—Sí, claro —dijo cediendo.
—¿Habéis visto esas pinturas en las que se representa al Cordero de Dios, plácido, hermoso, en un prado verde? —Los ojos de fray Silvestro brillaban ilusionados y felices.
—¿Os referís al pasaje del Apocalipsis en el que el Cordero está rodeado de los cuatro vivientes y de los ancianos?
—Sí, en el que todos entonan un himno en honor al Señor. Cantan que Dios hizo un reino de sacerdotes y que estos gobernarán la tierra. —Fray Silvestro sonreía radiante—. Pues esa es mi visión, mi esperanza, eso es por lo que nosotros luchamos. Una pradera hermosa y llena de paz donde no solo los cuatro vivientes y los ancianos rodeen al Cordero de Dios adorándolo, sino todo el mundo, miles y miles de personas. Y todos ellos habrán salvado sus almas y gozarán de la vida eterna en paz y felicidad.
Joan le miró entre sorprendido e ilusionado. Era una imagen bella, muy bella y seductora. Era una hermosa profecía, se dijo, aunque también una utopía peligrosa.
Durante los días siguientes, fray Silvestro y Joan revisaron distintos libros en la biblioteca discutiendo los criterios que los hacían merecedores de la hoguera o de la salvación. Fray Silvestro los clasificaba aplicando, a su estilo, la primera regla de la orden. Si un libro no hablaba de Dios, era vano. Un producto de aquel mundo terrenal que no encajaba en su sueño de una hermosa pradera con el Agnus Dei descansando plácido y rodeado de miles de almas puras y felices. Por lo tanto, se trataba de un candidato a la hoguera de las vanidades. Joan le argumentaba que había libros que contenían saberes no relacionados con Dios que había que preservar. Relatos históricos, geografía, botánica o medicina, por ejemplo. El fraile aceptaba la pervivencia de esos saberes a regañadientes.
Los primeros candidatos a la hoguera eran para fray Silvestro los textos clásicos en los que aparecían personajes mitológicos, algo que ocurría con suma frecuencia, ya como expresión poética, ya como referencia a hechos míticos. No le servía a Joan argumentar que ya nadie creía en los antiguos dioses y que incluso en el Vaticano había representaciones pictóricas de ellos. Para el fraile, el Vaticano era otro producto corrupto del mundo material.
Joan contraatacaba diciendo que precisamente Domingo de Guzmán fundó la orden de los dominicos para combatir la herejía, en especial la de los cátaros. Y que los libros peligrosos de verdad eran los que hablaban de Dios, pues corrían el riesgo de contener algún elemento herético. Esos eran los sospechosos y los que había que revisar. Era muy fácil desviarse de la doctrina y muchos lo hacían sin ni siquiera saberlo. Debían concentrarse en los libros religiosos y dejar en paz el resto. El fraile aceptó el argumento con preocupación y disgusto. Allí le quería llevar Joan. Pretendía que se centrara en buscar herejías en los textos cristianos y se olvidase de quemar libros de otro tipo.
Joan disfrutaba no solo de la conversación, sino también de la compañía del monje. Sin embargo, este mencionaba con demasiada frecuencia la lucha del arcángel san Miguel, general de los ejércitos celestiales contra Lucifer.
—Fray Girolamo Savonarola es como el arcángel —decía—. Es el paladín de la virtud que combate el vicio y el mal.
Aquella comparación turbaba y angustiaba a Joan, que se consideraba un buen cristiano y que en su papel de monje había aprendido a gozar del rezo e incluso soportaba las penitencias de sangre con cierta extraña complacencia.
Lucifer significaba «el portador de la luz», y Joan sentía el compromiso de luchar contra la oscuridad que para él representaba la ignorancia. Entonces, Savonarola, que quemaba libros, pertenecía a la oscuridad y él, a la luz. Eran adversarios irreconciliables. Se decía que lo correcto era identificar a la luz con el Señor y la oscuridad con el diablo. Por eso, antes de llegar a Florencia no tenía dudas de que Savonarola y sus frailes representaban el fanatismo, el mal y la oscuridad. El diablo con hábitos blancos y capa negra. Conviviendo con ellos, y en especial con fray Silvestro, aquella seguridad se resquebrajaba. Estaban llenos de buenas intenciones y practicaban la virtud en extremo. El problema era que querían imponerla a los demás. Y recordó las palabras de su antiguo maestro Abdalá diciéndole que toda virtud llevada a un extremo terminaba convirtiéndose en vicio. Si el bueno de fray Silvestro conociera su pensamiento e intenciones, le consideraría, sin duda, un aliado del diablo. Cuando discutían de esos asuntos, Joan tenía que morderse la lengua, y muchas veces fray Silvestro le miraba extrañado al oírle. Entonces Joan se decía que se exponía demasiado y que si el fraile le transmitiera a Savonarola sus palabras, su vida no valdría nada.
Los días pasaban y Joan, aunque satisfecho por haber superado la primera prueba al ser aceptado por Savonarola y los suyos, se inquietaba por la ausencia de progresos en su misión. Conforme más tiempo empleaba en la biblioteca, mayor era su convicción de que el libro no estaba allí y que debería buscarlo en otro lugar. Pero ¿dónde? El convento era muy grande, aunque pensó que lo natural sería que uno de los tres líderes —Savonarola, fray Domenico o fray Silvestro— lo tuviera. Otra posibilidad sería que lo guardasen en algún compartimento secreto, quizá en algún relicario en la iglesia.
Durante sus rezos y meditaciones, Joan, al tiempo que suplicaba la gracia de cumplir con su misión y regresar sano y salvo, repasaba todas las posibilidades. Los informadores del Vaticano aseguraban que el responsable del libro era fray Silvestro, y, conociéndolo, Joan creía que estaban en lo cierto. ¿Dónde lo guardaría? Lo lógico sería que lo hiciese en su celda. Esta se encontraba cerca de la biblioteca, en un corredor por el que Joan no pasaba en sus itinerarios habituales. Decidió merodear por aquel lugar evaluando las posibilidades de deslizarse dentro de la cámara de fray Silvestro cuando este no estuviera. No sería fácil, pues Joan y el fraile pasaban juntos la mayor parte del tiempo en que los monjes no oraban o dormían en la privacidad de sus celdas.
Al día siguiente, estando ambos en la biblioteca, se excusó alegando necesidades físicas y fue directo a la celda de fray Silvestro. Para su sorpresa, comprobó que en su puerta había una cerradura. Era muy extraño, ya que las celdas no las tenían, pues el convento era seguro y los frailes no poseían nada valioso que robar. Aquello indicaba que fray Silvestro sí tenía algo que proteger. No podía ser otra cosa que el
Libro de las profecías
.
Joan se preguntó dónde guardaría fray Silvestro la llave, pues los hábitos no tenían bolsillos y fijándose en el del fraile no pudo ver ninguno. Quizá la llevase colgada del cuello como el escapulario. Se decía que con llave o sin ella debía encontrar la forma de acceder a la celda del monje sin que le vieran.
Andaba Joan meditando sobre cómo resolver aquel acertijo cuando fray Silvestro le abordó.
—¿Os apetece presenciar una hoguera de las vanidades? —Le miraba con expresión plácida a la vez que ilusionada.
—Naturalmente —dijo Joan con toda convicción, aunque por motivos distintos a los del fraile—. He presenciado muchas hogueras, pero ninguna a vuestro estilo.
—Esta será pequeña y tendrá lugar el próximo domingo —le advirtió como disculpándose—. La primera que hicimos, el día 7 de febrero de este año, fue espectacular. Una montaña enorme de todo tipo de objetos vanos, desde espejos hasta cuadros de pintores famosos, pasando por lujosos vestidos y todo tipo de libros, pelucas, muebles, artículos de tocador y maquillajes. Fue espectacular. La Señoría tuvo que disponer de una guardia especial alrededor de la hoguera para que la gente no se apoderase de los objetos. Hasta el propio Botticelli arrojó al fuego muchos de sus cuadros.
—Vuestras palabras parecen indicar que no todo el mundo estaba de acuerdo con la quema.
—Esos que se hacen llamar
indignados
se oponen —repuso el fraile—. Quisieron impedir que quemáramos algunos libros y pinturas, pero los nuestros los derrotaron. Aquella fue una hoguera magnífica y a partir de entonces las celebramos periódicamente. Había tantos objetos valiosos que un mercader veneciano nos ofreció una fortuna por ellos. Dinero suficiente para comprar un ejército. —El fraile se quedó mirando sonriente a Joan.
—Y ¿qué ocurrió? —preguntó este.
—Que tuvo que salir de Florencia a toda prisa para no terminar también él en la hoguera. —El fraile hinchaba el pecho orgulloso, estaba radiante.
—Os hubiera ido bien para financiar vuestra guerra contra Pisa.
—Y ¿mercadear pecado por dinero? —Fray Silvestro le miraba ahora con severidad—. La conquista que importa no es la de Pisa, sino la del reino de los cielos.
Después del rezo de la hora prima, Savonarola dio un brillante sermón a los monjes sobre el pecado, la vanidad y la hoguera. También contra la sodomía, y dijo que no habría piedad con el pecado de la carne contra natura. Él se encargaría de que los sodomitas ardiesen vivos en la hoguera. Joan se estremeció; había odio y violencia en el interior del prior de San Marco. Le parecía que su faz cetrina, con su labio inferior exageradamente grueso, la nariz ganchuda y esas espesas cejas casi unidas, era la de alguien con deseos reprimidos que se manifestaban en un discurso que incitaba a la violencia. Aquel individuo, al que nunca había visto sonreír, era culpable de muchas muertes.
Por fortuna, poco después se vio recompensado cuando, por primera vez desde su llegada a Florencia, pudo salir del convento con fray Silvestro. Aquel hombre, a pesar de compartir el fanatismo de Savonarola, tenía formas de manifestarse muy distintas.
El fraile jorobado de ojos azules le llevó a la plaza de la Señoría para revisar los libros requisados por los llorones y las compañías blancas, y que sin más se destinaban directamente a la hoguera. Joan luchó sin éxito con el fraile para salvar a Platón y Aristóteles de las llamas. Sin embargo, su mayor batalla fue con la
Divina comedia
. Cuando vio aquel ejemplar, el corazón le dio un vuelco. ¡Era uno de los libros impresos en su librería y que enviaba de contrabando a Florencia!
—Dante está condenado de antemano —le dijo el fraile—. No os esforcéis. —Y después añadió crítico y arrugando el ceño—: No sé en qué pensáis los inquisidores en España.
Joan se mordió los labios y sostuvo acariciándolo aquel libro producto de su amor, y el de su familia, por la libertad, y que en unos días ardería en la hoguera. Se dijo, con rabia, que el tiempo de Savonarola y los suyos debía terminar y que, costara lo que costase, él cumpliría con su misión. Él estaba con la luz y aquellos frailes, con la oscuridad. Debía encontrar el maldito
Libro de las profecías
.
Una noche, después del rezo de los maitines, no lograba conciliar el sueño y leía en su celda cuando oyó un ruido en el corredor. Se dijo que sería algún fraile de camino al retrete, aunque le pareció que se trataba de una conversación. Era muy raro, y tomó el candil para salir al pasillo. Vio una figura con el hábito blanco dominico que vagaba en la oscuridad y que de pronto se dirigió hacia él. Tenía un aspecto fantasmagórico. Joan sintió un escalofrío y dio un paso atrás. Entonces, aquel ser se puso a murmurar frases incoherentes en latín y toscano. Se acercaba y Joan resistió su primer impulso de encerrarse en su celda. Cuando estuvo más próximo pudo reconocer a la luz de su candil a fray Silvestro. Recordó que Miquel Corella le había comentado algo sobre el sonambulismo del fraile y que aquel era uno de los motivos por los que se le atribuía el poder de interpretar el libro profético. A pesar del reparo que le producía, Joan le cogió del brazo y empezó a hablarle suavemente.
—Fray Silvestro, soy yo, fray Ramón de Barcelona. Venid conmigo, os llevaré a vuestro cuarto.
El sonámbulo no se resistió y se dejó llevar murmurando un torrente de palabras.
—Dios bendiga a los muertos y a fray Michelle, que nos espera en el cielo.
Joan se dijo que aquella era su gran oportunidad de penetrar en el cuarto del fraile. Doblaron una esquina, continuaron por el siguiente corredor, giraron de nuevo a la izquierda y pasada la entrada de la biblioteca, llegaron a la celda de fray Silvestro. Joan solo tuvo que empujar la puerta, que se abrió sin dificultad; la llave estaba puesta en la parte interior de la cerradura. El habitáculo era muy semejante al de Joan, solo que mostraba junto a la ventana una pintura muy elaborada y un estante de libros. La mirada de Joan se fue de inmediato a ellos. Ayudó al fraile a tumbarse en el lecho; su joroba, que notó muy dura, le debía de incomodar y, en lugar de quedar boca arriba, se puso de lado. Tan pronto como comprobó que tenía los ojos cerrados, Joan alargó la mano hacia la estantería.
—¿Qué hacéis aquí, fray Ramón?
Sobresaltado, reconoció la estridente voz de Savonarola y su mano quedó en el aire. Al volverse le vio, llevaba la capucha calada y la vacilante luz del candil proyectaba sombras sobre su angulosa cara. Su aspecto era siniestro.
—He acompañado a fray Silvestro. Estaba vagando sonámbulo por los pasillos.
—Le ocurre con frecuencia. Después regresa solo. La próxima vez, no le molestéis; recibe inspiración cuando está así. Volved a vuestra celda.
—Como vos digáis, padre prior.
Aquel incidente le dio a Joan que pensar por varios motivos. Fray Silvestro vagaba sonámbulo algunas noches y no usaba la llave para entrar y salir de su celda. Por lo tanto, quizá esta permaneciera abierta mientras dormía o incluso durante el día, al ausentarse. Cuando por la mañana le comentó su encuentro nocturno, fray Silvestro dijo que no lo recordaba y que aquella noche había estado hablando en sueños con fray Michelle, un amigo suyo muerto hacía años. Joan sabía que se trataba del autor del
Libro de las profecías
. Pasado un rato prudencial trabajando en la biblioteca, Joan se excusó para ir al aseo, pero al salir, en lugar de girar a la izquierda y tomar las escaleras a la planta baja camino a las letrinas, siguió por la derecha, llegó a la celda de fray Silvestro y empujó la puerta. Como sospechaba, esta se abrió. En un movimiento rápido penetró en el cuarto y ajustó de inmediato el portón de madera. Su corazón batía acelerado. Cuando la noche anterior Savonarola le encontró allí, tenía una buena excusa; ahora no tenía ninguna. Le costaba creer que aquello resultara tan fácil. Fue al estante y revisó los libros que allí se encontraban. Le sorprendió hallar la
Divina comedia
de Dante en toscano y la
República
de Platón, en griego. Pudo identificarlo por sus conocimientos del alfabeto y del nombre del autor en dicha lengua. El resto eran libros de oraciones, entre los que se encontraban algunos de horas, bellamente miniados, que el fraile debía de haber retirado de la biblioteca. Ninguno parecía ser el libro que buscaba. Decepcionado, Joan se puso a remover el contenido de la pequeña celda, que consistía en un jergón, una mesa para escribir, una silla y un crucifijo. Puso especial atención en la posible existencia de trampillas en el piso y paredes que pudieran esconder un hueco. El suelo estaba pavimentado de un gres marrón y todas las piezas parecían perfectamente ajustadas. Su corazón continuaba acelerado y notaba un sudor frío, angustioso.