—Te ha gustado y lo sabes, bruja —me respondió y me arrancó de la mano el recibo y los cupones cuando estaba a punto de tirarlos a la basura—. Los quiero —me dijo y los guardó en un bolsillo—. Quizás los aproveche más adelante.
—Nadie los aprovecha —le respondí, con la cabeza gacha buscando las llaves en el bolso. Los intermitentes destellaron y los cierres se abrieron. Haciendo tintinear los contenidos de la bolsa que llevaba en el brazo, Jenks abrió mi puerta para mí antes de dar la vuelta al coche y dejar las compras al lado de las bolsas de pantalones, camisas, calzoncillos, calcetines y una bata de seda por la que estuve a punto de pelearme ante de recordar que al final volvería a adquirir su tamaño original y me la quedaría yo. No podía comprar nada barato, y yo habría dudado eso de que los textiles basados en el petróleo le dañarían si no lo hubiese comprobado ya por mí misma.
Abrió la puerta y se sentó en su puesto; se abrochó el cinturón cuidadosamente, como si se tratase de un ritual religioso.
—¿Listo? —le pregunté. Empezaba a sentir como la calma de salir de compras empezaba a ser sustituida por la perspectiva de la misión. De una misión ilegal. Vale, íbamos a rescatar al hijo de Jenks, no a robar en aquel lugar, pero si nos pillaban acabaríamos en la cárcel.
Jenks asintió con la cabeza, y abrió y cerró la cremallera de la riñonera que se había comprado para guardar sus escasas herramientas. Respiré profundamente para calmarme, encendí el motor de la furgoneta y me dirigí hacia las tiendas y el cine. El tráfico en el puente estaba bastante congestionado, y según el gruñón dependiente de la zapatería, había estado así todo el mes. Al parecer solo había un carril en funcionamiento en cada dirección, mientras realizaban obras de mantenimiento a contrarreloj para tenerlas acabadas para el Día de los Caídos. Afortunadamente, no teníamos que cruzar el puente colgante, solo teníamos que rodear toda aquella confusión.
La furgoneta expulsaba aire frío a pesar de que había encendido la calefacción, y di las gracias a las estrellas por que Jenks fuese grande. Si hubiese seguido midiendo diez centímetros, lo habría pasado mal. Esperaba que Jax hubiese encontrado un lugar cálido en el que resguardarse. En la muestra de mariposas seguramente encontraría comida suficiente, pero ¿por qué iban a sobrecalentar el recinto cuando con una temperatura fresca ya tenían suficiente?
El pabellón estaba en medio de un grupo de tiendas nuevas, construidas como si fuesen un laberinto, para atraer a los turistas que fuesen a pie; era una especie de centro comercial en miniatura al aire libre que parecía que hubiese sido arrancado del centro de la ciudad, pero tenía un aparcamiento especial para el cine. Estacioné el coche entre un camión blanco y un Toyota oxidado que llevaba una pegatina en el parachoques que decía: «¿Quieres montar conmigo?».
Apagué el motor y observé a Jenks en silencio. Nos llegaba el
cri, cride
unos grillos de un campo cercano, que estaba vacío. Él parecía muy nervioso, y movía los dedos rápido mientras abría y cerraba la cremallera de la riñonera.
—¿Estás bien? —le pregunté, dándome cuenta de que era la primera vez que tenía que llevar a cabo una misión sin poder escapar volando del peligro.
Asintió; la profunda preocupación que reflejaba su rostro no parecía encajar del todo en alguien tan joven. Revolvió en una de las bolsas de la compra y sacó una botella de jarabe de arce. Sus ojos verdes se cruzaron con los míos bajo aquella luz tenue; parecían negros.
—Eh,
hum
, cuando salgamos, ¿puedes simular que te tienes que atar un cordón del zapato o algo? Quiero encargarme de las cámaras que hay en la zona trasera del edificio, y me ayudaría contar con alguna distracción.
Clavé la mirada en la botella que sostenía, y después volvía alzarla para examinar su preocupada expresión, sin tener muy claro cómo le ayudaría a encargarse de las cámaras una botella de jarabe de arce, pero completamente dispuesta a ayudar.
—Por supuesto.
Aliviado, salió del coche. Yo lo seguí enseguida, y me apoyé en la furgoneta para quitarme el zapato y sacar de su interior una chinita inexistente. No dejé de observar a Jenks, pero lo comprendí todo cuando dejó escapar un silbido agudo, y se tocó nervioso la gorra roja mientras un pixie agresivo y curioso volaba hacia él bajo la luz de aquel crepúsculo cada vez más fresco.
No pude escuchar lo que decían, pero Jenks volvió con aire satisfecho y sin la botella de jarabe.
—¿Qué? —pregunté, mientras esperaba a que yo me reuniese con él.
—Cuando dejemos el edificio, harán que las cámaras emitan en bucle —respondió. No me cogió del brazo, como hubiesen hecho Kisten o Nick, sino que caminaba a mi lado, demasiado cerca de mí. Las tiendas que bordeaban la calle estaba cerradas, pero en el cine había bastante gente de la zona, a juzgar por la cantidad de bromas y risas que se oían. Hacía tres semanas que habían retirado esa película de los carteles de Cincinnati. Supongo que allí no debía de haber mucho más con lo que divertirse.
Nos acercamos a la taquilla y sentí que el pulso se me aceleraba.
—¿Pondrán las cámaras en bucle a cambio de tan solo una botella de jarabe de arce? —pregunté en un susurro.
—Claro —respondió Jenks con un encogimiento de hombros, y lanzándole una mirada rápida a la marquesina—, es oro líquido.
Cogí un billete de veinte del bolso mientras intentaba digerir aquello. ¿Tal vez podría hacer más pasta traficando con jarabe de arce con los pixies que haciendo de cazarrecompensas? Compramos dos entradas para la película de ciencia ficción, y tras pagarle unas palomitas a Jenks, entramos en el edificio, para escabullimos enseguida por la salida de emergencia.
Mis ojos se fijaron en las cámaras instaladas en la parte superior del edificio, y pude captar un débil destello de alas de pixie. Quizá fuera un poco exagerado, pero tener la coartada de haber estado dentro del cine en el mismo momento en que se disparaban las alarmas del Pabellón de las Mariposas podía suponer la diferencia entre seguir en la calleo estar congelándome en una celda.
Llegamos a la entrada de servicio que daba a la fachada principal, con Jenks cambiándose de ropa y pasándomela para que la guardase en la bolsa cada pocos metros. Me distraía mucho, pero al menos así evitaba que se metiese a revolver en los contenedores de basura o en los de reciclaje. Cuando llegamos al área turística, con todos los locales cerrados, ya llevaba unas botas de suela lisa y un traje muy ajustado. Estábamos a unas cuantas manzanas del cine; era extraño estar en la calle de noche, con todo cerrado, y recordar lo lejos que estábamos de casa, lo fuera de mi elemento que me encontraba. El Pabellón de las Mariposas estaba situado en una calle sin salida. Nos dirigimos hacia él, con pasos silenciosos.
—Cúbreme las espaldas —susurró Jenks, dejándome escondida en una sombra mientras él movía la herramienta que llevaba entre los dedos tan rápido que parecía un borrón y se agachaba para tener los ojos al mismo nivel que el cerrojo.
Lo miré detenidamente, y me volví para vigilar el callejón vacío.
Ningún problema, Jenks
, pensé. Sí, estaba casado, pero incluso así, podía mirarlo.
—Gente —susurré, pero él ya los había oído y se había escondido tras los arbustos raquíticos que bordeaban la puerta. Eran flores de mariposa, pero estaban bastante deshojados. En cualquier otro negocio los hubiesen arrancado ya.
Me encogí en mi sombra y contuve el aliento mientras la pareja pasaba de alto. La mujer taconeaba a toda prisa, mientras el hombre refunfuñaba que se iban a perder los tráileres. Cinco segundos después Jenks volvía a estar ante la puerta. Tras unos momentos, se levantó para comprobar el seguro. Se abrió con un chasquido, y del quicio brotó una alegre luz verde que nos daba la bienvenida.
Sonrió y me hizo una señal con la cabeza para que me reuniese con él. Me colé al interior y me aparté para no estorbarle. Si había algún sistema de seguridad más, Jenks se daría cuenta antes que yo.
La puerta se cerró, por lo que solo quedamos iluminamos por la luz de la calle que se colaba por los ventanales. Jenks pasó a mi lado con tanta suavidad como si todavía le llevasen sus alas.
—Hay una cámara tras el espejo de la esquina —advirtió—. No puedo hacer nada con ella con mis dos metros de altura. Vamos a por él; saquémosle de aquí y esperemos que no nos pase nada.
Sentí que el estómago se me retorcía; todo aquello estaba demasiado cogido con pinzas para mi gusto.
—¿Y la parte trasera? —susurré, catalogando las estanterías y los expositores llenos de animales de la selva amazónica disecados y libros carísimos sobre cómo crear un jardín para animales salvajes. El olor era maravilloso: estaba cargado de los sutiles perfumes de flores y plantas exóticas que llegaban desde detrás de un par de puertas de cristal demasiado visibles. Pero hacía frío. La temporada turística no empezaría oficialmente hasta la semana siguiente, y yo estaba segura de que mantenían la temperatura nocturna tan baja para alargar la vida de los insectos.
Jenks se deslizó hacia la parte trasera; yo avancé tras él, sintiéndome torpe. Hasta me pregunté si su imagen se revelaría en la cámara, ya que se movía muy sigilosamente. El sonido aspirante que llegaba desde la puerta de cristal exterior, de cierre hermético, era bastante fuerte, Jenks la sostuvo abierta para mí. Sus pupilas verdes se habían ensanchado para captar la poca luz que había. Nerviosa, me colé por debajo de su brazo, respirando profundamente el aroma a tierra húmeda. Jenks abrió la segunda puerta y el sonido de agua corriente se unió a los olores a pesar de la tensión que sentía, mis hombros se relajaron, y yo me apresuré a mantenerme a su nivel mientras él se colaba en la exhibición.
Era una sala de dos pisos de altura. Desde los tres metros hasta el techo era completamente de cristal. La noche se convertía en un techo oscuro ribeteado de plantas colgantes, adornadas con petunias de aromas almizcleños y begonias que parecían joyas. La sala medía unos doce metros de largo y cinco de ancho, y parecía llegada directamente de otro continente. Hacía frío. Me rodeé el cuerpo con los brazos y miré a Jenks, preocupada.
—¿Jax? —llamó Jenks. La esperanza hacía sonar su voz desgarrada—. ¿Estás aquí, Jax? Soy yo, papá.
Papá
, repetí mentalmente, con envidia. Cómo me hubiese gustado que alguien se hubiese dirigido a mí de aquel modo cuando lo había necesitado. Aparté de mi mente aquel pensamiento desolador, contenta de que Jax tuviese un padre que estuviese dispuesto a salvarte el trasero. Crecer ya era lo bastante complicado para tener que salir por ti mismo de cualquier situación en la que te hubieses metido por actuar de forma más rápida que lo que te funcionaba el cerebro, o los pies.
Se oyó un gorjeo proveniente de una de las incubadoras que había a un lado del pasillo. Arqueé las cejas y Jenks se puso tenso.
—Allí —señalé conteniendo al aliento—, bajo ese armario, donde está la lámpara calorífica.
—¡Jax! —susurró Jenks, examinando los bloques de pizarra cubiertos de musgo—. ¿Estás bien?
Una sonrisa cargada de alivio se apoderó de mi rostro cuando, como un torbellino de polvo dorado, un pixie surgió de debajo del armario. Era Jax, y empezó a volara nuestro alrededor, entre chasquidos de alas. Se encontraba bien. Maldición, estaba mejor que bien… ¡Se encontraba genial!
—¡Señorita Morgan! —exclamó el joven pixie, iluminando la estrecha estancia con su entusiasmo y revoloteando alrededor de mi cabeza como una libélula enloquecida—. ¡Está viva! ¡Pensábamos que había muerto! ¿Dónde está mi padre? —Se alzó hasta el techo y luego se dejó caer—. ¿Papá?
Jenks se quedó mirándolo, con los ojos clavados en su hijo que volaba como una flecha por todo el pabellón. Abrió la boca, y la cerró; buscaba una forma de alcanzara su hijo sin herirlo.
—Jax… —susurró, con ojosa la vez jóvenes y ancianos, doloridos pero henchidos de alegría.
Jax dejó escapar un trino de asombro, y se desplomó casi un metro antes de recuperarse de la sorpresa.
—¡Papá! —gritó entre un estallido de polvo de pixie—. ¿Qué te ha pasado? ¡Eres grande!
La mano de Jenks temblaba cuando su hijo se posó en ella.
—He crecido para encontrarte. Aquí hace demasiado frío para estar sin tener un lugar en el que refugiarse. Y no era muy seguro para la señorita Morgan salir de Cincinnati sin escolta.
Hice una mueca al reflexionar sobre aquello, aunque todavía no habíamos visto ni un vampiro… y mucho menos uno hambriento. No les gustaban los pueblecitos.
—Jax —intervine, impaciente—, ¿dónde está Nick?
Los pequeños ojos del pixie se ensancharon y el polvo que brotaba de él cayó con menos fuerza.
—Se lo han llevado. Puedo decirle adonde. Joder, ¡se va a alegrar tanto de verla! No sabíamos que estaba viva, señorita Morgan. ¡Creíamos que había muerto!
Era la segunda vez que lo decía, y yo parpadeé al comprender a qué se refería. Dios, Nick me había llamado la misma noche en que Al había reclamado el vínculo de familiar que nos unía. Al había contestado al teléfono y le había dicho a Nick que yo le pertenecía. Y los medios de comunicación informaron de que yo había muerto en el barco que Kisten había hecho saltar por los aires. Por eso nunca más me había llamado. Por eso no me había dicho que había vuelto durante el solsticio. Por eso había vaciado su apartamento y se había largado. Pensaba que estaba muerta.
—Que Dios se apiade de mí —susurré, mientras extendía un brazo hacia la mugrienta incubadora cargada de crisálidas de mariposa. El capullo de rosa dentro de un jarro con un pentagrama de protección que alguien había dejado en mi escalera era suyo.
Nick no me abandonó; pensaba que había muerto
.
—¿Rache?
Me erguí cuando Jenks me rozó el brazo.
—Estoy bien —susurré, aunque no lo estaba ni de lejos. Ya me ocuparía después de recuperarme—. Tenemos que irnos —continué, dando media vuelta.
—Espera —exclamó Jax, descendiendo hasta el suelo y mirando bajo el armario—. Ven, gatito, garito…
—¡Jax! —exclamó horrorizado Jenks, agarrando a su hijo.
—¡Papá! —protestó Jax, escapando con facilidad de la débil prisión que representaban los dedos de su padre—. ¡Suéltame!
Mis ojos se abrieron como platos al ver la bola de peluche anaranjada que surgió de debajo de uno de los mostradores, parpadeando y estirándose. La miré de nuevo, porque me parecía increíble.