—Pues sí, madre —le contestó amable—. La gente no hace más que pedir libros y alguien los tiene que imprimir, encuadernar y vender…
—Contrata a más gente —repuso ella categórica.
En aquel momento irrumpió en el comedor Pedro Juglar soltando un rugido y crispando los dedos de sus manos a modo de garras.
—¡Tengo hambre! —proclamó—. ¡He estado a punto de comerme uno de los libros que encuadernaba!
Joan pudo ver el brillo feliz en la mirada de su hermana y la sonrisa que se dibujó en su rostro, al igual que en el de sus hijos Andreu y Martí, de doce y diez años. Pedro lanzó otro rugido y se abalanzó sobre el más pequeño fingiendo comerle. El chiquillo chilló, riendo al mismo tiempo. Andreu, también entre risas, acudió a acometer al aragonés en defensa de su hermano.
Las chanzas se sucedieron en la cena, aunque a Joan le costaba participar. No podía dejar de pensar en los
catalani
y en su poder, que seguramente sería tan vano como el de Savonarola. Le preocupaba la ambición desmedida de César Borgia. No le gustaba. El hijo del papa no se conformaría con derribar a Savonarola. Quería Italia entera. Algo terrible se estaba gestando y no tenía duda de que cuando ocurriera, don Michelotto le involucraría. Él solo deseaba hacer un buen trabajo como librero y disfrutar de su familia y de la libertad. Pero no le dejarían. Aquella paz era solo temporal, presentía que algo nefasto se estaba fraguando en silencio.
Su mirada se cruzó de nuevo con la de Anna, que le sonrió, y él le devolvió la sonrisa. En su embarazo continuaba tan bella como siempre, y el corazón le dio un vuelco al pensar que en unos meses le daría su primer hijo. Espantó sus pensamientos diciéndose que disfrutaría de su esposa y del resto de la familia mientras la paz durase. Y que cuando el tiempo cambiara, los defendería con su vida y con la ayuda de Dios.
La festividad de San Juan era el día central del año jubilar de 1500 y en Roma amaneció luminoso y soleado. Sin embargo, Joan Serra sentía que se avecinaba una tormenta. Se encontraba con su madre, su hermana, su cuñado y un buen número de sus empleados en una plaza situada detrás de la de San Pedro del Vaticano, abarrotada de público, con cabida para diez mil personas, que había sido vallada para el espectáculo que los Borgia ofrecían a Roma. Buscó con la mirada a su esposa, que se encontraba en el palco de la alta nobleza vaticana, en su opinión, demasiado lejos de él. Su presencia en aquel lugar le inquietaba.
Presidía el palco Jofré Borgia, el hijo menor del papa, con su exuberante mujer, Sancha de Aragón, princesa de Esquilache, y su hermana, Lucrecia Borgia, junto a su nuevo esposo el napolitano Alfonso de Aragón, duque de Bisceglie, hermano a su vez de Sancha. Alfonso era un joven de diecinueve años alto y apuesto, y llevaba dos casado con la hija del papa, que, víctima de un desgraciado matrimonio anterior, le amaba con locura. Entre Lucrecia y Sancha se encontraba Anna Serra, cuyo único título, aparte del de viuda de un oscuro barón napolitano, era el de librera, pero cuya íntima amistad con ellas la elevaba a la categoría de dama principal de la corte.
Joan la contemplaba desde la distancia, bella, elegante, radiante. La gente decía que el lugar que ocupaba Anna representaba un gran honor para su marido, pero él sentía que aquello no podía traer nada bueno. Aquellas confianzas con los altos nobles los exponían a sus intrigas y pasiones, de las que estaba repleta la corte vaticana, y Joan recordaba demasiado bien su cruel experiencia con el difunto Juan Borgia. Sin embargo, su esposa gozaba intensamente de aquella amistad, él respetaba su libertad y consentía a pesar de su desagrado.
Anna, Lucrecia y Sancha lucían sus trajes a la «española», el estilo que los Borgia habían impuesto en Roma. Sus vestidos, importados de Valencia, eran de sedas granas, verdes y negras, con escotes amplios, sobre todo en el caso de Sancha, y mostraban adornos de oro a martillo y cuentas de vidrio de colores. Era la moda inexcusable para las damas elegantes, en especial en aquel tipo de eventos. Joan se dijo que Anna estaba esplendorosa y le encantaba ver cómo se formaban los hoyuelos en sus mejillas cuando reía a coro con sus amigas.
Sonaron las fanfarrias y tambores, se abrió el portón de la plaza y cuando César Borgia entró en ella, la multitud se puso en pie para aclamarle. Montaba una yegua negro azabache y vestía a la morisca, como los sarracenos españoles, con un cómodo sayo de raso blanco y rojo bordado en oro, una capa grana y un sombrero del mismo color coronado por un penacho de plumas blancas. Serio, miró a la multitud que le rodeaba y levantó la lanza que portaba en su derecha. El gentío le aclamó de nuevo.
Delante tenía un poderoso toro castaño de grandes astas que había reparado ya en su presencia, bufaba y con las patas traseras echaba tierra hacia atrás. Estaba a punto de embestirle. César hizo bailar a su yegua mientras le esperaba atento. Era el quinto y último de los toros que lidiaba aquella tarde, y solo una de sus yeguas había sufrido un rasguño con el asta del tercero. Lanzó una mirada rápida a su padre, que presidía la fiesta desde el palco eclesiástico rodeado de sus cardenales, vestidos de púrpura. El pontífice lucía una rica capa bordada en oro y pedrerías y se cubría con la tiara; el birrete cónico rodeado de tres coronas de oro y piedras preciosas que representaban su triple poder: de papa, de obispo y de rey.
El toro cargó contra César Borgia, que lo esperó sin moverse. El público, en especial el femenino, seducido por el hombre que decían era el más apuesto de Roma, chilló de emoción. En el último instante, la yegua esquivó de un salto al astado y, cabalgando elegante, en paralelo y a poca distancia del animal que la perseguía, fue apartándose de él al tiempo que entusiasmaba a los asistentes. César no hizo más que conducir, aparentemente sin movimiento alguno, a su yegua, y con su lanza golpeó sin herir las astas del bóvido.
Alejandro VI aplaudió con entusiasmo, sus mejillas regordetas se hinchaban y una sonrisa entreabría sus abundantes labios. Le desagradaba que su hijo asumiese aquellos riesgos inútiles, pero se enorgullecía del valor que mostraba y de su porte victorioso.
El toro se quedó en un rincón observando a César, y este, ignorándolo, se dirigió al otro extremo y tendió su lanza al palco de la nobleza seglar. La acercó a su cuñada y antigua amante Sancha, que sonrió gratamente sorprendida. Sin embargo, cuando estaba a punto de levantarse, César desplazó lentamente la pica hacia Anna, y la napolitana se mordió los labios, ofendida. A Joan, que no se perdía detalle de los sucesos del palco, le dio un vuelco el corazón cuando el hijo del papa detuvo su arma en su esposa, y se preguntó inquieto si le iba a brindar el toro. Aquello hubiera significado algo terrible; que existía una relación entre ellos o que César la deseaba. Pero este desplazó de nuevo el extremo de su lanza para depositarlo en el regazo de su hermana Lucrecia, a la que amaba con ternura. Joan, aliviado, observó cómo el portaestandarte papal miraba a su hermano Jofré, que le sonrió, y después a su cuñado Alfonso, que le sostuvo la mirada firme y agresivo. No se gustaban; el joven era demasiado altanero y su cuñado, demasiado dominante. El librero se dijo que aquellas miradas bien podían ser los rayos de la tormenta que se avecinaba.
Lucrecia se levantó y con una reverencia ató su pañuelo en el astil, junto a la punta metálica del arma. El público aplaudió el brindis. Anna se unió complacida a los aplausos mientras dirigía su mirada hacia donde se encontraban su esposo y su familia, y al ver que Joan la observaba le saludó alegre con su abanico. Los Serra estaban acomodados detrás de Miquel Corella, que asistía a la exhibición de su señor en un burladero, sujetando lanza, capa y espada, listo para intervenir de inmediato si César se veía en peligro.
El hijo del papa encabritó a su yegua y la dirigió hacia el toro. Este, viéndolos venir, arrancó para embestir y por un momento pareció que César iba a clavarle su lanza de frente. El público contuvo el aliento porque sabía que un choque frontal era a vida o muerte. El toro era mucho más poderoso que el caballo y si le alcanzaba, le lanzaría por los aires junto al jinete. Sin embargo, un instante antes del choque, la yegua hizo un quiebro apartándose de la trayectoria del astado, que recibió un lanzazo en el costado. Rabioso, el toro persiguió al caballo. El público lanzó un grito unánime. Aquel estilo de regate era propio de la caballería ligera española, que los cristianos habían aprendido de los andalusíes durante las guerras de Granada.
Después de un buen número de lances en los que César aproximó tanto su yegua que levantaba chillidos de los espectadores, dejó en un extremo de la plaza al toro castaño, que resoplaba cansado por el esfuerzo y sangraba, y se acercó al burladero donde aguardaba Miquel. En un momento, los palafreneros soltaron unos estribos largos de la silla de César y cubrieron con un peto el pecho de la yegua. El gentío clamó. Sabían que llegaba el momento decisivo del combate. César hizo bailar a su montura para llamar la atención del toro y cuando este inició su carrerilla para embestir, azuzó al caballo y cargó lanza al ristre como un caballero haría contra otro, pero César no vestía armadura, sino una marlota morisca. Desafiaba a la muerte.
Se hizo un silencio total en la plaza cuando el gentío contuvo de nuevo la respiración. Si el hijo del papa no lograba clavar su lanza en la cruz del animal, sus posibilidades de esquivarlo serían mínimas y el choque sería fatal para caballo y caballero. César apoyó sus pies firmemente en los estribos y, sujetando con fuerza su lanza, se preparó para el choque. Con un crujido, la lanza se hundió más de un palmo en el lomo del animal justo en el punto en el que su espinazo se unía con los huesos de las patas anteriores. Después de unos instantes de aparente inmovilidad, el empuje del toro pudo con el jinete y el caballo, pero entonces la lanza se rompió y estos salieron por la derecha del animal sin que sus pitones los rozaran. Los espectadores clamaron entusiasmados. César se alejó del toro, aunque de inmediato hizo trotar a su yegua para encararlo de nuevo.
El animal se había quedado en el mismo sitio, chorreando sangre. Entonces César descabalgó y entregó las bridas y la lanza a unos mozos mientras otro le ayudaba a quitarse la capa. Cuando se quedó frente al toro, símbolo del escudo heráldico de los Borgia, desenfundó su espada, que brilló en el sol de la tarde. Era la espada que llevaba grabado en su acero «Aut Caesar aut nihil»; o César o nada. La frase definía cómo quería vivir su vida el hijo del papa. Soñaba con unificar Italia, derrocar a los pequeños tiranos y las repúblicas corruptas y construir una sólida nación italiana que expulsaría a franceses, españoles y alemanes de su territorio, defendiéndolo de los turcos. Y él sería el césar que la gobernaría como protector del papa.
Sosteniendo su espada con la derecha y la capa con la izquierda, César se fue acercando, erguido y gallardo, al astado. Este le esperaba ensangrentado y herido de muerte, pero aún peligroso, en el otro extremo de la plaza. El hijo del papa lanzó una rápida mirada a su izquierda y vio a su fiel Miquel Corella, también espada en mano, asomándose por detrás de un burladero. Lo sabía listo para salir e interponer su cuerpo entre él y el animal si fuese preciso.
El toro arrancó su enorme masa y corrió vacilante hacia el hombre.
—O César o nada. Gloria o muerte —murmuró el hijo del papa como una oración.
Sin desviar su camino continuó andando hacia el animal con la vistosa capa por delante para atraerlo hacia ella. La multitud le contemplaba con el corazón en un puño, en silencio, conteniendo el aliento. César tenía ya el toro encima cuando lo esquivó al tiempo que levantaba su capa, y el astado pasó sin encontrar su cuerpo. La plaza aulló. El animal se detuvo, dejaba un reguero de sangre detrás. César se le puso enfrente, a muy poca distancia, para que tratara de embestirlo. Pero el toro no lo hizo, pues apenas era capaz de sostenerse sobre sus patas.
Entonces, el Borgia soltó la capa y avanzó haciendo un molinete con su espada por encima de su cabeza. Al llegar donde el animal, dio dos pasos rápidos, se colocó en su flanco y sujetando la espada con ambas manos le lanzó un tremendo tajo al cuello. La cabeza de la res cayó por un lado y el cuerpo se mantuvo unos instantes en pie antes de derrumbarse. Toda la plaza se puso en pie gritando; aquella era una hazaña extraordinaria. Ni siquiera para un buen verdugo con un hacha bien afilada era fácil decapitar de un solo tajo a una persona. Y el cuello de un toro era varias veces más grueso que el de un hombre. Aquel golpe era propio de un formidable guerrero acostumbrado a cortar acero con acero. Se sorprendían de que aquel hombre, un ágil y reputado bailarín, poseyera a la vez la fuerza de un gigante. Nunca habían visto algo parecido.
El papa, que había pasado todo aquel tiempo rezando, se levantó elevando los brazos al cielo.
—¡Gracias, Señor Dios mío! —exclamó. Lloraba de emoción.
Su hijo, que con solo veinticinco años acababa de conquistar los territorios y fortalezas de Forlì, Faenza, Imola y Pesaro, demostraba además un valor y una fuerza descomunales. Y lo hacía frente a todos los grandes de Roma, amigos, enemigos y miles de extranjeros, incluidos todos los embajadores. La noticia recorrería Europa y la fama de los Borgia se acrecentaría aún más. Hasta sus enemigos le admiraban.
César se olvidó de la gente que le ovacionaba de pie, anduvo hacia la capa, la recogió y con ella limpió su espada. Pensativo, leyó la inscripción.
—Hoy ha sido César —murmuró.
Después enfundó la espada y, saludando al gentío, se dirigió al burladero en el que le esperaba Miquel Corella. No asistiría a las fiestas de aquella noche, como no lo había hecho con las de la noche anterior ni lo haría con las siguientes.
Por su parte, aquel día Joan escribió en su libro: «Ojalá que la sangre del toro sea la última que se vierta en el Vaticano». Pero sentía que la tormenta estaba a punto de estallar.
Y fue una tormenta, aunque no la que Joan anticipaba, lo que conmocionó Roma cinco días después.
Aquel era un día festivo en el que la Iglesia conmemoraba el martirio de sus patrones san Pedro y san Pablo. Además de la celebración eclesiástica, los Serra festejaban las onomásticas de Pedro Juglar y de Paolo Ercole, el bachiller romano que se había incorporado a la librería antes de la marcha de Niccolò. Almorzaban en el patio, tal como habían hecho unos días antes por San Juan, con sus empleados y las familias de estos. Eran un grupo numeroso que sumaba casi cincuenta personas. Habían transcurrido más de dos años desde la ejecución de Savonarola, el lugar de Giorgio en los talleres lo ocupaba Pedro, después de superar con éxito sus maestrías como encuadernador e impresor, y Paolo atendía la librería. Los florentinos exiliados habían regresado a su patria y Joan había contratado a españoles, sicilianos, napolitanos y un gran número de romanos, todos afectos a la causa del papa. Andreu y Martí, los hijos de María, que contaban con quince y trece años, eran ya aprendices y formaban parte del alegre grupo de muchachos.