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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (18 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Kisten me miró, mientras me acariciaba el pelo.

—Ahora se gusta. Tienes razón al decir que no lo echará todo a perder solo porque tú no estés aquí. Pero… —s u mirada volvió a perderse en la distancia—, pero es que fue algo muy malo, Rachel. Y mejoró. Cuando te conoció, encontró un núcleo de fuerza que Piscary no había logrado retorcer. No quiero que ese núcleo se destruya.

Yo estaba tiritando en mi interior, y de algún modo mis manos encontraron las suyas.

—Volveré.

Él asintió, mirando mis dedos entrelazados con los suyos.

—Lo sé.

Sentí la necesidad de ponerme en marcha. No me importaba si surgía de la urgencia de escapar de lo que me acababan de contar. Mis ojos se posaron en las llaves.

—Gracias por prestarme la furgoneta.

—No es nada —respondió él, obligándose a sonreír, aunque sus ojos seguían preocupados, terriblemente preocupados—. Pero cuando me la devuelvas, acuérdate de llenar el depósito. —Se inclinó hacia delante y yo me apoyé en él, respirando su aroma por última vez. Alcé la cabeza y nuestros labios se encontraron, pero nos dimos un beso vacío: mis preocupaciones eliminaban cualquier tipo de pasión.
Esto es por Jenks, no por Nick. No le debo nada a Nick
.

—Te he guardado una cosa en la maleta, para ti —me informó Kisten, y me separé de él.

—¿Qué es? —le interrogué, pero no quiso contestarme. Tan solo me sonrió mientras reculaba sin muchas ganas un par de pasos. Su mano descendió por mi brazo y se separó de él.

—Adiós, Kist —susurré—. Solo serán unos días.

—Hasta la vista, cariño —se despidió él, asintiendo—. Cuídate mucho.

—Tú también.

Se volvió y regresó al interior de la iglesia. Los pasos de sus pies descalzos no levantaron ningún ruido. La puerta se cerró con un crujido; ya no estaba allí.

Sintiéndome un tanto entumecida, me di la vuelta y abrí la puerta del piloto. Los hijos de Jenks salieron volando por la ventanilla abierta y yo me senté, dando un fuerte golpe a la puerta para cerrarla. Deslicé el ordenador y el bolso bajo el asiento, y coloqué la llave en el contacto. El enorme motor se puso en marcha y empezó a emitir un ronroneo suave y constante. En aquel momento le eché un vistazo a Jenks, todavía sorprendida de tenerlo allí, sentado a mi lado, vestido con la ropa de Kisten y con aquel pelo asombrosamente amarillo.
Todo esto es muy extraño
.

Se había abrochado ya el cinturón de seguridad y sus manos ya no estaban toqueteando el retrovisor.

—Pareces pequeña —dijo por fin, con una mirada a la vez traviesa e inocente. Esbocé una débil sonrisa, metí la marcha y bajamos calle abajo.

8.

—Por el amor de Campanilla —farfulló Jenks, metiéndose otro Cheeto en la boca. Lo masticó meticulosamente y lo engulló antes de añadir—: Su pelo parece un diente de león. ¿Se lo habrá dicho alguien? Tiene bastante pelo para tejer una falda.

Mi mirada estaba fijada en el vehículo que tenía delante, que avanzaba a unos irritantes noventa kilómetros por hora por la carretera de dos carriles. La mujer en cuestión tenía el pelo blanco más encrespado que el mío. Jenks tenía razón.

—Jenks —le dije—, estás llenando la furgoneta de Kisten de migas.

Casi no pude oír el crujido del plástico de la bolsa por encima de la música, una música muy alegre que no encajaba para nada con mi estado de ánimo.

—Lo siento —se disculpó, enrollando la parte superior de la bolsa y dejándola en los asientos traseros. Se lamió los restos anaranjados de los dedos y empezó a revolver entre los CD de Kisten. Otra vez. Después empezaría a juguetear con el cierre de la guantera o se pasaría cinco minutos ajustando la ventanilla a la altura correcta o revolvería su cinturón de seguridad o cualquier otra de la docena de actividades que había estado haciendo desde que se había sentado en la furgoneta mientras soltaba comentarios en un tono de voz bajo que creía que yo no captaba. Había sido un día muy largo.

Suspiré y cogí con firmeza el volante. Habíamos recorrido unos doscientos cincuenta kilómetros por la carretera interestatal, y había decidido seguir por la carretera de dos carriles en lugar de virar por la que nos llevaría a Mackinaw. Había pinares a ambos lados de la carretera, lo que hacía que solo viésemos el sol en algún breve destello. Se estaba acercando al horizonte, y el viento que entraba por mi ventanilla estaba helado, y arrastraba el aroma de la tierra, de las cosas en crecimiento. Me calmaba, a diferencia de la música.

El símbolo de los bosques nacionales me llamó la atención, y frené suavemente. Tenía que salir de detrás de aquella mujer. Y si volvía a escuchar esa canción, haría que Jenks se tragase el disco de Daddy's T-Bird. Aunque podía ser peor, y Don «Tengo la vejiga más pequeña que una castaña» podía necesitar volver a ir al baño. Este era el motivo de que fuésemos por carreteras secundarias en lugar de coger la autopista, mucho más rápida. Jenks se ponía muy nervioso si no podía mear cuando quería.

Alzó la mirada después de haber estado rebuscando en la guantera mientras yo frenaba para cruzar un puente de madera colocado sobre un desagüe. Ya la había revuelto tres veces antes, pero ¿quién sabe? Tal vez hubiese cambiado alguna cosa desde la última vez que había ordenado los pañuelos usados, los papeles del coche y del seguro, y el lápiz roto. Tenía que recordarme que era un pixie, que no era humano, a pesar de que lo pareciese; aquello explicaba su curiosidad de pixie.

—¿Un área de descanso? —preguntó, con los ojos abiertos con una mirada inocente—. ¿Para qué?

No quise mirarlo, pero me coloqué entre las dos líneas blancas un poco borradas y entré en el aparcamiento. Teníamos delante de nosotros el lago Hurón, pero estaba demasiado cansada para disfrutar del paisaje.

—Para descansar. —La música se apagó con el motor. Tiré el asiento atrás y mis nudillos cada vez más curados cogieron el ordenador de debajo. Cerré los ojos, respiré lentamente y me recliné, con las manos todavía apoyadas en el volante.
Por favor, sal a estirar las piernas, Jenks
.

Jenks estaba callado. Se oyó el crujido de la bolsa de plástico mientras recogía la basura. No se cansaba de comer. Aquella misma noche le presentaría el maravilloso mundo de las hamburguesas. Tal vez medio kilo de carne picada ayudase a calmarlo un poco.

—¿Quieres que conduzca yo? —se ofreció. Yo levanté una ceja, mirándolo asombrada.

Oh, una idea genial. Y si nos paran me quitarán los puntosa mí, no a él
.

—Nah —respondí yo, pasando las manos del volantea mi regazo—. Ya casi hemos llegado. Solo necesito desentumecerme un poco.

Con una inteligencia mucho mayor de lo que su edad aparentaba, Jenks me observó. Se encogió de hombros, y me pregunté si era consciente de que me estaba poniendo de los nervios. Tal vez este era el motivo de que los pixies no superaran los diez centímetros de altura.

—Yo también —contestó él, y abrió la puerta, con lo que entró en el coche una ráfaga de viento fresco, cargado de los aromas de los pinos y el agua—. ¿Tienes suelto para la máquina?

Aliviada, me coloqué el bolso en el regazo y le pasé cinco pavos. Le habría dado más, pero no tenía ningún lugar donde guardarlo. Necesitaba una cartera. Y un par de pantalones para guardarla. Le había hecho salir tan rápido de la iglesia que solo llevaba con él su teléfono, que se había colgado orgullosamente del cinturón, pero hasta el momento había permanecido silencioso, desesperadamente silencioso. Habíamos esperado que Jax volviese a llamar, pero no habíamos tenido suerte.

—Gracias —dijo, y salió del coche. Avanzó con las chanclas que le había comprado en la primera gasolinera que habíamos encontrado. La furgoneta se movió un poco cuando cerró la puerta. Jenks se acercó a una papelera oxidada que estaba a unos quince metros del aparcamiento, encadenada a un árbol. Su equilibrio había mejorado mucho, y ahora solo tenía los problemas habituales que sufre todo el mundo que lleva una tira de plástico naranja entre los dedos de los pies.

Tiró la basura y se acercó a un árbol, con una inusitada rapidez. Respiré hondo y le grité, y él se detuvo de golpe. Miró alrededor del aparcamiento y en lugar del árbol decidió acercarse a un pequeño garito de madera, los lavabos. Estos eran los problemas cotidianos de un pixie de casi dos metros.

Suspiré al ver que se detenía al lado de un parterre de lirios de la mañana poco cuidado para hablar con los pixies. Revolotearon a su lado, zumbando, y creando un torbellino de chispas plateadas y doradas. Se acercaron de todo el parque, como libélulas con una misión. En unos segundos una nube de polvo brillante lo rodeó en aquel aire cada vez más oscuro.

Me giré al oír el ruido de un coche que aparcaba unas plazas más abajo. Tres niños de diferentes alturas, como peldaños de una escalera, salieron de dentro, discutiendo quién le había cambiado las pilas gastadas de la consola a quién. Mamá no dijo nada, pero acabó con la discusión abriendo el maletero y sacando de dentro doce pilas AA. Papá les dio dinero y los tres niños corrieron hacia las máquinas de comida que había bajo un emparrado rústico, empujándose para ser los primeros en llegar. Jenks agarró al más pequeño antes de que cayese sobre las flores, aunque creo que estaba más preocupado por las plantas que por el niño. Sonreí cuando vi que la pareja se apoyaba en el coche y los miraba, suspirando de alivio. Sabía lo que se sentía.

Mi sonrisa se tiñó pronto de melancolía. Siempre había pensado que tendría hijos, pero como tenía cien años de fertilidad por delante, no tenía ninguna prisa. Mis pensamientos volaron hacia Kisten; aparté la mirada de los niños que estaban ante las máquinas.

Las brujas se casaban a menudo con otras especies, sobre todo antes de la Revelación. Había opciones perfectamente aceptadas: la adopción, la inseminación artificial, tomar prestado al novio de una amiga por una noche. Lo correcto y lo incorrecto moralmente no importaban cuando estabas enamorada de un hombre al que no podías decirle que no eras humana. Todo tenía relación con el hecho de haber estado escondidas entre humanos los últimos cinco siglos. Ahora ya no nos escondíamos, ¿pero por qué ponerte límites solo porque ya no era una cuestión de seguridad? Era demasiado pronto para mí para empezar a pensar en niños, pero con Kisten, los hijos tendría que engendrarlos con otra persona.

Frustrada, salí de la furgoneta; el cuerpo me dolía, porque era el primer día desde la paliza que salía sin el amuleto contra el dolor. La pareja se alejó un poco, parloteando. Tampoco puedo tener hijos con Nick, me recordé, así que no es una situación nueva.

Hice estiramientos dolorosos, obligándome a tocarme la punta de los dedos del pie, y me di cuenta que había pensado en Nick en presente. Mierda. No había nada que decidir entre ellos dos. Oh, Dios, convénceme de que estoy haciendo todo esto solo para ayudar a Jenks. Que no hay nada en mi interior que se pueda reavivar. Pero el peso de la duda bailoteó entre mí y mi lógica, decidido a hacerme parecer estúpida.

Enfadada conmigo misma, hice unos cuantos estiramientos más y, curiosa por saber si mi alma ya se había ennegrecido, contacté con una línea luminosa y tracé un círculo. Mis labios se torcieron de asco. La franja de energía parpadeante se alzó de color negro, horrendo; la luz roja del crepúsculo que nos llegaba por entre los árboles le añadía un toque espeluznante. El tinte dorado de mi alma había desaparecido completamente. Disgustada, abandoné la línea y el círculo se desvaneció; me quedé deprimida. Perfecto. Mamá y papá llamaron a sus hijos y, con una velocidad inusitada y entre siseos a sus preguntas a gritos, les obligaron a entrar en el coche y se alejaron, tan rápido que hasta uno de los neumáticos chirrió sobre el asfalto.

—Sí —murmuré al ver que las luces de freno destellaban con un tono rojo cuando se reincorporaban al tráfico—, huid de la bruja negra. —Me sentía como una leprosa, me apoyé sobre la cálida superficie de la furgoneta y crucé los brazos ante el pecho, recordando por qué mis padres siempre nos llevaban a ciudades grandes o a sitios como Disneyworld en vacaciones. Las ciudades pequeñas no tenían mucha población del inframundo, y las que sí la tenían normalmente marcaban mucho las diferencias. Mucho.

El chasquido de las chanclas de Jenks se fue haciendo cada vez más fuerte al volver por el camino de piedras rotas. El torbellino de pixies se fue deshaciendo, uno a uno, hasta que se quedó solo. Detrás de él veía la silueta de dos islas, tan grandes que parecía que fuesen la orilla de enfrente a la izquierda, a lo lejos, se encontraba el puente que me había dado la idea de dónde se encontraba Jax. Empezaba a resplandecer bajo la luz decreciente del día, a medida que caía la noche. Era un puente enorme, y aunque estábamos muy lejos se veía grande.

—No han visto a Jax —me informó Jenks, pasándome una barrita de caramelo—, pero me han prometido que si le ven lo harán quedarse con ellos.

—¿De verdad? —pregunté con los ojos muy abiertos. Los pixies eran muy territoriales, incluso entre ellos, así que aquella oferta era bastante sorprendente.

Asintió, con aquella medio sonrisa que se iluminaba bajo su melena y que le dotaba de un aspecto totalmente ingenuo.

—Creo que los he impresionado.

—Jenks, el rey de los pixies —exclamé, y Jenks rió. Aquel sonido maravilloso me atravesó, me levantó el ánimo, pero se apagó poco a poco hasta convertirse en un silencio triste—. Lo encontraremos, Jenks —le aseguré, colocándole una mano sobre el hombro. Dio un respingo y me dedicó una sonrisa nerviosa. Aparté la mano y recordé su rabia al haberle mentido. No me sorprendía que no quisiese que lo tocara—. Estoy segura de que están en Mackinaw —añadí, abatida.

Dándole la espalda al agua y con un rostro vacío de emociones, Jenks se quedó mirando el poco tráfico que circulaba.

—¿Dónde podrían estar, si no? —Rasgué el envoltorio de la barrita y mordí la mezcla de caramelo y chocolate, más por tener algo que hacer que por hambre. La furgoneta irradiaba calor, y me sentía bien estando apoyada a un lado del motor—. Jax dijo que estaban en Michigan —continué, masticando—, cerca de un puente verde y con cables. Con montones de agua fresca.
Fudge
. Minigolf. Lo encontraremos.

Un dolor profundo cruzó el rostro de Jenks.

—Jax fue el primer hijo que Matalina y yo pudimos hacer sobrevivir al invierno —susurró. La masa de azúcar y almendras de mi boca quedó desprovista de toda dulzura—. Era tan pequeño que lo mantuve envuelto entre mis manos durante cuatro meses, mientras dormía. Tengo que encontrarlo, Rache.

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