Authors: Christian Cameron
Cimón sacudió la cabeza.
—¡Menuda historia! —dijo, y me miró—. Así que doy por hecho que este hombre es amigo tuyo, como me dijo.
Asentí.
—Absolutamente.
Cimón sonrió.
—No debería dártelo. Por las cosas que le gritaste a Paramanos.
Incliné la cabeza.
—Estaba equivocado —dije.
Cimón se encogió de hombros.
—¿Sabes lo que me gusta de ti, Arímnestos? Que eres capaz de decirlo precisamente así: «Estaba equivocado» —dijo, y asintió—. Toma a tu amigo y que vuestra amistad sea bendecida siempre. Me debes un remero.
—Me ocuparé de que recibas al mejor que tenga —dije yo. Tener a Hermógenes sentado a mi lado era como un vaso de agua fresca en un día tórrido, aunque las noticias que me trajese me inquietaran.
—No necesito al mejor. Puede ser tu amigo, pero es una esquelética rata de alcantarilla. Mándame a otro y en paz —dijo.
Cimón, y se levantó. Su mirada se puso seria.
—¿Ese hombre, Simonalkes, asesinó realmente a tu padre, Doru?
Asentí.
Cimón hizo una mueca.
—Tienes
que hacer algo al respecto, ¿no? —dijo, y se encogió de hombros—. Algún día, algún cabrón, probablemente un marido ultrajado, matará a
pater
, Y entonces tendré que matarlo, o las furias me perseguirán.
De repente, con la claridad de una toma de conciencia muy diferida en el tiempo, comprendí los sueños con el cuervo.
—Sí —dije.
Cimón asintió.
—Pater
se enfadará si te marchas antes de que termine la estación de navegación —dijo.
Elevó una ceja y nos dejó solos.
El día siguiente, llevé a Hermógenes a navegar con Paramanos, Estéfano, Lejtes e Idomeneo. El aspecto de Hermógenes ya era mejor, más limpio, con un quitón nuevo y nuevas sandalias. Yo lo había armado y le había metido plata en su bolsa. Una vez limpio y vestido, era dos dedos más alto. Desde que Idomeneo ascendió a la categoría de guererro, yo no había tenido
hipaspista
, y Hermógenes se hizo cargo de la tarea inmediatamente. Vestirse tan bien le hizo reír; pasaron unos días hasta que dejó de levantarse el quitón para mirar el galón púrpura.
Paramanos ni siquiera estaba enfadado. Solo se encogió de hombros.
—Los hombres enfadados solo sueltan mierda —dijo con una sonrisa—. No necesito una excursión a la playa para hacerlo mejor.
—Te gustará venir a esta excursión —dije yo.
Teníamos una jábega de pesca, un barco ligero, muy bien construido, con un solo mástil. Nos turnamos al timón, navegando por el Bosforo de un modo que ni se les ocurriría a los auténticos pescadores por temor a perder sus jarcias o sus barcos. Hermógenes parecía ansioso y Estéfano movió negativamente la cabeza ante lo que él, pescador de toda la vida, consideraba una imprudencia.
Navegamos por el Bosforo unos veinte estadios y varamos en una playa de grava bastante al sur de Galípoli, con una ermita a un héroe largo tiempo olvidado. Yo sacrificaba allí a veces. Por eso desembarqué primero, y Hermógenes y yo ofrendamos un cordero en acción de gracias; después, teníamos conejo, pollo y cordero, y un montón de vino.
Después de comer, Paramanos se recostó, hizo una libación y todos compartimos la copa. Luego se levantó.
—¡Bueno! —dijo—. ¿Todo esto es una forma de pedir disculpas o es por haber reencontrado a tu amigo?
Yo negué con la cabeza.
—No, Sé cómo llegar a la escuadra de Ba’ales.
Paramanos asintió.
—Le he dado muchas vueltas. Así que… cuenta.
En vez de contar, señalé el casco volcado de nuestra jábega.
Paramanos sacudió la cabeza.
—¡Genial! —dijo. Volvió a sacudir la cabeza—. ¿Por qué no se me ocurrió?
Y eso fue todo.
Y en aquella semana o en la siguiente, llegó un embajador de los carios pidiéndonos ayuda. Me invitaron a ir a escucharlo y Paramanos vino conmigo. Nos tendimos en divanes con Milcíades y sus hijos, Agios, Heráclides y los demás capitanes. Los carios nos pedían que los ayudásemos contra los persas.
—Vayamos adonde vayamos, los Ba’ales pueden desembarcar tropas en la costa, detrás de nuestras líneas —insistía el jefe cario—. Tienes una gran reputación de amante de la libertad, Dicen que fuiste el arquitecto de la gran victoria en Amatunte. ¿No puedes derrotar a los Ba’ales?
Milcíades negó con la cabeza.
—No —dijo—. Y ya no prestaré servicio a los jonios —añadió, y se encogió de hombros—. Soy un pirata, no un libertador.
Calícrates, el jefe de la embajada, sacudió la cabeza.
—Pensamos que podrías decirnos lo que estás diciendo —afirmó, y entregó un tubo de manuscritos de marfil, chapado en oro, del tipo utilizado por el Gran Rey—. Capturamos esto.
Milcíades lo cogió y desenrolló el manuscrito. Lo leyó a la luz de la ventana y después se lo pasó a Cimón. Cimón lo leyó con Heráclides, y después Herc me lo pasó y Paramanos y yo lo leimos juntos.
Era una serie de órdenes para los Ba’ales y sus subordinados. Se les exigía que prepararan otros veinte barcos y tomaran Galípoli y los demás puertos nuestros, así como la costa tracia, incluyendo la ciudad de Aristágoras.
—Los nuevos barcos están ya casi preparados —dijo Calícrates.
Milcíades parecía muy enfadado.
—¿Por qué no sé nada de esto?
—Ha habido rumores —dijo Cimón. Sus hermanos asintieron.
—Tenemos mucho tiempo para huir a Atenas —dijo Milcíades con amargura—. No puedo enfrentarme a treinta barcos.
Yo miré a Paramanos.
—Señor, si me permite, tengo una forma de dejar a los Ba’ales fuera de combate… por este año, al menos. Con muy poco riesgo… al menos para ti.
Milcíades estaba inclinado sobre las manos, mirando al exterior de la ventana. Se volvió.
—¿De verdad? —preguntó. Su voz indicaba que no albergaba muchas esperanzas. Como la mayoría de los hombres arrogantes, Milcíades daba por supuesto que él había pensado en todo.
—En pocas palabras, señor, propongo que cojamos a los Ba’ales al amanecer y los capturemos o los incendiemos mientras están varados en la playa —dije, y me erguí en el diván.
—No —respondió Milcíades, en un tono parecido al de un maestro aburrido hablando a unos niños estúpidos—. Sus oteadores costeros nos verían llegar.
Yo sonreí.
—Barcos de pesca —dije.
La historia de la batida con los barcos la he contado tan a menudo que no te aburriré con ella. Cualquier pescador de esas aguas puede decirte cómo tomamos prestados sus barcos, navegamos aprovechando el flujo de salida del Ponto Euxino, como hacen todas las noches las flotas pesqueras en verano, y cogimos a los Ba'ales en la playa a la salida de la luna.
Fue una carnicería. Solo teníamos a doscientos hombres, todos luchadores; la flor y nata de los hombres de Milcíades. La única parte difícil fueron los diez últimos estadios, cuando podíamos ver los cascos de sus barcos, negros a la luz de la luna, y sus hogueras y, por lo que vimos, nos estaban dejando la playa preparada para nosotros.
No estaban. Alguien dio la alarma cuando estábamos a un estadio de distancia, pero nunca llegaron a formar. Navegamos el último estadio a toda velocidad, remando nuestros barcos abiertos como si fuesen trirremes. Al dar con la playa, mi barco recorrió en la grava la longitud de un hombre, y yo salté sobre la borda casi en seco, con Estéfano a un lado y Hermógenes al otro.
Paramanos tenía a la mitad de los hombres. Su misión era asegurar nuestra retirada tomando el más fácil de los trirremes enemigos y poniéndolo a flote. Mis hombres y yo incendiaríamos el resto de los barcos y mataríamos a tantos remeros como pudiésemos.
Aquellos barcos ardían como antorchas. Teníamos ollas de fuego montadas en pértigas, loza pesada rellena de carbón que rompíamos
dentro
de los cascos enemigos en cuanto llegábamos, dos ollas por casco. Antes de que el enemigo pudiera recuperarse, estaban ardiendo, y nosotros estábamos con nuestras corazas, formados al borde del fuego, frente a la desesperación de una muchedumbre desarmada.
La triste verdad es que incendiamos demasiados… podríamos haber capturado más. Nuestros doscientos hombres destrozaron a los fenicios. La mayoría de los hombres combaten mal cuando los atacan por sorpresa y ellos no eran diferentes. Los Ba’ales murieron en el primer ataque, aunque no lo supimos. Yo apenas combatí; estaba demasiado ocupado dando órdenes.
¡Por Atenea Niké, los barrimos! Donde fueron valientes, los matamos, y donde huyeron, los destruimos. ¡Ah! Aquello fue una victoria.
Cuando quedó claro que dominábamos el campo, nos las arreglamos para apagar los incendios en uno de los más pequeños de los buques enemigos que estaban en la playa y lo arrastramos al agua, rociamos las brasas y lo pusimos a flote también. Por tanto, nos las arreglamos para capturar dos de sus muchos barcos, mientras que el resto ardían hasta las quillas, y nos marchamos con diez muertos y otros tantos heridos. Solo Ares sabe cuántos de sus remeros e infantes de marina dejamos boca abajo en la arena. Remamos, agotados pero felices, subiendo por el Bosforo y arrastrando los barcos de pesca en largas filas detrás de nosotros.
Dicho así, parece maravilloso, ¿no? Esa es la forma de contar una batalla propia de un juglar, sin mencionar que los diez hombres muertos estaban muertos, que sus hijos eran huérfanos; sus madres, viudas; sus vidas, acabadas, quizá para siempre, porque Milcíades optó por seguir siendo el amo del Quersoneso, ¿eh?
Y otra cosa, aunque me avergüence decirla. No siempre recuerdo los nombres de los hombres. ¿Los hombres que cayeron allí en la playa, los que me dieron fama y salvaron a Milcíades? No los recuerdo. La triste verdad, cariño, es que, en algún momento de aquel verano, dejé de aprender sus nombres. Murieron en batidas, en pequeños combates navales y de fiebres. Cada semana morían hombres. Procedían de Atenas, hombres de clase baja sin nada que perder, y la mayoría llevaban la muerte con ellos. Algunos estaban demasiado débiles. Otros nunca aprendieron a manejar sus armas.
Nosotros éramos piratas,
zugater
. Puedo revestirlo con un barniz de miel, ponerlo en versos épicos, pero éramos hombres duros que vivían una vida dura y no podía perder el tiempo aprendiendo los nombres de los nuevos hombres hasta que sobrevivían algún tiempo.
No me hagas caso. Filosofo.
En todo caso, la mañana siguiente, los carios tendieron una emboscada a las columnas de Daurises cuando trataban de penetrar en las montañas al oeste del templo de Zeus de los Ejércitos de Labraunda, en Caria, y las destruyeron, matando a Daurises y a gran número de persas —la primera victoria real de toda la guerra—. La noticia corrió entre los jonios como un rayo de Zeus, y aparecieron sacrificios en los altares de Ares desde Mileto hasta Creta.
En aquella época, no lo supe, pero Farnakes, que había sido amigo mío, y con quien había cruzado mi espada dos veces, murió en Labraunda, en la emboscada.
Como secuela de estas dos pequeñas victorias, llegó a nuestros oídos que Darío perdió la paciencia con la revuelta y con los griegos en general. Ordenó a sus sátrapas que prepararan un armamento importante para la reducción del Quersoneso, y se jactó de que vería destruida Atenas.
Eso no agradó a los demócratas de Atenas, que eran conscientes de que Milcíades era el responsable de la cólera de Darío. Pero esto no forma parte de mi historia… es solo un comentario.
Cuando el verano dio paso al otoño, Milcíades recibió informaciones de diversas fuentes acerca de los preparativos de Darío. Había ordenado cincuenta barcos que serían financiados con cargo a las ciudades sirias, y el sátrapa de Frigia tendría que ayudar a Artafernes a poner en armas un ejército para destruir Caria y reconquistar Eolia.
Nos recostamos en nuestros divanes y nos reímos, porque todo eso ocurriría en el verano siguiente. Solo quedaban seis semanas de la estación apta para navegar.
Milcíades brindó por mí con buen vino quiano.
—Un golpe —dijo— y, una vez más, soy el amo en mi propia casa. Eres muy querido para mí, plateo.
Yo fruncí el ceño.
—El verano próximo, Darío vendrá con un ejército inmenso.
Milcíades no debía de estar muy sobrio.
—A pesar de todo tu heroísmo —dijo—, tienes mucho que aprender con respecto a combatir contra los medos —añadió, y miró a Cimón.
Cimón se echó a reír y habló:
—Otras provincias se sublevarán este invierno —dijo.
Milcíades asintió.
—¿Crees que atacamos Naucratis por puro beneficio? —me preguntó. Pude ver que Paramanos sonreía. Yo
había
pensado que íbamos allá por puro beneficio.
—Sí —dije yo.
Milcíades asintió.
—No hay que despreciar los beneficios. Pero, cuando capturamos sus barcos, demostramos a los comerciantes griegos y a los sacerdotes egipcios que sus señores persas no podían defenderlos. Y, cuando se vea claro que estamos ganando, ellos desalojarán sus guarniciones como hicieron en tiempos de mi padre, y Darío tendrá que plegarse a Egipto. ¡Y entonces gozaremos de unos buenos tiempos! —afirmó, y se echó a reír. Todo el mundo griego hablaba de nuestro golpe en la playa sur de Galípoli, y el nombre de Milcíades estaba en los labios de todos los hombres de Atenas, y todo iba bien en el mundo.
Fue un bonito sueño, pero habíamos subestimado a Darío, y habíamos olvidado aquellos veinte buques destinados a reforzar a los Ba’ales.
A
quella noche, le pedí permiso a Milcíades para ir a casa cuando terminase la estación adecuada para la navegación. Milcíades me escuchó y asintió. Era un buen jefe y tenía fama de proteger a su gente. Además, yo acababa de poner nuevos laureles en su frente.
—Ve con Hermes, chaval. De hecho, veré que Herc o Paramanos te acompañen a casa, Toma a un par de hombres… querrás matar al cabrón, sin que te importen una mierda los vecinos —dijo, y asintió—. Todo lo que necesites, pídelo. Tengo yo tanta culpa como cualquiera. Supe que algo había ido mal y no pensé en ello lo suficiente. Cuando murió tu padre, quiero decir.
El se encogió de hombros. Sabía a qué se refería: cuando los píateos ayudaron a Atenas a derrotar a los eretrios, Milcíades acabó con aquella parte de sus ajetreadas conspiraciones, y dejó caer sus herramientas. Así era él. Pero también era lo bastante caballero para lamentar haber dejado que las herramientas se dañaran al dejarlas caer.