Sangre guerrera (63 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Flexioné la mano. Estaba recobrando algo de sensibilidad.

En ese momento, Aristágoras optó por sacar a sus hombres de la ciudadela en misión de combate. Era típico del cabrón: demasiado tarde para ayudar a alzarse con la victoria y demasiado pronto para salir con seguridad. Su batida cogió a los tracios por el flanco, sin embargo, y de repente tuvo que dar la vuelta o verse arrollado por la nueva amenaza y por la tripulación de Estéfano pisándole los talones como en una cacería.

Pude ver todo lo que ocurría en la ladera de la colina a la rojiza luz ambiente. Era irreal —nunca he vuelto a ver esa luz, roja como la sangre— y sabía que el mismo Ares nos estaba observando, que estábamos en su pista de danza y que él nos juzgaría.

Pude ver el cisne en el casco de Aristágoras y supe quién era. Y, gracias a los pliegues de la colina, pude ver lo que ni él ni Estéfano podían ver: detrás de una cresta paralela, había otro contingente de tracios.

Y yo ya estaba cansado.

Demasiado mal. Yo quería a Aristágoras muerto y nunca tendría mejor oportunidad que aquella.

He hecho que todo esto pareciera que se había desarrollado durante un tiempo bastante largo, pero, en realidad, los infantes de marina de Milcíades ya estaban saliendo de su popa y algunos de nuestros barcos ya estaban varados… todo se había desarrollado muy deprisa. Pero, si quieres saber lo que es la fatiga, lucha por tu vida durante cuatro o cinco minutos, sube corriendo una colina rocosa al anochecer con cien hombres aullando pisándote los talones. Tenía la sensación de que mi coraza de escamas pesaba tanto como mi cuerpo y de que mi casco caía sobre mi cabeza como el peso del mundo sobre los hombros de Atlas, ¿Quién soy yo para quejarme? Muchos de mis hombres de las filas de atrás habían estado remando todo el día.

Subimos y los tracios nos esperaban. Creo que se sorprendieron, incluso se espantaron, de que cargásemos contra ellos. No eran hombres que mantuvieran una línea de combate; eran, más bien, hombres desenfrenados de tribus que mataban con la ferocidad de sus cargas. Creo que nos esperaron solo porque sabían que sus aliados estaban en posición para atacamos por los flancos. Pero mis hombres se colocaron sobre su costado, por lo que mis propias filas laterales estaban empujándolos directamente hacia una emboscada. No tuve que planearlo así: no podía ocurrir de otra manera. La ladera no tenía ese ancho, y su cara a la mar era un acantilado que caía sobre la playa.

Los hombres de Paramanos estaban saliendo de su barco, que estaba varado al lado del mío. La virada de su nave había llevado mucho tiempo; sin embargo, en ese tiempo, mi tripulación había roto la línea de los fenicios, matado a los jonios y subido la colina, y ahora sus hombres estaban ansiosos por subir y llevarse su parte del botín.

Los tracios eran famosos por tener oro.

Mis hombres fueron más despacio cuando llegamos hasta los tracios. No podía culparlos: no hay nada parecido a una carga feroz
colina arriba
, al menos no en una colina tan empinada.

—¡Formad y cerrad filas! —ordené, y los hombres formaron muy juntos.

Lo siento, cariño… tengo que explicarlo. En un combate como aquel, no hay falange. No hay orden. No formamos por filas y columnas en la playa, ni al subir la colina. En un combate como aquel, eres una banda. Pero mi banda y yo habíamos estado juntos en cincuenta combates y no necesitábamos muchas órdenes. Por eso, cuando rugí «cerrad filas», todos los muchachos de la primera línea se agolparon sobre mí y los demás empujaron, e hicimos un muro de escudos en menos que canta un gallo.

Los tracios arrojaron lanzas y jabalinas con todo el peso de la colina que llevaban con ellos, y los hombres cayeron. Una lanza impactó directamente sobre mi roto escudo beocio, atravesándolo, y la coraza de escamas desvió la condenada punta. La mano de Ares había apartado la muerte… una vez más.

El extremo derecho de mi línea estaba doblándose sobre su muro de escudos y extendiéndose más allá cuando llegaron los hombres de Paramanos. Pude oír su voz y su griego cireneo cuando les ordenó que formaran en línea.

—¡Al ataque! —canté. Mi voz se sostuvo, constante y alta. Si quieres transmitir una orden en una tormenta o en un campo de batalla, tienes que cantarla.

Mi escudo beocio se sacudía en pedazos. Lo utilicé para desviar otra jabalina y el nervio central se partió.

—¡Escudo! —rugí.

Un remero que tenía detrás pasó hacia delante el suyo y Hermógenes me lo sostuvo. Tiré el inútil cadáver del escudo que había llevado al brazo y metí la mano izquierda en el
porpax
de cuero del barato
aspis
… y ya estaba preparado.

—¡Al ataque! —ordené de nuevo.

—¡Por Heracles
! —respondieron.

No fue el mismo rugido del dios del primer grito, pero fue suficiente para hacernos avanzar, y ascendimos por el terreno rocoso. Alguien inició el peán, nuestras voces ascendieron como incienso sagrado a Ares, y él debió de sonreímos.

Los tracios combaten con ferocidad, pero no son competidores en un evento atlético, como son los guerreros griegos, y no practican juntos, bailando las danzas guerreras y midiendo el balanceo de sus armas. Se sitúan demasiado alejados entre sí para establecer una línea sólida y sus escudos en forma de media luna son demasiado pequeños para utilizarlos en una lucha cuerpo a cuerpo, cuando los hombres a derecha e izquierda y los de las filas traseras pueden atacarte cuando tu visión de túnel está enfocada sobre un único oponente.

Nos atacaron duramente con jabalinas cuando empezamos a avanzar; sin embargo, cayeron algunos hombres. Se abrieron huecos en nuestro muro y no teníamos suficiente profundidad para que se cerraran de forma natural. Por eso, el combate acabó siendo un absoluto caos mortal, y la matanza fue grotesca. Poco importaba la destreza con las armas, estaba demasiado oscuro. Pero teníamos detrás la ciudad incendiada y podíamos verlos mucho mejor que ellos a nosotros y, en ese combate, una mínima ventaja de visión era suficiente.

Y cantamos. Eso es lo que recuerdo: la luz rojiza del sol poniente y el peán de Apolo.

No fue pan comido. En el primer contacto, los hombres se sentían como hierbas cortadas por el ama de casa en el jardín. Acabé con tres hombres tan rápidamente que, cuando mi lanza prestada se enredó en el tercero, el primero todavía no había entregado su vida y caído de bruces. Tiré el astil de la lanza y empuñé de nuevo mi espada. Los infantes de marina que deberían haber estado a ambos lados habían muerto, Idomeneo estaba en primera línea y Herc, entre todos los hombres, con su pluma escarlata oscilando, se coló a mi lado.

—¿No se suponía que estarías en la playa? —le pregunté.

El se echó a reír.

—¡Jódete! —gritó.

Todos sentimos el impacto cuando los tracios cargaron contra el final de la línea de Paramanos. El subjefe tracio no había esperado a que Paramanos llegara a la cima hasta él. Debía de haber sido suficientemente prudente para imaginarse que sabíamos que estaba allí.

No lo vi, pero he oído la historia con bastante frecuencia. Paramanos cayó, derribado por los pies por un bárbaro, y Lejtes se mantuvo sobre su cuerpo hasta que se levantó. Lejtes murió allí, como un héroe. Recibió tres impactos, pero no cayó hasta que Paramanos se hubo levantado.

Yo no lo supe, pero el momento de heroísmo de Lejtes estabilizó toda la línea.

Los hombres de Paramanos se dieron la vuelta por no abandonar a su comandante y resistieron allí donde se podría haber abierto una brecha. Aun así, sentimos el choque y nuestra línea se dobló hacia atrás.

Pero Estéfano estaba en su
otro
flanco con Aristágoras y su grupo, y las fortunas de los tracios comenzaron a retroceder como la marea de una salina cuando los pescadores entran en las olas para recoger sus capturas. Su línea se desintegró como se raja una vieja vela de lino cuando el extremo del cabo se amarra al mástil y el viento empieza a rasgarla por la esquina más débil, de manera que cada ráfaga rompe un poco más la vela, y después se deshace, cada vez más deprisa, la raja se ensancha a una velocidad que aumenta con cada ráfaga y después, con el ruido de un trueno, toda la vela salta de su sujeción de cuerda y se aleja revoloteando en la tormenta. Del mismo modo, se partió en dos la línea tracia.

Hacia el final, su centro se abrió, o murió. Yo empecé a matar a hombres con cada tajo de mi brazo. Mi mano iba
mejorando
con cada golpe y los ojos de mis oponentes estaban por todas partes, mirando la colina y detrás de ella, por donde los hombres de Estéfano habían escalado el arrecife y ahora caían desde arriba sobre su flanco izquierdo. Con cada corte y cada mandoble, caía otro; después, ninguno de ellos me hizo frente. Creo que maté a veinte.

Sin embargo, aunque huían, también luchaban. Los tracios nunca son más peligrosos que cuando huyen: los hombres se vuelven y arrojan lanzas, y pueden formar de nuevo en cuanto crean que has perdido tu orden. Y mis remeros no tenían estómago para seguirlos, ni yo podía culparlos por ello.

Por eso, empujé a siniestra, atrapando su ala izquierda en una bolsa formada por las tres fuerzas: la batida de la ciudad, los infantes de marina de Estéfano y mi propia ala izquierda. Mi derecha, separada de mí, subía la colina con Paramanos, con lo que Herc e Idomeneo eran los hombres que estaban en el extremo de nuestra parte de la línea.

Yo no podía ver si los tracios estaban agrupándose en los árboles que estaban más allá de la cima o no.

Uno de sus jefes mandaba su izquierda y debía de haber sabido que estaba al final. Un puñado de sus hombres se lanzaron contra nosotros; eran tres y todavía había un claro entre Herc y Estéfano cuando este bajaba la colina para cerrar el círculo. Pero yo estampé mi escudo barato en la cara de uno y lo dejé fuera de combate; su caída enredó a los otros dos; después, los abatimos en menos que canta un gallo: Herc apretó mi escudo con su espada y Hermógenes me dio un golpe en el casco en su apresuramiento para matar al tercero sobre mi hombro.

Todos tenían claro que los tracios iban a morir. El jefe llevaba una coraza de escamas, un hacha de caza de doble filo y un alto casco de escamas coronado por una cabeza de jabalí de oro. Bramaba, desafiante, pero ni Estéfano ni Aristágoras pretendían que luchásemos hombre a hombre, y el círculo se redujo.

Yo tenía otros planes. Corrí hacia él dos zancadas, todo el espacio que dejaba la agonizante refriega. Su hacha se elevó, yo le opuse el borde de mi
aspis
y él lo partió, haciéndome un profundo corte en el hombro, hasta el punto de verse lo blanco. Pero yo tenía su hacha atrapada en mi escudo, y mi buena espada le alcanzó en la cara como si tuviese voluntad propia. Le di dos veces, pero creo que estaba muerto tras la primera.

Y entonces estuve casco con casco con Aristágoras. El estaba tratando de verme muerto, y me dio un corte, probablemente porque su visión era borrosa y estaba oscuro… o porque me conoció y me odiaba.

Ahora, mantengo mi promesa de ser sincero. Querría contarte que nos batimos en un duelo al borde de la oscuridad, yo el héroe y él el villano. Pero, en realidad, yo había perdido el penacho de mi casco y llevaba el escudo de un remero y, a menos que me reconociese por la coraza de escamas, no tendría ni idea de quién era yo. Pero ¡por los dioses!, yo sí lo reconocí. El último de los tracios estaba muriendo de forma muy ruidosa y lo tenía todo para mí.

Yo estaba un poco por encima de él en la colina y tenía el escudo hecho cisco por el hacha del jefe muerto. Estaba partido y yo tenía el hombro echando sangre, y no podía girarme por completo de cara a Aristágoras. Por eso, giré sobre el pie que tenía atrasado, sacando el brazo izquierdo del
porpax
mientras me daba la vuelta, y recibí un segundo golpe de Aristágoras en el hombro reforzado de mi coraza mientras giraba, arreglándomelas lo justo para mantener el equilibrio.

Aristágoras me atacó por tercera vez, y su hoja resbaló sobre las escamas y bajó hasta mis muslos, cortándome. Pero no le hice caso. En cambio, completé mi rotación, libre de los restos de mi escudo —los dioses debieron de decretar que los escudos serían mi pesadilla aquel día— y le propiné un tajo, un largo tajo por encima de la cabeza que le cogió por detrás del escudo porque yo había girado muy rápido. Le atravesé su cisne y mi espada retumbó en su casco. Avancé mi pie derecho y levanté mi espada con el brazo derecho, alcanzándolo bajo el borde de la babera del casco y cortándole el cuello, un golpe feo, sin mayor destreza, pero tenía la hoja dentro de su casco y no iba a dejarlo marchar.

Entonces vi sus ojos y sabía que era hombre muerto. Habría huido, pero le había cortado la arteria en la garganta. No estaba muerto, pero dejó que sus miembros se aflojasen, una última cobardía. Podría haberme propinado otro corte, pero abandonó la lucha.

Me gusta pensar que supo que era yo. Pero no lo sé a ciencia cierta.

Mi espada rebotó en su protección de la nuca, donde el espaldar de su coraza ascendía para cubrir su espalda, y yo la levanté en el golpe de Harmodio, un tajo dado por encima de la cabeza sobre la espalda, con las piernas del revés y todo el peso del cuerpo de un hombre y las caderas tras él, y le corté la cabeza, una hazaña nada fácil con una espada corta. Prueba a hacerlo la próxima vez que sacrifiques un becerro.

Por lo que quedaba de cuello brotaba sangre como de un volcán recién surgido, y él cayó.

No quiero mentir. Fue un momento muy agradable.

Herc cogió mi hombro izquierdo herido y el dolor me devolvió a la realidad.

—¡Bien hecho, chaval! —me dijo—. Ahora, larguémonos de aquí antes de que uno de sus hombres te señale.

El combate estaba terminando. Era la parte más fea de la lucha: cuando los valientes descubren la gravedad de sus heridas y los cobardes avanzan y empapan en sangre sus armas en los hombres muertos o heridos, como si pudieran engañar a alguien con esas cosas. Yo tenía montones de cortes y ambos brazos heridos.

Hermógenes tuvo que separar el avambrazo de mi brazo. Estaba retorcido: el corte que me había entumecido la extremidad había desfigurado la superficie, y tuvo que deformar el metal para sacármelo, poniendo la parte plana de su cuchillo de comida sobre mi piel y utilizándolo a modo de palanca. Pero sentí inmediatamente la mejoría de mi mano y de mi brazo derechos.

El brazo izquierdo no tenía tan fácil arreglo. Tenía cuatro tajos diferentes y Hermógenes sacó de su paquete su viejo quitón, lo cortó en cuatro piezas y utilizó una de ellas para envolvérmelo.

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