Tiempo de cenizas (49 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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73

Lucrecia Borgia y Sancha corrieron escaleras abajo hacia las habitaciones del papa, angustiadas a la vez que llenas de esperanza. ¡El santo padre protegía al joven Alfonso y salvaría su vida! Hablaron con el mayordomo de su santidad y este, previa consulta al pontífice, les franqueó la entrada. Las jóvenes se arrojaron a los pies de Alejandro VI, atropelladamente le contaron lo que sucedía y suplicaron clemencia para Alfonso de Aragón.

—Comunicadle a Micalet que el duque de Bisceglie no solo es mi yerno, sino también mi invitado, y está bajo mi protección —dijo al final del relato el papa, enérgico—. Le ordeno que le respete sean cuales sean sus órdenes. Y si le queda alguna duda, que baje a verme.

—¡Gracias! —respondieron ellas llenas de alegría, y subieron corriendo al piso superior.

Lucrecia y Sancha encontraron a don Michelotto, que hacía guardia frente a la puerta junto a cuatro de sus soldados.

—¡Mi padre os ordena que…! —le chilló la hija del papa. Y se detuvo porque Miquel Corella, con los brazos cruzados, negaba con su cabeza de toro clavando sus oscuros ojos en los de ella.

—¿Qué ocurre?

—Tengo malas noticias. Entré solo un momento a saludar al duque, pero se puso muy nervioso, quiso escapar, se cayó de la cama y ha muerto. Ha sido un desafortunado accidente.

—¡¿Qué?! —exclamó Lucrecia horrorizada abriendo con espanto sus ojos.

—¡Asesino! —El grito desgarrado procedía de Sancha de Aragón.

La princesa se precipitó sobre don Michelotto con la intención de clavarle sus cuidadas uñas en la cara. Pero este se desembarazó de ella de un manotazo e hizo un gesto para que sus soldados asieran a Sancha, que se puso a chillar pataleando desesperada para librarse de sus captores.

—¡Quiero verle! —gritó Lucrecia precipitándose hacia la puerta cerrada. Don Michelotto la sujetó para que no entrase.

—No se puede.

—¿Cómo que no se puede? ¡Asesino!

Los soldados la prendieron y ella escupió al valenciano, acertándole en la cara. Después estalló en un llanto desconsolado que la sacudía en unos hipos asfixiantes. Miquel Corella se limpió la faz con el dorso de la mano.

Los dos aprendices que acudieron a recoger a su patrona al Vaticano regresaron a la librería sin ella y sin noticias sobre qué le podía haber ocurrido. Joan ya los esperaba inquieto por el retraso. El librero montó en su caballo y, acompañado por Pedro Juglar, se dirigió a la ciudad del papa en busca de su esposa. El acceso al Vaticano estaba cerrado, pero ambos conocían a la guardia y alegaron que tenían un recado urgente para Miquel Corella. Allí se enteraron de que Alfonso de Aragón había muerto en circunstancias aún confusas. A Joan le dio un vuelco el corazón. ¿Qué le había ocurrido a Anna?

—Me temo lo peor —le confesó a su cuñado—. Con toda seguridad, Anna se encontraba con sus amigas, y ellas, con Alfonso de Aragón.

—La muerte del joven duque tiene que haber sido violenta —dedujo Pedro—. No habría si no todo este revuelo.

—Y Anna está implicada en el suceso. De lo contrario, hubiera regresado a casa.

Joan sentía una angustia terrible que le atenazaba, y con su cuñado se dirigió a toda prisa a los jardines de San Pedro. Los accesos a la residencia del papa estaban protegidos por una fuerte guardia que bajo ningún concepto les permitió el paso, a pesar de que Pedro gozaba de la amistad de alguno de los soldados. De nada sirvió preguntar por Miquel Corella, por Lucrecia Borgia o por Sancha de Aragón y alegar que eran portadores de un mensaje urgente.

Era ya noche cerrada cuando vieron que de la residencia papal salía una comitiva de veinte frailes silenciosos, con sus capuchas caladas y con antorchas, que portaban un féretro. La procesión se dirigió a la cercana capilla de la Virgen de las Fiebres y entró en ella junto con el arzobispo Francisco de Borgia. Al día siguiente, Pedro y Joan supieron que se trataba, como habían sospechado, del cadáver de Alfonso de Aragón y Nápoles, duque de Bisceglie, sobrino del rey de Nápoles y yerno del papa. Nadie pudo acercarse a su cuerpo y, a pesar de sus súplicas, Lucrecia y Sancha fueron encerradas en sus habitaciones sin que pudiesen asistir a la ceremonia ni despedirse del difunto. En la capilla, el arzobispo, sin otra música que las salmodias de los frailes, celebró un rápido y solitario oficio de difuntos en nombre del papa.

Los libreros no pudieron ver a Miquel Corella, y al poco los soldados los obligaron a salir del Vaticano sin darles respuesta sobre el paradero de Anna.

Después de tres días de angustia, sin noticias de su esposa ni del valenciano, Joan recibió un mensaje de Miquel Corella en el que le decía que le vería aquella tarde en el Vaticano. Se apresuró a acudir a la cita con el alma en vilo. César Borgia había ordenado una guardia especial de cien alabarderos con la excusa de proteger los aposentos papales de posibles conjuras. Allí permanecían, recluidas y aisladas, Lucrecia y Sancha, llenas de dolor, sin ni siquiera saber dónde había sido enterrado Alfonso. Al hijo del papa no le había importado admitir su responsabilidad en la muerte de su cuñado diciendo que lo había matado porque este pretendía matarle a él.

—¿Dónde está mi esposa? —inquirió Joan al entrar en el despacho de don Michelotto, sin saludar siquiera.

—Siéntate. Tengo malas noticias.

—Decidme lo que tengáis que decir —repuso Joan angustiado, aún de pie.

—Nada diré si no te sientas.

Joan se vio obligado a hacerlo. Su corazón batía acelerado en su pecho y su mano deseaba empuñar su daga.

—Tu mujer se entrometió en lo que no debía y fue testigo de lo que nadie debía ver.

El librero imaginó lo ocurrido, conocía a Anna. Tragó saliva. ¿Le estaba diciendo que la había matado?

—¿Qué le ha pasado? ¿Dónde está? —Un nudo en la garganta apenas le dejaba hablar.

—Aún vive.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Que es una entrometida y que estuve a punto de matarla —dijo Miquel con tranquilidad—. Y que vivirá si llegamos a un acuerdo.

—¿Qué acuerdo?

—Por fortuna, a César no le importa decir que fuimos nosotros quienes matamos al duque. Si tu esposa promete no contarle a nadie lo que vio, incluidas sus amigas Lucrecia y Sancha, te la puedes llevar.

—No dirá nada.

—Eso espero —dijo don Michelotto siniestro—. De lo contrario, el mal del que hoy se libra caerá mañana sobre ella. Vive porque es tu esposa. Y porque tú eres de los nuestros y además mi amigo. De no ser así, la hubiera matado sin vacilar.

—Y yo a vos. —Joan lo dijo arrastrando las palabras. Miraba fijamente al capitán de la guardia vaticana.

—¿Me amenazas?

—Tanto como vos a mi esposa.

Se miraron desafiantes y Miquel Corella compuso aquella expresión que asustaba a la gente. Joan apretó las mandíbulas, le sostuvo la mirada y sintió que su mano temblaba de deseos de empuñar su daga. Sin embargo, en la cara del valenciano apareció una sonrisa.

—Anda, déjate de tonterías —le dijo—. ¿Quieres ver a tu mujer o no?

74

Era el tercer día que Anna pasaba en aquella habitación que solo disponía de un ventanuco enrejado sin hacer otra cosa que rezar, añorar a los suyos y sufrir el dolor de los golpes recibidos. No era una mazmorra, estaba bien amueblada, pero cumplía el mismo fin. Recordaba con angustia y horror el momento en que Miquel Corella le puso la cuerda en el cuello; estaba segura de que iba a matarla, y sin embargo no lo había hecho. Aún no sabía si terminaría ejecutándola y sufría por la angustia que su familia estaría pasando. Deseaba abrazar a su marido y a sus hijos y dudaba que pudiera hacerlo de nuevo; era consciente de que se había convertido en testigo incómodo de un crimen de Estado.

Así que cuando se abrió la puerta y vio a Joan sonriente, su corazón dio un vuelco de alegría. ¡Estaba salvada! Vio que la expresión feliz de su esposo cambiaba y supo que era por el aspecto de su cara. Tenía un ojo amoratado, el pómulo hinchado y el labio partido.

—¿Os encontráis bien? —preguntó preocupado.

A Joan no le acompañaba don Michelotto y Anna suspiró aliviada.

—Ahora que os veo, me siento a las mil maravillas —dijo mientras corría a abrazarle.

Joan disfrutó del intenso placer de estrecharla contra su cuerpo mientras pensaba que, a pesar de sus heridas, aquellos graciosos hoyuelos que tanto amaba se continuaban formando en el rostro de su esposa cuando sonreía.

Su regreso al hogar llenó de alivio y alegría a la familia, y se decidió que Anna no bajase a la sala de ventas hasta que las huellas de su encuentro con Miquel Corella desaparecieran de su rostro.

—No quiero ver a ese hombre nunca más —le dijo a su esposo—. Es el peor de los asesinos.

—Sin embargo, os perdonó la vida, cuando hubiera matado a cualquier otro. Nos protege, Anna. Al igual que lo hacen el resto de los
catalani
. Nos guste o no, ellos son de los nuestros.

—No son de los míos. Es una banda de criminales que no se detiene ante nada con tal de que César Borgia cumpla sus ambiciones.

—Y ¿quiénes son los vuestros, Anna? ¿Con quién creéis que estáis? —inquirió Joan—. ¿Con Lucrecia Borgia y Sancha de Aragón? ¿Creéis que estáis con ellas? Pues desengañaos, que no es así. Vos habitabais un mundo de princesas y duquesas falso. Os lo advertí repetidamente. Detrás de esos oropeles, detrás del esplendor de las grandes damas se encuentra la dureza del acero que sostiene el poder que alimenta ese boato. Y el poder que las sostiene viene de las armas de los
catalani
, aunque pongan caras y hagan mohínes de disgusto al ver a Miquel Corella. —Anna miraba en silencio a su esposo, que tomó aliento antes de continuar—: Sois dura en exceso con el clan que protege al papa. Sobrevive en un entorno hostil y usa los mismos métodos que sus rivales, ni más ni menos.

—Tenemos un pacto con el diablo, Joan —dijo ella después de un largo silencio en el que ambos buscaron el interior del otro en las pupilas de sus ojos—. ¿No os dais cuenta? Ese Miquel Corella os ha comprado con esta librería y os quiere convertir en un asesino como él. ¿Es que no lo veis?

Habían transcurrido unos días desde el regreso de Anna al hogar y a Joan aún le encogía el corazón ver su aspecto. La herida de su labio aún no había cicatrizado del todo y el cardenal del ojo y el pómulo iba mudando su color de amoratado a verdoso.

Bajó a la librería murmurando y al rato vio aparecer a Miquel Corella; mostraba un aspecto ufano y saludó sonriente a Paolo y al aprendiz. Su apariencia alegre le irritó más.

—¿Qué tal se encuentra tu esposa? —le preguntó.

—¿Puedo hablar un momento con vos en privado?

—Naturalmente.

Joan le invitó a pasar al salón pequeño y cerró la puerta.

—¿De qué se trata? —quiso saber el valenciano.

El librero le propinó en el estómago un izquierdazo con todas sus fuerzas y rabia, y el capitán vaticano se dobló soltando un resoplido. Trató de cubrirse, pero Joan le lanzó un gancho con la derecha que le impactó en la cara y le hizo caer. Miquel rodó por el suelo y cuando se incorporó lo hizo de un salto y con la daga desenfundada en la mano. Con ella encaró a Joan, que también desenvainó la suya. El valenciano parecía un animal a la vez sorprendido y a punto de atacar.

—¿Qué mosca te ha picado ahora? —preguntó arrastrando las palabras después de pasarse la lengua por la sangre del labio y amenazando con su arma—. ¿A qué viene esto?

—No os atreváis a tocar a mi mujer nunca más. —Joan estaba preparado para recibir su acometida.

—¡Ja! —dijo Miquel. Y una sonrisa apareció por un instante en su rostro—. ¡Tu mujer otra vez! Así que es solo eso…

—Y ¿os parece poco? —Joan continuaba en posición de guardia con su daga—. Si le volvéis a poner la mano encima, os mato.

—Y yo hubiera matado a cualquier otro por menos de lo que acabas de hacer. —Su tono era sosegado—. No amenaces con tanta facilidad, no sea que te ocurra lo que al estúpido de Alfonso de Aragón, que en paz descanse. Y enséñale a tu mujer a no entrometerse en cosas de hombres. Las esposas imprudentes siempre meten a sus maridos en líos. ¡Dile que tiene suerte de estar viva! —Y enfundó su puñal, con movimientos lentos, tranquilo.

—Jamás debisteis golpearla.

Don Michelotto se encogió de hombros.

—No quería hacerlo, pero no me dio opción. —Continuaba calmado, como si no hubiera pasado nada y su labio no sangrase—. Fue ella quien se abalanzó sobre mí para impedirme cumplir con mi trabajo. Es una mujer muy decidida y tuve que dejarla fuera de combate. Eso fue todo, no me ensañé con ella. Lamento haberla golpeado, porque la aprecio.

Joan le escuchaba en silencio con la daga aún en la mano. Le había transmitido su mensaje con claridad, no tenía argumentos para rebatir sus palabras y le creía.

—Anda, guarda el arma, que no pienso pelear contigo —añadió Miquel.

—Os repito lo dicho —dijo Joan enfundando su daga—. No volváis a tocar a Anna.

Don Michelotto sonrió, le tendió la mano a Joan y su gesto amistoso relajó al librero. Le sorprendía la facilidad con la que el valenciano aceptaba su advertencia. Le devolvió la sonrisa y cuando fue a estrecharle la mano, este le descargó tal puñetazo en la cara que Joan fue a chocar contra las estanterías de libros.

—No la volveré a tocar, si no se entromete. Anda, díselo. Y tú no me das miedo.

Y con toda tranquilidad, se limpió la sangre con un pañuelo, salió del salón cerrando la puerta y, después de despedirse de Paolo y del aprendiz, abandonó la librería. Joan le dejó ir sin más. De alguna forma, el dolor de su cara le reconfortaba. Comprendía las razones de aquel al que aún consideraba su amigo, pero, al mismo tiempo, sentía que este había recibido su mensaje con toda claridad. El hecho de que Miquel hubiera encajado dos puñetazos y él solo uno no iba a cambiar aquella relación de dependencia de la que se quejaba Anna, pero habérselos dado le hacía sentir bien. Y también que don Michelotto se hubiese desquitado. Estaban en paz.

—¿Qué os pasa en la cara? —le preguntó Anna aquella noche. La marca rojiza del puñetazo llevaba camino de amoratarse.

—Nada, que me he caído.

Lucrecia estaba desconsolada y no cejó hasta que su padre, irritado por lo ocurrido y angustiado por el terrible dolor de su hija, del que no sabía consolarla, dejó que abandonara el Vaticano. Doce días después de la muerte de su esposo, Lucrecia Borgia partía, junto a su hijo, con una escolta de seiscientos caballeros hacia Nepi, donde se convertiría temporalmente en gobernadora de la fortaleza y del pueblo. Allí, lejos de su familia, sufriría su duelo, mientras Sancha continuaba retenida en el Vaticano.

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