Authors: Christian Cameron
—Esta no es tu casa —me dijo. Hermógenes vivía en un mundo muy literal.
—Sí —dije—. Esta es mi casa.
Las dos mujeres habían sido esclavas en unas tierras al otro lado del río. Tras algunas conversaciones y algunas respuestas vacilantes, fijé con Hermógenes un plan de acción.
Dejé a Idomeneo en la ermita. ¡Ah,
zugater
, sonríes! Bien puedes sonreír. Lo dejé con los tracios como ayudantes, y les dije a los tracios que estaban a medio camino de su libertad. Ambos asintieron como hombres serios que eran. Tireo vino; ya por entonces era
oikía
, uno de los míos.
Dejé mi armadura y todas mis armas, excepto mi buena lanza. En Beocia, un hombre serio puede salir a la calle con una lanza. Yo llevaba un buen quitón de lana y mi única concesión a mi vida reciente era el collar.
Metí a Empédocles en el carro con las dos mujeres y bajé de la montaña, atravesé el valle y subí la colina.
Me detuve en la bifurcación en la que un camino subía a la colina, el camino de mi infancia. Otro descendía y se alejaba, adentrándose en las tierras llanas a la orilla del río: el camino de Epicteto. Aun solo, o con Hermógenes, sabía que podía subir por la senda dorada hasta la casa de mi padre, cubrirla de sangre y hacerla mía en una hora. Estuve allí el tiempo suficiente, a pesar de mi resolución, para que Hermógenes se aclarara, nervioso, la garganta, y me di cuenta de que estaba parado con la mano en la empuñadura de mi espada.
Después volví la espalda al camino de la casa de mi padre y caminé colina abajo.
Al llegar al patio de Epicteto, me sentí en gran medida como Odiseo, sobre todo cuando un perro de la casa se acercó y me olió la mano, se volvió y dio un ladrido amistoso —no un grito de alegría, sino un ladrido de aceptación.
Peneleo, el hijo más joven del hombre mayor, bajó al patio desde el balcón de las mujeres. Su expresión era reservada. Después, admitió que no tenía ni idea de quién era yo. Pero reconoció a Hermógenes.
—¡Ha llegado un amigo! —dijo en voz alta. Vi un arco que se movía en otra ventana, y me di cuenta de que los bandidos debían de haber robado en esas haciendas. Yo puedo ser bastante tonto.
—¡Peneleo! —lo llamé—. Soy yo… Arímnestos.
Al principio, fue como si hubiese visto un fantasma; después nos abrazamos, aunque nunca habíamos estado tan cerca. Y sus hermanos bajaron al patio; el mayor llevaba un arco.
—¡Estás vivo! —dijo—. ¡Tu hermana se va a volver loca!
Y después, el mismo hombre mayor bajó al patio.
—¡No parecen ladrones! —dijo con voz de anciano.
Era duro ver a Epicteto como un anciano. Claro que, de niño, yo pensaba que era más viejo que andar para atrás, pero lo había visto de otra manera en Oinoe, Estaba empezando a doblarse por la cintura y llevaba un pesado bastón, pero su espalda se enderezó cuando me vio y los brazos que me rodearon eran fuertes.
—Has vuelto —dijo, como si acabara de cerrar un trato difícil, pero bueno. Se acercó y toqueteó mi collar—. ¡Uh! —dijo. Pero me dio la mitad inferior de una sonrisa que ocultaba un gruñido—. ¿Qué te conservó vivo? —preguntó.
—Fui tomado como esclavo —dije.
—¡Uh! —dijo con una voz diferente. El había comenzado como esclavo. Entonces, puso la cabeza sobre el extremo de la caja del carro—. ¡Cuenta! —dijo.
—Acabamos con los bandidos —dijo Hermógenes.
Todavía lo estaban abrazando, ahora una bandada de doncellas beocias, las hijas de Epicteto. La mayor, que una vez fuera ofrecida para mí, era una matrona que llevaba cinco años casada con el hijo mayor de Draco, y tenía un hijo de pelo rubio, de cinco años, y una hija de cuatro.
Al mirarla, me quedé parado, porque verla era como vivir otra vida. No se trataba ni siquiera de que yo la hubiese
amado
; simplemente, que, en otro de los infinitos mundos de Heráclito, yo podría haberme casado con ella y aquellos habrían sido mis hijos y en mi espada no habría habido más sangre que la correspondiente al sacrificio anual. Aquel otro mundo parecía real cuando la miraba a ella y a sus hijos.
Epicteto el Joven, ahora un hombre alto de barba cerrada, sacó a las dos esclavas del carro.
—De Zera —dijo—. Los bandidos la asesinaron y cogieron a todas sus mujeres… y a sus esclavas —añadió, y me miró—. Supongo que ahora son tuyas.
Eso detuvo toda conversación.
—Simón tiene las tierras de mi padre —dije en medio del silencio.
—Sí —dijo Epicteto el Viejo.
Yo asentí.
—Él mató a mi padre —dije yo—. Una puñalada en la espalda mientras tú combatías contra los hombres de Eretria.
Todos los hombres presentes se estremecieron. El silencio fue extendiéndose, y entonces el viejo Epicteto asintió.
—Eso pensé —dijo, y escupió.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Peneleo.
—¿Tú
acabaste con los bandidos? —preguntó Epicteto el Joven—. ¿Tú y… quién?
Su padre lo entendió.
—¿Vas a matarlo? —preguntó.
A Epicteto no le preocupaba siquiera dónde había estado yo, cómo había acabado con los bandidos… nada de eso importaba. El tenía mi mano derecha en la suya, y los callos de la palma de mi mano le dijeron todo lo que necesitaba saber.
Su pregunta devolvió el silencio al patio.
Yo ayudé a su hijo a bajar al sacerdote del carro.
—He venido a hablarte de eso precisamente —dije.
—¿Quieres que lo convoquemos ante la asamblea? —preguntó Epicteto más tarde, ante la sopa de alubias.
Yo asentí.
Hermógenes se encogió de hombros.
—Creí que íbamos a ir a matarlo —dijo disculpándose.
—¿Y después qué? —pregunté—. ¿Iniciar una cuadrilla de bandidos? Esto es Beocia, no Jonia. ¿Qué diría el arconte si yo lo asesinara y me fuera a la hacienda? ¿Y no se ha casado con mi madre? Tiene hijos… ¿los mato también?
—Sí —dijo Peneleo—. Todos bastardos. Perdón, madre.
Yo negué con la cabeza.
—La ley —dije.
Empédocles estaba sentado, tomando caldo. Vio a través de mí como si yo fuese un vidrio de asta.
—Puedes hacerlo —dijo él—. Compra a algunos jueces con esa chuchería que llevas en el cuello. Los hombres que nos rodean te recuerdan a ti y recuerdan a tu padre. El murió luchando por la ciudad, todo el mundo lo sabe. ¡Hades, soy de
Tebas
y lo sé! Mata al bastardo y su camada, si debes. Nadie te acusará de nada.
Yo estaba anonadado.
—Tú eres el
filósofo
.
Empédocles sacudió la cabeza.
—Me interesa saber cómo funciona el mundo —dijo—. Y presto atención a las palabras de Pitágoras: «No hay leyes sino estas: haz el bien a tus amigos y haz daño a tus enemigos».
Epicteto el Viejo me miró como si yo fuera una buena vaca lechera en una subasta.
—¿Piensas vivir aquí —preguntó—, o vas a irte de nuevo?
—Vivir aquí —dije.
El asintió.
—Asamblea, entonces —decidió. Miró alrededor de su mesa, absolutamente amo en su propia casa—. No se hablará de esto hasta la asamblea. Yo me encargaré de ello. Después de todo, el arconte fue amigo de tu padre.
—¿Mirón? —pregunté.
Epicteto asintió.
—Su hijo se casó con mi segunda hija —dijo. Miró a Peneleo y el joven se ruborizó.
—Por supuesto, yo iré —dijo. Su padre redactó un mensaje en letras gruesas y Peneleo la llevó a través de los campos a la luz del anochecer.
—¿Realmente vas a quedarte? —preguntó Epicteto mientras miraba a su hijo que se alejaba.
—Claro que sí —dijo Hermógenes.
Mirón convocó la asamblea con el pretexto —era cierto, en realidad— de que había noticias de Atenas. En una población de menos de cuatro mil ciudadanos, puedes convocar la asamblea antes de la puesta de sol y esperar que la mayoría de los ciudadanos esté bajo las murallas, en el viejo olivar, cuando salga el sol.
Yo no dormí mucho y, cuando lo hice, Calcas me visitó desde los muertos y me dijo en voz de cuervo que yo no era agricultor.
Yo ya lo sabía.
Me desperté a la hora fría anterior al alba, me afeité cuidadosamente a la luz de la lámpara con un espejo de mujer y llevé a Hermógenes a la colina. Esperamos entre los olivos al lado de la bifurcación, como hacíamos de niños, hasta que vimos a su padre que bajaba la colina, solo, andando con paso rápido con un bastón. Y entonces, detrás de él, escandalosos como cuervos siguiendo a un cuervo, iban Simón y sus hijos, cuatro de ellos.
Puse en peligro todo mi futuro riéndome en voz alta. ¡Cuánto más fácil habría sido acabar con los bandidos, cruzar el valle, masacrar a este cuervo estúpido y a toda su gente y echar la culpa a los criminales! Los hombres quizá habrían sospechado la verdad… los hombres habrían sabido que era por venganza.
Pero «para dominar al matador de hombres que hay en ti, tienes que aceptar que no eres verdaderamente libre. Debes someterlo al dominio de las leyes de los hombres y los dioses», me había dicho Heráclito. Me llevó unos años verlo. Yo no quería ser un hombre sin tierra ni un rey pirata.
Y sin embargo, recuerdo haber pensado: «Aun ahora, podría dejarlos desplomados antes de que el sol se levante la anchura de otro dedo».
Simón dio un respingo al oír la risa, pero después siguió caminando a la ciudad y por primera vez lo odié tan profundamente como merecía ser odiado. El había asesinado a mi padre y caminaba como un hombre que tiene una vida dura. El bastardo inútil.
Los dejamos que se adelantaran un par de estadios y después los seguimos. Yo quería asegurarme de que estuvieran en la asamblea. Ensayé mi discurso mientras caminaba y festejé mi venganza a la vista de la espalda de Simón.
Alguien había hablado. Lo sé, porque el tiempo que tardé en llegar a la asamblea, la mayoría de los hombres de Platea ya estaban allí, y el silencio era como una cosa viva. Yo estaba muy cerca, detrás de Simón, cuando él y sus hijos atravesaron la acrópolis para llegar al lugar de la reunión. El sol había salido y el mundo era hermoso con el esplendor otoñal. Deméter y Hera tenían un día perfecto, el cielo era azul y la justicia estaba al alcance de mi mano.
Mirón iba vestido de blanco y estaba de pie en la pequeña elevación en la que siempre se colocaba el arconte. Esperó hasta que Simón se incorporó a la multitud. Incluso Simón se dio cuenta de que la gente se apartaba de él y ningún hombre se quedaba cerca. Pero era un hombre hosco, tenía pocos amigos y quizá no esperase otra cosa. Se cruzó de brazos y sus groseros hijos se quedaron a su alrededor.
Recuerdo que se oía una voz una y otra vez: Draco. Estaba tratando de vender un carro a un hombre y no se había percatado del silencio. Estaba oculto por la muchedumbre, pero pasado un momento, comprendió la situación, o quizá un vecino le llamara la atención dándole un codazo.
Yo pretendía ser el último y esperé al lado de un establo, mirando a los que llegaban más tarde, unos bajando deprisa desde las alturas a través de las puertas de las murallas, otros subiendo por las veredas desde los campos de la periferia. Los hijos de Mirón llegaron tarde, todavía masticando pan. Y entonces Epicteto y sus hijos llegaron en grupo, con Empédocles en una litera. Me reuní con ellos y entramos en medio de la asamblea y nos pusimos ante el arconte.
Los hombres me miraban porque yo tenía una lanza. Quizá otros cinco hombres de la multitud tuvieran también lanzas, y eran más de sesenta. Y la mía era magnífica, porque los campesinos rara vez adornan un arma.
Se levantó un murmullo.
Mirón elevó los brazos y el silencio se hizo de nuevo. Después, con otros dos hombres, sacerdotes, sacrificó un carnero.
—Me lo debes —dijo Epicteto en un ronco susurro.
Después, el arconte levantó las manos, enjugó la sangre y se dirigió a la asamblea.
—¡Hombres de Platea! —dijo—. Abro la sesión de la asamblea de la ciudad para que se cumpla la ley.
Le dimos tres cortas ovaciones y después, toda la asamblea de la ciudad cantó el peán.
Yo había imaginado que mi momento vendría inmediatamente, pero, con independencia del tiempo que esperes para la venganza, siempre hay retrasos. En este caso, habían de leerse las actas de una disputa sobre linderos que había que sustanciar. Yo ni siquiera conocía a los hombres implicados.
Mientras zumbaba la voz del viejo Mirón, vi que Bion descubrió a su hijo. Vi el cambio que se producía en su rostro. Y después vi que me miraba.
Su sonrisa era lo bastante amplia para dividir su cara. Desvió la vista, ocultando su reacción a Simón, que no estaba lejos de él, y después comenzó a moverse a través de la muchedumbre, no hacia nosotros, sino para ponerse
detrás
de Simón.
Simón no se dio cuenta, pero otros hombres habían señalado a Bion —era un hombre popular— y ellos siguieron su mirada, y los hombres empezaron a señalar y mirar a Hermógenes y después a mí.
Draco me vio. Echó atrás la cabeza y se echó a reír.
Mirón llegó al final de la disputa sobre los linderos.
—Otro asunto —dijo—. Noticias de Atenas —añadió, dirigiendo la mirada a la asamblea—. ¿Dónde está el mensajero?
Comencé a avanzar y los hombres me abrieron paso.
—He venido de Atenas —dije—. Y antes, de Asia, donde fui esclavo. He venido para acusar a Simón, hijo de Simón, del asesinato de mi padre,., y de venderme como esclavo —dije, me di la vuelta y apunté mi lanza hacia Simón, y se abrió un espacio desde donde yo estaba hasta él.
—¿Cuál puede ser el castigo —pregunté en el silencio— para un hombre que robó la hacienda de mi padre, sus tierras, sus herramientas y a su esposa, después de apuñalarlo por la espalda
frente al enemigo
?
Simón estaba tan sorprendido que una de sus manos arañó el aire, como para espantar las palabras que yo había dicho.
—¿Quién, de los que están aquí, no conoce a Simón el Cobarde? ¿Cuántos de vosotros mantuvieron sus posiciones frente a los espartanos cuando murió mi hermano en Oinoe? ¿Quién huyó desde el fondo de la falange? ¿Y cuando fuimos contra los tebanos? ¿Quién se escabulló y se quedó atrás? ¿Hay algún hombre aquí que recuerde a Simón manteniendo su posición? Y, cuando nos enfrentamos con los eretrios… yo lo vi apuñalar a
pater
. Yo lo
vi
.
—¡Tú! —farfulló. Era casi lo peor que podía haber dicho, porque su sorpresa y su culpabilidad estaban escritas en su cara.
—¡Yo soy Arímnestos de Platea! —bramé con la voz de hacer frente a las tempestades—. ¡Yo acuso a este hombre de asesinato!