Authors: Christian Cameron
¡Ah, las encantadoras costumbres de la aristocracia!
—No hay prisa —dijo de nuevo Milcíades—. Escúchame, muchacho.
Estaba haciéndome más sabio con respecto a las formas de actuar de los hombres, hombres duros. Cuando Paramanos trajo a sus hijas a bordo, supe que era mío, porque había comprometido su vida con el Quersoneso. Me gustaba… pero lo
necesitaba
. Y sí, le hubiese retorcido el brazo para conservarlo. Cuanto más tiempo pasara con Milcíades, más acabaría pareciéndome a él. Aquel verano, fui el que más ganó de los capitanes de Milcíades. Briseida le dio a entender que estaba enamorada de mí. Él lo sabía y yo sabía que lo sabía. No iba a ir a ninguna parte.
—Parece un buen barco —dijo Milcíades alegremente—. Recluta la tripulación y dáselo a Paramanos —añadió. Miraba mi nueva adquisición—. Cuando llegue el momento, cuando necesites ayuda, procuraré que tengas la mía para conseguir a tu chica. Te doy mi palabra.
Ahora bien, Milcíades era tan zorro como proclamaba su pelo rojo, sutil, taimado y peligroso. Mentía, robaba y haría cualquier cosa, y quiero decir cualquier cosa, por el poder. Pero, cuando daba su palabra, era su
palabra
. Era el mismísimo arquetipo de la clase de griego que los persas no podían comprender, la clase de hombres que detestaba Artafernes, todo palabras y ninguna sinceridad, tal como lo veían los persas. Pero, cuando daba su palabra, era cosa hecha.
—Aunque yo esté muerto —dije.
Él me cogió la mano y nos las estrechamos.
—Aunque estés muerto. Atenea Niké, diosa de la victoria, y Áyax, mi antepasado, reciban mi juramento.
Y eso fue todo.
Llamé al nuevo barco
Briseida
y conservé a los remeros recién liberados, dotando la tripulación de puente y la de infantes de mariña con hombres de Milcíades, incluyendo a todos sus antiguos esclavos. Nuestros nuevos reclutas, trescientos hombres procedían de Atenas. Dejé que Paramanos escogiese una tripulación de entre los mejores de ellos. Milcíades tenía un acuerdo con la ciudad; era secreto, o así lo creía yo, dado que ni siquiera Herc ni Cimón hablaban de él. Pero los hombres que vinieron eran
zetes
, hombres libres de clase baja de Atenas y, a veces, de aliados de Atenas, como Platea o Córcira. Las ciudades se libraban de los descontentos y nosotros conseguíamos hombres motivados, dispuestos a luchar por una nueva vida. Milcíades les hacía jurar fidelidad al servicio —él era señor absoluto en el Quersoneso, y no jugueteaba con la democracia, como algunos tiranos— y los hacía ciudadanos.
También reclutaba a aristócratas —no muchos, y la mayoría de ellos caídos en desgracia—, pero compraba su lealtad con tierras y ricos premios, y ellos le servían como oficiales de palacio e infantes de marina.
El aspecto positivo del acuerdo era que los nuevos hombres, antiguos esclavos como Idomeneo y Lejtes —y yo— estábamos en casa en el Quersoneso. Los aristócratas nos necesitaban y nos trataban como sus iguales, o casi.
Los informadores de Milcíades le dijeron que el Gran Rey, Darío, estaba harto de los piratas del Quersoneso, y estaba tratando de mandar una fuerte expedición naval contra nosotros. En la orilla opuesta del Bosforo, Artafernes y sus generales, Himeas y Ótanes y el yerno de Darío, Daurises, se enfrentaron a los carios. La primera batalla fue una sangrienta pérdida para los hombres de bronce, y enviaron a Lesbos una petición de ayuda de sus supuestos confederados, los hombres de Eolia, pero el nuevo tirano lo ignoró. Combatieron en una segunda batalla, que fue un sangriento empate y, aunque perdieran a muchos de sus mejores hombres, expulsaron de Caria a los medos durante algún tiempo.
Nos sentíamos como espectadores… peor, nos sentíamos como haraganes o desertores. Los combates estaban tan cerca que, a veces, podíamos ver movimientos de tropas en la orilla opuesta. Yo entrenaría a mis infantes de marina con auténticos
sparabara
, de la infantería persa de elite, visible a través de los estrechos.
A mediados del verano, Milcíades no podía tomar más, Añadió otro par de trirremes a su flota, comprándolos en Atenas, hizo otra recluta de hombres nuevos para dotarlos de tripulantes y nos mandó hacernos a la mar para atacar la escuadra fenicia que apoyaba al ejército de Darío.
Teníamos mejores remeros. Nuestros buques, excepto el mío, eran más bajos y más rápidos a remo, y podíamos hacerlos aún más veloces. Milcíades insistía en que combatíamos para obtener beneficios, no gloria, por lo que éramos cautelosos, atacando solo cuando teníamos una ventaja abrumadora, capturando un barco almacén aquí y un mercante libanés allá.
En la gran fiesta de Heracles, no pude aguantar más. Mi barco no era adecuado para esas tácticas y todos mis tripulantes refunfuñaban porque teníamos que conformarnos con pequeños bocados mientras las otras tripulaciones se daban grandes festines.
Me pregunto ahora si Milcíades pretendía que me rebelase.
En el espacio de pocos días ocurrieron muchas y grandes cosas, y no recuerdo bien el curso de los acontecimientos. Solo puedo contarlo tal como lo invoco. Recuerdo estar sentado en una taberna en el muelle, bebiendo buen vino quiano con Paramanos y Estéfano. Paramanos tenía su propio barco, el
Briseida
, y quería a Lejtes como capitán de infantería de marina.
Yo me encogí de hombros.
—¿No puedes buscar uno tuyo? —le pregunté.
El se echó a reír.
—¿Por qué no me das a todos tus infantes de marina? Ya no los utilizas.
Él se rio y yo fruncí el ceño. Era verdad. Mi barco era demasiado pesado para las nuevas tácticas.
Estéfano movió la cabeza.
—¿Por qué no vamos tras ellos adonde nadie pueda correr? —preguntó.
Ahora bien, hay que decir que el comandante fenicio, Ba'ales, tenía un montón de buques de guerra en Lampasdis, en el Bosforo, hacia la Tróade. Milcíades tenía ocho barcos, todos más pequeños. Siempre huíamos cuando salían los buques de guerra. Cuando los superábamos en número, siempre escapaban de nosotros.
Fue un verano duro para los remeros de ambos bandos.
Me acaricié la barba y admiré mi barco. Me encantaba sentarme y mirarlo mientras tomaba una copa de vino.
—Milcíades no puede arriesgarse —dije—. Si perdemos solo una vez, Artafernes nos tiene en sus manos. El puede perder dos o tres escuadras y siempre puede obligar a Tiro a que mande más.
Estéfano bebió un trago de vino, admiró a la mujer que lo servía y empezó a juguetear con el vino derramado encima de la mesa.
—No hago más que pensar en la batida egipcia —dijo—. Sin riesgo, sin sangre y un golpe genial.
Mis ojos se encontraron con los de Paramanos por encima de los bordes de nuestras copas de vino.
—Podríamos cogerlos en la playa —dijo él. Yo estaba pensando lo mismo.
—Deben de tener vigías y oteadores costeros —dije—. Por todo el estrecho. Cada tres o cuatro estadios.
—Desde luego, nosotros los tenemos —dijo Estéfano, de mal humor. De hecho, todos los agricultores de nuestro lado del Bosforo informaban de los movimientos de barcos.
Nos levantamos sin tomar ninguna decisión. Pero hablamos de ello cada vez que nos reuníamos. Atrapamos a Ba’ales en la playa, mientras sus hombres dormían.
Algún tiempo después de eso, mientras estaba discutiendo con Paramanos en la playa, Cimón me trajo a un hombre.
—Puedo hacer carrera de Lejtes —insistía Paramanos.
Sabía que tenía razón, Pero Lejtes estaba más próximo a mí que cualquiera del resto de mis hombres, excepto Estéfano e Idomeneo, y me costaba separarme de él.
Zugater
, no hay discusión más difícil que aquella en la que sabes que no llevas la razón.
—¡Por Zeus de las olas!, eres un puto desagradecido. Te encontré prisionero y he hecho de ti un capitán… —Estaba escupiendo majaderías.
—¿Tú? ¿Me hiciste capitán? —Paramanos se creció—. Sin mí, estarías tres veces en el fondo del océano. Yo te enseñé todo lo que sabes. No tenemos deudas entre nosotros…
—¡Señores! —dijo Cimón. Era de mi edad, de impecable genealogía y tenía hermosos modales. Ya era un hombre destacado, y su indiferencia con respecto a la política de su padre no era precisamente una de las razones menos importantes de su prominencia. Cimón siempre quería combatir. Lo que él quería era gloria… gloria para sí y gloria para Atenas. Aquel día, se inclinó hacia delante, sosteniendo su bastón, y el único signo de que pasaba algo era la sombra de una sonrisa en sus labios que sugería que estábamos montando todo un espectáculo.
—¡Tu corazón es tan negro como tu piel, puto ingrato! —dije.
—¿Y cuál de nosotros es un antiguo esclavo? ¡Desde aquí huelo la mierda de cerdo que tienes encima, so zurullo! —Paramanos me señaló con un dedo—. Eres como todos los comemierdas: no soportas ver que otro hombre tenga éxito. ¡Crees que eso te supone un fracaso! Lejtes merece…
Cimón se interpuso entre nosotros.
—¡Señores! —dijo de nuevo.
—No te metas en esto, Cimón. Estoy harto de que se lleve a mis mejores tripulantes.
También estaba harto de que, ahora que era un capitán independiente, Paramanos fuese el que más ganara. Eso daba a entender que él tenía razón, que me había hecho a mí. Y eso me sacaba de mis casillas.
Un amigo. La juventud se malgasta en el joven. Yo sabía que tenía razón con respecto a Lejtes, y sospechaba que tenía razón acerca de todo lo que le debía.
—¿Arímnestos? —preguntó una voz que conocía.
El hombre que estaba al lado de Cimón iba vestido como un campesino, con un sucio delantal de cuero sobre un quitón raído, con un gorro de cabeza de perro sobre unos bucles rubios. Dijo el nombre en voz tan baja que no estaba seguro de haberlo oído bien, y me volví, fuera de mí a causa de la diatriba.
—¿Arímnestos? —preguntó de nuevo, y su voz era más fuerte, más feliz.
—¿Hermógenes? —dije. Me llevó un momento. Hacía ocho años que no lo veía. Era un hombre, no un chico. Tenía una mala cicatriz en la cara, un tajo que iba desde la parte superior de la cabeza hasta la nariz.
Sonrió como si acabara de ganar los juegos olímpicos.
—¡Arímnestos!
Nos abrazamos efusivamente.
Esa fue mi felicidad, la felicidad instantánea, que afirmaba la vida, de reencontrarme con un amigo de casa, que borboteaba la historia de mi vida en un centenar de latidos, dejando al descubierto todo lo importante, y entonces me volví a Paramanos.
—Soy un puto idiota —dije—. Lejtes tiene que ir y ser un oficial. Y yo te debo la vida.
Eso lo dejó callado. ¡Ah, menuda táctica! Capitular absolutamente. Deja a tu oponente sin nada que decir. El farfulló algo y después me dio un abrazo.
Nos sentamos en mi taberna favorita Hermógenes y yo, el señor Cimón, hijo de Milcíades, y Herc.
—Nunca regresaste —dijo Hermógenes. Estaba feliz y enfadado al mismo tiempo—. Esperamos y esperamos y no regresabas al campamento. Y entonces vino Simonalkes y dijo que habías muerto —añadió, y se encogió de hombros—. Yo busqué tu cadáver en el campo de batalla y no pude encontrarlo. Pregunté a todo el mundo… incluso a Milcíades. El sabía quién era yo, y sabía dónde había caído tu padre —explicó, y me miró—. Has cambiado —dijo acusador—. ¿No has hablado con Milcíades de nada de esto?
Me encogí de hombros.
—No —dije—. El no se preocupa de cosas sin importancia.
—¿Sin importancia? —preguntó Hermógenes—. ¿Sin importancia? Arímnestos, tu primo Simonalkes se ha casado con tu madre y se ha adueñado de tus tierras. ¿Eso no tiene importancia para ti? —me dijo. Bebió su vino—. Me envió mi padre… no sé, ¿hace, quizá, tres años? Me envió a Atenas a buscar a Milcíades… y a ti, si tu alma todavía estaba en tu cuerpo. Simonalkes dijo siempre que habías muerto… muerto en el último ataque de los eretrios. Pero faltaba el cuerpo —añadió, y me miró—. ¿Qué pasó?
Sentí un torbellino de recuerdos. No era que los hubiese sepultado, sino solo que no había pensado en ellos… Espero que tenga sentido, cariño. Los jóvenes viven el momento. Yo había estado viviendo el momento durante ocho años. Sepultados, si quieres. Los hombres de los cuentos corren a casa a vengar a sus padres. Yo había sido esclavo. No quería ir a casa.
A veces, en el silencio de mi cubículo de esclavo en la casa de Hiponacte o en mi cama del palacio del gobernador Aquiles, debí de pensar en casa. A veces, soñaba con cuervos que volaban al oeste, o veía un cuervo y pensaba en casa… siempre una casa con
pater
y mi hermano. Como si estuvieran vivos.
Pero no estaban vivos. Habían muerto. Y, en cuanto lo pensé, supe que Simonalkes había matado a mi padre. Podía verlo, volviéndose en la línea de batalla, el cobarde hijo de puta, con su espada roja en la punta, y
pater
cayendo. Apuñalado por la espalda.
Es como la diferencia entre oír que tu mujer está durmiendo con tu amigo y encontrarlos juntos en tu cama. Hermógenes estaba
allí
. Ya era hora de enfrentarse a los hechos.
—Me vendieron como esclavo —dije, lentamente—. Estuve en Efeso, como esclavo. Durante varios años.
Hermógenes frunció los labios y se rascó la cicatriz en la frente.
—Tuvo que ser duro para ti, creo —dijo. Lo decía un hombre que había sido esclavo.
—Lo más duro fue al principio —dije, y le hablé de los corrales de esclavos, Más de lo que te he contado a ti, en realidad. El nació esclavo, y en nuestra familia. Nunca fue vendido ni comprado.
—Eso es… terrible —dijo—. ¡Zeus Sóter… nunca tuve que hacer nada de eso!
Pater
sí, sin embargo. El me contó la historia un montón de veces: cómo lo cogieron, cómo trató de escapar sin conseguirlo y cómo lo compró tu padre —añadió. Hermógenes se encogió de hombros—. Simonalkes trató de esclavizarnos de nuevo, pero el viejo Epicteto nos defendió. Gracias a él,
pater
es ahora un ciudadano.
—¿Y tú me has estado buscando durante tres años? —le pregunté.
El se encogió de hombros.
—Lo hacía y lo dejaba, amigo mío. Tenía que comer.
—¿Qué hacías? —le pregunté.
Dirigió la vista hacia la mesa de la taberna.
—Cosas —dijo—. Un poco de carpintería. Algo de jardinería —añadió, y bebió un trago de vino—. Algún robo.
—¡Por el padre de los dioses! —dije—. ¿Y cómo has llegado aquí?
Flexionó los hombros y se rascó de nuevo la cicatriz.
—Un magistrado ateniense me dio a escoger: venir aquí o que me cortaran una oreja —dijo. Sonrió—. No era una elección difícil. Y después, cuando estaba esperando en un almacén con otros individuos de los bajos fondos, oí a un hombre que mencionaba tu nombre… Dijo que íbamos a luchar a las órdenes de Milcíades de Atenas, de Cimón y de Arímnestos Doru. Cuando llegué aquí, Cimón me escogió para su tripulación. Dijo que tú eras plateo. Parecía demasiada coincidencia… pero aquí estamos.