Tormenta de Espadas (108 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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«Qué hombre tan frío», pensó Catelyn, y no era la primera vez.

—¿Ramsay dijo algo de Theon Greyjoy? —quiso saber Robb—. ¿Murió también o consiguió escapar?

Roose Bolton sacó una sucia tira de cuero de la bolsa que llevaba colgada del cinturón.

—Mi hijo envió esto junto con la carta.

Ser Wendel volvió el rostro regordete para apartar la vista. Robin Flint y el Pequeño Jon Umber intercambiaron una mirada, y el Gran Jon bufó como un toro.

—¿Eso es... piel? —preguntó Robb.

—La piel del dedo meñique de la mano izquierda de Theon Greyjoy. Lo reconozco, mi hijo es cruel. Pero... ¿qué es un poco de piel comparado con las vidas de los dos jóvenes príncipes? Vos erais su madre, mi señora. ¿Me permitís que os ofrezca esto como una pequeña muestra de venganza?

Una parte de Catelyn habría querido estrechar contra el pecho el macabro trofeo, pero se forzó a resistir.

—Guardad eso, por favor.

—Despellejando a Theon no recuperaremos a mis hermanos —dijo Robb—. Quiero su cabeza, no su piel.

—Es el único hijo varón de Balon Greyjoy —dijo Lord Bolton con voz suave, como si los demás lo hubieran olvidado—, y por tanto ahora es el legítimo rey de las Islas del Hierro. No puede haber mejor rehén que un rey prisionero.

—¿Rehén? —La sola palabra hizo que a Catelyn se le erizara el vello. Los rehenes servían para intercambiarlos—. Lord Bolton, espero que no estéis sugiriendo que dejemos libre al hombre que mató a mis hijos.

—Sea quien sea el que ocupe el Trono de Piedramar, querrá ver muerto a Theon Greyjoy —señaló Bolton—. Aun prisionero, su derecho al trono supera al de cualquiera de sus tíos. Mi propuesta es que lo retengamos y negociemos con los hijos del hierro el precio de su ejecución.

—Bien —asintió Robb después de sopesar la posibilidad de mala gana—. De acuerdo. Que lo mantenga con vida, al menos de momento. Retenedlo en Fuerte Terror hasta que reconquistemos el norte.

—¿Qué ha dicho Ser Wendel sobre hombres de los Lannister en el Tridente? —preguntó Catelyn volviéndose hacia Roose Bolton.

—Ha sido culpa mía, mi señora. Tardé demasiado en salir de Harrenhal. Aenys Frey partió días antes que yo y cruzó el Tridente por el Vado Rubí, aunque no sin dificultades. Pero cuando llegué, las aguas del río eran torrenciales. No me quedó más remedio que cruzar a mis hombres en botes, y teníamos muy pocos. Dos terceras partes de mi ejército se encontraban ya en la orilla norte cuando los Lannister atacaron a los que no habían cruzado todavía. Eran sobre todo hombres de Norrey, Locke y Burley, con Ser Wendel Manderly y sus caballeros de Puerto Blanco en la retaguardia. Yo estaba al otro lado del Tridente, no pude prestarles ayuda. Ser Wylis concentró nuestras fuerzas lo mejor que pudo, pero Gregor Clegane atacó con la caballería y los empujó hacia el río. Murieron tantos ahogados como por la espada. Muchos huyeron y al resto los tomaron prisioneros.

Catelyn pensó que no había oído nunca el nombre de Gregor Clegane relacionado con nada bueno. ¿Tendría que ir Robb hacia el sur para enfrentarse a él? ¿O sería la Montaña quien iría a ellos?

—Entonces, ¿Clegane ha cruzado el río?

—No. —Bolton seguía hablando en voz baja, pero sin titubeos—. Dejé seiscientos hombres en el vado, lanceros de los riachuelos, las montañas y el Cuchillo Blanco, un centenar de arqueros de Hornwood, unos cuantos jinetes libres y caballeros errantes, y buen número de hombres de Stout y Cerwyn. Ronnel Stout y Ser Kyle Condon están al mando. Como seguramente recordaréis, Ser Kyle era la mano derecha del difunto Lord Cerwyn, mi señora. Los leones no nadan mejor que los lobos, así que, mientras el río baje crecido, Ser Gregor no lo cruzará.

—Lo que menos falta nos hace es tener a la Montaña a la espalda cuando nos pongamos en marcha por el camino alto —dijo Robb—. Hicisteis muy bien, mi señor.

—Su Alteza es demasiado amable. Sufrí terribles pérdidas en el Forca Verde, y a Glover y Tallhart les fue aún peor en el Valle Oscuro.

—El Valle Oscuro. —En labios de Robb el nombre sonaba como una maldición—. Os aseguro que Robett Glover lo pagará muy caro cuando le ponga la mano encima.

—Fue una locura —asintió Lord Bolton—. Pero tened en cuenta que Glover perdió la cabeza cuando se enteró de que Bosquespeso había caído. La pena y el miedo pueden alterar a cualquiera.

El Valle Oscuro era cosa del pasado; la preocupación de Catelyn eran las batallas que aguardaban en el futuro.

—¿Cuántos hombres le habéis traído a mi hijo? —preguntó a Roose Bolton sin rodeos.

Los extraños ojos incoloros le escudriñaron el rostro un momento antes de responder.

—Unos quinientos a caballo y tres mil a pie, mi señora. Son sobre todo de Fuerte Terror y algunos de Bastión Kar. La lealtad de los Karstark es más que dudosa, así que pensé que sería mejor no perderlos de vista. Lamento que no sean más.

—Son suficientes —dijo Robb—. Lord Bolton, estaréis al mando de mi retaguardia. Mi intención es partir hacia el Cuello en cuanto mi tío esté casado, tras la noche de bodas. Señores, volvemos a casa.

ARYA (10)

Los jinetes de la avanzadilla llegaron a ellos a una hora del Forca Verde, ya que el carromato avanzaba con dificultad por el lodazal en que se había convertido el camino.

—Mantén la cabeza gacha y la boca cerrada —le advirtió el Perro mientras los tres hombres, un caballero y dos escuderos de armadura ligera montados en veloces palafrenes, espoleaban a sus monturas hacia ellos.

Clegane hizo restallar el látigo sobre los dos viejos caballos de tiro que habían vivido tiempos mejores. El carromato crujía y se mecía, mientras las dos grandes ruedas de madera aplastaban el lodo de los profundos surcos del camino.
Extraño
iba detrás, atado.

El hosco corcel no llevaba defensas ni arneses. Y el propio Perro se había vestido con una sucia túnica de lana basta color verde y un manto gris hollín con capucha que le ocultaba la cara. Mientras mantuviera la vista baja nadie le podría ver el rostro, sólo destacaba en él el blanco de los ojos. Parecía un campesino venido a menos... aunque un campesino muy alto. Y Arya sabía que la túnica ocultaba una coraza y una cota de mallas. Ella parecía el hijo del campesino, o tal vez un porquerizo, y en el carromato llevaban cuatro barriletes de cerdo en salazón y otro de manitas de cerdo encurtidas.

Los jinetes se separaron y dieron una vuelta en torno a ellos para observarlos antes de acercarse. Clegane detuvo el carromato y aguardó con paciencia. El caballero llevaba lanza y espada, mientras que sus escuderos iban armados con arcos largos. Los distintivos de sus jubones eran versiones en miniatura del emblema bordado en el de su señor: un tridente negro en una barra de oro sobre campo gules. Arya había planeado revelar su identidad a los primeros jinetes con que se cruzaran, pero siempre se los había imaginado con capas grises y el lobo huargo en el pecho. Se habría arriesgado si hubieran lucido el gigante de Umber o el puño de Glover, pero no conocía de nada al caballero del tridente ni sabía a quién servía. Lo más parecido a un tridente que había visto en Invernalia era el que llevaba en la mano el tritón de Lord Manderly.

—¿Qué os trae a Los Gemelos? —preguntó el caballero.

—Vamos a llevar cerdo en salazón para el banquete de bodas, si os place, ser —murmuró el Perro con los ojos bajos y el rostro oculto.

—El cerdo en salazón nunca me place.

El caballero del tridente apenas miró a Clegane, y a Arya no le prestó la menor atención; en cambio examinó a
Extraño
con detenimiento. Era obvio que el corcel no era un caballo de labranza. Uno de los escuderos estuvo a punto de rodar por tierra cuando el enorme caballo negro lanzó un mordisco a su montura.

—¿Cómo es que tenéis un animal así? —exigió saber el caballero del tridente.

—Mi señora me ordenó traerlo, ser —respondió humildemente Clegane—. Es un regalo de bodas para el joven Lord Tully.

—¿Qué señora? ¿A quién servís?

—A la anciana Lady Whent, ser.

—¿Acaso cree que puede recuperar Harrenhal al precio de un caballo? —bufó el hombre—. Dioses, ¿hay peor imbécil que una vieja imbécil? —Pese a todo les hizo gestos para que reanudaran la marcha—. Venga, venga, seguid.

—Sí, mi señor.

El Perro hizo restallar de nuevo el látigo, y los viejos caballos de tiro reanudaron la marcha cansina. Durante la parada las ruedas se habían hundido profundamente en el lodo, y las bestias tuvieron que tirar un rato para liberarlas. Para entonces los jinetes ya se estaban alejando. Clegane lanzó una última mirada en dirección a ellos y soltó un bufido.

—Ser Donnel Haigh —dijo—. He perdido la cuenta de los caballos que le he quitado. Y también armaduras. Una vez estuve a punto de matarlo en una lucha cuerpo a cuerpo.

—Entonces, ¿cómo es que no te ha reconocido? —preguntó Arya.

—Porque los caballeros son imbéciles, habría sido indigno de él mirar dos veces a un campesino picado de viruelas. —Azuzó a los caballos con el látigo—. Mantén la vista baja, habla con tono respetuoso, di muchas veces lo de «ser», y la mayor parte de los caballeros ni siquiera te ven. Prestan más atención a los caballos que a la gente del pueblo. Si alguna vez me hubiera visto cabalgar a
Extraño
, lo habría reconocido.

«Y también habría reconocido tu cara.» De eso a Arya no le cabía duda. Una vez vistas las quemaduras de Sandor Clegane no era fácil olvidarlas. Tampoco podía ocultar las cicatrices detrás de un yelmo que tenía la forma de un perro con la boca abierta en un gruñido.

Por eso les habían hecho falta el carromato y los pies de cerdo en salmuera.

—No permitiré que me encadenen y me arrastren en presencia de tu hermano —le había dicho el Perro—, y preferiría no tener que matar a sus hombres para llegar hasta él. Así que vamos a jugar un poco.

Un campesino con el que se toparon por casualidad en el camino real les había proporcionado el carromato, los caballos de tiro, los atuendos y los barriles, aunque no precisamente de buena gana. El Perro se lo había quitado todo a punta de espada. El campesino lo maldijo y lo llamó mil veces ladrón.

—Nada de eso. Soy un forrajeador. Da gracias de que te dejo la ropa interior. Venga, quítate también las botas. O si lo prefieres te corto las piernas, tú eliges.

El campesino era tan corpulento como Clegane, pero aun así optó por entregarle las botas y conservar las piernas.

El ocaso los sorprendió mientras avanzaban hacia el Forca Verde y los castillos gemelos de Lord Frey.

«Casi he llegado», pensó Arya. Sabía que debería estar emocionada, pero tenía un nudo prieto en el estómago. Quizá fuera por la fiebre con la que había estado luchando, pero también era posible que no. La noche anterior había tenido una pesadilla espantosa. Ya no recordaba en qué consistía, pero la sensación que le dejó no la había abandonado en todo el día, al contrario, se fue haciendo cada vez más fuerte. «El miedo hiere más que las espadas.» Tenía que ser fuerte, tal como le había dicho su padre. Lo único que se interponía entre su madre y ella era la puerta de un castillo, un río y un ejército... pero era el ejército de Robb, por lo que no suponía ningún peligro. ¿Verdad?

Pero Roose Bolton estaba con ellos. El Señor de las Sanguijuelas, como lo llamaban los bandidos. Aquello la ponía nerviosa. Había escapado de Harrenhal para huir de Bolton tanto como de los Titiriteros Sangrientos, y para ello tuvo que cortarle el cuello a uno de los guardias. ¿Sabría que lo había hecho ella? ¿O culparía a Gendry, o a Pastel Caliente? ¿Se lo habría dicho a su madre? ¿Qué haría cuando la viera?

«Seguro que ni siquiera me reconoce.» En aquellos momentos parecía más un ratón ahogado que la copera de un señor. Un ratón. El Perro le había cortado mechones de cabello hacía tan sólo dos días. Como barbero era aún peor que Yoren, y le había dejado una gran calva en una sien. «Seguro que Robb tampoco me reconoce. Ni mi madre.» La última vez que los vio, el día en que Lord Eddard Stark partió de Invernalia, no era más que una niña pequeña.

Oyeron la música antes incluso de ver el castillo, el retumbar de los tambores, el estrépito de los cuernos y el aullido de las gaitas apenas audible por encima del rugido del río y el repiqueteo de la lluvia que les caía sobre las cabezas.

—Nos hemos perdido la boda —señaló el Perro—, pero parece que el banquete aún no ha terminado. Pronto me libraré de ti.

«No, yo me libraré de ti», pensó Arya.

El camino discurría rumbo noroeste en su mayor parte, pero en aquel punto se desviaba hacia el oeste entre un pomar y un maizal ahogado por la lluvia. Pasaron junto al último manzano y coronaron un montículo, y de repente tuvieron ante ellos los castillos, el río y los campamentos. Había cientos de caballos y millares de hombres, la mayor parte de los cuales pululaba en torno a tres gigantescas tiendas de festejos que se alzaban juntas frente a las puertas del castillo, como tres enormes salones de lona. Robb había montado su campamento a buena distancia de las murallas, en terrenos más elevados y secos, pero el Forca Verde se había desbordado y había arrastrado incluso algunas tiendas colocadas con menos cuidado.

Allí la música de los castillos sonaba con más fuerza. El sonido de los tambores retumbaba por el campamento. Los músicos del castillo más cercano tocaban una canción diferente a la de los del castillo de la otra orilla, de manera que más que música aquello parecía una batalla.

—No lo hacen nada bien —observó Arya.

El Perro emitió un sonido que podía pasar por una carcajada.

—Seguro que alguna vieja sorda en Lannisport se está quejando del ruido. Tenía entendido que a Walder Frey le fallaba ya la vista, pero no sabía que estuviera como una tapia.

Arya habría dado cualquier cosa por que fuera de día. Si hubiera sol y soplara el viento podría ver mejor los estandartes. Habría buscado el lobo huargo de los Stark, o tal vez el hacha de combate de los Cerwyn, o el puño de los Glover. Pero, en la penumbra de la noche, todos los colores se confundían con el gris. La lluvia había cesado casi y no era más que una llovizna ligera, poco más que una niebla húmeda, pero un chaparrón previo había convertido los estandartes en trapos empapados, lacios e irreconocibles.

A todo lo largo del perímetro se habían dispuesto los carros y carromatos, a modo de rudimentaria muralla para protegerse de cualquier ataque. Allí fue donde los detuvieron los guardias. El farol que sostenía su sargento proyectaba la suficiente luz para que Arya viera que llevaba una capa rosa salpicada de lágrimas rojas. Los hombres que lo obedecían llevaban bordado sobre el pecho el emblema del Señor de las Sanguijuelas, el hombre desollado de Fuerte Terror. Sandor Clegane les contó lo mismo que había dicho a los exploradores, pero el sargento de Bolton era más duro de pelar que Ser Donnel Haigh.

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