Sangre guerrera (64 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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—Esta no es vida para un hombre —dijo, inesperadamente—. Tu amigo Lejtes ha muerto.

Esa fue la primera vez que lo oí, aunque ya te he contado cómo ocurrió.

Idomeneo tenía tantos cortes como yo y un profundo tajo en la parte exterior del muslo que rodeaba la cadera hasta la nalga. Yo pude ver el blanco en el fondo de la herida, donde queda la grasa profunda.

—Eso no es bueno —dijo Idomeneo, mirándose la cadera, y se desmayó.

Hermógenes negó con la cabeza.

—Eso no es vida para un hombre —repitió—. Miraos vosotros mismos. ¿Y esto es para conseguir oro? ¿Quién necesita el jodido oro?

Dejó su bolsa de cuero, encendió una lámpara —era un monstruo de eficiencia, nuestro Hermógenes, aun entonces— y vendó a Idomeneo, cosiéndole incluso el culo, lo que despertó al pobre desgraciado. Se despertó con un grito, pero entonces Heracleides y Néstor ya lo habían cogido por los brazos y él volvió a desmayarse.

Herc volvió con Agios y un pellejo de vino, atraído por la lámpara. No había brisa y los heridos pedían agua, al tiempo que caía la noche.

Me pasó una copa de vino, pero Hermógenes la interceptó y se la bebió. Era justo: estaba haciendo todo el trabajo.

—Los tracios todavía siguen en la ciudad —dijo Herc—. Milcíades está ansioso por echarlos.

Paramanos llegó con Estéfano. Tenía un vendaje alrededor de la cabeza; suspiró y apartó el pellejo de vino.

—Un trago y quedaré fuera de combate —dijo—. Se lo debo a la viuda de Lejtes —añadió—. Cambió su vida por la mía.

—Era un buen hombre —dije. Me había llegado la copa de vino e hice una libación a su alma—. Apolo lo iluminará hacia el Elíseo.

—Sí, cayó como Aquiles —dijo Herc.

Le pasé la copa a Hermógenes.

—Voy a la ciudad —dije. Estéfano dio un paso adelante y yo negué con la cabeza—. Tú recoge a los heridos —le indiqué—. Asegúrate de que los hombres suban a bordo de sus correspondientes barcos. Heracleides… voy a llevar a Briseida a su homónimo. Estate preparado.

Los abracé a todos, uno a uno.

—No sé si volveré —dije.

Ellos me abrazaron de nuevo y después me encaminé colina abajo, hacia la puerta por la que había salido Aristágoras.

Paramanos vino conmigo. Cuando me volví a mirarlo a la luz de la luna, sus ojos centelleaban.

—Necesitas un guardaespaldas —dijo.

Un grupo de los hombres de Aristágoras introducía su cuerpo por una puerta de la ciudadela. Un joven llevaba su escudo al hombro. Los seguimos.

Si había tracios, no los vimos, aunque podíamos oír gritos y sonidos ocasionales de lucha procedentes de la ciudad. Seguimos el cuerpo por dos estrechos callejones y una larga escalera fijada a un muro exterior y llegamos después a una puerta iluminada por una antorcha, Era un lugar pequeño comparado con Galípoli. Había dos centinelas, demasiado jóvenes y novatos para haber participado en la misión de combate.

No sé lo que esperaba, cariño. Creo que pensaba que ella se arrojaría en mis brazos y lloraría. No fue así en absoluto, naturalmente.

El vestíbulo era pequeño y ella estaba esperando para recibir el cuerpo. La rodeaban sus siervas, y ellas cogieron su cuerpo, el hombre al que yo había decapitado una hora antes, y lo lavaron. Ella atrajo mi atención y comenzó. Elevó una ceja —ese fue el saludo que recibí— y volvió a su tarea. Su papel. Como una sacerdotisa, tenía que representar su papel, y lo representó bien.

Una anciana cosió la cabeza. Mientras lo hacía, me acerqué a Briseida. Ella hizo una reverencia.

—Señor Arímnestos —dijo—. Nos sentimos muy honrados.

Ella me hizo una reverencia; ¡imagínate, Briseida, la intocable, haciendo una reverencia a Doru, el esclavo! Era como un sueño.

—Soy una pobre anfitriona —dijo ella, y me condujo fuera del vestíbulo, a un balcón sobre la mar.

Todavía esperaba un abrazo.

—Yo lo maté —dije en voz baja, y creo que sonreí.

Ella asintió.

—Lo sé —dijo—. Y te lo agradezco. Ahora… vete. No debes estar aquí.

—Pero… —acerté a decir. No podía creerlo. Estaba embarazada de nuevo, y diría que… de unos tres meses. Pero su belleza permanecía igual, así como su poder sobre mí—. Pero yo he venido… a rescatarte.

Esas cosas, una vez dichas, suenan como muy flojas, en realidad.

—¿Por qué crees que necesito ser rescatada? —preguntó, Después se echó a reír. Se puso de puntillas y me besó. Su lengua entró en mi boca y salió de ella como un dardo y después retrocedió y se lamió los labios—. Tienes sangre en la boca y por todas partes —dijo, y sonrió—. Aquiles. Ahora, vete, antes de que empiecen las habladurías, Soy una viuda y mi reputación es importante.

—No te preocupes —dije—. Yo soy tu próximo marido.

Entonces pareció… herida. No orgullosa, no enfadada, no triste, sino como si le hubiese producido un dolor profundo. Se acercó y tocó mi mano derecha cubierta de sangre.

—No, amor mío —dijo ella—. No me casaré contigo. —Negó con la cabeza—. Tengo unos hijos a los que proteger… unos hijos hermosos. ¿Y adonde iríamos?

Me sentí como si el hacha persa me hubiese alcanzado.

—Quiero llevarte a casa —dije.

—¿A Efeso? —preguntó.

—A Platea —dije—. A mis tierras.

Entonces ella sonrió, y yo sabía que mis sueños eran estúpidos. Los dioses deben de haberse estado riendo de mí todo el otoño.

—Escucha, amor mío —dijo con dulzura—, otros hombres no me han llamado de ninguna manera Helena. Mi destino no es convertirme en una labradora en Beocia, dondequiera que esté —añadió, y su sonrisa se hizo amarga, con la amargura del conocimiento de sí misma—. Ese no es mi destino. Ni yo lo querría. Seré la señora de un gran señor —afirmó. Su mano siguió sobre la mía—. Yo te amo, pero tú eres un matador de hombres. Un pirata. Un ladrón de vidas.

—Parece que, de vez en cuando, me necesitas —dije yo, y mi amargura estaba demasiado cerca de la superficie.

Su mirada se apartó de mí, hacia la sala en la que estaban lavando el cuerpo de su esposo. Ella tenía cosas que necesitaba hacer, decía con su mirada.

—Sé glorioso, para que pueda oír hablar de ti a menudo, Aquiles —dijo dulcemente.

—Ven conmigo —supliqué.

Ella negó con la cabeza.

Bueno, yo tengo mi orgullo también… y esa fue mi insensatez. Cuando Arqui se apartó de mí, debería haber luchado contra él y derribarlo y, cuando Briseida optó por otra vida, debería habérmela echado al hombro, llevándomela. Ambos habríamos sido más felices.

Pero yo era orgulloso.

—En el puerto habrá un barco en diez días —dije—. Salvo que Poseidón se lo lleve. Su nombre es tu nombre, y él es tu barco. Se lo cogí a Diomedes de Efeso. Los remeros son tuyos hasta el final del otoño.

Entonces, ella me echó los brazos alrededor del cuello.

—¡Oh, gracias! —dijo ella—. Ahora soy verdaderamente libre.

Me volví para marcharme, pero entonces se me ocurrió algo.

—¡Te vas a casar con Milcíades! —dije, y en mi voz había un tono de muerte.

Torció el gesto con asco.

—Tú eres diez veces mejor que él —dijo ella—. Y si mi destino fuera ser una reina pirata, sería tuya.

—¿Con quién, entonces? —pregunté—. Yo podría proteger a tus hijos.

—¿Y hacerlos tiranos de Mileto? —preguntó ella—. ¿Señores de Efeso?

Ella se acercó y me echó de nuevo los brazos alrededor del cuello, y en mi cuerpo no había odio hacia ella.

—¡Vete! Haz que oiga de ti cantos de alabanza y quizá nos encontremos de nuevo.

Nos besamos. Aquello no sería precisamente bueno para su reputación, puesto que todas las mujeres que estaban en aquella sala pudieron vernos, pero eso me hizo todo un mundo de bien. Aquel beso me sostendría durante muchos años.

Parte VI
 

Justicia

Los ciudadanos deben combatir para defender

la ley como si combatieran para defender las

murallas de la ciudad.

HERÁCLITO
, fragmento 44

Para los dioses, todas las cosas son bellas,

buenas y justas; pero los hombres, por el contrario,

tienen unas cosas por justas y otras por injustas.

HERÁCLITO
, fragmento 102

22

A
sí me había recuperado de mis heridas cuando salí cansinamente de la pasarela de mi barco como un anciano y bajé renqueando a la playa de El Pireo. Las rojas heridas estaban cerradas y los cardenales habían perdido intensidad, pero el agujero negro donde habían estado mis tripas nunca llegó a cerrarse.

Heracleides me desembarcó del
Briseida
y me abrazó como a un hermano. Para ser sincero, nunca llegué a perdonarle que le vendiera a Milcíades la información del valor de los rescates, pero, a su modo, me había hecho un favor, mostrándome para quién trabajaba yo y qué vida llevaría. Así que, cuando bajé cojeando la pasarela, me volví y le cogí la mano.

—Lleva este barco a su propietaria y ella te mantendrá en tu puesto de capitán —dije—. Eres demasiado buen hombre para pasarte la vida como pirata y morir boca abajo en la arena. Y no eres suficientemente bueno con el bronce y el hierro para salir vivo. ¿Me has oído, amigo?

El asintió.

—Llévale este barco a Briseida y estaremos en paz, tú y yo… sin precio de sangre por cierta cuestión surgida en Lesbos. Si no lo entregas, te encontraré. ¿He sido claro?

Detrás de mí, Hermógenes, Idomeneo y un par de esclavos tracios, hombres que yo había tomado como parte del botín, estaban sacando del buque mis pertenencias.

—Sí, señor —dijo él—. Lo juro por todos los dioses, y que las furias me encuentren y me rajen las tripas…

—¡Para! —dije yo—. Me estás haciendo daño. Y nunca jures por las furias.

Y así lo hizo. Lo abracé y él se hizo de nuevo a la mar.

Idomeneo y yo nos quedamos mirando el barco hasta que desapareció tras el gran promontorio.

El tenía lágrimas en los ojos.

Yo me eché a reír amargamente.

—No te pedí que vinieras conmigo —dije.

Hermógenes lanzó un gruñido.

—Algunas personas tendrían nostalgia de la tortura —dijo—. Voy a alquilar un carro. Tú te lo puedes permitir,
señor
—añadió. Tenía un reflejo perverso en su mirada—. Mejor olvidar que todo el mundo te llamaba así… para siempre.

Cambié algo de plata por cobre y estaño en la ciudad de Atenas y me picaron las chinches en una horrible tasca, peor que todo lo que había visto desde que me convirtiera en esclavo. Después, emprendimos el regreso a casa.

Un día por las carreteras de Ática y ya recordaba todo demasiado bien: Grecia, tierra de labradores. Todos los hombres eran iguales y los hoscos campesinos no se cuidaban en absoluto de mostrarse arrogantes. Si ponía la mano sobre la empuñadura de mi espada, ellos me devolvían una mirada iracunda. Llegamos a Oinoe y yo miré hacia la torre en la puesta de sol. Acampamos a no mucha distancia de donde mi padre y sus amigos habían detenido a los espartanos. Hermógenes y yo le contamos la historia a Idomeneo y a los dos esclavos, que ya estaban convirtiéndose en parte de la familia. Eran hombres decentes, no demasiado espabilados, duros como clavos. Yo conté cómo murió mi hermano.

Aquella noche lloré. Mírame… aún ahora, lloriqueo.

Escucha, cariño. Ojalá nunca llegues a conocer la pérdida del amor. Pero la conocerás. Yo amaba a
pater
, por todo, y murió.

Y a mi hermano. Y esas pérdidas nunca tendrán compensación. Tú me perderás a mí, y a tu madre, y a tus hermanos también. Y si los dioses no te favorecen, perderás a un hijo. No, no pretendo ser cruel. Pero aquella noche, con la torre del reloj a nuestra espalda, mientras estaba sentado mirando nuestro carro, lloré por Briseida, por
pater
, por Arqui, por Hiponacte, por Lejtes. Lloré por los hombres a los que maté en la oscuridad en el campo de batalla de Efeso. Sobre todo, como la mayoría de las personas, lloré por mí mismo.

Cuando me alejé del barco en El Pireo, me alejé de mí mismo —mi reputación, mis riquezas—. Todo se acabó. Volvía a casa a vengar el asesinato de mi padre contra un hombre cuya cara no podía recordar. No porque quisiera, sino porque no podía pensar en otra cosa que hacer.

Creo que lo peor de todo fue la pérdida de Briseida. Creo que llegué a estar seguro de que la tendría, que la llevaría por este paso, al pie del Citerón, me tumbaría con ella en la hierba al lado de la tumba de Leito y la llevaría en mis brazos a través del umbral de la casa de piedra de mi padre.

Sin ella, parecía una acción vacua. No me preocupaba
nada
.

Cuando empecé a contarte esta historia, prometí que te diría la verdad. Por eso, he aquí una verdad para ti: no me preocupaba demasiado vengar a mi padre. ¡Oh… ya veo la impresión! Escucha, cariño… escuchad todos. Cuando eres joven y escuchas al poeta, haces tuyas las reglas de la vida, las leyes de todos los helenos. Juramentos, dioses, leyes de los dioses y de los hombres.

Cuando me senté con la espalda apoyada en el fuerte de piedra de Oinoe, probablemente hubiese matado a cien hombres. Mi amor había escogido otra vida independiente de mí, y yo había seguido la única llamada que había sentido.

Cada vez que matas a un hombre, la duda crece, Cada vez que capturas un barco, lo vacías de objetos valiosos y te enriqueces con la sangre y el sudor de otros hombres, cada vez que haces esclavo a otro hombre, cada vez que compras a una mujer para tener sexo y te deshaces de ella cuando queda embarazada, tienes que preguntarte: ¿hay leyes? ¿Hay dioses?

Para mí, entonces, no había leyes. No había reglas. Quizá no hubiese dioses. Nada importaba.

La oscuridad de aquella noche era absoluta, incluso en mi recuerdo, y tenía miedo de irme a dormir.

No recuerdo mucho más hasta que llegamos a los pies del Citerón. El día siguiente, como no había dormido, estaba taciturno y malhumorado y, sin embargo, feliz al ir caminando por las pendientes al sur, desde donde podía ver la montaña que había sido mi hogar. El Citerón es un viejo dios, y me alcanzó y tocó la oscuridad.

El carro nos retrasó y estaba anocheciendo cuando llegamos a Pedeis.

Pedeis era la típica población de frontera, con altos precios y una mierda de vino. Dioniso predicó primero sobre las montañas, en Eleutera, y la uva creció allí antes, y mi dinero dice que su culto
nunca
se extendió a Pedeis. Las chicas eran feas y había un templo de Deméter de madera que era una desgracia para los dioses y para los hombres. Yo gruñí a mis hombres para que se moviesen, atravesamos las calles y acampamos en los campos de piedra al norte de la población.

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