«¿Próxima ocasión? —se preguntó Joan alarmado—, ¿es que habrá una próxima ocasión?»
—Debéis saber que hay cosas que no puedo hacer y no haré —repuso firme—. Pero que os soy fiel.
—Eso lo veremos en su momento —concluyó César Borgia—. Podéis retiraros.
Joan hizo una pequeña reverencia y se dirigió hacia la puerta decepcionado. Le quedaba un amargo sabor de boca.
A la salida, Miquel Corella, sonriente, le dio un coscorrón.
—¡Anda, que has salido bien librado!
—¿Bien librado? —dijo Joan serio—. ¡Me ha amenazado! ¡Qué mal pago para tan gran servicio!
—Has salido bien librado —insistió don Michelotto—. Y suficiente pago tienes con tu librería.
Joan se alegró de tomar en sus manos su viejo libro de aprendiz, que acarició con cariño. Había mucho que anotar en él. Tenía el privilegio de conocer en persona a los dos personajes más antagónicos y carismáticos de su tiempo en cuanto a la religión: Alejandro VI y Savonarola. Con un resultado asombroso; le costaba decidir cuál era peor. Con respecto a Savonarola escribió: «El exceso de virtud es también un vicio. Dios nos libre de los fanáticos que matan en Su nombre». Y pensando en Alejandro VI anotó: «Busca una Iglesia poderosa a salvo de las presiones mundanas de príncipes y reyes. Y peca tratando de obtener el poder necesario para lograrlo. Eso tampoco puede complacer a Dios».
Estuvo un tiempo pensando sobre uno y otro, sus formas y estilos contrapuestos. Concluyó que quizá el más censurable fuese Alejandro VI y, sin embargo, le gustaba ya no como pontífice, sino como persona. No podía evitar ser un hombre cuyos deseos de poder y concupiscencia le superaban en muchas ocasiones. Se arrepentía, hacía penitencia y volvía a pecar. «Es humano. Y mucho más divertido», anotó Joan algo avergonzado por lo pueril de su razonamiento.
A pesar de la inquietud que a Joan le causó su entrevista con César Borgia, aquel fue un invierno feliz. La boda de María se celebró con la asistencia de todos los empleados de la librería y muchos compañeros de armas de Pedro, incluido don Michelotto, en un ambiente de gran alegría en el que el novio fue requerido para tocar su guitarra y cantar. A partir de aquella noche, Pedro Juglar dejó de dormir en el taller de los aprendices para hacerlo con su esposa en el primer piso de la segunda casa.
La siguiente gran celebración tuvo lugar a finales de febrero, cuando Anna anunció que estaba embarazada de dos faltas. Joan no cabía en sí de alegría y su esposa puso toda su ilusión en aquel ser que crecía en su seno. Sabía que no había mejor regalo para su esposo. A esto le siguió el mismo anuncio el mes siguiente por parte de María. La familia Serra prosperaba y crecía y Joan no dejaba de agradecerlo en sus oraciones.
El 20 de marzo de 1498 apareció en Roma el gobernador de la isla de Ischia, Innico d’Avalos, marqués del Vasto. La paz firmada entre Francia y España el año anterior le permitía viajar, dejando el gobierno en manos de su hermana Constanza, con la tranquilidad de saber que su isla no sería atacada. Ischia era un enclave estratégico del reino de Nápoles y su gobernador, una figura relevante, por lo que se alojó en el palacio del embajador napolitano. Su primera actividad en Roma fue visitar al papa y a su hijo, aliados de su señor, el rey de Nápoles.
Innico aceptó la invitación del matrimonio Serra y durante la comida en el primer piso de la librería les preguntó si aún seguían comprometidos con las tres libertades representadas en su medallón. Le respondieron afirmativamente y le contaron su lucha, que el marqués ya conocía, tanto por ayudar a los indignados que quedaban en Florencia a salvar todos los libros florentinos posibles como por imprimir libros que compensaran los quemados en las hogueras de Savonarola. El marqués se mostró complacido por ello y satisfecho por el éxito de la misión de Joan en Florencia. El librero se sorprendió al comprobar que el napolitano conocía detalles que él no le había contado. ¿Quiénes le estarían informando? Con toda seguridad, alguien que ocupaba posiciones claves del Vaticano.
—El tiempo de Savonarola está a punto de terminar —dijo el marqués repitiendo lo afirmado tiempo antes en su carta.
—Sí, pero ¿cuándo? —quiso saber Joan—. Eso ya nos lo dijisteis hace tiempo.
Innico d’Avalos sonrió.
—Cuestión de días. ¡Se han perdido tantos libros maravillosos, tantos extraordinarios conocimientos de la humanidad en barbaries como la de Savonarola!
El marqués se acarició la barba canosa, casi blanca, mientras los miraba con sus grandes ojos oscuros. Su extraño medallón de oro, que mostraba un triángulo isósceles dentro de un círculo, brillaba a través de la abertura de su camisa.
—Imaginaos los incendios de la biblioteca de Alejandría —continuó—. O los de las bibliotecas de Constantinopla cuando la tomaron los turcos, o tantos otros ejemplos de cómo unos instantes de salvajismo pueden acabar con miles de horas de estudio y saber. La de Savonarola es una barbarie comparable a esas, y he decidido quedarme en Roma a esperar su caída. Cuando eso ocurra iré a Florencia a presenciarlo, y me gustaría que vos, Joan, me acompañarais.
Los Serra se miraron sorprendidos.
—Sería un honor, marqués —repuso Joan cauto—. Sin embargo, me gustaría saber si ese viaje, aparte de contemplar el fin de esos frailes, tiene algún otro propósito.
El gobernador de Ischia sonrió.
—Sí que lo tiene —dijo—. Florencia ha sido la cuna más brillante de la cultura en Italia y esos fanáticos la han destrozado. Quiero contribuir al retorno de ese espléndido pasado y que vos me ayudéis a abrir una librería libre igual que la vuestra. ¿Qué tal ese Giorgio di Stefano que trabaja con vos y al que me habéis mencionado en vuestras cartas? Según me decíais, es florentino…
—Es el hombre adecuado —repuso Joan, al que la idea le entusiasmaba—. No le tendréis que aleccionar sobre las tres libertades. Es un firme opositor a Savonarola y cree en ellas.
—Bien —aprobó el marqués satisfecho—. Me gustaría hablar con Giorgio di Stefano y si es nuestro hombre, prestarle dinero y avalarle como hice con vos cuando supe del proyecto de vuestra librería. Os pido a vos que hagáis lo mismo.
Joan miró a Anna invitándola a hablar.
—Apreciamos mucho a Giorgio y le ayudaremos, marqués —dijo ella—. Sin embargo, nos gustaría saber cómo podéis estar tan seguro del inminente fin de Savonarola.
—La mayoría de los seguidores de Savonarola lo son porque le creen un profeta del Apocalipsis —repuso el marqués con un gesto amable—. El robo del libro por parte de vuestro marido ha sido un tremendo golpe para los frailes; creen haber perdido el poder de la profecía. Y conforme Savonarola pierde poder, las presiones del papa sobre el gobierno de Florencia son más efectivas. Estoy a la espera de los compases finales de la tragedia.
—¿Sabes lo último ocurrido en Florencia? —le preguntó Miquel Corella a Joan con una sonrisa de triunfo unos días después. Le había ido a ver a la librería para darle la noticia.
—No. ¿Qué?
—Savonarola desafía otra vez al papa y predica de nuevo a pesar de la prohibición de este. Además, interceptamos a un mensajero con una carta en la que convocaba un concilio universal para derrocar a Alejandro VI.
—Desconocía eso último.
—Pues así es —repuso el valenciano—. De todas formas, Savonarola no es ya lo que era y los florentinos desconfían de su poder profético. Pero como aún no está acabado, hemos tenido que actuar rápido.
—¿Actuasteis? —Joan comprendía ahora que él había sido solo una pequeña pieza del mecanismo que acabaría con Savonarola.
—Los franciscanos del convento de la Santa Croce son enemigos declarados de los dominicos de San Marco. Les indigna que los de Savonarola se atribuyan una relación especial con Dios y que la gente de Florencia lo crea. Pues bien, el prior franciscano, Francesco da Puglia, ha proclamado con insistencia que la inspiración divina que se atribuye Savonarola es falsa y que Dios no le concede favores especiales. Así que le retó a caminar juntos por el fuego para que Savonarola demostrase que Dios le protegía sin quemarse. Fray Francesco afirmaba que era consciente de que sería pasto de las llamas, pues no pensaba pedir ningún milagro.
—Y ¿qué dijo Savonarola?
—Se negó diciendo que él está reservado para trabajos más elevados, pero accedió a que fray Domenico de Pescia, que se ofreció gustoso, ande por el fuego.
—¿El suprior? —inquirió Joan sorprendido—. ¡Está loco!
—Parece mentira que tú, que has sido fraile, digas eso —repuso Miquel con una sonrisa divertida—. Es un hombre con fe. Pero aquí no acaba la historia. Fray Francesco, el prior franciscano, se niega a quemarse vivo si no es junto a Savonarola. Vamos, una cuestión de jerarquía. Y así, uno de sus frailes, Giuliano Rondinelli, ha tomado su lugar.
Joan no pudo evitar reír y Miquel le acompañó.
—El asunto se ha convertido en un gran evento en Florencia y los frailes han sido llamados por la Señoría para registrar por escrito los términos del trato —continuó Miquel—. Y el acuerdo es este: si el dominico salva su vida después de atravesar una gran hoguera, lo cual sería un milagro, y el franciscano no, fray Francesco da Puglia será desterrado de Florencia por acusar injustamente a Savonarola. Pero si ambos mueren, entonces Savonarola es el falsario y será desterrado de Florencia.
—Eso obliga a los dominicos a pedir un milagro de Dios. Y que ocurra en público.
—Exacto. Y ¿crees que el Señor lo concederá?
—No lo creo —repuso Joan pensativo—. Ya podéis hacer santo a ese franciscano si muere en la hoguera. Buen favor os hace.
—Lo de su santificación se puede arreglar. —Miquel sonreía—. El día 7 de abril tiene lugar el juicio de Dios, la ordalía, y yo iré con una unidad del ejército vaticano para que la Señoría se convenza de una vez por todas de que debe dejar de proteger a ese hombre y nos lo entregue. El marqués del Vasto, Innico d’Avalos, viene con nosotros y me ha pedido que te invite. Tenemos el tiempo justo para llegar. ¿Vienes?
Joan sintió una sensación extraña al ver de nuevo la puerta de San Frediano de Florencia, por la que había entrado como fraile y que había atravesado en su huida a caballo con el libro robado. Ahora llegaba junto a una pequeña fuerza vaticana al mando de la cual estaba Miquel Corella.
La tropa tuvo que acampar en el exterior de las murallas, ya que la Señoría se negó a dejarla entrar alegando que todos los extranjeros, a excepción de los mercenarios contratados por la ciudad, debían permanecer fuera de sus muros durante la ordalía. No querían intromisiones foráneas. Sin embargo, como deferencia al papa, prometieron abrir las puertas a don Michelotto y a una parte de su tropa al día siguiente. Este aceptó y contrató a un mensajero florentino para que entrase y saliera de la ciudad y le informase del desarrollo de los acontecimientos.
—Será divertido —dijo Miquel.
—A no ser que Savonarola haga un milagro —repuso Joan irónico.
El valenciano sonrió negando con la cabeza. Junto a ellos, además de Innico d’Avalos y Giorgio, se encontraba Niccolò, que había salido de la ciudad a recibirlos tan pronto como llegaron.
—Savonarola ha perdido muchos partidarios en el consejo de la Señoría en los últimos meses —explicó el florentino— y ya puedo moverme por la ciudad con libertad. Es aún poderoso, aunque su futuro depende de lo que hoy ocurra. La Señoría ha mandado construir en la plaza que lleva su nombre, frente al Palacio Viejo, una plataforma de madera y leña de unos cien pasos de largo por veinte de ancho y de una altura superior a la de un hombre. Toda ella está embadurnada de aceite y resina para que arda mejor. La plataforma tiene dos estrechos pasillos en extremos opuestos, por donde tendrá que entrar cada uno de los frailes cuando la estructura empiece a arder. El resultado solo puede ser la muerte o un milagro.
—Será un suicidio —dijo Miquel Corella—. ¿Tan locos están esos frailes?
—Ya lo veremos —respondió Niccolò encogiéndose de hombros—. Lo cierto es que Florencia entera está pendiente del espectáculo.
Niccolò regresó a la ciudad para presenciar los acontecimientos y al rato el mensajero de Miquel trajo noticias.
—Los franciscanos han llegado primero y después lo han hecho los dominicos, cantando: «Dejad que se muestre el Señor para que sus enemigos sean dispersados» —relató el hombre—. Pero tan pronto como se han encontrado unos frailes y otros, han empezado a discutir. Fray Domenico, el suprior dominico, vestía una capa que los franciscanos querían que se quitase, pues decían que Savonarola la ha encantado. Y aún siguen discutiendo.
—Eso promete ser una tragicomedia —dijo Joan.
—Lo cierto es que la gran multitud congregada en la plaza se está impacientando —continuó el mensajero—. Están ansiosos por contemplar el espectáculo, con o sin milagro.
Al cabo de un tiempo, el emisario regresó con nuevas.
—Después de un largo debate, fray Domenico ha aceptado dejar la capa, pero con intención de cruzar las llamas acompañándose con su escapulario, un crucifijo y la hostia consagrada. Eso ha provocado otra larguísima discusión entre los frailes, hasta que fray Domenico ha aceptado dejar el crucifijo, pero de ninguna forma la hostia consagrada. La multitud ruge furiosa. Ahora los frailes debaten sobre la esencia física y espiritual de la hostia.
—Están cavando su propia tumba —dijo Miquel Corella—. Este es el fin de Savonarola.
Al poco se desató una fuerte tormenta que obligó a Joan y a los demás a refugiarse en las tiendas.
—No va a haber ordalía —dijo el librero—. Las maderas estarán empapadas.
—Se han pasado la mañana discutiendo —comentó Innico d’Avalos—. Y la multitud, que esperaba un espectáculo, se ha quedado con un palmo de narices. Me imagino cómo estarán los florentinos.
—Furiosos y calados hasta los huesos —sentenció Miquel Corella sonriendo.
El día siguiente era Domingo de Ramos y las tropas vaticanas cruzaron la puerta de San Frediano para instalarse en Oltrarno, el barrio de la margen izquierda del río. Joan, Innico y Miquel Corella se encaminaron al convento de San Marco, mientras Giorgio, el maestro encuadernador y futuro librero en Florencia, iba en busca de su primo Niccolò. Cuando llegaron a la altura de la catedral presenciaron un tumulto. Los fieles se habían reunido en el templo para escuchar el sermón de uno de los discípulos de Savonarola.