Aquella noche durmió junto a las vacas en un establo después de cenar unos racimos de uva negra y algo de pan que unos campesinos que vendimiaban le ofrecieron. Como buen fraile, bendijo a sus benefactores y los tuvo en cuenta en sus rezos. Antes de acostarse oró mientras se disciplinaba la espalda y, a pesar del cansancio, se vio obligado a quitarse el cilicio para poder dormir.
Y así anduvo durante cinco días por los caminos de una Toscana donde aún se vendimiaba, entre campos de cereal que los campesinos empezaban a arar, olivares cargados de fruto que ya dejaban caer alguna aceituna y viñedos de hojas verde brillante con amarillas pinceladas de otoño. Aquel paisaje llenaba el alma de un fray Ramón fascinado por los altísimos cipreses que de tramo en tramo, solitarios o en grupo, elevaban su verde oscuro hacia el firmamento. Aquellos árboles parecían oraciones de la tierra que subían al cielo instándole a unirse a su rezo.
A pesar de los malos tiempos y la miseria causada por la guerra, los paisanos le saludaban y siempre le daban algo cuando se lo pedía. No era gran cosa, uvas de la vendimia y algo de pan, por lo general. Joan no deseaba más, sabía que debía pasar algo de hambre. Cuando había suerte le invitaban a dormir junto al hogar de una casa o en un establo. De lo contrario, pasaba la noche tiritando bajo las estrellas.
En una ocasión vio a una familia de campesinos que comía en sus campos, los saludó con la mano y continuó su camino sin detenerse. Al poco, un par de chiquillos, un niño de unos ocho años y una niña de diez, le alcanzaron corriendo. Le traían una manzana y un pedazo de pan, aunque el verdadero regalo para Joan fue su sonrisa. En sus caras sucias y con mocos, en el brillo alegre e ilusionado de sus ojos oscuros, el fraile encontró a Dios, a ese Dios que con frecuencia sentía tan lejano. Le besaron la mano y él revolvió su cabello y acarició sus mejillas antes de bendecirlos. Y después, al reemprender el camino, como pago a su inocente limosna, rezó por ellos y por sus padres. Se sentía tan dichoso que notaba su alma expandirse hasta salir de su cuerpo y fundirse con el dulce paisaje toscano. Él era parte del todo y todo era parte de él. Y así anduvo un día tras otro.
A pesar de añorar a Anna y al resto de su familia, Joan fue feliz aquellos días en su papel de fray Ramón. Caminar, orar, gozar del aire libre y del paisaje le daba una paz que antes solo había experimentado en contadas ocasiones. Se decía que, a pesar del cilicio y los azotes que castigaban su espalda y a pesar de aquella misión aceptada con disgusto, era de verdad libre, porque así lo sentía su corazón. Estaba cerca de Dios y su vida tomaba una perspectiva distinta.
Cuando en la tarde del quinto día, desde lo alto de una colina, vio Florencia extendiéndose a ambos lados del Arno, rodeada de sus poderosas murallas y con una enorme cúpula color naranja elevándose, casi en su centro, en la orilla derecha, muy por encima de cualquier otro edificio, supo que había llegado a su destino. En aquella ciudad de maravillas se decidiría su futuro. Se dijo que le habría gustado que el camino hubiera sido mucho, mucho más largo.
Fray Ramón llegó a Florencia por el camino paralelo a la orilla izquierda del río Arno, que cruzaba un grupo de casas antes de terminar en la puerta de San Frediano. Esta se abría bajo una torre del recinto amurallado y para llegar a ella había que cruzar un puente sobre un riachuelo que desembocaba en el río y hacía de foso. La puerta de San Frediano daba al burgo de Oltrarno y, a tenor del bullicio que había a su alrededor, debía de ser una de las más importantes de la ciudad. Fray Ramón se abrió paso entre la multitud de campesinos y comerciantes que guardaban cola para que la guardia revisara sus mercancías y los escribanos cobrasen sus tasas, y se dirigió al que parecía el oficial al mando.
—Soy fray Ramón de Mur y vengo de España para ver a fray Girolamo Savonarola —le dijo, autoritario, como si tratara a un subordinado—. Me aguarda. Llevadme a su presencia.
A pesar de esperarla, a Joan no dejó de sorprenderle la reacción del oficial, al que había visto dando órdenes y gritándole a la gente con malos modos. Al ver su hábito adoptó una pose marcial, como si tratase con su capitán, y preguntó respetuoso:
—¿Tenéis algún documento que lo acredite, padre?
—Sí. Aunque es para fray Savonarola, no para vos. —Joan continuaba autoritario—. Os pido que me llevéis hasta él.
—Lo siento, padre, yo no puedo abandonar mi puesto, pero uno de mis soldados os acompañará.
—Gracias, que Dios os bendiga.
Al cruzar el Arno siguiendo al soldado, Joan se admiraba de que aquel hábito que hasta el momento solo le había servido para mendigar unas uvas y unos mendrugos de pan ahora le valiera para dar órdenes al oficial de la que quizá fuera la puerta principal de Florencia.
Mientras callejeaban camino al convento de San Marco, Joan observaba la vida de la ciudad. Su aspecto no era tan pobre como el que cabría esperar. Florencia salía de la ocupación francesa y estaba en guerra con Pisa y, sin embargo, rodeada de una fértil campiña, no parecía pasar hambre. Los artesanos trabajaban y vendían en las calles y el golpeteo de martillos, las voces pregonando la mercancía, el bullicio del regateo o incluso los olores de cuero o tintes eran semejantes a los de otras ciudades. Solo que a Florencia le faltaba algo. Al poco comprendió que se trataba del color de las vestimentas de los ciudadanos; eran solo grises, blancas o negras. En la calle, las mujeres, incluso las más jóvenes, se cubrían los cabellos con una mantilla, y un buen número de ellas, la boca con el extremo de esta. Había temor en los ojos de las gentes con las que cruzaba la mirada, y ni los que parecían más opulentos mostraban joyas ni adornos.
—¿En qué calles se encuentran los argenteros, los espejeros y los perfumistas? —le preguntó al soldado que le acompañaba. Aunque sabía la respuesta, quería oírla de boca del muchacho.
—Esas son vanidades, padre —repuso este mirándole sorprendido—. Las compañías blancas queman esas cosas en la plaza de la Señoría, en la hoguera de las vanidades.
—Así que Florencia no tiene esos gremios… —murmuró Joan.
—No, padre.
—Y ¿a qué se dedican los que antes trabajaban en ello?
El joven soldado se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Deben de rezar.
—Sí —afirmó Joan—. Lo necesitan.
Antes de llegar a la catedral oyeron unos cánticos y apareció desfilando un grupo de niños de siete a doce años, vestidos de blanco, descalzos y con la cabeza rapada. Entonaban: «Jesús, rey de Florencia, con ayunos y penitencia» y «Viva, viva nuestro corazón, Cristo rey, guía y señor». Cuando vieron su hábito deshicieron la formación para acudir a besarle la mano, y Joan, en su papel de fray Ramón, los bendijo.
—¿Quiénes son? —le preguntó al soldado. Quería oír también la explicación del muchacho.
—Son las compañías blancas de las que os hablé. Se encargan de rezar para erradicar el pecado y cuidar de la virtud. La gente las respeta y las teme.
Fray Ramón los observó intrigado mientras se alejaban cantando con candorosa fe y entusiasmo.
Florencia era mayor que Pisa, pero al igual que esta se extendía a ambas orillas del Arno y su parte más rica y extensa se encontraba en la orilla derecha. Sin embargo, mientras que el conjunto de catedral, baptisterio y campanario se ubicaba en el extremo noroeste de Pisa, Florencia tenía aquellos edificios en el centro. Su camino los llevó a pasar frente a ellos y Joan se maravilló al contemplar de cerca la catedral y su enorme cúpula, la mayor del mundo, una obra de arquitectura increíble que se elevaba a una altura sorprendente. En la distancia se destacaba de cualquier otro edificio de la ciudad, pero de cerca a Joan le costaba encontrar adjetivos para describirla. El contraste de aquel edificio magnífico, terminado hacía pocos años, con las vestimentas y el aspecto de los ciudadanos era brutal.
Joan le pidió al soldado que se detuvieran para contemplar unos instantes el exterior del templo, y cuando observaba su parte trasera oyó gritos y vio que la gente se apartaba para dejar paso a una muchacha que llegaba corriendo. Tenía la cara ensangrentada, se cubría la cabeza con un manto y las piedras caían a su alrededor. Detrás, gritándole insultos, la perseguían a pedradas un grupo de niñas vestidas de blanco, descalzas y con la cabeza rapada.
—¿Qué está pasando? —inquirió Joan.
—Esa chica no debía de vestir con la modestia requerida. O quizá se maquilló…
—¿Modestia requerida por quién?
—Por las niñas de la compañía blanca.
—Y ¿cómo saben lo que es decente y modesto?
El joven soldado se encogió de nuevo de hombros.
—Dios las inspira.
—Y ¿tanto poder tienen las compañías blancas?
—Si creen que hay algo deshonesto o se peca de vanidad, entran en las casas, requisan objetos, detienen a la gente… Hacen cumplir lo que Savonarola predica.
—¿Unos niños?
—Los niños son inocentes y puros…
—Y también pueden ser crueles y caprichosos —murmuró fray Ramón—. Y el poder y la vanidad pueden corromperlos a ellos aún con mayor facilidad que a los adultos.
Continuaron hacia el norte, al poco entraron en una plaza y el soldado le mostró un edificio a su derecha con una hermosa columnata.
—¿Es el convento?
—No, es el Spedale degli Innocenti.
—El Hospicio de los Inocentes. ¿El orfanato?
—Sí, aquí se forman las compañías blancas. Pero a los niños del orfanato se unen muchos más de la ciudad.
—Ahora lo entiendo todo mejor —comentó fray Ramón.
—Un poco más allá está el torno, donde las madres que no pueden mantener a sus hijos los depositan. Los dejan allí, tocan la campanilla y se van sin ser vistas.
—Claro —musitó el fraile.
Después, el soldado le condujo hacia la izquierda y, pasada la iglesia de la Santissima Annunziata, vio a su derecha un edificio de dos plantas cuya puerta principal se elevaba monumental, entre columnas, por encima del resto de la construcción.
—Este es el convento de San Marco —le informó el muchacho, y besándole la mano se despidió.
Fray Ramón se quedó unos momentos contemplando el edificio, tragó saliva, se persignó y, tras encomendarse al Señor, anduvo con paso decidido hacia la puerta.
—Así que os envía fray Tomás de Torquemada. ¿No es así?
Quien formulaba la pregunta, en latín, era el mismísimo fray Girolamo Savonarola, prior del convento de San Marco, que le observaba con gesto adusto, clavándole su mirada de ojillos oscuros. Aunque Joan le había hecho saber que su florentino era bueno, Savonarola insistió en continuar hablándole en latín, la lengua en la que estaba escrita la carta que Joan le acababa de entregar. El monje tendría unos cuarenta y cinco años, la tonsura en su abundante pelo oscuro formaba una corona, y una gran nariz ganchuda que apenas separaba sus gruesas cejas dominaba su cara. En su faz huesuda se marcaban los pómulos, quizá a causa de los ayunos, en contraste con un grueso y prominente labio inferior que sugería una fogosa sensualidad, sin duda reprimida.
Se encontraban en la sala capitular del convento y al prior, sentado en una banca, le flanqueaban dos monjes, también tonsurados y con hábito blanco; eran fray Domenico de Pescia, el suprior, y fray Silvestro Maruffi, los más fieles seguidores y consejeros de Savonarola. En la pared a sus espaldas se podía ver un impresionante fresco, con fondo azul brillante, que representaba una crucifixión con Cristo y los dos ladrones también crucificados y múltiples santos a sus pies. Abajo, en una orla de medallones, se representaba a dieciséis santos y beatos de la orden dominicana con santo Domingo de Guzmán, el fundador, en el centro. Pero Joan no se entretuvo en contemplar aquella magnífica obra, sino a quienes tenía enfrente; los tres frailes le observaban con atención mientras él, de pie, trataba de disimular su nerviosismo. No podía fallar; aquellos monjes eran muy estrictos, cualquier vacilación les haría sospechar. Y cualquier sospecha le conduciría a la cárcel y de esta iría a la hoguera si comprobaban que era un falso fraile.
—Así es, padre —repuso tragando saliva.
—Y vos sois fray Ramón de Mur, del convento de Santa Caterina de Barcelona.
Joan afirmó con la cabeza. Le recordaba a un interrogatorio de la Inquisición.
—Ciertamente.
Savonarola releyó la carta que Joan le había entregado el día anterior al fraile portero.
—Hace unos días recibimos otra carta de fray Tomás de Torquemada —dijo al terminar—. Nos anunciaba vuestra llegada y nos pedía que os acogiéramos. Pero antes nos gustaría saber más sobre la razón de vuestra visita.
—Hasta la comunidad dominica de España ha llegado la fama de la gran obra de regeneración moral cristiana emprendida por vos y los monjes del convento de San Marco —respondió Joan—. Se elogia la fuerza y la persuasión de vuestros sermones y se dice que gracias a ellos muchas almas descarriadas regresan al redil de la Iglesia. Mis superiores quieren conocer vuestro trabajo con detalle y que yo aprenda las claves de vuestro éxito para instruir con ellas a nuestros predicadores.
Al hablar, Joan observaba con atención a los frailes calibrando sus reacciones, y se dijo, aliviado, que sus palabras parecían complacerlos.
—En la carta de fray Tomás de Torquemada dice que fuisteis inquisidor. —La estridente voz de Savonarola sonaba algo engolada. Sin duda, el fraile no era inmune a la vanidad.
—Fui ayudante del inquisidor de Barcelona. Y es precisamente la Inquisición el motivo principal de mi viaje. El Santo Oficio tiene aún muchos enemigos y precisamos hacer nuestros sermones más convincentes para persuadir al pueblo y derrotar a quienes se nos oponen.
Fray Silvestro afirmaba con la cabeza y Joan sintió que acertaba con sus palabras.
—Nuestra situación es muy distinta —dijo Savonarola hablando ahora en florentino—. En España gozáis del poder temporal de los reyes Isabel y Fernando, que os apoyan. Sus tropas imponen la Inquisición con las armas. En cambio, nosotros debemos conquistar ese poder gracias a la fuerza de la palabra del Señor y de nuestras prédicas.
—Esa es la razón por la que estoy aquí —contestó Joan en la misma lengua—. Queremos la fuerza de vuestro verbo.
—Vuestra misión y la nuestra no coinciden —continuó Savonarola—. Nosotros buscamos la renovación moral del pueblo, el regreso a las raíces puras del cristianismo. Perseguimos el pecado. Buscamos la pureza. En cambio, por lo que sabemos, la Inquisición combate en España la herejía, la desviación doctrinal. Persigue a los judíos que aparentan haberse convertido al cristianismo y que practican sus cultos en secreto.