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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (34 page)

BOOK: Sortilegio
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—Huele demasiado a vida —dijo la Magdalena alzando al viento la cabeza.

—Danos tiempo —le pidió Immacolata.

—¿Y Shadwell? —quiso saber la Bruja—. ¿Sabéis dónde está Shadwell?

—Probablemente allá fuera, buscando a sus clientes —repuso la Hechicera—. Tendríamos que encontrarlo. No me gusta la idea de que ande vagando por aquí sin compañía. Es un hombre impredecible.

—Entonces, ¿qué?

—Dejaremos que ocurra lo inevitable —dijo Immacolata al tiempo que se daba suavemente la vuelta para poder apreciar hasta el último sagrado rincón de aquel lugar—. Dejaremos que los Cucos hagan pedazos la Fuga.

—¿Y la Venta?

—No habrá Venta. Ya es demasiado tarde.

—Entonces Shadwell se dará cuenta de que lo has estado utilizando.

—No más de lo que me ha utilizado él a mí. O de lo que le habría gustado hacerlo.

Un temblor recorrió toda la incierta sustancia de la Magdalena.

—¿No te gustaría entregarte a él aunque sólo fuera una vez? —inquirió con suavidad—. Sólo una vez.

—No. Jamás.

—Entonces déjamelo a

. A mí me sirve. Imagínate cómo serían sus hijos.

Immacolata extendió la mano y agarró a su hermana por el frágil cuello.

—Nunca le pondrás una mano encima —le dijo—. Ni tan sólo un dedo.

La cara de la hermana fantasma se alargó absurdamente en un gesto que era una parodia de remordimiento.

—Ya lo sé —convino—. Es tuyo. En cuerpo y alma.

La Bruja se echó a reír.

—Ese hombre no tiene alma —dijo.

Immacolata soltó a la Magdalena, y al hacerlo unos filamentos de la materia de su hermana se desmoronaron entre ambas en el aire putrefacto.

—Oh, sí que tiene alma —les aseguró mientras se dejaba atraer por la fuerza de la gravedad hacia la tierra que tenían debajo—. Pero yo no quiero nada de ella. —Tocó el suelo con los pies—. Cuando todo esto haya terminado, cuando los Videntes hayan caído en poder de los Cucos, le dejaré que siga su camino. Sano y salvo.

—¿Y nosotras? —le preguntó la Bruja—. ¿Qué será de nosotras entonces? ¿Seremos libres?

—Eso es lo que acordamos.

—¿Podremos extinguirnos?

—Si ése es vuestro deseo.

—Más que cualquier otra cosa —aseguró la Bruja—. Más que cualquier otra cosa.

—Hay cosas bastante peores que la existencia —le indicó Immacolata.

—¿Ah, sí? —dijo la Bruja—. ¿Puedes nombrarme aunque sólo sea una?

Immacolata se quedó pensando sobre ello durante unos breves instantes.

—No —admitió profiriendo un suave suspiro de cansancio—. Puede que tengas razón, hermana.

2

Shadwell había tenido que huir precipitadamente de la casa, que se estaba desplomando, momentos después de que Cal y Nimrod escapasen por la ventana,
y
a duras penas había conseguido evitar quedarse atrapado en la misma nube que había engullido a Deveraux. El Vendedor había terminado boca abajo, con los labios llenos de polvo y con el agrio sabor de la derrota. Después de tantos años esperándola, el hecho de que la Subasta hubiera acabado en desastre y humillación era suficiente para hacerlo llorar.

Pero no lloró. Por una parte, Shadwell era un hombre optimista por naturaleza: en el rechazo de hoy yacían las semillas de la venta de mañana. Por otra parte, el espectáculo que proporcionaba la Fuga solidificándose a su alrededor resultó ser una distracción estupenda para olvidarse de las penas. Y, en tercer lugar, se había encontrado con alguien en peores condiciones que él.

—¿Qué cojones
está pasando
?

Era Norris, el Rey de la Hamburguesa. Sangre y polvo de yeso se disputaban el derecho a tiznarle la cara, y en algún lugar en medio de aquel remolino había perdido la espalda de la chaqueta y la mayor parte de los pantalones; también había perdido uno de aquellos finos zapatos italianos suyos. El otro lo llevaba en la mano.

—¡Lo llevaré a los tribunales hasta que consiga dejarlo sin trasero! —le chilló a Shadwell—. Gilipollas de mierda. ¡Míreme!
¡Gilipollas de mierda!

Empezó a aporrear a Shadwell con el zapato, pero el Vendedor no estaba de humor para dejar que le hicieran magulladuras. Le propinó un fuerte bofetón a aquel hombre. En cuestión de segundos los dos estaban peleándose como borrachos, indiferentes a las extraordinarias escenas que iban cobrando vida en torno a ellos. La pelea los dejó aún más sin aliento y ensangrentados que cuando empezaron, y no sirvió para solucionar las diferencias entre ellos.

—¡Debería usted haber tomado precauciones! —le escupió Norris.

—Ahora ya es demasiado tarde para hacer acusaciones —repuso Shadwell—. La Fuga ha despertado, nos guste o no.

—Yo mismo la habría despertado —le indicó Norris— si hubiera tenido oportunidad de poseerla. Pero en ese caso habría estado
preparado
para ello,
esperando
. Y habría dispuesto asimismo de algunas fuerzas para que entrasen en juego y se hicieran con el control. Pero, ¿esto? ¡Esto es el caos! Ni siquiera sé por dónde salir.

—Por cualquier sitio. No es muy grande. Si lo que usted quiere es salir, sólo tiene que echar a andar en una dirección cualquiera.

Al parecer aquella solución tan sencilla tuvo la virtud de apaciguar un tanto a Norris. Volvió la mirada hacia el retoñante paisaje.

—Sin embargo, no sé... —dijo—. Puede que sea mejor así. Por lo menos consigo ver lo que hubiera comprado.

—¿Y qué impresión le produce?

—No es exactamente como pensé que sería. Me esperaba algo más... apacible. Francamente, no estoy seguro de que me hubiese gustado poseer este lugar.

Al tiempo que la voz le vacilaba, un animal que con toda seguridad no podía contarse entre ninguna clase de fieras conocida saltó de entre aquel flujo de hebras y lanzó un gruñido a modo de saludo de bienvenida al mundo antes de alejarse dando nuevos saltos.

—¿Ha visto? —le preguntó Norris—. ¿Qué es eso?

Shadwell se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—. Hay cosas aquí que probablemente se extinguieron antes de que nosotros naciéramos.

—¿Eso? —
inquirió Norris mirando fijamente en la dirección en la que se alejaba la bestia híbrida—. Nunca había visto una cosa parecida antes, ni siquiera en los libros. Le digo a usted que no quiero nada de este jodido lugar. Lo único que deseo es que me saque usted de aquí.

—Tendrá que encontrar el camino usted solo —le indicó Shadwell—. Yo tengo otras cosas que hacer aquí.

—Oh no, nada de eso —le aseguró Norris a Shadwell apuntándole con el zapato—. Necesito un guardaespaldas. Y usted va a serlo.

Ver al Rey de la Hamburguesa reducido a un manojo de nervios era algo que le hacía gracia a Shadwell. Más que eso, le hacía sentirse —quizá de un modo perverso— seguro.

—Mire —continuó, suavizando los modales—. Los dos estamos aquí metidos en la misma mierda.

—Maldita sea si lo estamos.

—Tengo algo que podría servir de ayuda —le explico Shadwell al tiempo que se abría la chaqueta—. Algo con que endulzar la píldora.

Norris pareció receloso.

—¿Ah, sí?

—Eche una ojeada —le pidió Shadwell enseñándole a aquel hombre el forro de la chaqueta. Norris se limpió la sangre que se le estaba metiendo en el ojo izquierdo y miró al interior de los pliegues—. ¿Qué es lo que ve?

Hubo unos momentos de titubeo durante los cuales Shadwell se preguntó si aún seguiría funcionando la chaqueta. Después una lenta sonrisa se fue abriendo paso en el rostro de Norris, y le asomó a los ojos una expresión que el Vendedor, a fuerza de presenciar innumerables seducciones como aquélla, le resultaba ya familiar.

—¿Ve algo que le guste? —le preguntó Shadwell.

—Ya lo creo que sí.

—Pues cójalo usted. Es suyo. Libre, gratis, y a cambio de nada.

Norris sonrió con cierta timidez.

—¿Dónde lo ha encontrado? —le preguntó al tiempo que extendía una mano temblorosa hacia la chaqueta—. Después de todos estos años...

Con ternura, sacó su tentación de entre los pliegues del forro. Era un pequeño juguete de cuerda: un soldado que tocaba el tambor, recordado por su dueño con tanto cariño y tan fielmente que la ilusión que ahora sostenía entre las manos había sido recreada con los mismos arañazos y abolladuras en el sitio exacto.

—Mi tamborilero —
dijo Norris llorando de alegría, como si hubiera tomado posesión de la octava maravilla del mundo—. Oh, mi tamborilero. —Le dio la vuelta—. Pero no está la llave —dijo—. ¿La tiene usted?

—Puede que consiga encontrársela más tarde —respondió Shadwell.

—Tiene roto un brazo —comentó Norris acariciando la cabeza del tamborilero—. Pero todavía puede tocar.

—¿Está usted contento?

—Oh, sí. Muchas gracias.

—Entonces métaselo en el bolsillo para que pueda usted llevarme un rato —le dijo Shadwell.

—¿Llevarlo a usted?

—Estoy muy cansado. Necesito un caballo.

Norris no mostró la menor señal de resistencia ante aquel capricho de Shadwell, a pesar de que éste era un hombre corpulento y muy pesado que constituiría una carga considerable. El regalo lo había ganado por completo, y mientras Shadwell lo tuviera sometido con aquella esclavitud, Norris estaría dispuesto a que se le rompiera la espalda antes que desobedecer al donante de aquel regalo.

Riéndose para sus adentros, Shadwell se encaramó a la espalda de Norris. Puede que aquella noche sus planes se hubieran echado a perder, pero mientras quedara la gente que tuviese sueños por los que llorar, él podría poseer sus pequeñas almas durante un rato.

—¿Dónde quiere que lo lleve? —le preguntó el caballo.

—A un lugar alto —le indicó él—. Lléveme a algún lugar alto.

V. EL HUERTO DE LEMUEL LO
1

Ni Boaz ni Ganza eran guías demasiado locuaces. Le mostraban el camino a Cal a través de la Fuga sumidos casi en completo silencio, rompiéndolo únicamente para advertirle de que cierta franja de terreno era traicionera, o para indicarle que se mantuviera bien cerca de ellos mientras bajaban por una columnata en la que se oía el jadeo de algunos perros. En cierto modo Cal se alegraba de que fueran tan callados. No quería hacer una visita con guía por el terreno, por lo menos no aquella noche. Al mirar por primera vez la Fuga desde la tapia del patio de Mimi, había comprendido que era imposible trazar un mapa de aquel lugar, y que tampoco se podía hacer una lista de las cosas que contenía y aprendérsela de memoria como sus bienamados horarios de trenes. Tendría que esforzarse por comprender el Mundo Entretejido de un modo diferente; no como un hecho sólido, sino como un sentimiento. El cisma que existía entre su mente y el mundo que intentaba comprender iba desapareciendo poco a poco. En su lugar quedaba una relación de eco y contraeco. Él y aquel mundo no eran más que pensamientos dentro de la cabeza de cada uno; y aquella certeza, que nunca hubiera podido expresar con palabras, convertía el viaje en un recorrido de su propia historia. Cal había aprendido por Mooney
el Loco
que la poesía se aprecia de un modo diferente según el oído de cada cual. La poesía era igual que aquello. Y lo mismo, por lo que estaba empezando a ver, podía decirse de la geografía.

2

Treparon por una larga pendiente. A Cal le dio la impresión de que una oleada de grillos fuera saltando delante de sus pies; la tierra parecía viva.

En la cima de la pendiente miraron a lo lejos a través de un campo. Al otro lado del mismo había un huerto.

—Ya casi hemos llegado —indicó Ganza; y emprendieron la marcha hacia aquel lugar.

El huerto era el rasgo singular más grande que Cal había podido ver en la Fuga hasta el momento; una parcela ocupada aproximadamente por treinta o cuarenta árboles plantados en hileras y podados esmeradamente de manera que las ramas de unos y otros casi se rozaban. Bajo el dosel que formaban había pasillos de hierba pulcramente segada y salpicada de una luz aterciopelada.

—Éste es el huerto de Lemuel Lo —le explicó Boaz cuando se detuvieron al pie de la linde. La dulce voz le sonaba más suave que nunca—. Goza de gran fama incluso entre los personajes de fábula.

Ganza abrió el camino entre los árboles. El aire estaba quieto, cálido y dulce. Las ramas se hallaban repletas de una fruta que Cal no reconocía.

—Son peras de Judas —le dijo Boaz—. Una de las especies que nunca compartimos con los Cucos.

—¿Por qué no?

—Hay muchos motivos —le indicó Boaz. Miró a su alrededor buscando a Ganza, pero ésta había desaparecido por uno de aquellos senderos—. Coge la fruta que te apetezca —continuó diciendo al tiempo que se alejaba de Cal en busca de su compañera—. A Lem no le importará.

Aunque a Cal le daba la impresión de que podía ver todo el camino a lo largo del pasillo entre los árboles, los ojos le engañaban. Boaz se alejó tres pasos de él y entonces se perdió de vista.

Cal alargó una mano hacia una de las ramas más bajas y tocó un ejemplar de aquella fruta. Al hacerlo se produjo una gran conmoción en todo el árbol y algo se acerco corriendo por la rama hacia él.

—¡Ésa no! —la voz era la de un bajo profundo. El que hablaba era un mono—. Las que están más altas son más dulces —le recomendó el animal dirigiendo hacia el ciclo los ojos marrones. Luego se volvió corriendo por donde había venido, haciendo que a su paso las hojas cayeran hacia Cal. Éste trató de seguirlo con la vista, pero el animal se movía con demasiada rapidez. Regresó al cabo de pocos segundos, no con una, sino con dos frutas. Posado en las ramas, se las tiró a Cal—. Pélalas —le dijo—. De una en una.

A pesar del nombre que tenían, no parecían peras. Eran del tamaño de una ciruela, pero con la piel correosa. Estaban duras, pero no podían disimular la fragancia de la carne que contenían en su interior.

—¿Qué esperas? —le exigió el mono—. Son sabrosas, estas Giddys. Pela una y lo verás.

El hecho de que un mono hablase —cosa que hubiera matado a Cal del susto unas semanas antes—, ahora era algo que sencillamente formaba parte del colorido local.

—¿Tú las llamas Giddys? —le preguntó.

—Peras de Judas; Giddys. Todo es la misma carne.

El mono no apartaba los ojos de las manos de Cal, deseando que éste pelara la fruta. Así que Cal se puso precisamente a hacerlo. Resultaban más difíciles de pelar que cualquier otra fruta que conociera; de ahí el interés del mono, seguramente. Un jugo viscoso empezó a brotar de la piel rota y le corrió por las manos; el olor era aún más apetitoso. Antes de que hubiera acabado de pelar del todo la primera, el mono se la arrebató de las manos y la devoró.

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