Joan meneó la cabeza en un gesto de fastidio, sabía que su amigo tenía razón. No le molestaba tomar el mando de los artilleros; incluso le agradaría entrar en combate. Su disgusto provenía de sentirse de nuevo bajo las órdenes del almirante.
—Además —continuó Genís—, ¿no comprendes que te honra al confiar en ti de esa manera? No sé qué le ocurre en tu caso, Vilamarí no acostumbra a hacer favores. Quizá se sienta en deuda contigo desde el combate en el que arriesgaste tu vida para salvar la suya.
Joan no quería recordar aquel episodio; aún no sabía por qué en aquella batalla, a pesar de desear matarle, terminó ayudando al almirante.
—¿Crees que puede haber combate? —inquirió para cambiar de conversación. Sus confusos sentimientos hacia aquel hombre le incomodaban.
—Sí.
—¿Cómo es posible eso? Si solo hemos visto naves de pesca y mercantes desde que salimos de Ostia… Además, Francia firmó la paz con la Santa Liga. No creo que Florencia tenga fuerza naval que se nos pueda oponer, en especial porque Pisa, su puerto marítimo, se ha declarado independiente, bloquea su salida natural al mar y ambos estados se encuentran en guerra.
—Correcto —repuso, sonriente, Genís—. Entonces sabrás que el papa está con Pisa y nosotros, al servicio del papa.
—Y ¿bien?
—Pues Francia, entre otros, apoya a Florencia. No lo hace con sus galeras, sino animando a los corsarios provenzales y genoveses a trabajar para la ciudad de la flor de lis. La misión que nos ha encomendado el papa, aparte de transportaros a vosotros hasta Pisa, es bloquear el puerto de Livorno, por donde la república de Florencia se ve ahora obligada a salir al mar. Es fácil que encontremos naves enemigas.
No tenía otra opción y aceptó; Genís les dijo a los artilleros que, temporalmente, Joan volvería a ser su jefe y estos, que se habían formado con él, se mostraron conformes. De inmediato, el antiguo artillero se puso a revisar las rutinas de combate con sus hombres y con el permiso del capitán se efectuaron algunos disparos. Joan quedó satisfecho; todo funcionaba igual o mejor que cuando él dejó la nave.
Con las luces de la madrugada del día siguiente, las naves cruzaron un nuevo estrecho.
—A estribor está la península de Piombino —señaló Genís desde la proa hacia un promontorio rocoso con pinares y olivos que acogía un pueblo aún dormido—. Y a babor hemos dejado el islote de Cerboli.
—Hasta aquí debería llegar el patrimonio de San Pedro —afirmó Miquel Corella contemplando el paisaje a estribor.
—¿El patrimonio de San Pedro? —inquirió Genís Solsona.
—Se refiere a las posesiones del Vaticano —le aclaró Joan. Y dirigiéndose a Miquel, añadió—: Al sur se encuentra Siena. ¿También la queréis conquistar?
El valenciano se encogió de hombros sin responder y el librero pensó que su amigo quizá había hablado demasiado. Sin duda, César Borgia tenía grandes planes de conquista.
—Menos mal que aquí termina el patrimonio de San Pedro —intervino Niccolò, que parecía algo recuperado de sus mareos—. Porque lo que sigue ya es tierra florentina. Mi patria.
—Pues daos prisa en libraros de Savonarola —repuso don Michelotto con una sonrisa entre divertida y siniestra—. Habéis perdido Pisa y podéis perder mucho más.
—Vamos, Miquel —contestó Niccolò interpretando sus palabras como una amenaza—. No digáis eso, que estamos en el mismo bando.
Joan percibió en la conversación el temor del florentino, ahora aliado con la Santa Sede, a que las ambiciones de César llegaran a apuntar en un futuro a su patria.
—En todo caso, cruzando el estrecho entramos en el mar de la Toscana —dijo Genís zanjando la conversación—. Los corsarios a sueldo de Florencia navegan por estas aguas. Podemos entablar combate en cualquier momento. —Y mirando a Joan añadió—: Oficial artillero, ten a tu gente lista.
—Estamos preparados, capitán.
Joan regresó a sus piezas artilleras para echar un último vistazo y se encontró, apoyado en una de las culebrinas, a Pere Torrent. El oficial de infantería iba ya vestido para el combate, con una media armadura ligera y casco, como si tuviera la seguridad de que iban a luchar. Su aspecto le confirmó a Joan que el almirante deseaba entrar en acción; no en balde, Torrent era, a pesar de su rudeza, el oficial más cercano a Vilamarí.
—¿Todo listo, Joan? —le preguntó, y el librero supo que Torrent deseaba hablar.
Aquello era nuevo. El oficial de asalto se había mantenido siempre arrogante, altanero y despectivo con él durante su anterior servicio en la galera. Se había convertido en el personaje, junto a Vilamarí, al que Joan más odiaba. Se había esforzado por hacerle la vida miserable, y, a pesar de que fue él quien le instruyó en la lucha cuerpo a cuerpo, jamás se dignó ofrecerle conversación, marcando siempre las distancias. Joan se había preguntado en repetidas ocasiones cuándo cambió la actitud de aquel hombre con respecto a él. Llegó a la conclusión de que había pasado a mirarle con nuevos ojos cuando se atrevió a desafiarle por Anna. Cuando reclamó su derecho a ella por amor, aquel individuo, al que antes Joan consideraba un pedazo de animal, cambió. Era algo que Joan jamás habría imaginado. Derrotó al experto espadachín en un combate por su amada en el que todos le daban como perdedor, y siempre sospechó que el oficial le había dejado ganar. Nunca supo por qué.
—La artillería está lista para el combate —repuso Joan—. ¿Creéis que lo habrá?
—Si aparece la vela de una nave que merezca la pena, no lo dudes.
En los ojos azules de Torrent había algo que el librero no sabía definir, y le sostuvo la mirada hasta que aquel le hizo un gesto para que le siguiera. Anduvo unos pasos y se apoyó en la arrumbada mirando al mar, donde los marinos no le podían oír.
—Te envidio —le dijo cuando Joan se puso a su lado. El librero se mantuvo en silencio a la espera de que el oficial continuara—. Envidio la esposa que tienes. Y no solo porque sea una mujer hermosa, sino porque la quieres tanto como para jugarte la vida por ella. Y porque ella parece corresponderte.
—Soy afortunado —reconoció Joan.
—Y no solo te envidio por eso, sino porque puedes estar a su lado cada día y cada noche. Podéis gozar el uno del otro. Sé que te lo mereces. Has sufrido, tu vida ha sido dura y has tenido que luchar mucho.
Joan se mantuvo en silencio.
—Mi vida tampoco ha sido fácil. Mi padre murió defendiendo Barcelona durante la guerra civil. Como sabes, fue Vilamarí con su flota quien en 1472 bloqueó el puerto de Barcelona, único lugar por donde la ciudad asediada recibía alimentos. La necesidad se hizo terrible y yo veía consumirse a mi madre, tratando de alimentar a la familia, hasta parecer un esqueleto. Vi morir desnutridos a dos de mis hermanos, y cuando la ciudad se rindió por hambre, corrí hasta el puerto, donde las naves de Vilamarí, vencedoras y bien surtidas, fondeaban. Había colas de hombres que querían alistarse aunque fuera como galeotes con el fin de obtener comida, y yo me puse en una de ellas.
»Al rato me hicieron subir a la galera capitana y me vi frente a Vilamarí. Le dije que tenía catorce años, que quería alistarme en su galera de lo que fuese, y cuando me preguntó por qué, le fui sincero y le dije que era para darles de comer a mi madre y a la hermana que aún vivía.
»Yo aún no tenía trece años y, aunque era alto para mi edad, estaba muy delgado, y no engañé al almirante. Hizo que me dieran de comer y una vez saciado me preguntó si aún quería alistarme. Dije que sí y él ordenó que me reclutaran fingiendo que creía en mis catorce años. Hizo que me adelantaran en dinero y provisiones mi paga de dos años como grumete y con todo ello corrí a mi casa, para que mi madre y mi hermana comieran. Cuando la flota partió me despedí de ellas con una gran pena, aunque con el consuelo de que no iban a pasar hambre por algún tiempo. No volví a verlas. Cuando regresé a Barcelona años después, nuestra casa estaba derruida y los vecinos me dijeron que habían muerto. Ni siquiera sé dónde están enterradas.
»No tenía familia, pero la encontré aquí, en la galera, un lugar que muchos dicen es el peor del mundo. El almirante me asignó al principio a su servicio, aunque yo precisaba más ayuda de la que era capaz de ofrecer. Sin embargo, fui creciendo y pronto me incliné más hacia el oficio de las armas que al de la navegación. Vilamarí se encargó de que recibiera la mejor instrucción militar y a los veinte años era ya el oficial de asalto de su galera. De eso han pasado ya dieciocho. Y aunque cargado de cicatrices, sigo aún vivo.
Pere Torrent se mantuvo callado un tiempo mirando al mar y Joan hizo lo mismo esperando a que continuara. No sabía qué decirle.
—Mi vida ha sido la galera y me he criado con Vilamarí. El almirante es un hombre distante a veces, pero ha sido lo más parecido a un padre para mí, y junto a él he peleado en todo el Mediterráneo. Sin embargo, esta vida no me ha permitido conocer a más mujeres que a las que tomábamos por la fuerza como botín y a las putas de los puertos. Mis únicas relaciones han sido con hembras que, buscando mi dinero, fingían amarme aunque en realidad pertenecían a otros hombres. Más de una vez llegué a enamorarme de ellas cuando permanecíamos tiempo en un puerto. Fueron historias tristes que terminaron con varios alcahuetes muertos de una cuchillada y con una sífilis que aún no se ha curado del todo. Por eso te envidio, Joan. Amas y eres amado. Gozas de un amor que yo solo conozco por los libros.
—Y ¿por qué no dejáis el servicio, os establecéis en tierra firme y buscáis una esposa? —preguntó Joan—. En veintiséis años sirviendo en galeras habréis guardado un dinero que os permitirá vivir sin preocupaciones.
—¿Dónde? Soy un forastero en tierra firme.
—Venid a Roma. Estableced casa allí. Conocemos a mucha gente y si añoráis la acción, siempre podréis servir al papa…
Los ojos azules del oficial se iluminaron cuando sonrió.
—Gracias, Joan —dijo—. Lo pensaré. No me sería fácil abandonar a Vilamarí, y sin embargo, lo voy a considerar. Ya soy algo viejo para este oficio.
Hizo gesto de irse, pero el librero le sujetó del brazo. El oficial le miró asombrado.
—¿Me dejasteis ganar en nuestro duelo? —observaba con cuidado su expresión.
Pere Torrent se echó a reír.
—¿Aún estás con eso? —inquirió—. Y ¿qué importa? Olvídate de aquello, ocurrió hace mucho. Yo solo recuerdo que fuiste tú quien ganó.
A pesar de que el viento le era favorable, la flotilla continuó hacia el norte alternando los remeros de proa y popa de forma que unos descansasen mientras los otros bogaban. El almirante Vilamarí quería alcanzar el puerto de Pisa antes del atardecer y deseaba tener un margen de tiempo por si surgía un encuentro inesperado. El cielo se fue cubriendo. El mar plácido que habían disfrutado por la noche y al amanecer, y que había permitido que Niccolò se recuperara de su mareo, había cambiado a agitado. Las olas chocaban contra la proa y hacían incómoda la boga. Continuaron dirección norte, paralelos a una costa toscana arbolada, rocosa y con caletas de arena.
—Estas aguas están cerca de Génova, Mónaco y Provenza; Roma queda ya lejos —comentó Genís—. Tenemos los vigías alerta. Podemos encontrar naves hostiles en cualquier momento. Cuando las divisemos, el almirante decidirá si merecen la pena.
—¿Hablas de capturas? —preguntó Joan. Deseaba información—. Creía que su misión era llevarnos a Pisa y bloquear la costa florentina.
Genís Solsona rio.
—¿Tú crees que el viejo ha cambiado tanto en los dos últimos años? Si hay una presa interesante, combatiremos. Aunque la presa tenga dientes.
Joan miró a Vilamarí, que cuando no conversaba con Miquel Corella lo hacía con alguno de sus oficiales o simplemente contemplaba el mar y el buque con aire indiferente. Era Genís, el capitán de la nave, quien debía estar alerta, y él se comportaba como un pasajero. Sin embargo, su aspecto era el de un león en acecho, y todos sabían que no se le escapaba detalle.
Cuando a primera hora de la tarde llegaron a la altura de Livorno, solo se habían cruzado con naves pequeñas que al verlos habían buscado refugio en la costa. Pero entonces los vigías avistaron dos grandes velas en el horizonte.
—Parecen dos carracas que se dirigen a Livorno —le dijo Genís al almirante. Vilamarí hizo un gesto con la cabeza y el capitán no necesitó palabras—. Rumbo babor —gritó al timonel y al cómitre—. Vamos al encuentro de esas naves.
Los marinos transmitieron las instrucciones con señales a las otras dos galeras. Y de inmediato, Genís ordenó recoger las velas, pues las embarcaciones se acercaban a barlovento, con el viento a favor, y la maniobra los situaba a ellos a sotavento.
—Vuestra misión es dejarnos sanos y salvos en Pisa —le recordó Miquel a Vilamarí.
—También es bloquear Florencia desde el mar —repuso este tranquilo—. Y no es común avistar un par de carracas enemigas que con toda seguridad vendrán cargadas de mercancías. Un poco de acción os sentará bien.
—Si ponéis en peligro nuestra empresa, incurriréis en la ira del papa y os las tendréis que ver con César Borgia.
—Amigo Corella, yo soy el almirante y vos, un pasajero. Responderé de mis decisiones frente a quien corresponda. Y ahora disfrutad de la acción.
La faz de don Michelotto mostró enfado, pero al poco se encogió de hombros. Sabía que nada de lo que él dijera influiría en aquel hombre.
—Es extraño —le comentó Genís a Joan—. Es seguro que nos han visto y, sin embargo, no tratan de variar el rumbo, vienen hacia nosotros.
—Quizá piensen que somos florentinos.
—Los florentinos no disponen de galeras desde la pérdida de Pisa. Hay algo extraño.
De repente, el vigía gritó:
—¡Tres galeras! ¡Detrás de las carracas vienen tres galeras!
—Ahora lo entiendo —dijo Genís—. Traen escolta. Es por eso que las carracas, con el viento a favor, no tratan de eludirnos; se sienten seguras gracias a su artillería y a la escolta. Serán corsarios al servicio de Florencia.
—Pues tendremos que olvidarnos de ellas —dijo Joan—. No solo irán artilladas, sino que las galeras impedirán su abordaje.
—Esa decisión la tomará el almirante.
—Sería un suicidio atacar con esa desventaja.
—Si Vilamarí cree que goza de alguna ventaja que sus rivales no perciben, entrará en combate aun en aparente inferioridad. En esos casos, el enemigo acostumbra a aceptar el choque.