—Eso es muy arriesgado.
—Así perdimos un par de nuestras naves en la guerra. El oficio de marino tiene sus riesgos.
—Y el de pirata más.
El almirante colocó sus galeras a sotavento encarando a las naves que se aproximaban, ordenó que descansaran los galeotes y que les repartiesen una ración de galleta y vino. Las naves quedaron en tensa espera, usando los remos solo para mantener la posición y con los vigías fijando su vista en la flotilla que se acercaba. Al poco pudieron apreciar el tamaño de los buques y las enseñas de la flor de Florencia en los mástiles. Las carracas tenían un buen porte y las galeras, un tamaño semejante a las de Vilamarí.
—Hay solo una un poco menor que las nuestras —le comentó Genís a Joan—. Aunque al almirante le puede bastar; creo que habrá combate.
Joan se precipitó a proa y, una vez seguro de que tanto las dos culebrinas como el cañón cargaban bolas de hierro, para disparar a distancia, se cercioró de que los tres falconetes por banda que la nave montaba estuviesen en condiciones y sus servidores, preparados. Después revisó que los arcabuces de los marinos estuvieran también en orden. Mientras, oía cómo Pere Torrent instaba a sus infantes a que preparasen sus ballestas y arcabuces.
Genís le llamó con un gesto y cuando Joan pisó la carroza, Vilamarí les explicó la estrategia. Al librero le parecía una locura; dos carracas grandes con artillería, aunque de menor alcance que la de las galeras, sumadas a las tres galeras enemigas era una ventaja insuperable. Sin embargo, se abstuvo de dar su opinión; no serviría de nada.
Al regresar a proa vio que las naves contrarias seguían aproximándose. El casco de las carracas era muy sólido, recordaba una gran nuez algo extendida; sus bordas eran altas, se elevaban en sus extremos formando un castillo de proa y otro de popa, y carecían de remos, por lo que dependían del viento. Por el contrario, las galeras eran alargadas, tenían poco calado, sus bordas eran bajas, para que los remos llegaran bien al mar, y solo contaban con una vela latina. Las carracas disponían de tres palos, dos verticales con grandes velas cuadradas, los de trinquete y mayor, y uno en proa, el bauprés, que sobresalía del casco formando un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre el mar y que tenía una vela latina que daba maniobrabilidad a la nave.
Poco antes de que el enemigo estuviera a tiro, Vilamarí dio orden de izar bandera negra.
—Izo esa enseña porque no creo que le complaciera al papa que la suya ondease en este asunto —le dijo Vilamarí a Miquel Corella.
—Hacéis bien —gruñó el valenciano.
—La bandera de los piratas —murmuró Joan entre dientes. Y siguiendo las instrucciones recibidas en la carroza, ordenó disparar el cañón con una bala que levantó un surtidor de agua a mitad de camino. Era una advertencia.
Aquello no detuvo el avance de la flotilla enemiga, que continuó con las carracas en primer término seguidas de las galeras. A pesar de la agilidad de las galeras y su potencia de remo, cuando las carracas tenían viento a favor podían llevárselas por delante. Esa era la razón por la que la flotilla con bandera de Florencia no detenía su marcha e iba con las carracas al frente. Se abrirían paso embistiendo.
—Con ese viento y ese mar movido, querer capturar una carraca es temerario —oyó Joan que le decía Pere Torrent—. Pero Vilamarí es capaz de lograrlo. Nuestra suerte depende de tu acierto con la artillería.
El librero se mordió los labios. Hacía mucho que no entraba en combate y se notaba tenso y con el corazón acelerado. Maldijo al almirante; no solo le obligaba a pelear en una batalla que no deseaba, sino que ponía sobre sus espaldas la responsabilidad de las vidas de sus compañeros.
Joan calibraba la distancia evaluando el momento de abrir fuego cuando notó que le tocaban en la espalda. Se giró molesto por la interrupción y vio al asistente de Vilamarí con unos bultos.
—El almirante quiere que vistáis esto durante el combate —le dijo.
—Dejadlo aquí —repuso Joan concentrado—. Me lo pondré después.
—Quiere que lo hagáis ahora mismo; antes de empezar. Me ha dado instrucciones precisas.
Disgustado, apartó los paños que cubrían aquellos objetos y se sorprendió al ver varias piezas de una armadura de acero. Nunca había usado una y sabía que eran pesadas, pero aquella, a la vez que resistente, era asombrosamente ligera. Debía de ser muy cara.
—Es una armadura blanca milanesa —le explicó el criado en tono admirado.
No era blanca, sino más bien gris oscuro, aunque Joan sabía a lo que se refería el hombre. Era la protección más moderna y de mayor calidad que existía. Pensó que debía de pertenecer al propio Vilamarí y que quizá le fuera algo grande a él.
Se despojó con rapidez de su coselete, la coraza de cuero reforzada con placas metálicas que le cubría el torso, y con la ayuda del hombre, que le ajustaba las correas de cada una de las piezas, se puso las escarcelas, la gorguera, hombreras y los guardabrazos.
La armadura le protegía el tronco por completo, parte del cuello y la parte superior de las extremidades. Se asombró de lo liviana que era. Le limitaba ligeramente los movimientos, pero poco más que el coselete; resultaba mucho más cómoda de lo que parecía.
—Ahora el casco —dijo el hombre.
—¡Ya basta! —le gritó Joan—. ¡Dejadme hacer mi trabajo! El casco me lo puedo poner solo y ahora tengo frío en la cabeza.
—Pero el almirante…
—¡Iros de una vez!
Joan hizo gesto de tirar de su daga y el criado retrocedió asustado. En realidad quería ponerse el casco cuando dejase de ser el centro de atención. No se había cubierto la cabeza con el pañuelo y si se quitaba el gorro, todo el mundo vería su tonsura.
—El almirante debe de apreciarte mucho —le comentó Miquel Corella, que junto a Niccolò se había acercado a presenciar los disparos.
Ambos se protegían solo con un coselete; el florentino continuaba mareado. El librero hizo un gesto ambiguo; le costaba agradecerle aquello al almirante y la presencia de sus amigos le hacía sentir aún más responsable y tenso. Trató de concentrarse en las naves que se acercaban amenazantes y olvidar el resto. El enemigo estaba ya a tiro y al coger la mecha encendida notó que le temblaba el pulso. Él era, en gran parte, el responsable de la suerte de sus amigos.
Joan aplicó la mecha al orificio superior de la pieza de bronce y se oyó un breve siseo y de inmediato un gran estampido. El ruido y el familiar olor a pólvora le hicieron olvidar su nerviosismo para concentrarse en la acción. Tiraba solo con las culebrinas, que tenían mayor alcance y precisión, y reservaba el cañón para cuando el enemigo se acercase. El mar estaba agitado y hacer blanco era difícil incluso para un muy buen artillero. Joan lo era y creía en el tiro preciso a distancia, al contrario que la mayoría de los marinos de la época. Por ese motivo, el enemigo no respondió al principio a sus disparos. Las otras dos galeras de Vilamarí le imitaron; sus artilleros habían aprendido de Joan y sin llegar a su precisión, lograban buenos tiros a distancia. Se concentraron en el castillo de proa de una de las carracas con la intención de destruir su bauprés, el mástil que sobresalía de la nave en la proa, por encima del mar, y que permitía una mejor maniobrabilidad. La carraca continuó avanzando confiada en su fuerte estructura y en que sus enemigos solo querrían desarbolarla y no dañar el casco. Sabía que pretendían capturarla y no hundirla.
Joan alternaba los tiros con una y otra culebrina mientras los marinos enfriaban el bronce con cubos de agua y recargaban una vez que se alcanzaba una temperatura razonable. Los tres primeros tiros de Joan cayeron al mar, y fue otra de las galeras de Vilamarí la que alcanzó la nave, pero lo hizo traspasando la vela de trinquete e impactando en el castillo de popa. El cuarto disparo de Joan dio al fin en la proa, el siguiente pelotazo también lo hizo y después varios más, tanto de la Santa Eulalia como de las otras dos galeras. Los impactos hacían saltar astillas y maderos de la carraca y acabaron por partir el bauprés. Desde las galeras de Vilamarí se oyó un grito de júbilo y Joan pudo ver cómo los marinos enemigos se afanaban en cortar con hachas los cabos para que la vela cayera al mar y no frenase el avance. El viento a favor hinchaba sus velas, y no pareció que la pérdida les afectara demasiado.
—Buen trabajo —oyó a sus espaldas.
Al girarse vio que junto a Miquel y a Niccolò se encontraban Genís y Pere, observando. Joan no dijo nada y concentró ahora sus tiros sobre la proa de la otra carraca.
—Continúa así —le animó Genís, y regresó a la carroza para ordenar el zafarrancho de combate.
Pere Torrent, como oficial de asalto, fue a reunirse también con sus sargentos para dar las últimas instrucciones. En aquel momento, Joan, con un movimiento rápido, se quitó el gorro y se puso el casco.
Las naves enemigas estaban ya a la distancia a la que se podía usar el cañón y el librero lo hizo, alternando ahora las dos culebrinas con este. Las carracas, con sus velas hinchadas, se dirigían hacia las galeras; la que había perdido el bauprés enfilaba directamente contra la Santa Eulalia buscando el impacto. Sabía que su casco era más fuerte y que el choque podía hundir la galera. Pero Joan, al igual que el resto de los artilleros de Vilamarí, continuó disparando sobre la segunda carraca hasta que su bauprés saltó también a pedazos.
Entonces Joan, que no perdía de vista a la galera enemiga que tenía enfrente, soltó un grito de alerta que de inmediato se vio apagado por grandes estampidos. Se lanzó hacia delante en el mismo momento en que un par de pelotazos impactaban en la arrumbada, haciendo saltar mil astillas. Notó un fuerte golpe en el casco, otro en el pecho y cayó, hiriéndose en la mano izquierda. Oyó gritos y al levantarse vio a uno de sus artilleros con un trozo de madera que le atravesaba el coselete y le sobresalía del pecho. Agonizaba en el suelo. Otros dos, con varias astillas clavadas, ensangrentados y tumbados en cubierta, se lamentaban.
—Vuelve a disparar. ¡Maldita sea! —oyó que le decía Miquel Corella.
La armadura del almirante le había evitado múltiples heridas y quizá la muerte. Más tarde, el valenciano le contó que a él le había salvado su grito y que se había cubierto detrás del cuerpo del propio Joan. Niccolò, por su parte, salió indemne porque se encontraba tumbado, a causa del mareo, detrás de la arrumbada en un lugar lejano al impacto.
—¡A los cañones! —gritó Joan a sus hombres olvidándose de los heridos—. ¡Vamos a devolverles esto!
Hizo un par de disparos que fueron contra el mástil de trinquete de la carraca más cercana. Los cañones y culebrinas de las tres galeras disparaban al mismo punto y Joan pudo oír el crujido de la verga al romperse por dos lugares a la vez. Los artilleros gritaron de júbilo. Ahora, la carraca, en cuyo interior los marinos se afanaban con hachas y cuchillos en cortar las jarcias y tirar al mar la parte superior del mástil, solo se impulsaba con la vela mayor, y, sin embargo, continuó su rumbo contra la Santa Eulalia, flanqueada por dos de las galeras corsarias.
Joan se concentró en la carraca sin preocuparse de devolver el disparo de la galera enemiga que avanzaba sobre la Santa Eulalia. Calculaba que los cañones del adversario se habrían enfriado lo suficiente y temía su siguiente disparo cuando oyó la corneta del cómitre y la Santa Eulalia se puso en movimiento hacia babor esquivando tanto a la carraca como a la galera contraria, que, al tener cañón y culebrinas en proa, perdía la oportunidad de repetir tiro. Las galeras de Vilamarí se abrieron en abanico cruzándose con sus contrarias por el exterior y evitando así el fuego de dos naves a la vez.
Cuando la Santa Eulalia pasó al lado de una de las galeras enemigas, a una distancia de unos veinte pasos, los marinos de ambas embarcaciones se dispararon con todo. Se oían gritos de coraje, de dolor, estampidos de arcabuces y culebrinas, y las voces de los alguaciles y los trallazos sobre los galeotes, que se encogían de temor. El cruce fue rápido, pero a Joan le pareció un tiempo infinito. Su mano izquierda sangraba y olía a pólvora, mar y miedo.
Un disparo impactó en la madera de la arrumbada cerca de su cabeza y una saeta de ballesta se clavó en el soporte donde se apoyaba para disparar su propio arcabuz. Los marinos caían heridos o muertos y sobre la confusión reinaba el grave vozarrón de Pere Torrent animando a los suyos.
—¡Disparad con tino! ¡Quiero un muerto por cada saeta o bala! ¡Se acordarán de nosotros!
Cuando las naves se distanciaron se hizo un silencio momentáneo roto por los ayes de los heridos y los gritos de los alguaciles. Entonces se oyó el cornetín del cómitre ordenando que el costado de estribor dejara de remar para virar con rapidez.
Una vez que dieron la vuelta, la escena cambió por completo y la flotilla de Vilamarí empezó a perseguir a la enemiga. La Santa Eulalia se colocó detrás de la carraca que sufría mayores desperfectos, y que continuaba rumbo a Livorno, y Joan empezó a tirar contra su timón. Las otras dos galeras flanquearon a la Santa Eulalia para protegerla de las enemigas, que también habían virado. Unas y otras se cruzaron de nuevo descargando su artillería de frente, y después, cuando las bordas estaban en paralelo, utilizaron sus arcabuces, ballestas y culebrinas. La Santa Eulalia apenas sufrió impactos, pues las otras dos galeras la protegían, y siguió disparando sobre la carraca a la que seguía como un lobo a su presa. Al poco, Joan lograba hacer saltar en pedazos el timón y dirigió los tiros más arriba, hacia la única vela que le quedaba.
Sin embargo, la galera capitana enemiga consiguió romper el cerco de protección y se lanzó al abordaje de la Santa Eulalia. Joan llevaba ya cinco disparos infructuosos cuando oyó la descarga simultánea de tres cañones, y supo por la forma en que se sacudió el maderamen de la Santa Eulalia que habían recibido el impacto en la popa. Después, entre gritos de angustia y rabia, sintió el crujir de remos rotos y un tremendo golpe de madera contra madera. ¡Abordaban a la Santa Eulalia!
La galera corsaria, después de barrer con su artillería la cubierta de la Santa Eulalia, la abordó por estribor a la altura del sexto banco de remo. Su proa hizo astillas los remos y, al chocar, sus marinos amarraron con garfios un buque al otro. De inmediato, la infantería enemiga, gritando, corrió por su espolón para saltar dentro de la Santa Eulalia.