«Tiene que estar aquí —se repetía atormentado—. Tiene que estar aquí.»
El tiempo corría veloz y sentía que estaba fracasando. Revisó las paredes pulgada a pulgada; estaban encaladas y si escondían algún hueco no se podía acceder a él sino perforándolas. No, el libro tenía que encontrarse en un lugar accesible para la interpretación de fray Silvestro antes de los sermones de Savonarola y fray Domenico. Por lo tanto, no podía estar emparedado. ¿Dónde se hallaba, pues? Se dijo que quizá lo guardara Savonarola en su propia celda. Sería extraño, puesto que se suponía que fray Silvestro era el custodio, pero no imposible. Savonarola se reunía con frecuencia con Domenico y Silvestro, en especial después de los rezos de la hora sexta, en la sala capitular, y decidió que aquel sería el momento de revisar la celda del prior. Al salir vio que la llave continuaba en la parte interior de la cerradura, tal como la había visto la noche anterior, y se apoderó de ella.
Las estancias que ocupaba Savonarola estaban al final del corredor que conducía a la propia celda de Joan, así que solo tuvo que esperar a que los demás frailes se hubieran recogido en sus celdas para salir de la suya, recorrer con rapidez unos pasos y empujar la puerta. Tenía cerradura, al igual que la de fray Silvestro, y Joan anduvo hasta allí con el corazón encogido y los ojos fijos en el agujero metálico, rezando para que estuviera abierta, como había encontrado la del fraile jorobado. Empujó la puerta, pero no se abrió. Lo hizo con más fuerza, incluso la golpeó con el hombro por si estuviera atrancada, pero la puerta se mantuvo firme. Joan comprendió que el prior sí usaba la llave. Regresó a su celda y al poco estaba de vuelta con la llave de fray Silvestro, que probó en la puerta del prior. Entraba con facilidad en la cerradura, pero no fue capaz de hacerla girar. Sería una llave similar, pero distinta.
—¿Qué estáis haciendo?
Joan sintió un gran sobresalto, recuperó la llave con disimulo y se volvió escondiéndola en su mano. Sentía su corazón latiendo acelerado. Allí estaba fray Giovanni, el joven que le había acompañado a su llegada al convento cuando tuvo que pasar el escrutinio de Savonarola. Sospechaba que era los ojos y los oídos del prior y que le vigilaba.
—Rezaba mientras caminaba arriba y abajo por el pasillo —improvisó Joan, que no sabía si Giovanni acababa de verle o llevaba más tiempo observándole—. Cerré los ojos para concentrarme mejor y de pronto he golpeado esta puerta. Debo de haberme dormido. El horario de rezos nocturnos me produce sueño durante el día. Por eso muchas veces rezo andando.
—Esa es la celda del prior —le informó el joven adusto.
—Sí, lo sé. ¡Que el Señor le bendiga!
—Aquí, cuando rezamos andando, lo hacemos en el claustro —dijo Giovanni con el mismo tono seco—. Para eso está. Imagino que en Santa Caterina, en Barcelona, tendréis la misma costumbre.
—Así es, pero yo no me limito al claustro. Cualquier lugar es bueno para alabar al Señor.
Fray Giovanni gruñó en un asentimiento desganado; sin duda, sospechaba. Joan reparó en su corpulencia y se dijo que debía de desempeñar la tarea de policía dentro del propio convento. No sabía si le había convencido y comprendió que su estancia en San Marco se hacía cada vez más peligrosa.
Aquella tarde, charlando sobre libros, fray Silvestro le mencionó con toda inocencia que aguardaban unas cartas de España con una lista actualizada de Torquemada sobre los criterios usados por la Inquisición para prohibir libros. Dijo que estaba impaciente por leerlas y que esperaba su llegada de un momento a otro. Joan tragó saliva. Sabía que aquellas cartas contendrían su condena a muerte. El cerco se estaba estrechando, apenas le quedaba tiempo. Era ya viernes, y se dijo que aquel domingo, durante la hoguera de las vanidades, tendría que asumir nuevos riesgos.
La pira estaba colocada en la plaza de la Señoría, frente al Palacio Viejo, y a ella fueron llegando en procesión los monjes del convento y las compañías blancas cantando. Los esperaban multitud de fieles. Los frailes dominicos se situaron en tres filas mirando hacia la hoguera, mientras que Savonarola, fray Silvestro y Domenico de Pescia fueron hasta la entrada del palacio. Allí estaba instalado el púlpito y, al poco, fray Domenico subió a él y empezó a predicar al gentío, que le seguía en un silencio absoluto. Clamaba sobre el pecado y las vanidades recordando las profecías del Apocalipsis. Amenazaba con hambre, pestes, el infierno y el fin del mundo. En opinión de Joan, había mucha diferencia entre la fuerza del prior y la de su segundo, pero aun así atemorizaba a los fieles, que se encogían bajo el peso de sus palabras. Cuando terminó, los frailes se pusieron a cantar mientras prendía la hoguera, y aquel fue el momento que Joan, que se había situado en la última hilera de frailes, aprovechó con disimulo para ausentarse a pesar del elevado riesgo de ser descubierto. Necesitaba ver a Niccolò.
El Puente Viejo estaba cerca, y, a paso rápido y con el corazón acelerado, lo cruzó hacia Oltrarno, el barrio situado en la margen izquierda del río. Anduvo según las instrucciones recibidas de Niccolò y al rato se encontró en un callejón solitario, cerca de unos descampados próximos a las murallas del sur de la ciudad. Allí, identificó una casa de planta y un solo piso frente a un vallado. La puerta estaba cerrada, pero el fraile introdujo la mano por el agujero redondo de una gatera y palpó el suelo en busca de una llave. La encontró y, con rapidez, después de comprobar que nadie le había visto, abrió la puerta y se introdujo en la casa. Cruzó una sala sin muebles, iluminada por un ventanuco, y llamó a una segunda puerta que había enfrente. Un hombre corpulento, de gruesas cejas y cabeza rapada le abrió al poco, le miró de arriba abajo, hizo un gesto de disgusto al identificar el hábito y le preguntó, agresivo:
—¿Qué se os ofrece?
—La virtud llueve sobre Florencia —le dijo Joan en tono solemne.
—Llueve hasta inundar —repuso el hombre.
—Cesará cuando la ciudad sea santa.
El hombre le ordenó con una seña que pasara a la siguiente estancia mientras él se aseguraba de atrancar la puerta.
—¡Caterina! —gritó entonces sin ni siquiera hablar con Joan.
Una muchacha apareció tras una de las puertas que daba a la estancia. De inmediato, Joan comprendió que había algo extraño en ella. Se cubría la cabeza con un manto, aunque mostraba un generoso escote, algo imposible de ver en la Florencia de Savonarola.
—Ve y dile al Machio que tiene visita.
Al oír el apodo tabernario de Niccolò, Joan lo comprendió todo. El lugar de encuentro secreto que Niccolò había designado era un burdel clandestino, y las precauciones no eran solo a causa de la conspiración contra Savonarola, sino por lo peligroso de su actividad en la Florencia de aquellos días. Y lo extraño en la muchacha, aparte del escote, era que no se apreciaba volumen bajo el manto que cubría su cabeza; al igual que el hombre, no tenía pelo, se lo debían de haber rapado. Seguramente los llorones habían rasurado el cabello a todos los de aquella casa. Al poco apareció Niccolò, el único con pelo en la cabeza, junto a otra muchacha de aspecto semejante a la anterior, y le saludó con un fuerte abrazo. Después se retiraron a una habitación para charlar.
—No tengo tiempo. He aprovechado la hoguera de las vanidades para escapar y debo regresar lo antes posible. ¿Cómo está Anna? Y ¿mi madre, mi hermana y los niños?
Niccolò le dijo que todos se encontraban bien y que Miquel Corella mantenía a Anna informada de los acontecimientos. Joan puso al corriente a su amigo de lo ocurrido en el convento.
—Necesito un juego de llaves maestras para abrir las celdas del prior y del suprior.
—Como bien sabéis, no se pueden hacer sin las originales.
Joan se llevó la mano al cuello de su hábito, tiró del escapulario y allí, atada, apareció la llave de fray Silvestro.
—La del prior tiene que ser parecida —le dijo a Niccolò—. Encajaba bien en su cerradura y por un momento pensé que la abriría. Tendréis que fabricarlas sobre este modelo.
—Haremos lo que podamos, aunque no serán del todo fiables.
—Lo sé.
Habían discutido en Roma la posibilidad de tener que fabricar llaves y Niccolò estaba preparado para ello. Calentó al fuego del hogar unos moldes de cera para sacar después impresiones de la llave por ambos lados.
—Las tendréis en dos días. ¿Vendréis a recogerlas?
—Es muy peligroso, pero no hay otra opción.
—Podríamos tratar de entregarlas en el convento. Escondidas en algo.
—Revisan lo que entra y lo que sale, me descubrirían. Es como una prisión. Veré qué invento para poder salir.
—Daos prisa —le advirtió Niccolò—. Ya superamos el mes y las cartas de España llegarán pronto. Si os encuentran en el convento, os costará la vida.
—Viniendo en carabelas o carracas, deberían demorarse dos o tres semanas más.
—Más nos vale.
—Ya sé que debo apurarme —repuso Joan angustiado—. Pero aún no sé dónde está el libro.
—Ánimo, lo encontraréis.
Y se despidieron con un abrazo. Al notar el agradable contacto del cuerpo de su amigo, Niccolò sintió un tenue remordimiento recordando que había tratado de seducir a su esposa.
—Cuidaos —le pidió.
Joan rezaba para que no hubieran notado su ausencia. Cuando llegó a la plaza de la Señoría, el acto estaba en pleno apogeo. Los niños de las compañías blancas y los frailes aún cantaban, acompañados por muchos de los fieles. La hoguera ardía con fuerza, los maderos crepitaban produciendo pequeños estallidos y un humo negro se elevaba sobre la plaza impregnándola de un olor intenso. Gran parte de los asistentes, que rezaban arrodillados, parecían en éxtasis; muchos se acercaban a la hoguera y lanzaban vestidos, cuadros, libros y todo tipo de objetos que pudieran considerarse lujosos o que produjesen placer. Otros, los hombres sin camisa y las mujeres cubiertas por un velo que les tapaba la cara, andaban de rodillas hacia el fuego azotándose la espalda y lanzaban gritos desgarradores suplicando el perdón de sus pecados. Lloraban. De pronto, alguno de los que rezaban arrodillados en aparente calma parecía romperse y temblando se ponía a chillar mientras se mesaba los cabellos o golpeaba el suelo con los puños.
Joan había presenciado alguna escena semejante alrededor de las hogueras de la Inquisición, pero nada comparable con aquella enajenación colectiva. Antes de ocupar su sitio en la última hilera de frailes se acercó hasta un lugar desde donde pudiera ver a fray Silvestro, que se encontraba junto a Savonarola y Domenico al otro lado de la pira, rodeados de una guardia armada, y pudo ver en su rostro una expresión feliz. De rodillas, con la capucha negra de su hábito calada y los ojos cerrados, rezaba con las manos juntas. El prior, de pie, lo observaba todo con sus ojillos oscuros e inquietantes. De perfil, su gran nariz ganchuda parecía aún mayor, y su grueso labio inferior se curvaba en lo que podría ser una leve sonrisa. Aquella era su obra.
Las llamas se elevaban hacia el cielo y la barahúnda de gritos, aspavientos, llantos y cánticos crecía por momentos.
Joan contemplaba aquel espectáculo con una mezcla de horror y sentimiento. Imitó a fray Silvestro y, después de calarse la capucha, se arrodilló a rezar. Por el perdón de sus pecados, por su familia, por el éxito de su misión y por la salvación de su alma. Al poco se sintió como borracho, notaba que aquella pasión colectiva le arrastraba a él también, y con un nudo en la garganta, sin poder evitarlo, al contemplar las llamas, oler el humo y oír los gritos y aullidos, empezó a suplicar a media voz. Por Anna, por su familia, para que pudiera verlas de nuevo.
—Os ausentasteis después del sermón —le dijo fray Silvestro al día siguiente.
Joan se sobresaltó. Estaba seguro de que ninguno de los tres líderes dominicos había podido verle; sin embargo, alguien le había estado vigilando y le había delatado. Aun así, creía que no le habían seguido, pues se mantuvo todo el tiempo alerta sin ver a nadie sospechoso. Al llegar al convento, en la primera ocasión que tuvo, devolvió la llave a la habitación de fray Silvestro. Esperaba que el fraile no se hubiera percatado de su desaparición.
—Estoy indispuesto y tuve una necesidad perentoria. Fui hasta el río, no conozco la ciudad, y me perdí.
Fray Silvestro rio. Su risa era franca y divertida y Joan se sintió aliviado.
—Así que ¿vuestro estómago no puede resistir la exquisita cocina del convento? Tendremos que hablar con el hermano cocinero.
—Hace más de un mes que llegué y ayer fue la segunda vez que salí del convento —repuso Joan—. Esta es una orden de predicadores. Deberíamos estar en la calle, con la gente. Otros frailes van a predicar a las iglesias o a los pueblos; incluso lo hacen en cualquier rincón de la ciudad.
—Mirad, fray Ramón, los hermanos Girolamo y Domenico son grandes predicadores. Pero no todos hemos de serlo, con unos cuantos basta. Yo, sin ir más lejos, soy un desastre. En el púlpito empiezo a tartamudear. Y con vuestro acento, no creo que la gente os escuche demasiado. Lo nuestro son los libros.
—Pues salgamos a revisar librerías. —Joan precisaba de una libertad mínima para recoger las llaves que le había encargado a Niccolò.
—Apenas quedan libros escritos en las librerías. Y los que hay son religiosos, la mayoría, libros de horas. Las librerías venden plumas, otro material de escritura y libros en blanco. Con esos no tenemos problemas.
—Aun así deberíamos salir. No es bueno tanto encierro.
—Se lo comentaré al prior —dijo fray Silvestro haciendo un gesto ambiguo.
La respuesta de Savonarola fue que continuaran rezando en el convento según la rutina monástica. Joan sabía que el tiempo corría en su contra y pasados unos días decidió arriesgarse y salir del convento sin permiso. No quedaba otra opción. Lo que no sabía era que en el prostíbulo ilegal, junto a las llaves, le esperaban malas noticias.
—Debéis ejecutar a fray Silvestro Maruffi.
Joan se quedó mirando a Niccolò con un asombro lleno de espanto.
—Un momento. Nunca hablamos de matar a ningún fraile. Yo no soy un sicario.
—Las instrucciones de César Borgia han cambiado. Si les quitamos el libro y el fraile muere, todo el poder profético de Savonarola desaparece. Se hundirá en el desprestigio y caerá como fruta madura. Si no podemos robar el libro, hay que matarle aún con más razón; fray Silvestro es su intérprete.