—Caerán igualmente —repuso Joan—. La presión que ejerce el papa va minándolos. Y no pienso asesinar a fray Silvestro. Es un buen hombre, lleno de fe, que trata de vivir según las enseñanzas del Salvador, aunque las malinterprete al llevarlas a un extremo ridículo.
—Es un fanático y él y los suyos causan mucho daño a Florencia.
—Es una buena persona y cumple con la ley de Dios mucho mejor que el papa y todos sus cardenales juntos.
—Habéis convivido demasiado tiempo con ellos. —Niccolò dejaba ver su sonrisa irónica—. Esto no tiene que ver con quién es mejor o peor persona. Este es un juego de poder. Esos locos fanáticos controlan Florencia y son un incordio para el papa. Nuestra misión es acabar con ellos y no hay lugar para la misericordia. Existen demasiados ejemplos en la historia de personajes que perdonaron a sus adversarios cuando los tenían a su merced y sucumbieron después a manos de aquellos a quienes perdonaron. En el juego del poder, la piedad es un error que se paga muy caro. Obedeced y matad a fray Silvestro, no hay más opción. Es una orden directa de César Borgia.
—Esto es algo muy serio. No estaba en el trato y no pienso hacerlo.
—Pues debéis. Vuestra propia vida está en juego. Miquel Corella anticipaba que os resistiríais y ha enviado esta nota con la orden de puño y letra de César Borgia —dijo tendiéndole un pergamino.
«Ejecutad al fraile —leyó—. Sabéis cómo hacerlo, ya lo hicisteis antes.»
Joan se estremeció. ¿Se refería César a la muerte de su propio hermano? Al pie de esas dos frases estaba la inconfundible firma del portaestandarte papal. Sin duda le consideraba un sicario. Se quedó mirando a su amigo sin poder reaccionar, se sentía abrumado.
—Hacedlo —insistió Niccolò—. De lo contrario, los
catalani
jamás os lo perdonarán. Se trata de vuestra vida y la de vuestra familia.
Con las llaves en su poder, Joan regresó, apresurado, al convento. Comprendía que no tenía opciones y que su tiempo se acababa. Aquella misión, que le había disgustado desde un principio, ahora mostraba su cara más desagradable. Se sentía profundamente contrariado. Al llegar, fray Giovanni le esperaba; se puso en jarras, desafiante desde su altura.
—Habéis abandonado el convento sin permiso —le espetó frente al fraile portero y los soldados de guardia—. ¿Adónde fuisteis?
—A pasear por la ciudad —repuso Joan—. Estoy harto de este encierro y he decidido que un poco de aire fresco le haría tanto bien a mi cuerpo como a mi alma. Esto se parece más a una cárcel que a un monasterio.
—De aquí no se sale sin permiso de los padres superiores.
—Si he pecado sin saberlo, habré de responder ante ellos, no ante vos. —Y dando unos pasos hacia el hombretón, le hizo un gesto para que le franquease la entrada.
El fraile le puso la mano en el pecho para detenerle. Joan, que regresaba apenado y lleno de rabia después de la terrible orden recibida, estuvo a punto de retorcerle el brazo a pesar de la mayor corpulencia del joven. Sin embargo, se contuvo; debía mostrar humildad, estaba a punto de echarlo todo a perder.
—¿Qué ocurre, hermano? —le preguntó esforzándose en parecer sumiso.
—Que voy a registraros. Quitaos el hábito.
Joan comprendió que si le encontraban las llaves, estaba perdido.
—¿No sería mejor hacerlo en privado? Aquí hay mucha gente.
—Todos somos hombres, hacedlo.
Joan obedeció y quedó desnudo solo con su cilicio.
—Quitaos el cilicio.
Así lo hizo, y lo sostuvo en la mano. Fray Giovanni observó su cuerpo desnudo.
—Os podéis vestir. Pasad y que Dios os bendiga, fray Ramón.
Joan obedeció aliviado y se apresuró a subir a su celda. Allí, se quitó el cilicio y, apoyando su cuerpo contra la puerta para evitar una visita inesperada, fue descosiendo los puntos que sujetaban las llaves en el interior de la piel de cabra. Había sido precavido al pedir que las escondieran de aquella forma y afortunado de que fray Giovanni no lo hubiese revisado.
El tiempo se agotaba y al día siguiente, a la hora en que se reunían los padres superiores en la sala capitular, Joan lo intentó de nuevo. Primero quiso localizar a fray Giovanni en el claustro o en la iglesia, para evitar que le sorprendiera. No le vio, pero decidió que igualmente trataría de entrar en la celda del prior, a pesar del riesgo de ser descubierto. Subió a su celda, cogió las tres llaves maestras y después de comprobar que nadie deambulara por los pasillos, se fue al fondo del suyo, a la puerta de Savonarola. Probó la primera llave girándola dentro de la cerradura e intentando que moviera el engranaje sin lograrlo. Sudaba y podía oír los latidos de su corazón. Si le sorprendían en aquel momento, con las llaves, estaba perdido. Continuó con la segunda sin obtener resultado, y fue cuando introdujo la tercera que oyó un chasquido y la puerta se abrió. Joan contuvo la respiración un instante y entró para cerrar la puerta de inmediato. Se encontraba en un recinto en forma de L que daba acceso a una celda de tamaño normal, donde el prior tenía su catre. Era la única estancia que disfrutaba de ventanas a la calle y también al claustro. No mostraba las hermosas pinturas murales que adornaban el resto de las celdas, aunque un enorme crucifijo policromado presidía la pieza. De unos ganchos en la pared colgaba todo un muestrario de cilicios de distintos tamaños y formas. Aparte de los de piel de cabra, como el que Joan llevaba en la cintura, los había de redecillas metálicas con púas. Con curiosidad no exenta de cierto morbo y horror, el librero trató de adivinar en qué lugares de su cuerpo usaba el prior aquellos instrumentos de tortura. Además de para la cintura, los había para brazos y piernas, otros que por su tamaño debían de acoplarse en la espalda y finalmente unos que Joan, consternado, se dijo que solo podían ser para los genitales.
—¡Qué locura! —murmuró.
No podía perder más tiempo y se apartó de aquella inquietante pared para registrar la celda. Su austero mobiliario lo formaban un catre, una mesa escritorio y anaqueles con libros. De inmediato empezó a revisarlos, con el mismo resultado que el obtenido en la cámara de fray Silvestro. Sentía su corazón en un puño. Si le descubrían en la celda del prior, no tendría excusa, pero debía encontrar el libro, no le quedaba otra opción. Palpó las paredes, el suelo, revolvió el jergón. No estaba allí. Abrumado, regresó a su celda después de cerrar la puerta con llave. Allí se puso a rezar. No encontraba el maldito libro y tenía que matar a fray Silvestro. Mientras oraba se decía que no podía desistir y que cada día que pasaba aumentaba el riesgo de ser descubierto. Las cartas de España podían llegar en cualquier momento y San Marco se convertiría en una trampa mortal para él.
Cuando fray Silvestro le preguntó por su salida del convento el día anterior, él le dio la misma respuesta que a fray Giovanni.
—No debéis ser tan impulsivo, fray Ramón —le reprochó paternalmente el fraile jorobado—. Recordad vuestro voto de obediencia. Rezad, haced penitencia.
—Así lo haré, padre —repuso Joan cariacontecido.
Le costaba hablar con fray Silvestro. Este le miraba inocente, creía su mentira, le sonreía, y Joan sabía que tenía que matarle. Se le revolvía el estómago.
Decidió revisar también la celda de fray Domenico. Sabía cuánto se arriesgaba, pero lo hizo la tarde del día siguiente. Una de las llaves maestras funcionó, pero el libro tampoco estaba allí.
Regresó a los rezos y las disciplinas. Se encontraba en un punto muerto. ¿Existía aquel libro o era solo un desvarío? Por más que le daba vueltas al asunto, no hallaba la solución.
No fue hasta un par de días después cuando, rezando los maitines en la iglesia, le vino a la memoria aquella pared en la que el prior colgaba su colección de cilicios. La recordaba con horror, pero en aquel momento, como en un destello, una idea iluminó su mente. ¡En aquella pared, y en uno de aquellos cilicios, podía hallarse la clave del enigma!
Por la mañana, aparentemente despistado, Joan tropezó en la biblioteca con fray Silvestro, y sus sospechas se confirmaron. Sin embargo, esperó a que, terminados los rezos de la hora sexta, los frailes se recogieran en sus celdas y que fray Silvestro regresara de su reunión en la sala capitular. Entonces, con la capucha calada y los brazos cruzados con las manos dentro de las mangas del hábito, anduvo por los corredores como si estuviera rezando, aunque su corazón latía alocado. Sabía que fray Lorenzo, el bibliotecario, tenía costumbre de volver a su trabajo antes de que los demás terminaran la siesta y sus oraciones. Esperó a que se dirigiese a la biblioteca y cuando le vio entrar murmuró «ahora o nunca», fue hacia la celda de fray Silvestro, empujó la puerta con suavidad y entró. El monje, que se encontraba rezando de rodillas frente a la pintura de la pared, no se percató de nada. Después de asegurarse de cerrar bien la puerta, Joan le llamó quedo:
—Fray Silvestro.
El fraile se incorporó extrañado y, al verle, mostró su tímida sonrisa.
—Fray Ramón. ¡Qué sorpresa! —dijo—. ¿En qué puedo ayudaros?
Joan vio cómo los azules ojos del fraile se abrían asombrados instantes antes de que le estrellara el puño en la boca. El hombre lanzó un quejido sordo mientras su cuerpo chocaba contra la pared del fondo y Joan se abalanzaba sobre él. De inmediato le hizo abrir la boca ensangrentada y le introdujo unos trapos para evitar que gritase. Aquello le repugnaba, pero debía hacerlo por su familia y por su propia vida.
Después le tumbó en el suelo boca abajo, le enlazó el cuello con una soga y empezó a apretarla haciendo torniquete al estilo de don Michelotto. El cuerpo del fraile estaba inerte, no se resistía, y a Joan le vinieron los recuerdos de cuando el verdugo en Barcelona, frente a la hoguera, aplicó el garrote a sus padres adoptivos, los Corró, para darles una muerte misericordiosa antes de que sus cuerpos quemaran en la hoguera.
Se estremeció, estaba sudando de angustia, y detuvo el torniquete. Sabía que si le dejaba con vida seguramente daría la alarma antes de que pudiese cambiarse las ropas y disfrazarse para salir de la ciudad. Los soldados cerrarían las puertas, quedaría atrapado y le capturarían. No solo fracasaría en su misión y desobedecería órdenes, sino que lo pagaría con su propia vida. Debía matarle.
Recordó entonces las palabras del almirante Vilamarí al despedirse. «Siempre has pretendido ser superior moralmente, Joan Serra de Llafranc. Pero te engañas. Tú eres de los nuestros y si no muerdes, es porque no tienes hambre. Mataste cuando llegó la ocasión y robaste cuando lo necesitabas. Y lo harás de nuevo cuando tengas que hacerlo.»
Volvió a apretar el torniquete, pero sus manos apenas tenían fuerzas, no le obedecían. «No, no lo haré», se dijo. Ni quería ni podía. Al diablo con don Michelotto, con César Borgia y con el mismísimo Vilamarí. Aquello no era lo acordado, él no era un asesino. Un hombre libre, eso quería ser a pesar de todo. Puso al fraile boca arriba, estaba inconsciente y con la horrible marca de la cuerda alrededor del cuello.
—Gracias a Dios —murmuró Joan—. Aún respira.
Apretó más los trapos que le salían de la boca y los aseguró con un pañuelo anudado a su nuca. Después le giró de nuevo y procedió a subirle el hábito en busca de su joroba. Su cuerpo blancuzco y desnudo mostraba una gran delgadez, y Joan se dijo que por eso le era tan fácil moverlo. Llevaba un cilicio en forma de mochila que lo cubría de los hombros a la cintura; al quitárselo descubrió una bolsa. En su interior había un libro.
—¡Es el libro! —susurró emocionado—. ¡Tiene que ser el libro! ¡Ha estado todo el tiempo frente a mis ojos, en la falsa joroba de fray Silvestro!
El recuerdo del cilicio que colgaba de la pared en la celda de Savonarola y que solo podía usarse en la espalda le había dado la clave. En el rezo de maitines de aquella noche lo relacionó con su encuentro nocturno con fray Silvestro, sonámbulo; cuando le acostó notó bajo su hábito la dureza de la joroba. Quizá lo que el monje tenía en la espalda no era ni un cilicio ni una joroba, sino el
Libro de las profecías
. Quiso confirmar su sospecha chocando por la mañana con el fraile en la biblioteca, y palpó disimuladamente su joroba. Notó algo extraño y se dijo que podía estar en lo cierto y que el fraile protegía el libro con su falsa joroba al tiempo que se mortificaba con él. ¡Y había acertado!
La encuadernación del libro era de un cuero bastante humilde, y contenía un buen número de páginas garabateadas en latín. El temor venció a la curiosidad de Joan y no leyó nada. De inmediato le bajó el hábito al fraile y le ató manos y pies. Después unió ambas ligaduras de forma que no pudiera gatear y por fin pasó la cuerda por la reja del ventanuco de la celda para impedirle salir de esta. Contemplando satisfecho su trabajo, agradeció conocer los nudos de cuando navegaba en la galera.
No había tiempo que perder. Envolvió el libro con la capa del monje y lo ató con el cordón que este usaba como cinto. Después, rezando para no encontrarse a nadie en el pasillo, abrió la puerta con cuidado, sacó la cabeza y lo vio desierto. Anduvo pausado cruzando los brazos sobre el pecho al tiempo que sostenía el bulto. Giró a su derecha hacia el corredor este, que tenía celdas a ambos lados del pasillo; las de la izquierda, destinadas a los frailes veteranos, eran las únicas cuyas ventanas daban a la calle. Empujó la puerta del cuarto del fraile bibliotecario, que sabía se encontraba trabajando, y la cerró tras de sí. Se asomó a la ventana. Abajo paseaba un hombre con gorro negro y un pañuelo rojo en las manos. Era Francesco, el proxeneta amigo de Niccolò, que, según habían acordado, hacía guardia a aquella hora desde el último encuentro de ambos en el burdel clandestino. Joan silbó discretamente y cuando el hombre miró hacia arriba le lanzó el paquete a través de las rejas, de forma que este lo cazó al vuelo.
Nada le quedaba que hacer en el convento, y con el mismo andar tranquilo se fue hacia la puerta de salida, donde le dio un vuelco el corazón al ver que al fraile portero le acompañaba fray Giovanni, el corpulento joven que hacía las veces de policía. Por un instante se sintió tentado de dar la vuelta, pero ya era demasiado tarde.
—¿Adónde vais, hermano Ramón? —quiso saber el portero.
—¿No estaréis saliendo sin permiso como hace unos días? —añadió fray Giovanni frunciendo el ceño, receloso.
—Llevo un recado de fray Silvestro. —Joan vio que la guardia armada le miraba esperando una orden de los frailes para intervenir.