—Que Dios los ampare —concluyó el duque.
Mientras avanzaban oían ronquidos, conversaciones en sueños y a lo lejos el murmullo de la guardia vaticana. Aquella humanidad tendida desprendía un tufo desagradable.
Estaban a punto de cruzar frente a la iglesia de las Bendiciones cuando de pronto varios de aquellos cuerpos tumbados en el suelo cobraron vida y las dagas brillaron bajo la mortecina luz de las estrellas. Apartaron al criado y al gentilhombre y se abalanzaron sobre el duque.
—¡Traición! —gritó este.
Logró desenvainar espada y daga y trató de defenderse mientras sus acompañantes intentaban ayudarle. El mar de cuerpos que cubría la plaza se agitó como en una tempestad; unos querían huir, otros, a más distancia, se levantaban para contemplar el intercambio de cuchilladas, y unos cuantos más se unieron a los atacantes. Estos se multiplicaron, salían de todas partes, y los napolitanos luchaban con desesperación. El duque se defendía con bravura, devolviendo golpe por golpe, y el sonido del acero y los gritos se extendió por el Vaticano. Los sicarios eran muchos y lograron golpear al de Aragón, primero en la cabeza, después le atravesaron el muslo y le acuchillaron en los hombros. El joven presentaba una sorprendente y tenaz resistencia, pero terminó perdiendo el equilibrio y los esbirros se abalanzaron sobre él. Los gritos de los napolitanos y el tumulto alertaron a la guardia del palacio papal, que acudió a la carrera en su ayuda. Llegaron en el momento en el que los sicarios trataban de rematar al joven para arrastrar su cuerpo al Tíber y arrojarlo a sus aguas.
Los atacantes, quizá creyendo muerto al de Aragón, no presentaron resistencia a los soldados y pudieron huir gracias a unas escalas que habían situado en los muros del Vaticano. De inmediato se oyó galopar de caballos al otro lado de la muralla. Los testigos aseguraron que había más de cuarenta asaltantes perfectamente coordinados y que no abandonaron a ninguno de los suyos en el campo de batalla.
Todo el Vaticano se puso alerta. La guardia cargó con el cuerpo hasta el interior del palacio y el papa, que se encontraba ya en la cama, se levantó para correr al encuentro de su yerno. El joven estaba moribundo, pero aún conservaba un hálito de vida. En vista de que era imposible trasladarlo a su palacio en Santa Maria in Portico, el pontífice ordenó que se le instalase en la llamada
torre nueva
del jardín de San Pedro, justo encima de sus propias estancias. Se reforzó la guardia en todas las puertas del palacio mientras, a pesar de la hora, la noticia se extendía por Roma. Al duque se le asignaron quince hombres de escolta y se llamó a los mejores médicos y cirujanos. Lucrecia y Sancha, desesperadas y arrasadas en llanto, acudieron en cuanto las avisaron. La hija del papa sentía que un terrible dolor le atenazaba el corazón; amaba a su esposo apasionadamente.
Alfonso de Aragón se moría. Los médicos dijeron que tenía el cráneo roto y trataron de contener las múltiples hemorragias que desangraban al joven. Sus ropas estaban hechas jirones; tenía cortes profundos por todo el cuerpo, en el torso, en la cadera, en las piernas y en el brazo derecho.
Un cardenal le dio la extremaunción. A pesar de la pérdida de sangre, el de Aragón la recibió consciente y sereno. Y entonces, frente al papa, sus parientes napolitanos, que habían acudido al enterarse de la noticia, y múltiples eclesiásticos, explicó los detalles del ataque y culpó a César Borgia. Al oírlo, su esposa Lucrecia sufrió un vahído y se desplomó al suelo. Angustiado, el papa acudió al auxilio de su hija musitando una oración.
La ciudad amaneció conmocionada. Se recordaba la muerte de Juan Borgia y muchos decían que el instigador era el mismo. Todos los enemigos del papa apuntaban a su hijo César.
El rey de Nápoles, alertado por su embajador, envió a su propio médico, que tomó de inmediato el control de las curas, comidas y medicinas del joven. Se decía que quien había golpeado al de Aragón volvería a intentarlo, y Lucrecia y Sancha se turnaban a la cabecera del herido con el fin de protegerlo. Temían que lo envenenasen, y ellas mismas cocinaban para él en un pequeño puchero que instalaron en las habitaciones.
César, indiferente a los rumores que le acusaban, paseaba tranquilamente bajo la ventana de Alfonso cuando iba y venía a ver a su padre, e incluso acudió a visitarle tan pronto como los médicos lo permitieron, como si se encontrase fuera de toda sospecha. Al verle, y a pesar de su menor tamaño y fuerza, Lucrecia le agarró del jubón y, empujándole a un rincón discreto, le interrogó.
—¿Fuiste tú quien trató de matarle?
César rio de una forma desagradable.
—¿Quién te crees que soy? ¡Claro que no fui yo! De haber sido yo, estaría ya muerto.
Cuando Miquel Corella apareció por la librería, Joan llevó la conversación al mismo asunto y obtuvo una respuesta semejante.
—Pero ¿quién diablos se creen que soy? —Estaba ofendido—. Mírame; tú me conoces. ¿Te crees que yo necesito a cuarenta hombres para dejar solo medio muerto a un jovencito al que acompañaban un par de estúpidos? Cuarenta hombres, menuda exageración…, no serían ni media docena. Tú y yo solos nos habríamos bastado para enviar a esos napolitanos charlatanes a criar malvas.
Joan negó con la cabeza; no creía que su amigo necesitase mucha ayuda para matar a tres hombres.
—¿Quién puede haber sido?
—Vete tú a saber —repuso el valenciano—. Pueden haber sido muchos. Desde los franceses, que preparan la invasión de Nápoles y no quieren que el de Aragón influya en el papa, hasta los Orsini, o incluso es posible que fueran vulgares ladrones. No fuimos nosotros.
—Pues eso es lo que se dice —insistió Joan—. Creen que queréis a Lucrecia viuda para casarla en una alianza más conveniente.
—Sí, eso dicen. Y el primero es ese insolente mozalbete napolitano que está tumbado allí en la casa del papa. —Miquel continuaba indignado—. Pues que vaya con cuidado, no sea que lo que empezaron otros lo terminemos nosotros.
—Alfonso de Aragón ya ha superado el peligro de muerte —le dijo Anna a Joan al día siguiente—. Me gustaría que me acompañarais a visitarle.
—Vos ya vais con suma frecuencia —repuso él—. Demasiada y en contra de mi opinión. Bien que me representáis.
—Lucrecia, Sancha y sus esposos son habituales de la librería, no solo amigos míos —insistió ella—. Os ruego que me acompañéis al menos una vez. Creo que es obligado que mostréis un interés cortés.
Al fin, Joan aceptó acudir junto a su esposa a la torre nueva del jardín de San Pedro a interesarse por la salud del joven Alfonso. Una pequeña corte de napolitanos hacía guardia a la entrada de las habitaciones del duque, y Lucrecia y Sancha, siempre vigilantes, dieron grandes muestras de alegría al verlos.
—Se restablece con rapidez —les dijo Lucrecia triste—. Está impaciente por abandonar Roma y viajar a nuestras tierras de Bisceglie, en Nápoles. Espero que mi padre me deje ir con él. No podría sufrir otra separación. Le amo con locura.
—Será mejor que salga de aquí lo antes posible —añadió Sancha—. No hay forma de apaciguarle; está rabiando por tomar las armas. Temo que haga alguna tontería.
Cuando entraron a saludarle le encontraron pálido, cubierto de aparatosos vendajes y tumbado en el lecho. Hacía calor y las ventanas de la habitación estaban abiertas.
—Ha sido César Borgia, ahora duque de Valentinois por su alianza con Francia —afirmó Alfonso sin que los Serra se lo preguntaran—. Pero a fe mía que se acordará de esto.
—¿Le visteis entre los atacantes? —quiso saber Joan—. ¿Pudisteis reconocer a alguien?
—No. Pero sé que le desagrado profundamente. Solo hay que ver cómo me mira.
—Pienso que César mira así a la mayoría de la gente. —Joan quería quitarle hierro al asunto—. Y creo que sería bueno que ponderarais otras opciones. Ya sabéis, la política es muy complicada y estoy seguro de que tenéis enemigos de los que ni siquiera sospecháis.
El duque se quedó mirando a Joan con cierto desencanto.
—Decís eso porque sois un
catalano
.
Joan no regresó a visitar a Alfonso de Aragón; la pequeña corte que le rodeaba tenía convicciones muy firmes sobre lo ocurrido y no se sentía bien recibido. En cambio, Anna continuó yendo casi todas las mañanas y las tardes a ver a sus amigas, que no salían del Vaticano vigilando al convaleciente. Una tarde, Anna regresó pálida a la librería y fue a la busca de su esposo.
—¿Sabéis lo ocurrido en los jardines del Vaticano?
—No.
—Alfonso de Aragón le ha disparado con una ballesta desde su ventana a César, que paseaba por los jardines conversando con unos caballeros.
—¿Le hirió?
—No. No sé si fue por falta de puntería o porque solo quería advertir a su cuñado.
—¡Qué estupidez! —exclamó Joan—. ¿Es que se cree que le va a asustar? Debería saber que una ballesta no es un juguete y que César no lo considerará un juego.
El 18 de agosto, cuando Anna se despedía de sus amigas cerca de la caída de la tarde, se oyeron gritos en el exterior de la estancia. Al salir vieron una tropa de hombres armados al mando de la cual iba don Michelotto; acababan de entrar por la fuerza desarmando a la guardia de quince soldados que respondían de la vida del duque frente al papa. Penetraron en la habitación del convaleciente, que, tendido en la cama, se encontraban rodeado de un grupo de napolitanos entre los que se encontraba su médico y uno de sus tíos. Cuando vieron a Miquel Corella, Lucrecia y Sancha palidecieron y la segunda le cogió la mano a Anna y se puso a temblar como una hoja. Sin embargo, Lucrecia avanzó hacia el valenciano y le plantó cara.
—¿Qué hacéis aquí? —le dijo altiva y autoritaria—. No tenéis ningún derecho a entrar con hombres armados. Salid de inmediato.
La mirada de Anna, que se encontraba junto a Sancha, detrás de la hija del papa, se cruzó un instante con la de Miquel, pero ninguno de los dos dio muestras de reconocerse. Anna sabía que aquello era muy serio y notaba los pálpitos de su corazón al contemplar, temerosa e incrédula, la escena.
—Tengo órdenes de detener a estos señores bajo la acusación de conspiración contra los Borgia en complicidad con la familia Orsini.
La librera observó a Alfonso de Aragón. El joven se agitó dolorido y trató de levantarse del lecho con dignidad. Los soldados prendieron a los napolitanos que le rodeaban y, después de apartar a la hija del papa, Miquel volvió a tumbarle en la cama de un empujón.
—¡No os atreváis a tocar a mi esposo! —gritó Lucrecia—. Está bajo la protección y hospitalidad de mi padre, el papa, y ni vos ni nadie puede ponerle la mano encima. ¡So pena de muerte! Voy a hablar con mi padre para que os dé órdenes precisas. ¡Nadie está por encima del pontífice! ¡Os va la vida en ello!
Anna vio vacilar a Miquel Corella. Las palabras de Lucrecia eran duras y autoritarias y su amenaza pesaba en el valenciano.
—Como vos digáis, señora —dijo don Michelotto al rato, cediendo. Su tono era ahora comedido—. Procedo a detener a estos señores y pospongo el resto de mi misión a la espera de que habléis con vuestro santo padre.
Lucrecia sonrió aliviada a Sancha y ambas corrieron al piso inferior, donde Alejandro VI tenía sus habitaciones. Anna se quedó indecisa mientras veía cómo los soldados se llevaban a los nobles napolitanos a empujones después de vencer su resistencia. Su mirada se cruzó de nuevo con la del valenciano, que, sin saludarla ni mediar palabra, la cogió del brazo, la hizo salir de la habitación y cerró las puertas tras él dejándola fuera.
Los soldados condujeron a sus prisioneros escaleras abajo y Anna se quedó sola, contemplando la puerta. Temía lo peor. Don Michelotto había sido cómplice de su violación y ahora se disponía a cometer el más miserable de los crímenes contra un muchacho herido. En el colmo del cinismo había mentido a Sancha y a Lucrecia, fingiendo que las obedecía. Había dicho que esperaría las órdenes del papa para librarse de ellas y así poder matar a Alfonso con comodidad. La rabia superó su temor y empujó la puerta, que no tenía la llave echada. Se abrió con un suave chirrido y Anna penetró en la habitación.
Don Michelotto avanzaba hacia Alfonso de Aragón, que había conseguido ponerse en pie y le amenazaba con una daga.
—No os acerquéis —le dijo.
El valenciano se detuvo, le observó unos instantes y se abalanzó sobre él. El joven le lanzó una cuchillada que sin duda su oponente esperaba, pues la esquivó sin problemas y antes de que pudiese repetir el ataque le propinó un tremendo puñetazo en la cara. El golpe sonó como un chasquido y Alfonso de Aragón, sin ni siquiera un lamento, cayó hacia atrás con los brazos abiertos sobre la cama, soltando la daga. Sin perder un instante, don Michelotto se puso a horcajadas sobre él y empezó a asfixiarle con una almohada. El joven se debatía desesperado mientras el capitán vaticano presionaba con todas sus fuerzas sobre el cojín.
Anna vaciló un momento, y sin importarle la fuerza de aquel asesino, se lanzó hacia él. No podía ser testigo de la muerte del joven caballero, el amado esposo y hermano de sus amigas, a manos de aquel miserable sin tratar de evitarlo. En unos instantes, ellas llegarían con las órdenes del papa e impedirían el crimen. Recordó cómo su cuñada María la salvó en una ocasión clavándole las uñas en los ojos a un hombre y, llegando por la espalda de don Michelotto, quiso imitarla. Pero solo logró rozar sus párpados. El valenciano estaba alerta y al primer contacto, sin soltar el cojín con el que asfixiaba a Alfonso, dio un codazo hacia atrás que alcanzó en el pecho a Anna, la derribó y la hizo caer al suelo.
La librera se sobrepuso al dolor y trató entonces de alcanzar la daga que había perdido Alfonso de Aragón, pero Miquel Corella, que la vigilaba, soltó por primera vez a su presa para propinarle a Anna una patada en el vientre que la tumbó boca arriba en el piso. Más dolor. Ella le vio venir y trató de resistirse, pero él la cogió de la pechera del vestido y la hizo incorporarse con un gruñido. Anna notó cómo su puño chocaba contra su cara y cómo su cuerpo golpeaba la pared. El mundo desapareció para ella por unos instantes. Cuando entreabrió los ojos vio a don Michelotto incorporándose de la cama. El cuerpo de Alfonso de Aragón, duque de Bisceglie, yerno del papa, yacía en el lecho, desmadejado. Anna no tuvo duda alguna de que estaba muerto. Tampoco dudó de que ella también iba a morir cuando vio a don Michelotto acercándose con una fina cuerda en sus manos. Lamentó su locura, pero ya no había remedio. La cuerda apretaba su cuello. Sin fuerzas, incapaz de resistirse, cerró los ojos, las imágenes de sus seres queridos acudieron a su mente y trató de rezar.