Authors: Christian Cameron
—Hecho —dije, y levanté la mano de la bolsa.
El la hizo desaparecer.
—Debería haber pedido más —dijo. Se inclinó hacia delante—. ¿Conoces a los dos hombres que te están siguiendo?
Me volví hacia Herc con el nubio a mi espalda y lo encontré en otra taberna. Estaba disfrutando de un masaje mientras bebía. Dejé que interrogara a Paramanos y quedó satisfecho.
—¿Te encontraste con un navegante bien entrenado por los fenicios por casualidad? —preguntó—. Los dioses te aman.
—Los hombres que reparten los botines solo lo veían como un negro —dije yo.
—Peor para ellos. Así que tienes piloto. Y crees que eso supone una gran diferencia… que ahora te contrataré —dijo. Levantó la cabeza y el hombre que le masajeaba la espalda le dio una buena palmada.
Hubiese soltado una carcajada, pero había una cara conocida observándome desde una esquina del puesto: era Kylix, el muchacho esclavo, treinta centímetros más alto y cuatro dedos más ancho. Ya no parecía un chico; estaba justo en el límite entre adolescente y hombre.
Sonrió. Mi ascenso de esclavo a hombre libre y de ahí a héroe no había supuesto un gran cambio para Kylix; para él, siempre fui un héroe.
—Un mensaje —me dijo, y me puso en la mano un trozo de piel de animal—. Y al oído —añadió, y me incliné hacia él.
—Ese barco tuyo es tan pesado que me pregunto si podrá atravesar el Bosforo —decía Agios, sin darse cuenta de que estaba escuchando a Kylix.
—Un amigo quiere ver que
eres
un señor —dijo Kylix, entregándome una bolsa de cuero. Sonaba. Mi sorpresa debió de reflejarse en mi cara; a los esclavos les encanta sorprender a los amos—. Es un regalo, señor.
—¿Cómo estás, Kylix? —le pregunté.
El se encogió de hombros.
—¿Yo? Yo soy un esclavo —respondió, y se echó a reír, pero era una risa forzada—. Quizá yo también me convierta en un señor de la mar.
—Dile a Arqui que te compraré —le dije.
—Ya me gustaría que pudieras —dijo. Miró alrededor—. Te odia.
Asentí.
—Ya lo sé.
Estreché la mano de Kylix. El frunció el ceño y después me miró a los ojos.
—Aristágoras ha pagado a unos hombres para que te maten —dijo—. Como Diomedes en casa —añadió, y miró a Paramanos; de alguna manera, me dio la sensación de que lo estaba acusando. Después se marchó.
Herc le lanzó una mirada lasciva.
—¿Amigo tuyo? Guapo muchacho.
—Es esclavo de otra persona —dije.
—Claro —dijo Herc, echándose a reír, e hizo un gesto basto—. Aprendiste una o dos cosas de los cretenses, ¿eh?
Hice una mueca y miré dentro de la bolsa de cuero. Guardaba oro… un montón de daricos de oro. Daricos de oro nuevos.
Tenía en la mano una pequeña fortuna. Y, como de costumbre, mis pensamientos se reflejaron en mi cara.
—¿Buena suerte? ¿Acaso la muerte de un pariente rico, pero no muy querido? —preguntó Herc.
Agios miró la bolsa por encima de mi hombro.
—¿El esclavo te ha dado sus ahorros de toda la vida?
No podía imaginarme por qué Arqui, que me rechazaba en público, acababa de enviarme tanto dinero. Con Efeso en manos de los medos, su propia fortuna tenía que haberse resentido, o eso creía yo.
Levanté una ceja, sin embargo. ¡Oh, cómo le gusta al antiguo esclavo jugar al gran hombre!
—No creo que tenga que alquilar mi barco, después de todo —dije.
—¿De verdad? —preguntó Herc—. ¿Tu amigo te ha enviado dinero para los remeros también?
¡Qué rápido explota la burbuja!
—Pero, como tienes fondos, creo que puedo confiar en que conseguirás remeros. No juegues alto y fuerte conmigo, chaval… Te conocí cuando eras un esclavo como aquel. No estoy seguro de que me guste tu piloto entrenado por los fenicios y no estoy seguro de que estés preparado para mandar un barco. ¿Acaba eso con nuestra amistad?
Eso estaba muy lejos de todo lo que había oído aquella tarde y se parecía mucho más a una conversación sin rodeos.
—¿Pero? —pregunté.
—Pero yo te contrato para Milcíades, al precio habitual: doscientos óbolos diarios. Eso es todo —dijo, con una sonrisita de suficiencia—. Tienes que completar tu rol de remeros.
—¿Y cincuenta diarios para mí? —pregunté—. ¿Doy por supuesto que el tripulante normal gana una dracma al día?
Fue Agios quien intervino, no Herc. Frunció el ceño.
—Yo no estoy de acuerdo con esa locura. Tú te cobras de los doscientos diarios.
Ahora me tocaba a mí fruncir el ceño.
—Eso es para los aristócratas, amigo mío. Ellos pueden dejárselo todo a sus hombres y quedarse solo con el beneficio político —dije, y me encogí de hombros—. Buscaré otra oferta. Epafrodito mencionó…
—Tiene suerte de conservar el mando de su barco. Entre los eolios hay montones de tiranicidas —dijo. Sonrió—. Es bueno ser el oficial de un aristócrata ateniense… consigues tener un píe en ambos campamentos —añadió, y miró a su alrededor como si temiera una interrupción—. Doscientos óbolos y cinco dracmas al día para ti.
—Dos y cuarenta —dije yo—. En realidad, no puedo prestar servicio por menos.
—¿Qué hicieron los cretenses contigo, muchacho? —preguntó—. Solías ser un cacho de pan. Dos y diez, y ya está.
—Dos y quince —dije yo, y ofrecí la mano.
Herc la cogió.
—Muy bien. Pero voy a cobrarte la paga de dos días para librarte de los dos imbéciles a los que han pagado para matarte. Te esperan fuera.
Quince dracmas diarias era más de lo que había ganado con los cretenses; no mucho más, porque los cretenses me habían dado pensión completa y alimentos y ropa, buena ropa, también. Pero pensar en unos hombres que me esperaran para matarme me daba más miedo que hacerlo en pasar el verano combatiendo cara a cara con otros hombres. Cuantos más hombres matas, más fácil sabes que es… y sabes que más fácil será que algún hijo de puta te mate.
Pero iba a mandar un barco con Milcíades y, para mí, eso era suficiente.
—Hecho —dije. Escupí y estrechamos las manos. Después, lo dejé con su masaje y llevé mi bolsa de oro al
Cortatormentas
.
No pude ver a los dos hombres. Pero, por la tarde, vi dos cabezas en sendas lanzas al lado del barco de Milcíades. Había un tablón entre las lanzas que decía: «Ladrones».
Herc me los señaló como si aún no los hubiese visto.
—Nos lo debes —dijo.
De alguna manera, aquellas palabras me hicieron sentir que mi suerte estaba echada.
Paramanos estaba reclutando a gente en la misma playa. No tenía vergüenza: preguntaba a cada remero de buen ver que pasara por la playa si quería aumentar su paga. Doblemente sinvergüenza: estaba gastando mi dinero. Pero ya había enrolado a un montón de eolios más.
Cuando llegué adonde estaba él, estaba hablando con un hombre grande que estaba de espaldas a mí, pero conocí su voz. Lo cogí rápidamente por el brazo y le di un apretón; después, él me estrujó, vaciándome los pulmones de aire.
—¡Estéfano! —dije. En efecto, no podía olvidar al gran quiano—. ¿Por qué no estás en casa?
La mayor parte del contingente quiano se había marchado a recoger sus cosechas.
El se encogió de hombros.
—No quiero volver a ser un simple pescador —dijo—. Soy infante de marina con el gobernador Pelagio.
Estaba orgulloso. Llevaba un fino coselete de lino acolchado, que debía de proceder de Chipre, y un bello casco cretense.
—Bueno, no hables demasiado con este nubio o acabarás de remero en mí barco —dije y el asintio.
—El gobernador Pelagio zarpa hacia casa mañana —dijo—. Sería para mí un honor servir. Como infante de marina. No como remero.
—¿Y tus hermanos? —pregunté. Dos de ellos habían estado de remeros—. ¿Y los demás quianos?
Al final, vinieron seis, cinco remeros y Estéfano. Así que fui a ver al gobernador Pelagio, porque así hacen las cosas los cretenses. Le sorprendió, pero le encantó, que fuese a pedirle permiso.
—Todos ellos son hombres libres —me dijo—. No puedo retenerlos —añadió, asintiendo—. Cuando te ovacionen como el nuevo Aquiles, joven, ¿puedo presumir de que fui quien te dio tu primer premio?
Pensé fugazmente en su nieto, Clístenes, Forcé una sonrisa.
—Sí, señor.
Quizá también él pensara en su nieto. Asintió bruscamente.
—Cuida mucho a Estéfano —me dijo—. Es un buen hombre.
El enrolamiento de Estéfano me pareció que lo cambiaba todo. Lo hice mi capitán de infantería de marina, cargo que podría haber recaído en otro hombre, pero también se había hablado mucho de él entre los jonios, y estábamos los dos juntos en un barco. ¡Cuántas veces he bendecido al Señor Apolo y el día de las competiciones en Quíos!
Estéfano y Heracleides congeniaron desde el primer momento, y la dotación se acostumbró a tener un aire decididamente eolio. Paramanos reclutó a gente de todo tipo, sin preocuparse por la raza: dorios y jonios juntos, eolios, continentales y asiáticos. Pero el núcleo fundamental era eolio, y su acento cadencioso y su ceceo podían oírse con claridad en nuestro campamento y en cada pasarela del barco.
Me olvidé de la nota que me había dado Kylix hasta el día siguiente, tal fue el efecto del oro y, cuando la leí, me sorprendió mucho ver que me pedía que acudiese a una playa que estaba a la vuelta de un promontorio, a un encuentro cuya hora ya había pasado. Miré con detenimiento la escritura, pero no me pareció conocida… En realidad, la tinta había dejado una escasa huella en la piel de venado y resultaba bastante difícil leerla. La dejé a un lado, decidido a hablar de ella con Kylix la próxima vez que lo viese, y mi corazón se disparó al pensar que Arqui quisiera verme.
También sentí miedo: ¿qué pasaría si Arqui hubiese dado el primer paso hacia una reconciliación y creyera que lo había rechazado?
Pero mi primer mando me absorbía todo el tiempo. Yo estaba por todas partes, viendo la parte inferior del barco, vigilando que Paramanos entrenara a los remeros, escogiendo a los oficiales y disponiendo las cosas para que los cretenses regresaran a casa. Sangré mi reserva de daricos de oro como en un sacrificio se derrama sangre, comprando mejores jarcias, pagando sueldos y adquiriendo un par de esclavos de los que Paramanos dijo que eran remeros entrenados baratos. Resultaron una ganga: negocié con ellos su libertad por un año de ejercicio de remeros sin sueldo, un trato bueno para ambas partes, pero aún tuve que pagarles oro como anticipo.
A los cretenses les compré un barco de pesca, un buen casco con una buena vela. Paramanos me estaba enseñando a navegar en barcos pequeños, un placer en sí mismo y una forma maravillosa de llegar a entender la mar y, gracias a él, en una semana había llegado a amar los relucientes sedales de las embarcaciones locales de pesca. Todos los cretenses sentían lo mismo y se peleaban porque todos querían quedarse con el barco cuando llegasen a su isla.
—Es para Troas y su hija —dije.
Entonces, Lejtes se me acercó y me pidió ir con ellos.
—Volveré, señor —me dijo—, pero mi parte de los botines me pagará mi novia.
Era italiota, un hombre de la encantadora costa del sur de Italia.
—¿Te establecerás en Creta? —le pregunté.
—Después de hacer fortuna contigo, le compraré a mi madre una casa —respondió.
Era uno de mis mejores hombres, pero ¿qué clase de señor puede interponerse entre sus hombres y la felicidad? Lo dejé marchar. Sabía que, si él iba en el barco, los demás hombres tendrían más oportunidades de llegar a casa sanos y salvos. Le di mi segundo mejor casco, una nueva coraza de bronce y una fina capa roja con una tira blanca, de manera que la gente supiera que era un hombre importante. Idomeneo me sorprendió al darle un elegante broche de plata con granates engastados en los remaches.
—Para la chica —dijo.
Así, los cretenses se hicieron a la mar con muchos saludos y muchas miradas atrás, y Herc se rio al verlos partir. Ahora, Paramanos y él eran prácticamente inseparables, jugando a
polis
a la sombra de los árboles del extremo de la playa, cazando cabras salvajes siempre que podían o navegando en uno de los barcos de pesca del lugar por deporte.
Paramanos sacudió la cabeza.
—La calidad de nuestra tripulación se ha multiplicado por tres.
Para ser sincero, cariño, aquellos fueron días felices. Y, como de costumbre, no puedo recordar exactamente qué ocurrió y cuándo… hace muchos años que pasó el verano dorado de mi vida. Pero me parece que primero se marcharon los cretenses, y después recibí el mensaje de que el fenicio estaba esperando en Metimna. Me lo dijo Epafrodito; su pueblo tenía allí la ciudadela.
Y eso me salvó la vida.
Me llevé a Paramanos y su barco de pesca, con Heracleides y Estéfano para que me ayudaran a vigilar a los prisioneros fenicios. Nosotros cuatro nos bastábamos para faenar con el barco e hicimos de ello una fiesta; trescientos estadios en un pesquero y empezaba a «aprender los cabos», como dicen los pescadores. Creía que sabía navegar y que conocía la mar hasta que me encontré con Paramanos. El me enseñó que ni siquiera sabía cuánto tenía que aprender, y soy muy afortunado porque la lección no les costase la vida a muchos hombres.
En todo caso, tuvimos un tiempo magnífico. Incluso parecía que los tres fenicios estaban disfrutando del viaje; al menos, se reían con nuestros chistes y comían a gusto nuestra comida.
Estábamos a principios del otoño y podría habernos llovido, pero no fue así y rodeamos el largo cabo de las islas, dejando a mano izquierda el monte Lepetimno y, antes de que saliese la luna al tercer día, teníamos a proa el puerto de Metimna. Lo conocía de mis visitas como esclavo y cuando fui por primera vez como hombre libre navegando con Arqui. Y recordé que él tenía una casa allí, y un factor.
Varamos junto a los barcos de pesca, inmediatamente debajo de las murallas de la ciudad, donde una barra de rocas crea el puerto natural del mismo Poseidón. Había un trirreme mercante fenicio en la profunda playa al sur de la ciudadela. Caminé hasta el puesto de guardia, expliqué lo que allí me traía al capitán de la guardia y recibí su respetuoso saludo. Conocía mi nombre. Eso me halagó, y el cumplido me puso de buen humor, por lo que, cuando volví hasta mi tripulación, pensé en hacerles un favor a los fenicios.
—¿Algún punto de encuentro? —pregunté.
Paramanos se encogió de hombros.
—Supongo que a estos caballeros les gustaría ser libres —dijo.