Por un puñado de hechizos (39 page)

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Jenks me miró, y yo bufé.

—Tráelo —respondió Jenks—. Marshal querrá que se lo devolvamos, aunque creo que será mejor que nos lo quedemos hasta que todo se despeje un poco.

—¿Marshal? —preguntó Ivy.

Con una sonrisa, Jenks volvió a extender la lona en el espacio limitado de la cubierta y trasladó el equipo encima.

—Un chico de la ciudad con el que Rachel flirteó hasta que nos dejó que le alquilásemos el equipo. Un buen tipo. Rachel y él quedarán cuando todo esto se haya acabado.

Yo gemí, y Jenks soltó una carcajada. Ivy no parecía divertida, y se apartó de la silla del capitán. No dijo nada más y evitó mi mirada mientras ayudaba a colocar el resto del equipo en el espacio que quedaba en la lona. Entre su fuerza de vampiro y la resistencia de los pixies, alzaron la lona cargada con el equipo de buceo y la depositaron en el muelle, a mi lado, sin que los curiosos supiesen qué había dentro.

Yo me senté en el muelle y me quedé observándoles; Jenks e Ivy borraron todas las huellas digitales de la lancha, con la excusa de estar limpiándola a medida que avanzaban, colocaban las lonas impermeables, de proa a popa, y eliminaban cualquier rastro que pudiera servir de prueba de que habíamos estado allí. Jenks fue el último en salir de la lancha, con un movimiento tan grácil que los ojos de Ivy se abrieron como platos.

—Veo que conservas las piernas de tu especie —murmuró, y agarró uno de los extremos de la lona. Jenks sonrió y como si aquella lona cargada no pesase más que una nevera de playa, los dos la llevaron hasta la furgoneta. Yo les seguí, hosca, y de mal humor. Llevaba despierta casi veinticuatro horas, estaba cansada y hambrienta. Si alguno de ellos intentaba colocarme un collar y una correa, me lo cargaría.

Jenks aceleró el paso después de llegar al aparcamiento de gravilla. Estaba de buen humor, a pesar de no haber podido dormir su habitual siesta.

—¿Cómo sabías que apareceríamos aquí? —le preguntó a Ivy mientras soltaba su extremo de la carga y hacía correr la puerta lateral de la furgoneta con un sonido rasgado.

—¡Papá! —chilló Jax, que empezó a volar en círculos a nuestro alrededor—. ¿Cómo ha ido? ¿Dónde está Nick? ¿Le has visto? ¿Está muerto? ¡
Uau
! ¡La señorita Morgan es una loba!

—Ah —empezó Jenks—, le hemos rescatado. Está en la ducha. Apesta. Salté a la furgoneta, pero me detuve cuando vi que
Rex
me lanzaba una mirada, se convertía en una bola de pelo naranja y desaparecía como el rayo, empujada por el sentido común a esconderse bajo los asientos delanteros.
Pobre gatita. Se cree que la voy a devorar
.

—¡Eh, señorita Morgan! —me llamó el diminuto pixie, que aterrizó en mi cabeza hasta que yo empecé a menear las orejas—. Nick va a enfadarse. Espérese a ver lo que ha traído Ivy.

Jenks frunció el ceño.

—Hijo, llámala señorita Tamwood —le reprendió, mientras descargaba la lona en la furgoneta.

Jax revoloteó en el interior del vehículo, examinando los objetos que habíamos colocado sin orden ni concierto. Descendió hasta el suelo y con una voz aguda intentó convencer a
Rex
de que saliese; se usaba a sí mismo como cebo. Me senté bajo el sol y les observé, un poco preocupada de que nadie le detuviese. Quería un par de pantalones y una camiseta, para poder transformarme, pero tenía tanta necesidad de hacerlo que supuse que podría hacerlo en la furgoneta, tras una cortina. Jax había convertido sus esfuerzos por atraer a
Rex
en una serie de chasquidos y silbidos, y estaba haciendo que me doliese la cabeza.

Ivy abrió la puerta del conductor y entró; la dejó abierta para que la brisa fresca de la tarde juguetease con las puntas de su cabello.

—¿Quieres llevara Nick a Canadá antes de volver a casa o prefieres dejarlo en libertad?

Intenté poner cara de ofendida, pero como era todavía una loba, seguramente parecía que estuviese a punto de cazar un pájaro. Las cosas ya no eran tan sencillas, y tendría que cambiar antes de poder explicarlo. La furgoneta olía a bruja, a pixie ya Ivy, y no quería entrar hasta que no fuese necesario. Podía ver mi maletín, pero abrirlo era algo completamente distinto.

Jenks entró en la furgoneta e intentó agarrara Jax pero no lo logró. Farfullando algo, empezó a ordenar todas las cosas para que pudiésemos caber todos, mientras vigilaba de cerca a su hijo.

—¿Qué pasa, Rachel? —preguntó preocupada Ivy, mirándome a través del retrovisor—. No pareces muy contenta, a pesar de acabar de concluir una misión… y una que llevaba un beneficio extra.

Jenks dejó caer mi maletín sobre una caja y lo abrió.

—Ha sido genial —respondió él, con cara ansiosa mientras rebuscaba entre mis cosas—. Y hemos ido sobre la marcha, la mejor forma de trabajar de Rachel.

—Odio cuando haces eso —comentó Ivy, pero me sentía mejor sabiendo que Jenks, al menos, tenía en cuenta que yo no tenía manos.

—Nos capturaron, pero Rachel se las ingenió para luchar contra su alfa por Nick. —Jenks alzó un par de braguitas mías, para que todo el mundo pudiese ver lo que hacía—. Nunca había visto un hombre lobo moverse a tanta velocidad. Fue increíble, Ivy. Casi tan rápido como la magia de Rachel.

Sentí que la preocupación crecía en mi interior, recordando la forma tan salvaje de comportarse cuando estaban unidos bajo una misma causa, bajo un mismo hombre lobo. Todavía me ponía de los nervios. Ivy se quedó quieta, y de pronto se dio la vuelta en el asiento para mirar a Jenks. Mi cola se movió, como pidiendo disculpas, y su ceño mostró una pequeña arruga.

—¿Para luchar?

Jenks asintió, dudando entre la camiseta de manga larga o el cortísimo top.

—Si ella vencía al alfa, nos daban a Nick. No vi toda la pelea porque tuve que ir a buscar a cerebro de mierda, pero el sonido de la pelea atrajo a una verdadera manada de lobos. La alfa con la que Rachel luchaba escapó, lo que significa que Rachel ganó. —Respiré aliviada cuando guardó el top—. No fue culpa suya que la alfa acabase devorada por los lobos reales.

Ivy respiró profundamente, pensativa. Crucé mi mirada con la suya, consciente de que había descubierto cuál era el verdadero problema, y parpadeé. Una descarga de adrenalina me recorrió.

—¿Saben quién eres? —preguntó Ivy, y su mirada siguió a la mía hasta la isla que teníamos detrás.

Al apreciar la preocupación en su voz, Jenks se irguió hasta que su cabeza casi tocó el techo.

—Maldición. No podemos volver a casa. Nos seguirán allí, aunque no tengamos a Nick. ¡Me cago en Disneylandia! ¿Dónde está cerebro de mierda? Jax, ¿qué diablos robasteis? ¿Cómo vamos a convencer a cuatro manadas de que no lo tenemos o de que Nick no nos ha dicho dónde está?

Jax había desaparecido. Le había visto huir de la furgoneta tres latidos antes de que su padre usase el nombre de Disney en vano. Enfadado, Jenks se apeó de un salto del coche y se dirigió hacia las duchas, con grandes aspavientos y con la cara roja.

—¡Eh! ¡Cerebro de mierda! —gritó.

Yo me levanté, me estiré y salté tras Jenks. Este se detuvo cuando yo me coloqué ante él y me incliné sobre sus piernas, para hacerle comprender que tenía razón, pero que encontraríamos una manera de solucionar este nuevo problema. Jenks me miró, con los hombros tensos.

—Seré amable —me prometió, con la mandíbula apretada—. Pero nos vamos, y nos vamos ya. Tenemos que escondernos bajo las hojas y con suerte las arañas empezarán a tejer sus telas encima de nosotros antes de que empiecen a buscarnos.

No estaba segura de qué pintaban las arañas en todo aquello, pero volvía la furgoneta mientras él golpeaba la puerta de la ducha. Ivy había puesto ya en marcha el motor, y cuando salté al asiento del copiloto, ella se inclinó sobre mí para abrir un poco la ventanilla. El olor a incienso me cubrió, familiar, cargado de unas fragancias que solo había apreciado en mi subconsciente. Agradable. El golpe de una puerta de metal cerrándose llamó mi atención. Jenks entró en la furgoneta, visiblemente preocupado. Tras él venía Nick, con la barba afeitada y el pelo goteando, vestido con su camiseta gris. Se movía mejor, llevaba la cabeza elevada y miraba a su alrededor. Tenía razón: los zapatos eran demasiado pequeños. Seguía descalzo, y las zapatillas colgaban de dos dedos.

—Eres demasiado buena para él, Rachel —me dijo Ivy en voz baja—. Tendrías que estar furiosa, pero no lo estás. Es un mentiroso, un ladrón, y te ha hecho daño. Por favor —susurró—, piensa en lo que estás haciendo.

No te preocupes por mí
, pensé, soportando la humillación de que los movimientos de mi cola se tradujesen en la idea de que no dejaría que Nick volviese a mi vida. Pero con el recuerdo de su cuerpo destrozado y de su voluntad de permanecer en silencio a pesar de las drogas y el dolor, me costaba mucho poder estar enfadada con él.

18.

—Por Dios —susurré, sentándome en la parte trasera de la furgoneta y echando una mirada rápida a mis piernas, horrorizada. Estaban peludas… Pero no era pelo de lobo, sino pelos de los de «hace seis meses que no me he depilado». Completamente asqueada, lancé una mirada a mi axila y la aparté enseguida. Era terrible.

—¿Estás bien, Rachel? —me llegó la voz de Ivy desde la parte delantera de la furgoneta en movimiento, mientras yo me colocaba la camiseta negra de manga larga y me cubría completamente, aunque hubiese una gruesa cortina que me separaba del resto del mundo, que pasaba a mi alrededor a unos incómodos cincuenta kilómetros por hora salpicados de acelerones y frenazos.

—Estoy bien —respondí, acabando de colocarme la camiseta y preguntándome por qué mis uñas, aunque eran de la longitud correcta, habían perdido la capa de laca. Mi melena roja era más larga, y caía más allá de mis hombros, donde acababa antes, desde que Al me lo cortase el invierno pasado. Me temía que el tema de todo el vello adicional se debía un tanto a Ceri: ella era la que había modificado la maldición para que pudiese volver a cambiar, y en las Edades Oscuras no se depilaban.

Estaba agradecida de que Jenks, Jax y
Rex
estuviesen en el Corvette de Kisten, detrás de nosotros. Tener que vestirme en la parte trasera de una furgoneta ya era lo bastante complicado para tener que hacerlo con pixies revoloteando alrededor. Ya lo había hecho en una ocasión y no quería tener que repetirlo.

Estremeciéndome al volver a ver el vello rojo de mis piernas, saqué un par de calcetines, aunque deseaba tener uno de esos pijamas de cuerpo entero, pies incluidos. Alcé la cara para no verlo mientras pensaba que aquello cambiaría por completo cuando contase con diez minutos para mí misma en un baño, y con la compañía de un bote de cera. No comprendía por qué Jenks había crecido tan suave como el culito de un bebé. Tal vez los pixies solo tenían pelo en la cabeza.

Me coloqué los pantalones vaqueros, y me puse nerviosa cuando el sonido de la cremallera al cerrarse llenó el silencio de la furgoneta. Con una mueca, aparté a un lado la cortina y me atusé el pelo. Ante mí se alzaba el puente, que ocupaba casi toda mi línea de visión. El tráfico seguía deteniéndose y volviéndose a poner en marcha, sobre todo en aquellos momentos, ya que la carretera de acceso se había visto disminuida a un solo carril debido a las obras. Nick tenía su camión al otro lado de los estrechos, en St. Ignace; allí nos dirigíamos.

—Hola —saludé, mientras me arrodillaba en una zona libre, para poder ver a través del parabrisas—. He vuelto.

Ivy me miró a través del retrovisor; su mirada se quedó clavada en mis rizos rojos, largos. Nick dejó de rebuscar en la guantera algo de dinero suelto para el peaje del puente, y me sonrió, aunque sus manos largas de pianista mostraban un cierto temblor. Cuando hubo encontrado la cantidad exacta de dinero, volvió a reclinarse sobre el asiento y se apartó el pelo húmedo de la frente.

La ducha le había sentado bien. Después de una semana de privaciones, su físico ya de por sí delgado estaba ahora demacrado, y sus mejillas recién afeitadas parecían vacías, su nuez era todavía más prominente. Aquel chasis delgado que le había conferido un aspecto de erudito, ahora le hacía parecer solo escuálido. La sudadera gris le colgaba por todas partes; me preguntaba cuándo había sido la última vez que había comido adecuadamente.

Sus ojos azules habían recobrado su lustre de inteligencia gracias a la ducha, las barritas energéticas y la distancia; aquello le permitía encajar todo lo que había tenido que soportar. Estaba a salvo… por el momento.

Mi mente volvió al instante en que le había visto apoyado contra el edificio de cemento marrón, en el que le había visto convertido en un hombre roto, sollozante, que apretaba el gatillo.

Ivy carraspeó y yo la miré a través del cristal rectangular; respondía su mirada acusatoria encogiéndome de hombros. Ella era consciente de lo que estaba pensando.

—¡Cuidado con ese coche! —exclamé, y ella devolvió la atención a la carretera. Yo ya buscaba un lugar al que agarrarme cuando pisó los frenos a fondo, esquivando por muy poco el Toyota que teníamos enfrente. La inercia me lanzó hacia delante.

Nick se había agarrado al salpicadero, y aunque tenía una mirada preocupada, no dijo nada. Ivy le dedicó una sonrisa al conductor furioso del coche con el que casi habíamos chocado para mostrarle sus colmillos afilados, con lo que el conductor se sentiría contento de que no nos detuviésemos para comprobar si todo el mundo se encontraba bien.

Mientras nos deteníamos en un semáforo, busqué unos amuletos en mi bolso. Nick sentía dolor, y no había ninguna necesidad de que las cosas siguieran de aquel modo. Sí, estaba enfadada con él, pero que sintiese dolor no ayudaría a nadie.

Sentí la suavidad de dos amuletos contra el dolor en mi mano, y dejé caer uno. Cuando me había convertido en persona había dejado de sentir dolor. Mi espalda magullada y mi pata desgarrada habían aparecido completamente curadas. Busqué un lápiz de punción digital en el interior del bolso; enseguida olvidé el dolor del pinchazo, y dejé caer tres gotas. El olor a secoya se alzó en el aire, y la sangre empapó el amuleto.

—¿Rachel? —me llamó Ivy con un tono de voz intenso, y yo me llevé el dedo a la boca.

—¿Qué?

—No importa —respondió tras un breve intervalo de silencio.

Bajó la ventanilla, y con el frío aire del lago jugueteando con mi pelo, decidí quedarme en la misma postura un rato más. Era una buena idea llevarla enseguida de vuelta a casa. Los vampiros son seres hogareños… con un estilo de vida elevado, dispuestos a salir de fiesta hasta la muerte, del rollo «No me mires así o te mato», pero hogareños al fin y al cabo. Y por razones obvias. Todavía no sabía qué hacía allí Ivy. Me preocupaba saber cómo manejaría su hambre sin la red de gente que había dejado en Cincinnati. Tal vez, lejos de la influencia de Piscary, sería más sencillo. Dios, eso esperaba.

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