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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (25 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Aquella era la primera salida de la temporada; era tradición llevar al equipo de submarinismo del instituto al océano para descubrir qué habían desenterrado las tormentas de invierno antes de que las corrientes volviesen a cubrirlo. Cuando llegase el viernes y el primer turista, todos los objetos verdaderamente valiosos ya estarían catalogados y los clavos y los botones que servían como premio para los turistas colocados en su lugar. ¿Era ético? No lo sabía, pero sería bastante descorazonador gastar tanto dinero y no encontrar nada en el agua, aunque fuese una falsificación.

Con su físico juvenil, Jenks encajaba perfectamente, tenía un aspecto impresionante en el traje alquilado y el gorro de lana típico de la zona hundido hasta las orejas. Tenía las mejillas encendidas a causa del frío y sorbía el café poco a poco; estaba tan cargado de azúcar que casi parecía un jarabe.
Casi se podría comer
, pensé, y descrucé y estiré las piernas, y las volvía doblar, aunque así me costase más guardar el equilibrio.

—¿Quieres un poco de café para el azúcar, Jenks? —le pregunté, pero se quedó paralizado cuando una ola nos salpicó.

—¿Le pedirás permiso al capitán Bañador Ajustado antes o después de que nos metamos en el agua? —me espetó Jenks.

Le di un golpecito en la pierna para evitar un estallido de rabia. En esta ocasión no saltó, y me sentí mejor; no me importaba que se estuviese mofando de mí en silencio.

Mientras Jenks reprimía sus risitas, yo me volví hacia Marshal. El capitán me había estado observando por el rabillo del ojo desde que habíamos embarcado a diferencia del resto, que íbamos con nuestros trajes de buceo, él llevaba únicamente su escaso bañador y una cazadora roja. Sus pantorrillas musculosas y desnudas tenían la piel de gallina. Era evidente que aquel hombre tenía frío, pero era demasiado macho para reconocerlo. Me sujeté para evitar ser arrastrada por las olas, y abrí la boca para llamar su atención, pero Debbie le gritó algo y lo alejó de mí de nuevo.

Mierda
, pensé, y me dejé caer de nuevo en mi asiento. ¿Qué demonios me pasaba?

Me obligué a respirar lentamente, y esperé a que su ayudante acabase de preguntarle cualquier tema de vital importancia que se llevase entre manos. El sol refulgía alegremente sobre el agua; me encontré pensando que era una hora inhumana para estar allá fuera, inhumana incluso para estar despierta. Jenks se encontraba bien, ya que normalmente siempre se despertaba antes del amanecer, y escuchaba que musitaba para sí mismo «9.48, 9.48», mientras intentaba ajustar su reloj interno. El ronroneo del motor me estaba sumiendo en un estado de sopor a pesar de la cafeína y de la cabezadita que Jenks me había obligado a echar la noche anterior.

Para intentar no bostezar, me enderecé, posé la mano sobre la riñonera que llevaba a la cintura cargada con mis amuletos y la pistola de pintura, a salvo en bolsas impermeables. Había pasado buena parte del día anterior en la casi inútil cocina. Había comprado algunas piezas de cobre en una tienda de saldos, y Jenks hizo trueques con jarabe de arce por el resto de elementos que necesitaba para realizar los amuletos para dormir y los hechizos para esconder el olor.

La pistola de pintura había sido lo más difícil de encontrar, ya que la tienda estaba «a la izquierda de donde antes estaba la oficina de Correos, después de la iglesia baptista que se había quemado en el 75, a la derecha del sendero hacia la granja de los Higgan». No tenía pérdida.

Entre la clase de submarinismo, sonsacarle más detalles a Jax, las seis horas que pasé fabricando hechizos y las tres horas en el fuerte Mackinaw haciendo turismo, me encontraba agotada tanto mental como físicamente. Pero lo más extraño de todo había sido contemplar como Jenks le enseñaba a leer a Jax.

El pixie más joven lo captaba todo mucho más rápido de lo que yo habría creído posible. Mientras me ocupaba de mis hechizos, Jenks y Jax habían visto
Barrio Sésamo
, ya que parecía que las canciones de las marionetas conectaban directamente con la mentalidad de los pixies. Había una canción en particular que parecía haberse abierto camino en mi cabeza, como un gusano melódico que hubiese anidado en mi córtex cerebral, o como un alienígena de una película de ciencia ficción.

Al ver que mi pie marcaba el ritmo pegadizo de la canción, me obligué a quedarme quieta, preguntándome si me quedaría canturreando la canción el resto del día o qué es lo que a Elmo le parecería más extraño en nuestra situación. ¿La pistola de pintura guardada en la riñonera? ¿El pixie de dos metros que estaba sentado a mi lado? Elige, Elmo, e intenta no reírte.

La isla Bois Blanc se percibía cada vez de forma más definida ante nosotros; la punta de un faro que sobresalía de las copas de los árboles me hacía alegrarme de que nos acercáramos por debajo del agua. Ya habíamos superado la isla Mackinac, en la que no había coches, y el enorme puente quedaba a nuestra izquierda ya nuestra espalda, uniendo los estrechos que separaban las dos penínsulas… Sí, estrechos, aunque fuese una distancia de seis kilómetros y medio. Un buque cisterna estaba cruzando por debajo del puente; se me antojó un ratón pasando por debajo de una silla.

Era un puente enorme, y según el mantelito informativo de la hamburguesa de anoche, era solo unos metros más bajito que la torre Carew; las torres que servían de apoyo medían ciento cincuenta y dos metros de altura, y sesenta de profundidad, hasta sus cimientos. En longitud, era el tercer puente suspendido más largo del mundo, el mayor del hemisferio oeste. Había sido un desastre: habían muerto cinco hombres cuando lo construyeron, y nunca se recuperó uno de los cadáveres. Golpear contra agua desde tanta altura era exactamente igual que caer contra una pista de cemento armado. Una escena como esa era algo familiar en una ciudad grande, pero no en un lugar rupestre como aquel, en el que los alces y los lobos todavía vagaban por el hielo durante el invierno. Me arqueé cuando noté que el sonido del motor cambiaba y que la lancha frenaba un poco, balanceándose sobre nuestra propia estela. Los seis chicos arracimados en la parte final de la lancha bromeaban y se empujaban, intentando fardar ante Debbie, que iba ataviada también con su propio traje de buceo. Su pecho parecía el de una Barbie, mientras que el mío era el equivalente al de la hermanita de la muñeca, Skipper. No podía evitarme preguntarme si ella era uno de los motivos principales por los que aquellos sacos de hormonas se habían unido al club de buceo.

—Dios, me siento tan vieja, Jenks… —susurré, colocándome un mechón de pelo rojo suelto tras la oreja.

—Sí, yo también.

Mierda. Me pregunté si podía meter todavía más la pata. Cuando la lancha empezó a virar pareció como si el viento soplase desde otro lado; Debbie, con mano experta, enganchó la boya y aseguró la lancha. La bandera de buceo se alzó por el mástil, el motor se apagó y el nivel de entusiasmo creció.

—Buceadores, prestad atención —gritó Marshal, de pie para llamar la atención de todo el mundo—. Mira da vuestros guías. Os entregarán los amuletos de calor; aseguraos de que funcionan, aunque estoy seguro que si no lo hacen saldréis enseguida del agua, gritando.

—Entendido, entrenador —aulló uno de los chicos con tono agudo, lo que levantó varias risas.

—Cuando estamos en alta mar tienes que llamarme capitán, listillo —le corrigió Marshal, lanzándonos una mirada a Jenks ya mí—. Debbie, tú te ocuparás de los chicos —comunicó mientras se desabrochaba la cazadora—. Yo iré con el señor Morgan y su hermana.

No me sentí muy mal por la mentira que habíamos plasmado en el formulario de responsabilidad, pero sentí que el estómago me empezaba a cosquillear.

—Cuando quieras, Rache —farfulló Jenks. Le di un golpecito con el pie. Dos de los chicos chocaron los cinco y se arracimaron alrededor de la mujer vestida con el neopreno mientras ella mostraba toda su exuberancia. Conocía los nombres de todos, y parecía que todo aquello fuese un juego viejo. Mi pulso se aceleró cuando vi que la línea de botellas de oxígeno disminuía mientras los iban apartando a un lado, y los colocaban en el extremo de la lancha. Todo el mundo parecía saber qué había que hacer, incluso el que nos había conducido hasta allí, que se puso a tomar el sol en la zona de pro a con una consola portátil.

—¿Señorita?

Pegué un bote y cuando volvía fijar la mirada me encontré contemplando el pecho del capitán Marshal. Dios mío, qué alto era… Y no tenía pelo. Nada de pelo. Ni uno solo surgía sobre su piel color miel. Ni en la barba ni en el bigote. Ni en las cejas. Aquello me había llamado la atención el día anterior, hasta que me di cuenta de que, como la mayoría de nadadores profesionales, debía tomar una poción para eliminarlo. Los hechizos de tierra no son muy específicos, y lo quitan todo; tal vez parezca buena idea, siempre que no te importe ser calvo. Porque lo quitan todo.

Estaba sonriendo, con ojos expectantes. Por el aspecto de sus piernas musculosas, desnudas al viento, y la tableta de abdominales por encima del diminuto bañador, deduje que no debía de haber cumplido todavía los treinta años a Marshal le quedaba bien ser calvo. Tenía las piernas muy definidas, unos hombros anchos y entre las piernas… mmm, no estaba mal. Y en su negocio era también un brujo a
mi madre le encantaría
, pensé, sonreí y recordé la última vez que había pensado algo así.

—Yo seré su guía hoy —nos comunicó, pasando su mirada de mía Jenks, que estaba detrás de mí—. Primero permitiremos que el equipo de buceo salga delante, y después les seguiremos.

—Perfecto —respondí, intentando que mi voz sonase alegre, aunque estaba temblando por dentro. Había demasiada gente. Yo quería pedirle permiso en privado, pero me quedaba sin tiempo.

—Aquí tienen los amuletos —continuó Marshal, pasándome una bolsa de plástico con dos discos de secoya en el interior. Se le quedó la mirada clavada en mi cuello, que todavía mostraba las heridas infligidas por Karen, pero la apartó enseguida—. Ya los he invocado. Se los pueden colocar ya, pero seguramente se van a asar hasta que se metan en el agua.

—Eh… gracias —tartamudeé, resiguiéndolos con el dedo por encima del plástico aislante. Llevaban una etiqueta con su nombre y el número de su licencia en uno de los costados. Lo único que hacía falta era colocar uno de forma que me tocase la piel, y hasta la débil brisa de la mañana se desvanecería.

Le pasé la bolsa a Jenks, que se colocó uno de los amuletos rápidamente sobre la palma de la mano y soltó un suspiro de alivio al comprobar que funcionaba. Al ver eso, consideré la posibilidad de lanzar un hechizo para dormir a todo el mundo que estuviese a bordo y robar todo lo que necesitábamos.

—Hum, señor Marshal…

El bajó la cabeza y me sonrió con su dentadura blanca, simétrica. Sentía el embriagador aroma de la secoya que brotaba de él. Me resultaba evidente que fabricaba sus propios amuletos.

—Capitán Marshal —me corrigió, como si fuese una broma—. Marshal es mi nombre.

—Capitán Marshal —rectifiqué—. Mire, debo pedirle un favor.

Debbie lo llamó, y él levantó uno de sus largos dedos.

—Un segundo —me pidió, y se alejó.

—¡Mierda! —mascullé—. ¿Qué cojones le pasa a esa mujer? ¿Es que no sabe hacer nada sin consultarle?

Jenks se encogió de hombros, bizqueando bajo la luz del sol de la mañana; se quitó el gorro de lana y empezó a revolver con su equipo.

—Ella cree que te gusta —me dijo, y yo me lo quedé mirando, parpadeando.

—¿Señorita? —Pegué un salto y me di la vuelta cuando sentí que la mano de Marshal se posaba en mi hombro. Apretó con un poco más de fuerza, y yo miré en la profundidad de sus ojos marrones, sorprendida—. ¿Están preparados para salir?


Hum
—tartamudeé; mi mirada saltó de él a Debbie. Estaba mirándonos, mientras ajustaba sus aletas con movimientos secos antes de lanzarse por el borde de la lancha. Ahora tan solo quedábamos Jenks, Marshal y yo… y el tipo tumbado al sol en la parte frontal. Los problemas del día anterior estaban adquiriendo mucho más sentido.


Hum
, Marshal… Sobre la inmersión…

Sus labios de brujo formaron una sonrisa.

—No pasa nada, señorita Morgan —respondió, solícito—. Lo haremos poco apoco. Soy consciente de que los estrechos pueden parecer un poco amenazadores, pero lo hizo muy bien en la piscina.

Pis-sina
, repetí mentalmente, saboreando su peculiar acento.

—Oh, no se trata de eso —contesté mientras él seleccionaba una botella de oxígeno y me hacía una seña para que me acercase. Cuando nuestros ojos se cruzaron, me asombró que me sonriese con tanta franqueza; su mirada mostraba el reflejo de la atracción—. Capitán Marshal, lo siento mucho —le espeté directamente—. No he venido aquí para bucear entre restos dé naufragios.

—Siéntese —me pidió—, aquí, para que pueda colgarle la botella.

—Capitán —me cogió de los hombros y me hizo sentarme, y se inclinó hacia mí para ajustarme el equipo—, he estado deseando preguntarle algo durante todo el trayecto… —Lancé una mirada a Jenks, buscando apoyo, pero se estaba mofando de mí—. Mierda —mascullé—, lo siento, Marshal, he venido aquí por otros motivos.

—Me siento halagado, señorita Morgan —respondió Marshal, mirándome por debajo de sus cejas depiladas—, pero ha pagado por bucear entre los restos, y me siento obligado a hacer lo que pueda para satisfacerla en ese sentido. Aunque si se va a quedar unos días más en la ciudad, tal vez podríamos salir a cenar una noche.

Me quedé con la boca abierta y me di cuenta por qué me había estado observando durante tanto tiempo. Dios, Debbie no era la única que pensaba que el capitán me interesaba. De pronto, comprendí que mis tartamudeos al intentar hablar con él se habían interpretado de una forma completamente distinta. Jenks soltó una risita, y yo sentí que me ruborizaba.

—Capitán Marshal —contesté, con voz firme—, no quiero una cita.

El rostro del hombre, poco a poco, cambió de expresión, las arrugas de su sonrisa desaparecieron mientras su boca se tensaba.

—Yo…
hum
… ¿no quiere una cita? Pensaba que eran hermanos.

—Es mi compañero… —y añadí rápidamente—: Un compañero de trabajo.

—¿Le gustan las mujeres? —farfulló Marshal, dando un paso atrás, con aspecto de morirse de vergüenza—. Mierda, me fastidia equivocarme con la gente. Lo siento.

—No, tampoco es eso —respondí, haciendo una mueca mientras me apartaba el pelo que el viento me había lanzado sobre la cara—. Es usted un hombre muy atractivo, y en cualquier otro momento se me estaría haciendo la boca agua pensando en poder pasar una sesión privada en la
pis-sina
… pero necesito que me ayude. —Marshal se abrochó la cremallera de la cazadora, con aspecto incómodo. Miré a Jenks y respiré profundamente—. Mi ex novio está en aquella isla, y necesito rescatarlo sin que nadie lo sepa.

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