Sangre guerrera (66 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Desde Oinoe, había ido pensando en el logos. En lo que decía Heráclito de que los hombres solo podían llegar a la sabiduría a través del fuego. En que la disputa era la dueña de todo y que el cambio era el camino. Pero, sobre todo, pensaba en lo que me dijo cuando me reprendió por golpear a Diomedes:

«Para dominar al matador de hombres que hay en ti, tienes que aceptar que no eres verdaderamente libre. Debes someterlo al dominio de las leyes de los hombres y los dioses».

Caminaba con dificultad a través de la lluvia cada vez más intensa y pensé en el fuego.

Hermógenes se acercó y se puso a mi lado.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

—Encontrar a los bandidos y enseñarles algo de filosofía —dije yo.

Idomeneo se echó a reír.

Yo negué con la cabeza. Llevaba un gorro beocio de fieltro denso que había comprado aquella mañana en un puesto, y era más una esponja que un sombrero, por lo que me lo quité y lo retorcí.

—Eso es exactamente lo que vamos a hacer —dije.

—Estás
loco
—dijo Idomeneo. Volvió a reírse—. ¡Hagámosles escuchar el canto del bronce! —gritó—. ¿Quién da una mierda por la
filosofía
?

—Tú eres el loco —dije yo, y volví a la carretera.

Subimos y subimos. No me preocupaba que pudieran atacarnos en la ladera. Los bandidos son gente perezosa. Querrían el carro en la cima, y yo conocía esa montaña como los callos de la mano de mi espada. Estaba la cima de la carretera y después una ligera hondonada que estaría llena de barro y agua al final del otoño, y ellos esperarían en los grandes árboles que la rodeaban.

Inmediatamente antes de la cima, detuve el carro como lo haría un hombre que estuviera demasiado cansado para seguir. Mis sandalias estaban llenas de barro y los bueyes parecían tan abatidos como nos sentíamos nosotros mismos.

Idomeneo hizo una mueca.

—Yo no robaría a nadie en un día como este —dijo—. Me quedaría en un agradable y mullido diván con una copa de vino en la mano.

Hermógenes le dio un codazo.

—¿Por qué estás aquí, entonces, eh? Yo sé por qué estoy aquí y sé por qué está aquí Arímnestos. Y no creo que los esclavos tengan otra opción. Y el calderero cree que en ello va una comida. ¡Tú, tú eres el loco, cretense!

—Arímnestos es mi
señor
—proclamó el cretense—. Además, donde él vaya, hay sangre, océanos de ella. Nunca hay un momento gris. Lo verás. Lo dudaba los primeros días fuera de Atenas… pero aquí estamos.

Me estremecí ante su descripción de mí.

Pero reconocí que era así.

—Dejad ahora el carro —dije. Me volví al calderero—. Quédate aquí con los animales. Nosotros haremos el trabajo.

El buhonero estaba mirando a Idomeneo. Estampé el puño en la oreja del buhonero y cayó como un sacrificio.

Ya lo ves, ¿no,
zugater
?

El calderero se puso blanco, apoyó la espalda en un árbol y desenvainó su espada.

—No te preocupes —dije. Recogí el paquete del buhonero y lo tiré. Estaba lleno de trapos y nada más—. El es el observador de los bandidos —dije—. Átalo y no dejes que se vaya. Volveremos.

No protestó, y yo saqué mi pequeña banda de la carretera, colina arriba. La pendiente aumenta por encima de la vía y nos llevó un rato. Las huellas de los ciervos habían cambiado, por supuesto, pero subimos a la pequeña pradera donde Calcas mató en una ocasión un lobo y presté atención a los sonidos que llegaban de abajo. El único punto débil de mi plan eran el calderero y nuestro carro.

Desde arriba, podíamos ver a los emboscados, incluso a través de la lluvia. A los dioses les encanta la ironía y, en la mejor tradición de sus carcajadas, el carro y los emboscados distaban entre sí un estadio o menos, por lo que podíamos ver a Tireo paseando nervioso y a los bandidos en los árboles, esperando un carro que no llegaba.

—Yo iré derecho colina abajo —dije—. Tú condúcelos.

Quizá parezca una tontería que yo fuese a enfrentarme solo a los bandidos, utilizando a mis hombres como batidores. Yo estaba en un lugar extraño y quería luchar. Me dije a mí mismo que dejaría que esto tomara la decisión por mí… ladrón contra ladrón, por así decir. Si yo caía, se acabó.

Otra voz decía que, en efecto, no hacían falta dioses, porque había pocos hombres en Grecia que pudieran hacerme frente. Quizá ninguno.

Y cuando empecé a echar abajo la colina, las hojas mojadas volaban bajo mis botas, sentí a mi lado al viejo Calcas. ¿Cuántas veces habíamos corrido juntos, él y yo, a través de aquellos bosques, persiguiendo alguna presa?

Los bandidos vieron primero a Idomeneo, como yo pretendía. Les llevó demasiado tiempo darse cuenta de que no era un labrador con el que se encontraran por casualidad: este era real. El hombre del final salió de su escondite y alertó a los otros; inmediatamente, estaba en el suelo; su agonía fue mejor advertencia que sus gritos.

Hermógenes apareció tras una roca, corriendo fuerte, y lanzó una jabalina.

Después, yo caí sobre ellos. El bandido que estaba más cerca de mí era un imbécil y ni siquiera me vio ni me oyó, al centrar toda su atención en la crisis que se vivía al otro extremo de la emboscada.

No tenían armaduras y parecían más esclavos huidos que mercenarios, aunque la línea entre ambos puede ser muy tenue. Le metí la punta de la lanza entre los riñones y seguí corriendo.

Toda la banda había salido de sus escondites. Eran una docena y corrían hacia la carretera, como haría un ciervo asustado, pero yo estaba antes en la calzada, entre ellos y el carro, y los dos tracios estaban al otro lado de la vía, Eramos cinco contra doce, pero no cabía la menor duda del resultado.

Cuando murieron otros dos bajo mi lanza, cayeron en la hondonada llena de barro en la que habían pensado capturar mi carro.

Me detuve y enjugué la hoja de mi lanza en un trozo de tela aceitosa que llevaba en mi bolsa.

—¡Rendios! —dije—. Rendios u os mataré a todos.

—No puedes matarnos a todos —dijo uno que tenía una cicatriz considerable. Tenía una buena espada, un
kopis
.

—Tienes razón —dije—. Mis amigos tendrían que matar a un par de los vuestros.

Temblaban como ovejas.

—¡Rendios! —dije—. Soy Arímnestos de Platea. Si tiráis vuestras armas, os perdonaré vuestras vidas, por Zeus Sóter.

El hombre que llevaba el
kopis
arrojó su lanza contra Hermógenes y salió disparado, corriendo hacia la cuesta y colina abajo. Hermógenes esquivó la punta de la lanza, pero el astil le dio en la sien y cayó al suelo. Otro bandido salió corriendo colina abajo, pero el tracio que estaba más cerca lo alanceó como un pescador en un río, y el resto arrojaron sus armas.

—Reteñios aquí —dije. Tenía a Calcas en mí cabeza y sabía lo que iba a pasar como si lo hubiese leído en un manuscrito.

Corrí colina abajo tras el hombre de la espada. Me llevaba mucha ventaja. Pero sabía adonde iba y quería encontrarlo allí.

Corrí con facilidad, siguiendo el contorno del Citerón, manteniéndome en alto sobre la falda y, tras dos estadios de carrera entre arbustos, llegué al sendero que solía utilizar para trepar a la montaña de niño, y corrí hacia abajo, más ligero que un águila.

Era extraño, pero al principio sentí a Calcas a mi lado y después lo sentí
dentro
de mí. Yo
era
Calcas. O quizá, me había convertido en Calcas.

Pasé la cabaña, corriendo en silencio sobre el mantillo, y tenía el tiempo justo para aflojar el paso al borde de la tumba cuando mi presa salió del bosque frente a mí, con los ojos desaforados por el pánico que le infundían los fantasmas que lo seguían a través de los bosques; yo esperaba al muchacho que había en él. Y el pánico de su cara explotó como una roca caliente lanzada al agua cuando me vio. Levantó la espada, la misma espada que utilizó para matar al muchacho en la cima del paso, y trató de asestarme un tajo. Lo rechacé por alto y rehusé cederle terreno, por lo que chocó con mi cadera… Yo lo hice girar, nuestros cuerpos quedaron pegados por su inercia y con la cadera lo empujé muy suavemente, y fue atravesando despatarrado las losas del recinto de la tumba del héroe. Su cabeza dio con una piedra y su mano de la espada se golpeó con otra con tanta fuerza que el
kopis
se le cayó de la mano, como si se lo hubiese quitado el mismo héroe.

Trató de levantarse, poniéndose a cuatro patas, como un animal, y yo agarré su pelo grasiento con mi puño izquierdo y lo sacrifiqué, cortándole el cuello, de manera que su vida se desparramó sobre las losas frías y húmedas y el héroe bebió su sangre como hacía con los malos hombres que Calcas enviaba a lo oscuro.

Enjugué mi espada en su quitón y fui a la cabaña, tal como estaba. Los años no la habían tratado bien, y los bandidos habían matado salvajemente un ciervo y dejado el cuerpo colgado para que se pudriese al lado de la ventana de asta, los muy idiotas.

Una puerta ruinosa estaba abierta. Dentro, había dos mujeres aferradas al sacerdote. Ellas retrocedieron ante mí.

—¿Empédocles? —pregunté con discreción. Y entonces, cuando él todavía miraba desesperado y asustado, esbocé una sonrisa—. Es un rescate —dije.

—Ellos cogieron mi copa —dijo débilmente, y se desmayó.

Cuando dejó de llover, éramos una muchedumbre. Teníamos a nueve prisioneros y seis de nosotros, las dos mujeres y el sacerdote. El no estaba en buenas condiciones —tenía fiebre y lo habían maltratado; tenía quemaduras—, pero era un hombre fuerte y me sonrió.

—Has recorrido un largo camino, ¿eh, aprendiz? —dijo cuando le hice el signo del oficial.

Estaba tumbado en el catre. Habíamos limpiado la cabaña y yo había encontrado su copa, la magnífica copa que le había hecho mi padre, en la bolsa de cuero del jefe. Los tracios estaban entretenidos reconstruyendo la puerta mientras Hermógenes e Idomeneo estaban cazando para tener carne. El frunció el ceño.

—¿Dónde aprendiste ese signo?

Me arrodillé a su lado.

—En Creta, padre —dije.

El tosió.

—¿Creta? ¡Por todos los dioses, muchacho… lo habrías hecho mejor en Tebas! —dijo, y tosió de nuevo—. Aquí… dame la mano. Este es el signo en Beocia.

Después estuvo tumbado tanto tiempo que pensé que estaba dormido o muerto. Pero, cuando eché mi capa sobre él, dibujó una sonrisa.

—Te vi —dijo.

—¿Padre? —pregunté.

—Sacrificaste al bastardo —dijo—. ¡Por Zeus, me asustaste, hijo!

Dimos de comer a todos con carne de ciervo y cebada de nuestro carro. Dejé que los prisioneros se cocieran en su miedo. El calderero se quedó conmigo y me sirvió tanto de ayuda que quise que se quedase.

Dejé el cuerpo de su jefe en el umbral del recinto, para que su final les quedase claro a todos ellos. Dejé que se preguntasen cómo había ocurrido. La justicia divina adopta muchas formas. Yo acababa de aprender esa lección, que me estaba tranquilizando; la oscuridad de tres días antes era ya un recuerdo. Y ver a Empédocles, aun anciano y malherido, fue un tónico. Me recordó que esta vida —Beocia, un mundo con cosechas ordenadas y labradores fuertes, un ciclo de festividades, una ermita local— era real. No era un sueño de juventud.

Idomeneo quería matarlos a todos. Por supuesto, eso es lo que yo hubiese hecho en la mar. Mi renuencia lo desconcertaba.

—Diferentes lugares tienen diferentes reglas —le dije.

El asintió, contento porque hubiese alguna razón.

—No tuvo mucho de combate —dijo él.

—No estoy aquí para combatir —dije—. Puedo volver a la fragua. Y al campo.

Había terminado su carne de ciervo y estábamos compartiendo el vino de su copa
mastos
. Se estremeció como si le hubiese dado un tajo.

—Ese no eres tú, señor —dijo—. ¡Tú no eres un agricultor! ¡Tú eres la
Lanza
! ¡Arímnestos, la
Lanza
! Los hombres se cagan antes de enfrentarse contigo. ¡Tú no puedes ser un herrero!

—¡Estoy cansado de matar! —le dije.

Por la mañana, me senté en un tablón con todos los prisioneros. Eran un grupo inútil, hombres golpeados de todas las maneras, pero se habían comportado como animales cuando tenían la oportunidad violando a las mujeres que habían capturado, quemando a Empédocles y solo los dioses sabían cuántas víctimas más habría en las tumbas superficiales que estaban detrás de la del héroe.

—Sois hombres acabados —dije.

Ellos me miraban desanimados, esperando la muerte.

—Trataré de corregiros —dije.

Un hombre, un sucio rubio, sonrió.

—¿Qué nos harás hacer? —preguntó, aspirando ya a congraciarse con el conquistador.

—Empezaremos con el trabajo —dije—. Si me disgustáis o desobedecéis, el castigo será la muerte. No habrá otro castigo. ¿Entendéis?

—¿Nos dará de comer, amo? —dijo otro hombre.

—Sí —dije. Aquellos hombres eran peligrosos. Tan lejos de la virtud que enseñaba Heráclito como Briseida de una vieja bruja de El Pireo. Pero comprendía que la principal diferencia entre nosotros era que mi mano todavía sostenía una espada.

Su primera tarea fue cavar las tumbas superficiales. Había quince, diez hombres y cinco mujeres. Ninguno de los cadáveres era muy viejo, y la tarea los horrorizó. Eso me agradó.

Hicimos una pira y purificamos los cuerpos, y después enviamos sus espíritus al inframundo vengados, al modo antiguo, al menos en Beocia, y sus cenizas las dejamos en la tumba del héroe, donde podrían compartir la sangre del criminal, o así se lo entendí a Calcas, Las mujeres lloraron cuando vertí el aceite que teníamos sobre los cuerpos. Las dos que sobrevivieron habían conocido a algunas de las otras.

No les hice ninguna pregunta.

Nos llevó tres días reparar la cabaña y deshacernos de las víctimas. Rastrillamos el patio, cortamos leña y limpiamos la tumba. Yo vertí vino en el sepulcro de Calcas todos los días.

Todas las noches, me acostaba despierto, pensando.

Al tercer día, remitió la fiebre de Empédocles y comenzó a recuperarse rápidamente.

Aquella noche, vino Hermógenes y se sentó a mi lado mientras yo miraba las estrellas que brillaban en el claro que había al lado de la tumba.

—Comprendo —dijo.

Puse mi mano sobre la suya.

—Gracias —dije.

—Pero hay que hacerlo —dijo él.

—Tenía que poner en orden mi propia casa —dije— antes de ir a la de mi padre.

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