—Mi príncipe deseará veros enseguida.
Cuando Davos intentó responder fue presa de un ataque de tos. Se agarró de la borda y escupió al agua.
—El rey —susurró—. Debo ver al rey.
«Porque donde esté el rey allí estará Melisandre.»
—Nadie va a ver al rey —replicó Khorane Sathmantes con firmeza—. Salladhor Saan os lo explicará. Id primero a verlo a él.
Davos estaba demasiado débil para desafiarlo. No pudo hacer otra cosa que asentir.
Salladhor Saan no estaba a bordo de su
Valyria
. Lo hallaron en otro muelle, a unos cuatrocientos metros, metido en la bodega de un galeón pentoshi de casco ancho llamado
Cosecha generosa
, revisando la carga con ayuda de dos eunucos. Uno de ellos llevaba una linterna, y el otro una tableta de cera y un estilo.
—Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve —enumeraba el viejo bribón cuando Davos y el capitán bajaron por la escotilla. Aquel día vestía una túnica color vino y botas altas de cuero blanco con filigrana de plata. Retiró el tapón de un ánfora y la olfateó—. La nariz me dice que la molienda es basta y la calidad de segunda. El manifiesto de carga dice que hay cuarenta y tres ánforas. Me pregunto dónde se habrán metido las demás. ¿Esos pentoshis creen que no sé contar? —Al ver a Davos, se detuvo de repente—. ¿Es la pimienta que me arde en los ojos o son lágrimas? ¿Es acaso el Caballero de la Cebolla quien está ante mí? No, es imposible, mi querido amigo Davos pereció en el río ardiente, todos lo dicen. ¿Por qué regresa para acosarme?
—No soy un fantasma, Salla.
—¿Y qué podrías ser? Mi Caballero de la Cebolla no estuvo nunca tan flaco ni tan pálido como tú. —Salladhor Saan se abrió camino entre las ánforas de especias y los rollos de tela que llenaban la bodega de la nave mercante, y envolvió a Davos en un abrazo arrebatador, luego le depositó un beso en cada mejilla y un tercero en la frente—. Todavía estás caliente, ser, y noto cómo late tu corazón. ¿Será posible? El mar que te tragó te ha escupido de nuevo.
Eso le recordó a Davos la historia de Caramanchada, el bufón idiota de la princesa Shireen. También había desaparecido bajo el mar y cuando salió estaba loco.
«¿También estaré yo loco?» Tosió cubriéndose la boca con la mano enguantada.
—Pasé nadando bajo la cadena —dijo—, y la corriente me arrastró hasta uno de los arpones del rey pescadilla. Hubiera muerto allí si la
Baile de Shayala
no me hubiera encontrado.
—Bien hecho, Khorane —dijo Salladhor Saan pasando un brazo por los hombros del capitán—. Tendrás una magnífica recompensa, deja que piense algo. Meizo Mahr, sé un buen eunuco y lleva a mi amigo Davos al camarote del dueño del barco. Dale un poco de vino caliente con clavo. No me gusta esa tos que tiene, échale también unas gotas de lima. ¡Y lleva queso blanco y un cuenco de esas aceitunas verdes que revisamos hace un rato! Davos, enseguida me reuniré contigo, tan pronto haya terminado de hablar con nuestro buen capitán. Sé que me lo perdonarás. ¡No te comas todas las aceitunas o me enojaré contigo!
Davos dejó que el más viejo de los dos eunucos lo escoltara hasta un camarote grande y lujosamente amueblado en la popa de la nave. Las alfombras eran gruesas, las ventanas tenían vidrios oscuros y en cualquiera de los tres grandes butacones de cuero hubieran cabido tres Davos con toda comodidad. El queso y las aceitunas llegaron al poco tiempo, junto con una copa de vino tinto caliente. La sostuvo entre las manos y bebió a sorbitos con gratitud. El calor se le extendió por el pecho, sedándolo.
Salladhor Saan apareció poco tiempo después.
—Tienes que perdonarme por el vino, amigo mío. Esos pentoshis se beberían sus orines si fueran tintos.
—Le vendrá bien a mi pecho —dijo Davos—. El vino caliente es mejor que una compresa medicinal, decía mi madre.
—Creo que también vas a necesitarlas. Abandonado todo este tiempo en uno de los arpones, qué horror. ¿Qué te parece ese magnífico butacón? Tiene las nalgas gordas, ¿verdad?
—¿Quién? —preguntó Davos entre dos sorbitos de vino caliente.
—Illyrio Mopatis. Una ballena con patillas, te lo aseguro. Hicieron a medida esos butacones, aunque apenas los usa, ya que casi no sale de Pentos. Un hombre obeso siempre se sienta con comodidad, creo yo, porque lleva siempre consigo un cojín no importa a dónde vaya.
—¿Cómo has conseguido una nave pentoshi? —preguntó Davos—. ¿Te has vuelto pirata de nuevo, mi señor? —Puso a un lado su copa vacía.
—Una vil calumnia. ¿Quién ha sufrido más a manos de los piratas que Salladhor Saan? Yo sólo pido lo que me corresponde. Me deben mucho oro, sí, pero soy un hombre razonable, por lo que en lugar de monedas he recibido un magnífico pergamino, recién escrito. En él aparecen el nombre y el sello de Lord Alester Florent, la Mano del Rey. Me han nombrado señor de la bahía del Aguasnegras, y ninguna nave puede cruzar mis señoriales aguas sin mi señorial autorización, no. Y cuando esos forajidos intentan escapar de mí en la noche para evitar mis señoriales tasas e impuestos, no son más que contrabandistas, y estoy en mi pleno derecho de darles caza. —El viejo pirata se echó a reír—. Pero yo no le corto los dedos a nadie. ¿Para qué sirven unos trozos de dedos? Tomo las naves, la carga, algunos rescates... nada que no sea razonable. —Miró atentamente a Davos—. No te encuentras bien, amigo mío. Esa tos... y estás tan flaco que te veo los huesos a través de la piel. Aunque lo que no veo es tu saquito de falanges...
El antiguo hábito hizo que Davos buscara con la mano el saquito de cuero que ya no llevaba al cuello.
—Lo perdí en el río.
«Junto con mi suerte.»
—Lo del río fue atroz —dijo Salladhor Saan con solemnidad—. Incluso desde la bahía yo lo contemplaba y temblaba.
Davos tosió, escupió y volvió a toser.
—Vi arder la
Betha negra
y la
Furia
—logró decir finalmente, con voz ronca—. ¿Ninguna de nuestras naves pudo escapar al fuego? —Una parte de él todavía albergaba esperanzas.
—La
Lord Steffon
, la
Jenna Harapos
, la
Espada veloz
, la
Señor risueño
y otras que estaban corriente arriba del orine de piromantes, sí. No se quemaron, pero con la cadena levantada ninguna pudo escapar. Algunas se rindieron. La mayoría remó por el Aguasnegras y se alejó de la batalla; más tarde, sus tripulaciones las hundieron para que no cayeran en manos de los Lannister. La
Jenna Harapos
y la
Señor risueño
se dedican a la piratería en el río, tengo entendido, pero no puedo asegurar que sea cierto.
—¿Y la
Lady Marya
? —preguntó Davos—. ¿La
Espectro
?
Salladhor Saan puso una mano en el antebrazo de Davos y se lo apretó.
—No. Ésas, no. Lo siento, amigo mío. Dale y Allard eran hombres buenos. Pero puedo darte un consuelo: tu joven Devan estaba entre los que recogimos al final. Ese chico valiente no se apartó ni un momento del lado del rey, o al menos eso dicen.
El alivio que sintió fue tan palpable que casi se mareó. Había temido preguntar por Devan.
—La Madre es misericordiosa. Debo ir con él, Salla. Tengo que verlo.
—Sí —dijo Salladhor Saan—. Y querrás navegar hacia el cabo de la Ira, lo sé, para ver a tu esposa y a tus dos pequeñines. Estoy pensando que necesitas una nueva nave.
—Su Alteza me dará una —dijo Davos.
—Su Alteza no tiene naves —dijo el lyseno con un gesto de negación—, y Salladhor Saan tiene muchas. Las naves del rey ardieron río arriba; las mías, no. Tendrás una, viejo amigo. Navegarás para mí, ¿verdad? Entrarás bailando en Braavos, en Myr y en Volantis, en lo más negro de la noche, sin que te vean, y saldrás bailando de nuevo, con sedas y especias. Tendremos bien llenas las bolsas, sí.
—Eres muy amable, Salla, pero debo mi lealtad al rey, no a tu bolsa. La guerra proseguirá. Stannis sigue siendo el rey legítimo de los Siete Reinos.
—La legitimidad no ayuda cuando todas las naves arden, pienso yo. Y tu rey... pues bien, me temo que lo hallarás algo cambiado. Desde la batalla no recibe a nadie, sólo vaga por su Tambor de Piedra. La reina Selyse mantiene la corte en su lugar, con ayuda de su tío, Lord Alester, que dice ser la Mano. Ella le ha dado el sello real a su tío para todas las cartas que escribe, incluido mi precioso pergamino. Pero lo que gobiernan es un pequeño reino, pobre y rocoso, sí. No hay oro, ni siquiera una pizca, para pagarle al fiel Salladhor Saan lo que se le debe, sólo quedan los escasos caballeros que recogimos al final y no hay ninguna nave, sólo las pocas que tengo yo.
Una tos súbita e insistente hizo doblarse a Davos. Salladhor Saan se le acercó para ayudarlo, pero él lo detuvo con un gesto, y un instante después se recuperó.
—¿A nadie? —susurró—. ¿Qué quieres decir con eso de que no recibe a nadie? —El sonido de su voz pastosa le resultaba extraño incluso a él; y durante un momento el camarote pareció dar vueltas a su alrededor.
—A nadie salvo a ella —respondió Salladhor Saan, y Davos no tuvo que preguntar a quién se refería—. Amigo mío, te estás agotando. Lo que necesitas es un lecho, no a Salladhor Saan. Un lecho y muchas mantas, con una compresa caliente para el pecho y más vino con clavo.
—Me pondré bien —dijo Davos con un gesto de negación—. Dime, Salla, tengo que saberlo. ¿Sólo a Melisandre?
El lyseno lo miró detenidamente con expresión dubitativa, y siguió hablando de mala gana.
—Los guardias echan a todos los demás, incluso a su reina y su hijita. Los sirvientes llevan comida que nadie come. —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. He oído contar cosas raras, de hogueras hambrientas dentro de la montaña, de cómo Stannis y la mujer roja bajan juntos para contemplar las llamas. Dicen que hay pozos y escaleras secretas que van al corazón de la montaña, a sitios ardientes donde sólo ella puede caminar sin quemarse. Es más que suficiente para aterrorizar a un anciano hasta tal punto que a veces apenas encuentra fuerzas para comer.
«Melisandre.» Davos se estremeció.
—La mujer roja es la culpable —dijo—. Mandó el fuego para que nos consumiera, para castigar a Stannis por dejarla a un lado, para enseñarle que no puede albergar esperanzas de vencer sin sus brujerías.
—No eres el primero que dice eso, amigo mío. —El lyseno escogió una gruesa aceituna del cuenco que tenían delante—. Pero en tu lugar yo no lo diría tan alto. Rocadragón está llena de hombres de esa reina. Oh, sí, y tienen buenos oídos y mejores cuchillos. —Se metió la aceituna en la boca.
—Yo también tengo un cuchillo. El capitán Khorane me lo regaló. —Sacó la daga y la puso en la mesa, entre los dos—. Un cuchillo para arrancarle el corazón a Melisandre. Si es que tiene.
Salladhor Saan escupió el hueso de la aceituna.
—Davos, mi buen Davos, no debes decir esas cosas ni en broma.
—No es ninguna broma. Tengo la intención de matarla.
«Si es que pueden matarla las armas de los mortales. —Davos no estaba muy seguro de que fuera posible. Había visto al viejo maestre Cressen poner veneno en el vino de ella, lo había visto con sus propios ojos, pero cuando ambos bebieron de la copa envenenada, fue el maestre quien murió, y no la sacerdotisa roja—. Sin embargo, un cuchillo en el corazón... dicen los bardos que el frío metal puede matar hasta a los demonios.»
—Son conversaciones peligrosas, amigo mío —lo previno Salladhor Saan—. Creo que aún no te has recuperado del mar y que la fiebre te ha calcinado el entendimiento. Lo mejor es que te metas en cama para descansar bien hasta que recuperes fuerzas.
«Hasta que mi determinación flaquee, querrás decir.» Davos se levantó. Se sentía febril y algo mareado, pero eso no tenía importancia.
—Eres un viejo bribón traicionero, Salladhor Saan, pero de todos modos eres un buen amigo.
—Entonces, ¿te quedarás con este buen amigo? —preguntó el lyseno acariciándose la puntiaguda barba blanca.
—No, me marcharé —dijo entre toses.
—¿Te marcharás? ¡Pero mira cómo estás! Toses, tiemblas, estás flaco y débil. ¿Adónde piensas ir?
—Al castillo. Allí está mi cama. Y mi hijo.
—Y la mujer roja —dijo Salladhor Saan con suspicacia—. Ella también está en el castillo.
—Ella también —repitió Davos mientras envainaba la daga.
—Eres un contrabandista de cebollas, ¿qué sabes de acechar y apuñalar? Y enfermo como estás, ni siquiera puedes sostener la daga. ¿Sabes qué te ocurrirá si te atrapan? Mientras nosotros ardíamos en el río, la reina quemaba traidores. Los llamó «sirvientes de las tinieblas», pobrecillos, y la mujer roja cantaba mientras encendían las hogueras.
«Lo sabía —pensó Davos sin sorprenderse—, lo sabía antes de que me lo contara.»
—Sacó a Lord Sunglass de las mazmorras —aventuró Davos—, y a los hijos de Hubard Rambton.
—Exacto. Y los quemó, de la misma manera que te quemará a ti. Si matas a la mujer roja, te quemarán en venganza, y si fracasas en el intento te quemarán por haberlo intentado. Ella cantará y tú gritarás, y morirás. ¡Si apenas acabas de renacer!
—Sólo por un motivo, para hacer esto. Para poner punto final a Melisandre de Asshai y a todas sus obras. ¿Por qué otro motivo me habría devuelto el mar? Conoces la bahía del Aguasnegras tan bien como yo, Salla. Ningún capitán inteligente llevaría nunca su nave entre los arpones del rey pescadilla, con el riesgo de destrozar el casco. La
Baile de Shayala
no debió acercarse a mí.
—El viento —insistió Salladhor Saan en voz alta—. Un viento desfavorable, eso es todo. El viento la desvió mucho hacia el sur.
—¿Y quién mandó el viento? La Madre me habló, Salla.
—Tu madre está muerta... —El viejo lyseno lo miraba atentamente.
—La Madre. Me bendijo con siete hijos, pero yo dejé que la quemaran. Ella me habló. Me dijo que nosotros habíamos convocado al fuego. Y además convocamos a las tinieblas. Yo llevé a Melisandre a las entrañas de Bastión de Tormentas y contemplé cómo paría el horror. —Aún la veía en sus pesadillas, con las manos negras y huesudas sujetando los muslos mientras aquello le salía del vientre hinchado—. Ella mató a Cressen, a Lord Renly y a un hombre valiente llamado Cortnay Penrose, y también mató a mis hijos. Ahora, ha llegado el momento de que alguien la mate.
—Alguien —dijo Salladhor Saan—. Sí, exactamente, alguien. Pero no tú. Estás tan débil como un niño y no eres un guerrero. Te ruego que te quedes, hablaremos más, comerás y quizá pongamos rumbo a Braavos y contratemos a un Hombre sin Rostro para que lo haga, ¿sí? Pero tú, no; tú debes descansar y alimentarte.