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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (36 page)

BOOK: Sortilegio
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Una parte del amor es inocencia,

una parte del amor es culpa.

Una parte de leche, que en cierto modo

se agria en cuanto se derrama.

Una parte del amor es sentimiento,

una parte del amor es lujuria,

una parte es el presentimiento

de nuestro retorno al polvo.

Ocho versos y todo había pasado; todo había tocado a su fin y él, Cal, estaba de pie con aquellos versos zumbándole todavía dentro de la cabeza, a la vez alegre por haber sido capaz de recitar toda la poesía sin hacerse un lío y deseoso de haber podido continuar un poco más. Miró al público. Ya no sonreían, sino que lo observaban fijamente con una extraña mirada de perplejidad. Durante unos instantes pensó que a lo mejor los había ofendido. Después llegaron los aplausos, con las manos levantadas por encima de las cabezas. Hubo también gritos y silbidos.

—¡Es un poema estupendo! —comentó Lo al tiempo que aplaudía calurosamente—. ¡Y maravillosamente bien recitado!

Y tras decir aquello, salió de nuevo de entre el público y abrazó a Cal con efusión.

«¿Oyes? —le dijo Cal al poeta desde dentro de la cabeza—. Les gustas.»

Y le trajo a la memoria otro fragmento, como si estuviera recién salido de los labios de Mooney
el Loco
. Esta vez Cal no lo recitó; pero lo oyó con toda claridad.

Perdona mi Arte.

De rodillas confieso:

busco complacer.

Y resultaba ser una buena cosa, aquello de complacer. Le devolvió el abrazo a Lemuel.

—Sírvase usted mismo, señor Mooney —le dijo el hortelano—, y coja toda la fruta que pueda comer.

—Gracias —repuso Cal.

—¿Llegó usted a conocer al poeta? —le preguntó.

—No —dijo Cal—. Murió antes de que yo naciera.

—¿Cómo puede decirse que esté muerto un hombre cuyas palabras aún nos hacen callar y cuyos sentimientos nos conmueven? —quiso saber el señor Lo.

—Eso es cierto —convino Cal.

—Ya lo creo que es cierto. ¿Iba yo a decir una mentira en una noche como ésta?

Tras decir aquello, Lemuel llamó a otra persona que había entre la multitud: otro invitado que iba a actuar en la alfombra. Al pasar por encima de las luces situadas en el suelo, Cal sintió que la envidia lo aguijoneaba. Ardía en deseos de repetir aquel momento que lo había dejado falto de aliento; deseaba sentir al público pendiente de sus palabras, conmovido e impresionado por lo que decía. Tomó nota mentalmente de que debía aprenderse más versos de Mooney
el Loco
cuando volviera a la casa de su padre, si es que alguna vez volvía a verla, de forma que la próxima ocasión que estuviera en aquel lugar pudiera encandilar al público con nuevos versos.

Recibió media docena de apretones de mano y de besos cuando regresó entre la multitud. Al girar de nuevo el rostro hacia la alfombra, le sorprendió ver que los que iban a actuar a continuación eran Boaz y Ganza. Quedó doblemente sorprendido: ambos estaban desnudos. Pero no había nada abiertamente sexual en aquella desnudez, de hecho resultaba, a su manera, tan formal como la ropa que se habían quitado. Tampoco se notaba la menor señal de incomodidad por parte del público: miraban a la pareja con la misma expresión grave y expectante con que lo habían mirado a él.

Boaz y Ganza se habían dirigido a lados opuestos de la alfombra; una vez en sus puestos se detuvieron durante unos segundos. Después se dieron la vuelta y echaron a andar el uno hacia el otro. Avanzaron muy despacio hasta llegar a situarse nariz con nariz y labio con labio. A Cal le cruzó entonces por la cabeza que quizá
existiera
algún tipo de carga erótica en aquel acercamiento. Y, en un aspecto que echaba por tierra cualquier idea previa que Cal pudiera tener acerca de lo erótico, aquello resultó ser cierto, porque la pareja continuó caminando el uno hacia el otro, o eso era lo que los ojos le mostraban a Cal, apretándose el uno dentro del otro de tal manera que los rostros de ambos desaparecieron, el torso de uno se fundió con el del otro y también las extremidades, hasta que llegaron a formar un solo cuerpo cuya cabeza era una pelota casi por completo exenta de facciones.

La ilusión era absoluta. Pero todavía quedaba más, porque cada uno de los dos seguía avanzando hacia adelante y la cara de cada cual apareció por la parte posterior del cráneo del otro, como si los huesos que albergaban fuesen tan blandos como el merengue. Y continuaron avanzando hasta que quedaron como esos hermanos siameses nacidos con las espaldas pegadas. Ahora tenían un único cráneo estirado hacia afuera y ostentaban dos rostros.

Como si aquello no fuese suficiente, hubo un giro más en el truco, porque en algún momento de la fusión se intercambiaron el género, para acabar —finalmente separados por completo de nuevo— cada uno en el lugar del compañero.

El amor es así, le había dicho el mono. Allí quedaba probado aquel punto, en carne y hueso.

Mientras los actores saludaban y se producía un estallido de aplausos, Cal se separó de la multitud y echó a andar de nuevo sin rumbo fijo entre los árboles. Le habían venido a la cabeza varios pensamientos vagos. Uno de ellos, que no podía pasarse allí toda la noche y que pronto debería ir en busca de Suzanna. Otro, que acaso fuera prudente encontrar un guía. ¿El mono, quizá?

Pero primero aquellas repletas ramas atrajeron de nuevo su mirada. Alargó la mano, cogió otro puñado de frutas y empezó a pelarlas. El vaudeville
ad hoc
de Lo se guía desarrollándose a sus espaldas. Oyó risas, luego más aplausos, y la música comenzó de nuevo.

Notó que los miembros se le volvían pesados: los dedos apenas si lograban pelar la fruta; los párpados se le cerraban. Decidió que sería mejor sentarse antes de que se cayera, y se instaló debajo de uno de los árboles.

El sopor se iba apoderando de él, y Cal no tenía fuerzas para resistirse. No veía que hubiese mal alguno en quedarse dormitando un rato. Allí estaba a salvo, bañado por la luz de las estrellas y los aplausos. Parpadeó varias veces y cerró los ojos. Le dio la impresión de que podía ver cómo se acercaban los sueños; la luz de los mismos se hizo más brillante, las voces más fuertes. Sonrió para recibirlos.

Fue con su antigua vida con lo que soñó.

Permanecía de pie en aquella habitación, cuyas persianas estaban bajadas, que tenía en la cabeza, justo entre las orejas; permitió que los días perdidos aparecieran en la pared como un espectáculo de linterna mágica; momentos recobrados de algún almacén que ni siquiera sabía que poseía. Pero las escenas que ahora desfilaban ante él —aquellos pasajes del libro inacabado de su vida— ya no le parecían en absoluto reales. Era todo ficción, aquel libro; o, en el mejor de los casos, era sólo momentáneamente real, ya que alguna parte de él había saltado fuera de aquella rancia historia y había vislumbrado la Fuga que lo aguardaba.

El sonido de los aplausos lo hizo subir a la superficie del sueño y Cal abrió los ojos. Las estrellas seguían allí, entre las ramas de los árboles Giddy; todavía se oían risas y se percibía la luz de las llamas al alcance de la mano: todo estaba bien en su recién hallada tierra.

Al tiempo que se reiniciaba el espectáculo de la linterna mágica, pensó que no había nacido hasta entonces. Que ni siquiera había nacido antes.

Contento con aquel pensamiento, peló mentalmente otra de las dulces frutas de Lo y se la llevó a los labios.

En algún lugar, alguien lo estaba aplaudiendo a él. Al escucharlo, Cal hizo una reverencia. Pero esta vez no se despertó.

VI. LA CASA DE CAPRA
1

A su modo, la Casa de Capra constituyó una sorpresa tan grande como todo lo que Suzanna había visto en la Fuga. Era un edificio bajo en un considerable estado de abandono; el blanco grisáceo del yeso que recubría las paredes se hallaba desconchado y dejaba al descubierto grandes ladrillos rojos hechos a mano. Las baldosas del porche estaban muy deterioradas a causa de las inclemencias del tiempo, y la puerta misma apenas si se tenía sobre las bisagras. Alrededor crecían mirtos, árboles de cuyas ramas colgaban las miríadas de campanas que habían oído desde lejos, respondiendo al más leve soplo de viento. No obstante aquel sonido quedaba casi apagado por las fuertes voces que se oían procedentes del interior de la casa. Parecía más un tumulto que un debate civilizado.

En el umbral de la puerta había un vigilante, en cuclillas, que construía un zigurat de piedras delante de él. Al ver que se acercaban se puso en pie. Tenía una estatura superior a los dos metros.

—¿Qué os trae por aquí? —le exigió a Jerichau. Tenemos que ver al Consejo...

Desde dentro, clara y fuerte, llegó hasta Suzanna la voz de una mujer.

—¡No me echaré a dormir! —decía. Al comentario le siguió un rugido de aprobación de parte de sus seguidores.

—Es de vital importancia que hablemos con el Consejo —dijo Jerichau.

—Imposible —le comunicó el vigilante.

—Ésta es Suzanna Parrish —le indicó Jerichau—. Ella...

No tuvo necesidad de continuar.

—Ya sé quién es —dijo el guarda.

—Si sabes quién soy, entonces sabrás también que fui yo quien despertó el Tejido —le dijo Suzanna—. Y tengo algunas opiniones que el Consejo debería oír.

—Sí —convino el vigilante. Ya lo comprendo.

Echó una rápida mirada detrás de él. El estruendo, si acaso, había aumentado.

—Ahí dentro la confusión es total —le advirtió a Suzanna—. Tendrá suerte si logra hacerse oír.

—Yo puedo gritar como el que más —le aseguró Suzanna.

El guarda asintió.

—No lo dudo —dijo—. Sigan adelante, todo recto.

Se hizo a un lado y señaló pasillo abajo en dirección a una puerta medio cerrada.

Suzanna respiró profundamente, se volvió para mirar a Jerichau y comprobó que éste seguía tras ella; luego echó a andar por el pasillo y empujó la puerta.

La estancia era grande, pero a pesar de ello estaba llena de gente; unos sentados, otros de pie, algunos hasta subidos en sillas para poder ver mejor a los principales protagonistas del debate. Había cinco individuos que tomaban parte en el mismo acaloradamente. Uno era una mujer con el pelo revuelto y una mirada aún más salvaje a la cual Jerichau identificó como Yolande Dor. Su partido se apiñaba en torno a ella, incitándola a continuar el debate. Ella se enfrentaba a dos hombres, un individuo de larga nariz que tenía la cara enrojecida como una remolacha de tanto gritar, y un compañero de este, de más edad, que intentaba refrenarlo poniéndole una mano en el brazo. Estaba claro que los dos formaban parte de la oposición. Entre ambas facciones opuestas se encontraban una negra, que arengaba a ambas partes, y un oriental, impecablemente vestido, que al parecer actuaba de moderador. Si era así, estaba obteniendo un rotundo fracaso en el desempeño de sus funciones. No faltaba mucho para que los puños sustituyeran a las opiniones.

Unos cuantos asamblearios ya habían percibido la presencia de los intrusos, pero los líderes seguían representando su papel llenos de furia y completamente sordos a los argumentos de los contrarios.

—¿Cómo se llama el hombre que está en el medio? —le preguntó Suzanna a Jerichau.

—Ése es Tung.

—Gracias.

Sin decir una palabra más, Suzanna se acercó a los protagonistas de la polémica.

—Señor Tung —dijo.

El hombre miró hacia ella, y la inquietud que había en su expresión se convirtió en pánico.

—¿Quién es usted? —exigió saber.

—Suzanna Parrish.

Aquel nombre bastó para imponer instantáneamente silencio en aquella discusión.

Los rostros que no se habían vuelto todavía hacia Suzanna lo hicieron ahora.

—¡Un Cuco! —dijo el viejo—. ¡En la Casa de Capra!

—Cierra la boca —le ordenó Tung.

—Has sido tú —le dijo la negra—. ¡Tú!

—¿Sí?

—¿Sabes lo que has hecho?

Aquella observación sirvió para encender un nuevo estallido de voces, pero en esta ocasión el alboroto no se limitó a los que ocupaban el centro de la habitación.
Todo el mundo
se puso a gritar.

Tung, cuyas llamadas al orden pasaban del todo inadvertidas, acercó una silla, se subió a ella y gritó:

—¡Silencio!

El truco dio resultado; el estruendo se apaciguó. Tung estaba emocionadamente complacido consigo mismo.

—Aja —continuó diciendo al tiempo que hacía un gesto de autosatisfacción—. Esto ya está mejor. Y ahora... —Se volvió en dirección al viejo—. ¿Tienes alguna objeción que hacer, Messimeris?

—Claro que la tengo —fue la respuesta de éste. Apuntó enérgicamente un dedo artrítico en dirección a Suzanna—. Esa mujer es una intrusa. Exijo que se la expulse inmediatamente de la cámara.

Tung estaba a punto de replicar, pero Yolande se le adelantó.

—Éste no es momento para sutilezas constitucionales —dijo—. Nos guste o no, estamos despiertos. —Miró a Suzanna—. Y ella es la responsable.

—Pues yo no pienso quedarme bajo el mismo techo que un Cuco —aseguró Messimeris rezumando desprecio por Suzanna en cada una de sus palabras—. No, después de todo lo que nos han hecho. —Miró a su compañero, el del rostro enrojecido—. ¿Te vienes, Dolphi?

—Ya lo creo que me voy —repuso el otro.

—Esperad —dijo Suzanna—. Yo no quiero quebrantar ninguna de vuestras reglas.

—Ya lo has hecho —la corrigió Yolande—. Y las paredes aún se aguantan en pie.

—Pero, ¿durante cuánto tiempo? —inquirió la negra.

—La Casa de Capra es un lugar sagrado —murmuro Messimeris.

Estaba claro que no estaba fingiendo; se sentía auténticamente ofendido por la presencia de Suzanna.

—Lo comprendo —dijo Suzanna—. Y lo respeto. Pero me siento responsable.

—Y lo eres —insistió Dolphi volviendo a ponerse muy excitado—. Pero eso ahora de poco consuelo nos sirve, ¿no es así? Nos hemos despertado, maldita seas. Y estamos
perdidos
.

—Ya lo sé —le dijo Suzanna—. Lo que dices es cierto.

Aquello más bien le quitó las ínfulas a Dolphi, que esperaba una discusión.

—¿Me das la razón? —le preguntó.

—Claro que te doy la razón. En este momento todos somos vulnerables.

—Pero por lo menos podemos valemos por nosotros mismos ahora que estamos despiertos —argüyó Yolande—. En lugar de limitarnos a estar ahí tumbados.

—Teníamos a los Custodios —dijo Dolphi—. ¿Qué ha sido de ellos?

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