—El cerdo en salazón no es digno del banquete de bodas de un señor —dijo con desprecio.
—También llevamos manitas de cerdo en salmuera, ser.
—No serán para el banquete. Además, está a punto de terminar. Y nada de «ser»; soy un norteño, no un caballero sureño por destetar.
—Me han dicho que hable con el mayordomo o con el cocinero...
—El castillo está cerrado. No se puede molestar a los señores. —El sargento se paró a pensar un instante—. Podéis descargarlo todo junto a las tiendas del banquete, allí. —Señaló con la mano enfundada en un guantelete—. La cerveza da hambre, y seguro que el viejo Frey no echa en falta unas cuantas manitas de cerdo. No es que a mí me gusten. Preguntad por Sedgekins, él sabrá qué hacer con vosotros.
Gritó una orden, y sus hombres empujaron uno de los carromatos para abrirles paso.
El látigo del Perro azuzó al tiro hacia las tiendas. Nadie les prestaba atención. Pasaron junto a hileras de pabellones de colores vivos, con las paredes de seda mojada iluminadas como si fueran farolillos de colores por las lámparas y braseros del interior; centelleaban rosas, doradas, verdes, a rayas, a cuadros, moteadas, con sus emblemas de aves, bestias, cheurones, estrellas, ruedas y armas. Arya divisó una tienda amarilla con el emblema de las seis bellotas, tres en la parte de arriba, dos en medio y una en punta. «Lord Smallwood», supo al instante. Se acordó del distante Torreón Bellota, y de la dama que le había dicho que era bonita.
Pero, por cada pabellón de seda iluminado había dos docenas de fieltro o lona, opacos y oscuros. Eran las tiendas barracón, con capacidad para albergar a cuarenta soldados cada una, aunque parecían diminutas comparadas con las tres gigantescas tiendas del banquete. Por lo visto allí se bebía desde hacía horas. Arya oyó brindis a gritos y entrechocar de copas, todo ello mezclado con los sonidos habituales de un campamento, los relinchos de los caballos, los ladridos de los perros, el traqueteo de los carromatos en la oscuridad, risas y maldiciones, el tintinear del acero y el estrépito de la madera. La música sonaba más alta cuanto más se acercaban al castillo, pero por debajo de ella se oía un sonido más profundo, más oscuro: el río, el crecido Forca Verde, que rugía como un león en su madriguera.
Arya se giraba y miraba hacia todas partes con la esperanza de divisar un emblema del lobo huargo, una tienda gris y blanca, un rostro que conociera de Invernalia. Pero sólo vio a desconocidos. Divisó a un hombre gordo que orinaba entre los juncos, pero no era Barrigón. Vio a una chica medio desnuda que salía de una tienda entre carcajadas, pero la tienda era color azul claro, no gris como le había parecido al principio, y el hombre que salió corriendo tras ella llevaba un gato arbóreo en el jubón, no un lobo. Bajo un árbol, cuatro arqueros deslizaban cordones encerados por los huecos donde se insertaban las cuerdas de sus arcos, pero no eran los arqueros de su padre. Un maestre se cruzó en su camino, pero era demasiado joven y delgado como para ser el maestre Luwin. Arya alzó la vista hacia Los Gemelos, las ventanas de la torre más alta brillaban allí donde ardían fuegos en las habitaciones. En medio de la neblina de la lluvia, los castillos parecían siniestros y misteriosos, como los de los cuentos de la Vieja Tata, pero no estaban en Invernalia.
Junto a las carpas del banquete había muchas más personas. Las amplias solapas estaban atadas a los lados, y los hombres entraban y salían con cuernos y picheles de cerveza en las manos, algunos acompañados por seguidoras de campamento. Arya echó un vistazo al interior de la primera de las tres carpas cuando el Perro pasó junto a ella, y vio a centenares de hombres apretujados en los bancos y dándose empellones en torno a los barriles de cerveza, vino y aguamiel. Dentro apenas había espacio para moverse, pero por lo visto a nadie le importaba. Al menos hacía calor y estaban secos. Arya, helada y empapada, los envidiaba. Algunos hasta cantaban. Junto a la entrada por la que escapaba el calor humano la tenue lluvia se convertía en vapor.
—¡Por Lord Edmure y Lady Roslin! —oyó gritar, y todos bebieron.
—¡Por el Joven Lobo y la reina Jeyne! —gritó otra voz.
«¿Quién es la reina Jeyne?», se preguntó Arya sin mucho interés. La única reina a la que conocía era Cersei.
En el exterior de las carpas se habían excavado agujeros para las hogueras, resguardados bajo rudimentarias marquesinas de ramas entrelazadas cubiertas de pieles que las protegerían de la lluvia siempre que no cayera sesgada. Pero el viento soplaba del río, de manera que la llovizna se colaba lo suficiente como para que los fuegos sisearan y chisporrotearan. Los criados daban vueltas a los pedazos de carne ensartados en espetones sobre las llamas. El olor le hizo la boca agua a Arya.
—¿Por qué no paramos? —preguntó a Sandor Clegane—. En esas tiendas hay norteños. —Los había reconocido por las barbas, por los rostros, por las capas de piel de oso y de foca, por los brindis que oía y las canciones que cantaban: eran hombres de Karstark, de Umber y de los clanes de las montañas—. Seguro que también hay algunos de Invernalia.
Hombres de su padre, del Joven Lobo, los lobos huargos de Stark.
—Tu hermano debe de estar en el castillo —dijo—. Y también tu madre. ¿Quieres ir con ellos o no?
—Sí —respondió—. ¿Qué pasa con Sedgekins? El sargento nos ha dicho que preguntáramos por él.
—Por mí el tal Sedgekins se puede meter un atizador al rojo por el culo. —Clegane hizo restallar el látigo, que silbó en medio de la lluvia y se estrelló contra el flanco de uno de los caballos—. A quien quiero ver es a tu maldito hermano.
El sonido de los tambores retumbaba, retumbaba y retumbaba, y las sienes de Catelyn latían a su ritmo. Las gaitas aullaban y las flautas gorjeaban en la galería de los músicos al fondo de la sala; los violines chirriaban, los cuernos rugían y los fuelles vibraban con la briosa melodía, pero los tambores lo ahogaban todo. Los sonidos rebotaban en las vigas mientras los invitados comían, bebían y se gritaban para hacerse entender.
«Si Walder Frey cree que esto es música debe de estar sordo como una tapia.» Catelyn bebió un sorbo de vino y vio a Cascabel hacer cabriolas al ritmo de «Alysanne». O lo que a ella le parecía que pretendía ser «Alysanne». Con aquellos músicos, lo mismo podría ser «El oso y la doncella».
En el exterior la lluvia caía incesante, pero dentro de Los Gemelos la atmósfera estaba recalentada y enrarecida. En la chimenea el fuego rugía, y en las paredes hileras e hileras de antorchas ardían humeantes en sus apliques de hierro. Pero la mayor parte del calor procedía de los cuerpos de los invitados a la boda, tan apretujados en los bancos que cuando uno trataba de alzar la copa, daba un codazo en las costillas a su vecino.
Incluso en el estrado estaban demasiado apretados para el gusto de Catelyn. La habían sentado entre Ser Ryman Frey y Roose Bolton, y tenía la nariz llena de ambos. Ser Ryman bebía como si se fuera a acabar todo el vino de Poniente y luego lo transpiraba por las axilas. Por su olor se había bañado en agua de limón, pero no había limón capaz de enmascarar tanto sudor agrio. El olor de Roose Bolton era más dulce, pero no más grato. En vez de vino o hidromiel bebía cordial y apenas comía.
Catelyn comprendía que no tuviera apetito. El banquete de boda había empezado con una sopa de puerros aguada, seguida por una ensalada de judías verdes, cebollas y remolachas, lucio escalfado en leche de almendras, cuencos de puré de nabos que estaban fríos antes de llegar a la mesa, sesos de ternera en gelatina y tajadas de buey correoso. No eran platos dignos del banquete al que asistía un rey, y los sesos de ternera le revolvieron el estómago a Catelyn. Pero Robb comió de todo sin hacer un mal gesto y su hermano estaba demasiado embelesado con su prometida para prestar atención.
«Quién diría ahora que Edmure se estuvo quejando de Roslin todo el camino desde Aguasdulces a Los Gemelos.» Los desposados comían del mismo plato, bebían de la misma copa y entre sorbo y sorbo intercambiaban castos besos. Edmure rechazaba la mayor parte de los platos. Catelyn también lo comprendía. Apenas conservaba algún recuerdo de la comida que se sirviera en su banquete nupcial. «¿La llegué a probar siquiera? ¿O me pasé todo el tiempo mirando la cara de Ned, preguntándome quién era aquel hombre?»
La sonrisa de la pobre Roslin parecía congelada, como si se la hubieran cosido a la cara. «Claro, es una doncella recién desposada, tiene miedo de qué pasará cuando la encamen. Debe de estar tan aterrada como lo estaba yo.» Robb estaba sentado entre Alyx Frey y Walda la Bella, dos de las doncellas Frey en edad de merecer.
—Espero que en el banquete de bodas no os neguéis a bailar con mis hijas —había dicho Walder Frey—. Complaced a este anciano.
Pues el anciano quedaría complacido. Robb había cumplido con su deber como un rey. Había bailado con todas las muchachas, con la prometida de Edmure y con la octava Lady Frey, con la viuda Ami y con la esposa de Roose Bolton, Walda la Gorda, con las gemelas llenas de granos llamadas Serra y Sarra, y hasta con Shirei, la más joven de la progenie de Lord Walder, que tendría unos seis años. Catelyn se preguntó si el señor del Cruce estaría satisfecho o si encontraría motivos de protesta en todas las otras hijas y nietas que no habían tenido turno con el rey.
—Vuestras hermanas bailan muy bien —le dijo a Ser Ryman Frey en un intento de entablar conversación amable.
—Todas son tías y primas.
Ser Ryman bebió un trago de vino, el sudor le corría por la mejilla hasta la barba.
«Este hombre está amargado y ha bebido de más», pensó Catelyn. El Tardío Lord Frey era tacaño a la hora de alimentar a sus invitados, pero no escamoteaba en la bebida. La cerveza, el vino y el aguamiel corrían tan deprisa como el río fuera. El Gran Jon estaba ya borracho como una cuba. Merrett, el hijo de Lord Walder, le seguía el ritmo de las copas, pero Ser Whalen Frey, que había intentado mantenerse a la altura de los dos, había perdido el conocimiento. Catelyn habría preferido mil veces que Lord Umber permaneciera sobrio, pero decirle al Gran Jon que no bebiera era como decirle que no respirara durante unas cuantas horas.
Pequeño Jon Umber y Robin Flint estaban sentados frente a Robb, justo delante de Walda la Bella y Alyx, respectivamente. Ninguno de los dos había probado una copa. Eran, junto con Patrek Mallister y Dacey Mormont, los guardianes de su hijo para aquella noche. Un banquete nupcial no era una batalla, pero cuando los hombres bebían demasiado siempre había peligro, y un rey no debía carecer nunca de protectores. Aquello tranquilizaba a Catelyn, y aún más la tranquilizaban los cintos con las espadas que colgaban de las paredes.
«Nadie necesita una espada para atacar unos sesos de ternera en gelatina.»
—Todos pensábamos que mi señor elegiría a Walda la Bella —estaba comentando Lady Walda Bolton a Ser Wendel, aunque tenía que gritar para hacerse oír por encima de la música. Walda la Gorda era una muchacha que parecía una bola de sebo, con ojos azules acuosos, el pelo rubio lacio y pechos grandes, pero aun así hablaba con una voz chillona y titubeante. Costaba imaginársela en el Fuerte Terror, vestida de encajes rosas y con una capa de piel de ardilla—. Pero mi señor abuelo ofreció a Roose como dote el peso de su prometida en plata, de modo que mi señor me eligió a mí. —Las papadas de la muchacha temblaron con la carcajada—. Peso cuarenta kilos más que Walda la Bella, pero es la primera vez que me alegro de ello. Ahora soy Lady Bolton y mi prima sigue siendo doncella, y la pobre pronto cumplirá los diecinueve.
El señor de Fuerte Terror no prestaba mucha atención a la charla, por lo que pudo ver Catelyn. De cuando en cuando probaba un bocado de un plato, una cucharada de otro, arrancaba un pellizco de pan de la hogaza con dedos fuertes, pero no permitía que la comida lo distrajera. Bolton había hecho un brindis por los nietos de Lord Walder al principio del banquete, sin olvidar mencionar que Walder y Walder estaban al cargo de su hijo bastardo. El anciano lo miró con los ojos entrecerrados; por su manera de abrir y cerrar los labios sobre las encías, Catelyn comprendió que había escuchado la amenaza.
«¿Habrá habido alguna vez una boda con menos dicha? —se preguntó. Hasta que se acordó de su pobre Sansa, casada con el Gnomo—. Apiádate de ella, Madre. Tiene buen corazón.» El calor, el ruido y el humo le estaban dando náuseas. Los músicos de la galería eran numerosos y ruidosos, pero no tenían mucho talento. Catelyn bebió otro sorbito de vino y dio permiso a un paje para que le volviera a llenar la copa. «Dentro de unas horas habrá pasado lo peor.» Apenas faltaba un día para que Robb partiera rumbo a otra batalla, en esta ocasión contra los hombres del hierro en Foso Cailin. Por extraño que pareciera, la perspectiva era casi un alivio. «Ganará la batalla. Gana todas las batallas, y los hijos del hierro no tienen rey. Además, Ned le enseñó bien.» Los tambores redoblaban. Cascabel pasó saltando junto a ella una vez más, pero la música era tan estrepitosa que apenas se oían las campanillas.
Por encima de la algarada se oyeron unos gruñidos repentinos; dos perros empezaron a pelearse por un trozo de carne. Rodaron por el suelo entre mordiscos y dentelladas, en medio del regocijo general. Alguien les tiró el contenido de una jarra de cerveza, y sólo entonces se separaron. Uno de los perros cojeó hacia la tarima. La boca desdentada de Lord Walder se abrió en un rugido de risa cuando el animal se sacudió y llenó de cerveza y de pelos a tres de sus nietos.
Al ver a los perros Catelyn volvió a pensar en
Viento Gris
, pero el huargo de Robb no estaba por ninguna parte. Lord Walder se había negado en redondo a permitir que estuviera en la sala.
—Tengo entendido que a esa fiera salvaje le gusta la carne humana, je, je —comentó el anciano—. ¿Qué queréis, que nos arranque la garganta? No toleraré a esa bestia en el banquete de mi Roslin, entre mujeres y niños, en medio de mi amada familia.
—
Viento Gris
no supondrá un peligro para ellos, mi señor —protestó Robb—. Mientras esté yo presente...
—¿Y no estabais presente cuando llegasteis a mis puertas, cuando el lobo atacó a los nietos que envié para recibiros? Me he enterado de todo, no vayáis a creer que no, je, je.
—Nadie resultó herido...
—¿Dice el rey que nadie resultó herido? ¿Nadie? Petyr se cayó del caballo, ¡se cayó! Así perdí a una de mis esposas, por culpa de una caída. —Movió los labios adentro y afuera sobre las encías desdentadas—. ¿O fue a una ramera? Ah, sí, ahora me acuerdo, la madre de Walder el Bastardo. Se cayó del caballo y se abrió la cabeza. ¿Qué habría hecho Su Alteza si Petyr llega a romperse el cuello? ¿Me ofreceríais otra disculpa para sustituir a mi nieto? Je, je. No, no y no. Puede que seáis el rey, no digo que no, el Rey en el Norte, je, je, pero bajo mi techo mando yo. Elegid, señor, el lobo o la boda. Las dos cosas, ni hablar.