—La vi de paso, aunque no pude detenerme.
—Te recomiendo que la compres —le dijo Bartomeu enfático—. Pertenece ahora a un napolitano de orígenes angevinos que quiere venderla. Estoy deseando que empieces. Pondré a mis vendedores ambulantes a trabajar contigo y si lo deseas, también a Abdalá.
Joan comprendió, con preocupación, que Bartomeu quería delegar una responsabilidad que le abrumaba y que él se sentía obligado a aceptar. Le pidió ver a Abdalá y el mercader le acompañó al ático del edificio, donde el musulmán tenía su taller y vivienda. Una trampilla daba acceso a la estancia y Bartomeu la abrió después de anunciarse con unos golpes de nudillos. Joan sentía una emoción que se traducía físicamente en un nudo en su estómago, amaba al viejo y ansiaba verle. Y el momento había llegado.
Para Joan, aquella fue como una repetición de la primera vez que subió al
scriptorium
donde Abdalá trabajaba para los Corró. La habitación estaba fría y el anciano se encontraba sentado en un escritorio que comprendía mesa, silla y un gran panel trasero con alacenas en las que guardaba material de escritura. Estaba muy cerca de una gran ventana acristalada que le suministraba buena luz, y se protegía de las corrientes de aire y del frío con el panel a sus espaldas, unas cortinillas laterales y un brasero a los pies de la mesa.
El musulmán lucía un turbante del mismo color que su blanca barba, y después de quitarse las gafas y alzar la vista hacia sus visitantes los miró con sus ojos azules. Se quedó con la pluma con la que escribía en alto hasta que reconoció a su antiguo aprendiz, que avanzaba hacia él sonriente y con el corazón alborotado.
—¡Joan! —exclamó—. ¡Alabado sea el nombre del Señor! ¡Qué alegría!
Y con una agilidad sorprendente para sus años, dejó las gafas sobre la mesa, depositó la pluma en el tintero, descorrió una de las cortinillas laterales y fue a su encuentro.
—¡Maestro! —dijo Joan abrazándole con ternura.
Bartomeu conocía el cariño que ambos se profesaban y después de intercambiar algunas frases con ellos los dejó solos alegando que debía resolver otros asuntos. Se sentaron uno enfrente del otro y Abdalá, tras contemplarle en silencio con una feliz sonrisa, adoptó una expresión seria y le dijo, escueto, tal como hacía cuando Joan era su aprendiz:
—Cuéntame.
Antes de hablar, Joan le contempló unos instantes, con ternura, mientras recordaba agradecido las muchas cosas que le había enseñado. Abdalá estaba más delgado, las arrugas de su cara se habían acentuado, aunque su mirada, algo entelada por la edad, era aún firme. Joan se sintió como cuando él era un niño y el musulmán, su maestro. No pudo evitar tomar entre las suyas las huesudas manos del viejo y, acariciándolas, empezó a relatarle sus aventuras en Italia, sus ilusiones y esperanzas. El maestro le interrumpía al término de alguno de los episodios para preguntarle qué había aprendido, y Joan se veía obligado a revisar sus experiencias y a profundizar en ellas buscándoles un sentido. Al final de la mañana, a pesar de que quedaba aún mucho de que hablar, Joan quiso compartir con él sus sentimientos.
—Me inquieta mi regreso a Barcelona y la misión que tengo encomendada. No sé si estaré a su altura.
—¿Crees en ello? —inquirió el viejo—. ¿Valoras realmente la libertad de pensamiento, la libertad de lectura?
—Sí —repuso Joan con determinación—. Mi padre quiso que yo fuera un hombre libre. Y pienso cumplir su voluntad, que es también la mía, a través de los libros.
—Libertad —dijo Abdalá pensativo—. ¡Qué palabra tan bella! Pero qué concepto tan etéreo, tan escurridizo. —Y después sonrió—. No te preocupes. Si haces lo que tu corazón te dicta, harás lo correcto y lo harás bien. Serás libre y ayudarás a que otros lo sean.
Joan le miró agradecido. El pensamiento de su viejo maestro continuaba confortándole, al igual que cuando era un niño.
Aquella tarde, Joan visitó la librería. Era un amplio establecimiento situado en un lugar inmejorable. Observó que tenía oportunidades en cuanto a su disposición interior y que su surtido era limitado, y se dijo que él y su familia podrían hacerla excelente. Compró un hermoso libro de horas miniado para regalárselo a su cuñada Águeda; sabía que no solo la haría feliz a ella, sino también al maestro Eloi y a su hermano Gabriel.
Salió del establecimiento esperanzado y se dirigió a casa de su hermano imaginando las mejoras que emprendería en la librería si conseguía adquirirla. Pensaba en la ilusión que le haría a su esposa. Pero de repente un fuerte grito le despertó de su sueño:
—¡Aparta, villano!
Oyó los cascos de un caballo, vio que la gente corría y tuvo el tiempo justo de apartarse para no ser arrollado.
—¡Maldito! —masculló Joan con ánimo de ver quién era aquel individuo brutal al que no le importaba pisotear a los viandantes.
Era un hombre alto y grueso que vestía de terciopelo carmesí, con una gran capa negra y espada al cinto. En su cuello lucía una cadena de oro y cubría su cabello rojizo con un amplio sombrero también negro. Joan reconoció de inmediato aquellos ojos oscuros con tonos rojos de sangre: era Felip Girgós. Le seguían dos hombres armados, también a caballo. El grupo se abría paso entre la gente sin consideración alguna ni siquiera para ancianos, mujeres o niños. Sus miradas se cruzaron solo un instante y los jinetes prosiguieron su apresurada marcha sin detenerse.
Joan se estremeció. Aquel hombre, cercano ya a los cuarenta años, era el peor de los matones y el peor de sus enemigos. Un asesino que gozaba matando en la guerra y que había sido el responsable de la muerte en la hoguera de sus patrones, los libreros Corró. Había querido borrarle de su memoria en Italia, pero a veces aparecía en aquella pesadilla de la Inquisición que, después de tanto tiempo, continuaba inquietándole. Regresó a la fragua de Eloi preocupado; quizá creyó que olvidándolo iba a desaparecer. Pero no lo hizo y acababa de verle arrogante y poderoso.
Aquella noche escribió: «Mis pesadillas de Roma pueden hacerse realidad en Barcelona».
—Ayer vi a Felip Girgós, arrogante sobre su montura —le comentó al día siguiente a Bartomeu—. Iba atropellando a la gente en la calle. Nuestras miradas se cruzaron y no sé si me reconoció. No he querido saber de él durante estos años, sospecho que aún me odia y os ruego que me informéis. Un hombre debe conocer a sus enemigos.
Bartomeu le miró pensativo antes de responder.
—Me temo que sí, que continuará siendo tu enemigo —dijo al final pausado—. Es de los que ni olvidan ni perdonan. Se libró de la denuncia de robo en casa de los Corró porque era un familiar de la Inquisición, un delator secreto, y ellos no están sometidos a la justicia civil. Consiguió además vengarse enviando a la hoguera a sus patrones, que le habían acogido en su taller desde muy joven y le habían enseñado el oficio. El padre de Felip fue nuestro camarada en la guerra civil y, al morir en combate, Antoni Corró tomó a su hijo bajo su protección. Pero no pudo evitar que saliera torcido. Criaron al cuervo que les sacó los ojos.
—Sí, lo recuerdo demasiado bien. —Se le hacía un nudo en la garganta al rememorar al matrimonio Corró vestido con los infamantes sambenitos y coronados con los capirotes de los condenados por la Inquisición.
—Felip no se conformó con quedarse como simple familiar de la Inquisición o alguacil, y su ambición le ha llevado, a través de un camino pavimentado de cadáveres, a alcanzar el puesto de fiscal —continuó el mercader—. Solo los inquisidores están por encima de él en la pirámide del Santo Oficio en Cataluña. Además, el perfil de los inquisidores ha cambiado en los últimos años. En los tiempos de Torquemada, al inicio, eran combativos y extremadamente agresivos con los intentos de oposición de las autoridades locales. Pronto se cumplirán ya dieciocho años desde que la Inquisición logró entrar en Barcelona, han arrollado a todos sus enemigos y nadie se atreve a oponerse a sus dictámenes.
»Los inquisidores de ahora ya no son profesionales del Santo Oficio venidos de fuera, sino clérigos del reino de Aragón, algunos provenientes de conventos alejados del mundo, que sirven en el cargo durante un tiempo y que después regresan a su ocupación de origen. Los inquisidores cambian, pero Felip sigue, y sin ser un teólogo ha aprendido lo suficiente para poder discutir con los inquisidores en igualdad de condiciones. Usa aquel oscuro poder de liderazgo que mostró cuando de muchacho y su conocimiento de todos los entresijos de la institución para controlarla. Así que termina mandando más que el propio inquisidor. Felip es ahora la Inquisición en Barcelona.
Joan se quedó mirando a Bartomeu consternado.
—¡Qué malas noticias! —dijo.
Aquella noche apenas pudo conciliar el sueño y se levantó inquieto de la cama para escribir en su libro: «Quiera Dios que nuestro regreso a Barcelona no sea un trágico error».
Desde su llegada, Joan aguardaba ansioso noticias de Italia no solo de su familia, sino también de sus amigos. Y en busca de esas noticias empezó a frecuentar, como había hecho de muchacho, las tabernas del puerto para charlar con los marinos recién llegados de Italia. En una de sus primeras salidas fue a parar a una tasca que conocía de los viejos tiempos y nada más entrar comprobó que el ambiente había cambiado. Sentadas en una mesa había un par de mujeres que por sus escotes y pinturas no podían ser sino prostitutas, y un par más aguardaba de pie al lado de una puerta que se cubría con una cortina y que debía de dar acceso a los cuartuchos donde despachaban su negocio. Joan no tenía intención de usar sus servicios y se disponía a abandonar el garito cuando oyó hablar en napolitano a unos marinos que jugaban a los dados. Se acercó al tabernero y le pidió una jarra de vino.
—¿Sois nuevo en la ciudad? —quiso saber el hombre.
Joan le miró atentamente; no era nadie a quien él hubiera conocido diez años antes. Le sonrió al responder:
—Digamos que sí, soy un forastero recién llegado.
Cogió la jarra de vino y un vaso y se sentó en una mesa cercana a los napolitanos con la intención de entablar conversación con ellos en una pausa del juego. El tabernero esperó a que se girase para hacerles una seña a dos personajes en los que Joan no había reparado y que pronto se hicieron notar.
—¡Eh, hermano! —le gritó uno de ellos—. ¿Quieres probar un buen pedazo de hembra? Tengo unas corderas que andan calientes.
Joan acusó el tono chulesco que empleaba aquel hombre, la forma en que vendía a las mujeres, su lenguaje zafio, y pensó que era muy desconsiderado al tutearle. Se giró para mirarle, era un tipo malcarado de unos treinta años cuyo aspecto denotaba su baja ralea. Se limitó a mover la cabeza en una breve negación y puso su atención en los marinos.
—¿Has visto? —le dijo el otro—. Ese puto no te contesta.
Joan comprendió que además de proxenetas aquellos tipos eran unos matones acostumbrados a intimidar a aquellos a quienes veían débiles. No dijo nada y fingió que continuaba interesado en el juego de dados.
—Es que es sordo y judío —dijo el primero.
Joan no consideraba un insulto la palabra
judío
, pero para aquellos hombres era la peor ofensa posible. Comprendió que aquel era el paso previo a la agresión y que solo se libraría de una paliza si se mostraba sumiso y acababa comprando los fáciles favores de una de aquellas mujeres, los usase o no.
Aquello era culpa de la Inquisición, se dijo con rabia; hacía que unos individuos de baja estofa, presumiendo de cristianos viejos, creyeran que su supuesta limpieza de sangre les daba título de nobleza. Un ciudadano honrado que tuviera un ancestro judío era sospechoso y temía caer en las garras de los inquisidores, mientras que miserables como aquellos parecían inmunes a las autoridades. Aquellas gentes pertenecían a la escoria que coreaba al Santo Oficio y se divertía insultando y echándoles piedras e inmundicias a los condenados que desfilaban por las calles descalzos, vestidos con los sambenitos y capirotes infamantes, con una soga al cuello y un cirio apagado en sus manos camino de la hoguera. Eran de aquellos que vitoreaban cuando las llamas quemaban el cuerpo de los infelices reos y fingían con grandes aspavientos, arrodillándose y alzando los brazos al cielo, una piedad de la que carecían. Notó cómo el temor y el asco que la Inquisición y Felip le producían se convertía en furia hacia aquella gentuza y sintió que la cólera se concentraba en sus tripas, haciéndose un nudo.
—¡¿Es que no me oyes, marrano circuncidado?! —le gritó uno de los matones.
Se hizo el silencio en la taberna, los napolitanos dejaron de jugar a los dados y todos le miraron. Joan no dijo nada y se quedó encogido en su asiento, observando el vino de su vaso. Fue entonces cuando aquel individuo, envalentonado por la pasividad de Joan, llegó por atrás, le puso la mano en el hombro y, apretándola como una garra, quiso forzarle a que se volviese.
Joan había visto muchas peleas de taberna y había participado en varias. Las más brutales que recordaba eran las de Barletta, donde una mezcla de aventureros italianos, españoles y alemanes, irritados a causa del hambre y las malas condiciones, se enfrentaban con frecuencia en batallas campales en las que todo parecía estar permitido menos las armas. Usar daga o espada implicaba intención de matar, y mientras que los golpes, por duros que fueran, se toleraban, el Gran Capitán mandaba ahorcar al que acuchillase a otro.
Joan aún practicaba con la azcona de su padre, tenía los brazos fuertes y se sentía en forma. Se dijo que un soldado que había luchado a las órdenes del Gran Capitán, del almirante Vilamarí y de César Borgia no podía consentir que aquella escoria le intimidara.
Tenía los movimientos estudiados y su rabia le ayudó a ser rápido y feroz. De repente se giró, librándose de la zarpa del tipo que tenía a su espalda al tiempo que le estrellaba en la cara la jarra de vino que había cogido de la mesa. Y sin preocuparse del resultado del golpe, tomó el taburete sobre el que se sentaba y despachó al otro de un par de leñazos. No le sirvió al rufián tratar de cubrirse con las manos; el primer golpe le alcanzó en la cabeza y el segundo, en la espalda mientras caía tratando de huir. Quedó tendido en el suelo. Las putas chillaban y un par de ellas se abalanzaron sobre Joan con intención de clavarle las uñas en el rostro. A la primera la tumbó de un puñetazo y a la segunda la lanzó de un empujón al fuego que ardía en la chimenea. El posadero y las mancebas que no participaban en la trifulca corrieron a socorrerla dando grandes gritos.