Authors: Christian Cameron
Y nunca se acaba. No había acabado de poner los pies en la arena de Lesbos y de abrazar a Milcíades, cuando mis hombres ya me estaban preguntando si tendríamos que sacar a la orilla la vela menor y cien cuestiones más.
Milcíades se echó a reír, me soltó los brazos y se retiró un poco.
—El hijo del herrero es un trierarca. No me sorprende, permíteme que lo diga. Te has puesto directamente entre mis buques. ¿Por qué no acampas conmigo?
Podría haberlo hecho mejor, haber esperado la mejor oferta, pero estaba tan contento de ver a alguien conocido… Para ser sincero, cuando vi a Milcíades, di por supuesto que vencerían los jonios, Siempre producía ese efecto en mí.
—Enséñame dónde podemos hacer nuestras hogueras le dije.
El hizo una seña y se acercó otro amigo, Agios, ahora piloto de Milcíades.
—¿Tienes un barco tuyo? —preguntó, y se echó a reír—. ¡Que Poseidón ayude a tus remeros!
Anduvimos por la playa y me encontró un espacio para las hogueras, una por cada quince hombres. Después, los reuní a todos en un gran círculo y me aseguré de sus grupos para comer. En el viaje, las comidas habían sido un asunto desesperante. Ahora, pensaba que había que organizado.
Reunimos a noventa y seis remeros y a veintiún cretenses. Puse a los cretenses en dos grupos de comida. No esperaba que quisieran quedarse y no quería que su mala actitud infectara al resto. A los eolios, a otros griegos y a varios asiáticos al azar, que formaban el resto de la tripulación, los dividí en grupos de quince. De mi bolsillo, puse la plata para comprarles ollas, allí mismo, en la playa; el mercado local era enorme, y todos los comerciantes de Mitilene estaban allí vendiendo sus artículos. La mejor de todos los alfareros era una mujer de mediana edad con el pelo recogido bajo un pañuelo y arcilla en las manos, y sus ollas eran tanto mejores que las de sus competidores que accedí a pagar sus exorbitantes precios. Los hombres saben cuándo tienen el mejor equipamiento. Lo aprendí de mi padre. Incluso las ollas influyen en la moral.
Compré una red llena de atunes pequeños, destripados y frescos, y los hombres se pusieron manos a la obra, los cortaron y los prepararon. Tuve que pagar la leña, las verduras y el pan y, cuando los remeros se sentaron para tomar su primera comida caliente de la semana, mi bolsa de plata se había reducido poco menos de un quinto.
No me podía permitir ser trierarca.
Cuando tuve la barriga llena de vino y atún, le hice una seña a Idomeneo y cogí mi mejor lanza. Los jonios siguen muchas de las costumbres antiguas y una de ellas es que pasear con una lanza otorga a un hombre dignidad y formalidad. Me acerqué a las hogueras de Milcíades y lo encontré con bastante facilidad. Estaba sentado en un taburete de hierro, con las piernas profundamente hundidas en la arena. Estaba contando un cuento, un cuento escandaloso, y las fuertes carcajadas se oían cada dos por tres mientras caminaba por la playa hacia donde él estaba. Tenía su pelo rojo, quemado por el sol, y su cabeza echados hacia atrás, riéndose de su propio relato, y esa era una de mis formas preferidas de recordarlo. Porque, realmente, él sabía contar historias.
—¡El héroe de Amatunte! —clamó cuando ya estaba lo bastante cerca. Se levantó y me abrazó de nuevo.
Fue entonces cuando descubrí lo lejos que había llegado mi fama. Los hombres se arremolinaron a mi alrededor, como si yo fuera Milcíades. Y él no cesó en sus elogios.
Sin embargo, la cara de un hombre se oscureció cada vez más. Arquílogos se dio media vuelta y se fue, con su sirviente a su lado. Los vi marcharse, estropeándose la felicidad del momento, como una mala marca en un casco por lo demás perfecto, un hoyuelo que no puedes eliminar.
Milcíades no prestó atención… si es que se dio cuenta.
—Para aquellos de ustedes, caballeros, que estuvieran ocupados, fue el joven Arímnestos quien derrotó su centro… Yo lo vi todo desde el buque insignia —dijo, y se echó a reír—. ¡Oh, cómo te ovacionamos, chaval! Como espectadores de la carrera del estadio en los juegos olímpicos, con apuestas importantes sobre el corredor —añadió, y me pasó el brazo por los hombros.
Un hombre grande, más grande que yo y más grande que Milcíades, vino y me cogió la mano.
—Soy Calicles, hermano de Eualcidas —me dijo. Y a los hombres allí reunidos, les dijo—: Este hombre, demasiado mayor para ser un chico, fue solo y salvó el cuerpo de mi hermano de los medos.
Acepté su abrazo, pero entonces me volví a Idomeneo.
—Mi
hipaspista
, Idomeneo. El estuvo conmigo aquella larga noche y me ayudó a llevar el cuerpo.
A Calicles no le hizo mucha gracia estrechar la mano de un sirviente.
—¡Que los dioses te bendigan! —dijo—. ¡Tú eras el
skeuoforos
de mi hermano!
Idomeneo asintió y, avergonzado, dio un paso atrás.
—Lo liberé por su ayuda —dije. Esperaba que esto estuviera entre mis derechos—. Sirvió como un héroe, no como un esclavo.
—Típico de mi hermano —dijo Calicles; sonrió y movió la cabeza—. Aun su calientacamas es un héroe.
Aparentemente, Eualcidas tenía bastantes admiradores incluso entre los atenienses, porque Milcíades sirvió vino de un pellejo en una copa muy profunda e hizo una libación al alma del héroe muerto y muchos hombres se acercaron a beber de aquella copa.
Milcíades me cogió por el codo y, uno por uno, los demás guerreros fueron marchándose hasta quedar solo unos pocos. Heráclides estaba allí, e Idomeneo, por supuesto, rojo por el vino y por los elogios de las personas importantes: Epafrodito, ahora señor de Mitilene, y el gobernador Pelagio de Quíos. Si me guardaba algún rencor por haber matado a su nieto, lo disimulaba muy bien.
—Bebo a tu salud, Arímnestos de Platea —dijo Milcíades.
Y lo hizo. Me miraba fijamente.
—He oído que estuviste en primera línea,
nuestra
primera línea, en la derrota de Efeso. Arístides habló muy bien de ti y, para ese aguafiestas, mereciste grandes alabanzas. Y trajiste el cadáver de Eualcidas… Los hombres cantarán esa hazaña durante muchos años, te lo aseguro —añadió, mirándome, más a modo de evaluación que de alabanza—. Pero un hombre tiene el heroísmo de un día. Todos nosotros, con el favor de los dioses, podemos alcanzarlo una vez.
Pelagio asintió.
—Muy cierto.
Milcíades se acarició la barba.
—Pero Amatunte selló la operación. Te vi limpiar aquellos trirremes, chaval. Tú eres el verdadero animal, ¿no es así?
—Él también tenía un piloto
jodidamente
bueno —añadió Agios—. ¿Quién fue el que cortó al fenicio por la mitad?
Tuve que sonreírme.
—No fui yo —admití.
Heráclides asintió.
—Lo sabíamos, chaval. Con una espada, eres un titán viviente. Con un barco… puedes ser bueno dentro de diez años.
—Ahora tengo a un egipcio… lo hice prisionero en Amátunte. Espero que se enrole conmigo. Y que me enseñe —dije, y apunté a la playa, pero, lógicamente, mi nubio no estaba a la vista—. Pero el artista en Amatunte fue un pescador cretense en su primer combate, de nombre Troas.
Agios se echó a reír a carcajadas. Era un hombre pequeño, pero tenía la risa de un sátiro. Echó la cabeza atrás y rugió todo lo que le permitió el pecho:
—¡Eso por mi arrogancia! —dijo riéndose—. Creí que llevabas a algún veterano, algún matador de barcos de Egina o de Mileto.
Yo seguía reduciendo mi coraje para hablar con Milcíades, pero no quería poner fin a todos los elogios. ¿Quién haría tal cosa? Yo tenía veinte años y unos hombres de treinta y cinco cantaban mis proezas. Las cuestiones de poca monta como el dinero deberían quedar por debajo de un héroe. Pero el labrador beocio predominaba sobre el héroe.
—No puedo permitirme un barco propio —solté allí mismo.
Pelagio se dio la vuelta, disimulando una sonrisa. Agios y Heráclides desviaron la vista a la arena.
Evidentemente, podía haberlo hecho mejor.
Epafrodito se encogió de hombros.
—Yo sí puedo —dijo.
Milcíades negó con la cabeza.
—No, es mío —dijo él.
Me miró, con la cabeza ligeramente inclinada. Creo que sabía para qué venía desde el momento en que me vio caminando con una lanza… y él me presentó como un héroe para elevar mi valor.
Yo me ruboricé. No me quedaba mucho rubor a los veinte años, pero entonces me ruboricé. Milcíades se echó a reír.
—¿Acaso tu ciudad va a hacerlo ciudadano? —le pregunto a Epafrodito, y mi amigo tuvo el buen sentido de negar con la cabeza—. ¿Vas a protegerlo del cabrón de Aristágoras, que lo quiere muerto?
Epafrodito levantó la vista, incrédulo.
—¡Oh, sí! Nuestro querido señor y comandante quiere ver la cabeza de este joven cachorro en la punta de una lanza. Corre el rumor… —dijo, se echó a reír y me miró—. Bueno, puedo mantener la boca cerrada. ¿No, chaval?
Epafrodito hizo un ruido como si estuviese estrangulando a alguien.
—¿Él, qué?
—Exactamente. En tanto que yo soy un tirano, puedo hacerlo ciudadano del Quersoneso en este instante. Y solo yo decido quién manda mis barcos. Y, francamente, Aristágoras no puede sobrevivir este verano sin mí —dijo, y se volvió de nuevo hacia mí—. Vamos. Echemos un vistazo a tu barco. Parece un pesado bastardo. ¿Uno de los fenicios que tomaste?
Yo asentí.
—De más calado y más ancho que un trirreme cretense —dije, y los seis nos dirigimos caminando a mi barco.
—¿Cómo se llama? —preguntó el gobernador Pelagio.
Yo me encogí de hombros.
—Cortatormentas
—dije yo, a modo de broma.
—Buen nombre —dijo Herc—. La gente le pone a los barcos los nombres más estúpidos: dioses y tritones.
Cortatormentas
es un nombre auténtico.
—Solo tengo media dotación —dije. Me volví hacia Epafrodito—. Y la mayoría de ellos son eolios. ¿Se quedarán conmigo?
Milcíades cortó la conversación.
—En realidad, no importa. Nunca me faltan remeros. Los tracios hacen cola ante mi empalizada para servir por un sueldo.
Mis hombres estaban formando dos filas en la arena. Lejtes y Paramanos tenían a los hombres formados y dispuestos, y presentaban un buen aspecto.
Heracleides estaba en el extremo derecho de la formación y se lo presenté a Heráclides, la versión eolia y la ateniense de un hijo de Heracles. Después, pasamos revista a la formación.
—Debió de ser una señora tormenta —dijo Milcíades—. Estos hombres parecen una tripulación.
Después se acercó y revisó el buque.
—Maderamen pesado —dijo—. Buena madera —añadió, asintiendo—. ¿Qué piensas?
Agios pasó una mano amable por los codastes, donde ascendían en un elegante arco sobre el piloto.
—Tirio. Construyen bien —dijo, y miró a Milcíades—. Es un buque pesado, lo que implica que lleve una dotación importante y veinte infantes de marina. Será lento, aun con una dotación completa de remeros, y brutalmente caro de mantenimiento.
Milcíades asintió. Dirigiéndose a mí, dijo:
—¿Tienes piloto?
Yo miré a Paramanos.
—No lo sé —dije—. No puedo hablar por el hombre que quiero.
—Es justo. Se trata de un buque pesado. Te lo compraré y te mantendré en el puesto de trierarca, o te pagaré un alquiler por él. Herc se encargará de los detalles —dijo, y sonrió maliciosamente—. Sobre todo, te quiero a ti. Ahora, vales cincuenta lanzas.
Le devolví la sonrisa.
—Lo creo, señor. Pero ¿lo creerá tu tesorero?
Herc regateaba como un campesino. Me iba la marcha… Yo
era
un campesino. Discutimos como verduleras y, finalmente, me di la vuelta y lo dejé en la playa. El no quería que yo fuese el propietario del barco. Decía que tenía menos de la mitad de una dotación de remeros y no tenía marineros de cubierta, infantes de marina ni piloto.
Así que seguí la pista de Paramanos hasta una taberna, es decir, hasta una manta a modo de toldo sobre un par de bastos taburetes, con una enorme ánfora de buen vino quiano que estaba enterrada en la arena. El tabernero cobraba por cucharones. El vino era bueno.
—Tienes mujer e hijos —le dije, después de pedirle permiso para sentarme.
Él bebió un trago de vino.
—Tengo dos hijas. Mi mujer murió al dar a luz a la segunda. Viven con mi cuñada.
Asentí.
—¿Qué tendría que hacer para convencerte de que te enroles como mi piloto? —pregunté.
Puso una moneda de cobre por otra copa de vino.
—Cómprame —dijo él—. Y pido bastante.
Me eché a reír.
—Un octavo —dije—. Esa es mi primera y última oferta.
Él levantó ambas cejas.
—¿Conoces a Milcíades de Atenas? —pregunté.
El asintió.
—El Rey Pirata —dijo.
Yo asentí.
—Exactamente. Quiere que me ponga a su servicio. Me imagino que algún día dejará de ordeñar las flotas comerciales por dinero y regresará a Atenas y se convertirá en el tirano de allí —expliqué. Veía que se abría ante mí una nueva y espectacular visión, una visión en la que yo era un noble, armador, la clase de hombre que podría casarse con Briseida—. Pero tengo pensado pasar un año o dos haciendo dinero. Te daré un octavo de lo que saquemos, en plata, si me prestas servicio durante un año entero.
Bebió otro trago de vino.
—Dime quién se lleva los otros octavos —me dijo.
—Uno para mí, uno para ti, uno para conservar el barco —dije—. Uno para los otros oficiales, tres divididos entre todos los demás hombres. Uno de reserva.,, para una crisis. Si no hay crisis, al cabo de un año, lo compartiremos, por octavas partes.
Se estiró.
—Soy comerciante —dijo—, no pirata.
—Cincuenta lechuzas de plata —dije. Era de mi propio peculio, pero tenía dinero procedente de Milcíades. Dejé que la bolsa sonara sobre la mesa.
—Cincuenta lechuzas de plata de prima —respondió, y puso la mano sobre la bolsa, pero no la cogió.
¿Quién quiere a un piloto que no tenga un elevado concepto de sí mismo? Tuve que sonreír, porque tres años antes yo era un esclavo sin blanca en Efeso. Cincuenta lechuzas de plata era un precio elevado… pero yo lo había visto en la tormenta. Sin embargo, seguía habiendo algo en él que me hacía desconfiar. Era mayor, tenía más experiencia…; creo que di por supuesto que ese era el problema. Y él me temía sin respetarme: ese era otro problema.
Pero era el mismo hijo de Poseidón.