para abrazar a los viajeros que iban corriente abajo. El piso inferior era de piedra gris; el superior, de madera encalada, y el techo, de pizarra. También se veían establos, así como un árbol cubierto de enredaderas.
—No sale humo de las chimeneas —señaló mientras se aproximaban—. Ni hay luces en las ventanas.
—La última vez que recorrí este camino, la posada estaba abierta —dijo Ser Cleos Frey—. Tenían una cerveza excelente. Quizá todavía les quede un poco en la bodega.
—Podría haber gente —dijo Brienne—. Escondida. O muerta.
—¿Os asustan unos cadáveres, moza? —preguntó Jaime.
—Me llamo... —dijo ella, clavándole los ojos.
—Brienne, lo sé. ¿No os gustaría dormir en una cama por una noche, Brienne? Estaríamos más seguros que en el río, y sería prudente averiguar qué ha ocurrido aquí.
Ella no respondió, pero un momento después empujó la barra del timón para que el esquife se dirigiera hacia el muelle de madera desgastada por la intemperie. Ser Cleos se precipitó a arriar la vela. Cuando chocaron suavemente contra el embarcadero, saltó a tierra para amarrar el bote. Jaime lo siguió, moviéndose con torpeza a causa de las cadenas.
Al final del muelle, una tablilla deteriorada colgaba de una barra de hierro; tenía pintado algo que parecía un rey arrodillado con las manos muy juntas, como entonando una plegaria. Jaime echó un vistazo y soltó una carcajada.
—Imposible encontrar una posada mejor.
—¿Se trata de algún lugar especial? —preguntó la mujer, suspicaz.
—Es la Posada del Hombre Arrodillado, mi señora —respondió Ser Cleos—. Está en el mismo lugar donde el último Rey en el Norte se arrodilló frente a Aegon el Conquistador como muestra de sumisión. Supongo que el de la tablilla es él.
—Torrhen trajo a sus fuerzas al sur tras la caída de los dos reyes en el Campo de Fuego —dijo Jaime—, pero cuando vio el dragón de Aegon y el tamaño de su ejército, escogió el camino de la sabiduría y dobló sus rodillas congeladas. —Se detuvo, al oír el relincho de un caballo—. Hay caballos en el establo. Al menos, uno. —«Y uno es todo lo que necesito para dejar atrás a la mujer»—. Veamos quién está en casa, ¿no os parece?
Sin esperar respuesta, Jaime recorrió tintineando el embarcadero, apoyó el hombro contra la puerta, la abrió de un empujón... y se encontró de frente con una ballesta cargada. Detrás, había un chico rechoncho de unos quince años.
—¿León, pez o lobo? —preguntó el chico.
—Preferiríamos un capón. —Jaime oyó cómo sus acompañantes entraban detrás de él—. La ballesta es un arma de cobardes.
—Pero igual atraviesa el corazón con una flecha.
—Quizá. Mas antes de que puedas volverla a cargar, mi primo hará que las tripas se te derramen por el suelo.
—No asustes al chico —dijo Ser Cleos.
—No queremos hacerte ningún daño —intervino la mujer—. Y tenemos monedas para pagar la comida y la bebida. —Sacó una pieza de plata de la bolsa.
El chico miró la moneda con suspicacia, y después se fijó en los grilletes de Jaime.
—¿Por qué lleva cadenas ése?
—Maté a varios ballesteros —replicó Jaime—. ¿Tienes cerveza?
—Sí. —El chico bajó la ballesta un par de centímetros—. Quitaos los cinturones con las espadas, dejadlos caer y quizá os demos de comer. —Volvió la cabeza para mirar por los cristales de la ventana, gruesos y con forma de rombo, para ver si había alguien más fuera—. Esa vela es de los Tully.
—Venimos de Aguasdulces.
Brienne se soltó la hebilla del cinturón y lo dejó caer al suelo. Ser Cleos la imitó.
Un hombre cetrino, de rostro enfermizo y picado de viruelas, salió por la puerta que daba al sótano con una hachuela de carnicero en la mano.
—¿Sois tres? Tenemos carne de caballo suficiente para vosotros. El animal era viejo y estaba duro, pero la carne todavía está reciente.
—¿Hay pan? —preguntó Brienne.
—Pan duro y tortas de avena también duras.
—Aquí tenemos a un posadero honesto —dijo Jaime con una sonrisa—. Todos sirven pan duro y carne correosa, pero la mayoría no se atreve a decirlo con tanta claridad.
—No soy el posadero. Lo enterré ahí detrás, con sus mujeres.
—¿Los mataste tú?
—¿Te lo diría si lo hubiera hecho? —El hombre escupió—. Parece que lo hicieron los lobos, o quizá los leones. ¿Qué importa eso? Mi mujer y yo los encontramos muertos. Y por eso consideramos que ahora el sitio nos pertenece.
—¿Dónde está esa mujer tuya? —preguntó Ser Cleos.
—¿Y para qué quieres saberlo? —preguntó a su vez el hombre, mirándolo con suspicacia—. Ella no está aquí... como no estaréis vosotros tres a no ser que me guste el sabor de vuestra plata.
Brienne le lanzó la moneda. El hombre la atrapó en el aire, la mordió y se la guardó.
—Tiene más —comentó el chico de la ballesta.