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Authors: Dan Simmons

Olympos (28 page)

BOOK: Olympos
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—Daeman
Uhr
se marchó a Cráter París esta tarde, ¿recuerdas? Va a traer a su madre a Ardis Hall.

—Ah, sí, es cierto —dijo Ada. Se mordió los labios, pero no pudo evitar preguntarlo—: Se marchó antes de que oscureciera, espero.

Los ataques de los voynix entre Ardis y el faxnódulo habían aumentado en las últimas semanas.

—Oh, sí, Ada
Uhr
. Se marchó con tiempo de sobra para llegar al pabellón antes del crepúsculo. Y llevaba una de las nuevas ballestas. Esperará hasta después del alba para regresar con su madre.

—Eso está bien —dijo Ada mirando al norte, hacia la empalizada de madera y el bosque que había más allá. Ya estaba oscuro en el lado despejado de la colina y los últimos rayos de luz caían del cielo occidental donde se congregaban nubes oscuras. Imaginó cómo sería la oscuridad bajo los árboles de fuera—. Nos veremos en la cena, Loes
Uhr
.

—Hasta entonces, Ada
Uhr
. Buenas noches.

Se cubrió la cabeza con el chal porque el viento arreciaba. Se encaminaba hacia la puerta norte y la torre de vigilancia que allí había, pero sabía que no debería distraer a los guardias con su ansiedad. Además, ya se había pasado allí una hora por la tarde, contemplando la zona norte, esperando casi alegre. Pero eso había sido antes de que la ansiedad se apoderara de ella en forma de náusea. Ada caminó sin rumbo por la cara norte de Ardis Hall, saludando a los guardias que se apoyaban en sus lanzas cerca de la rotonda. Ya habían encendido las antorchas de gas situadas a lo largo del camino.

No podía entrar. Demasiado calor, demasiadas risas, demasiada conversación. Vio a la joven Peaen en el porche, hablando entretenida con uno de sus jóvenes admiradores de Ulanbat que se había mudado a Ardis después de la Caída, uno de los muchos discípulos de Odiseo cuando el viejo era maestro, antes de convertirse en el taciturno Nadie, y Ada volvió a la relativa oscuridad del patio lateral porque no quería tener que saludar siquiera.

«¿Y si Harman muere? ¿Y si está ya muerto en algún lugar, ahí fuera, en la oscuridad?» Expresar el pensamiento con palabras la hizo sentirse mejor, consiguió que la náusea remitiera. Las palabras eran como objetos, hacían la idea más sólida, menos parecida a un gas venenoso y más como un horrible cubo de pensamiento cristalizado que podía hacer girar en las manos, estudiando sus terribles facetas.

«¿Y si Harman muere?» Ella no moriría: Ada, siempre realista, lo sabía. Seguiría viviendo, tendría a su hijo, tal vez volvería a amar.

El último pensamiento hizo que la náusea regresara y se sentó en un frío banco de piedra desde donde podía ver la ardiente cúpula y la puerta norte cerrada, más allá.

Ada sabía que en realidad nunca se había enamorado hasta que conoció a Harman. Aun cuando lo quería, sabía de niña y de joven que los flirteos y tonteos no habían sido amor, en un mundo antes de la Caída donde había poco más que flirteos y tonteos: con la vida, con los otros y consigo misma.

Antes de Harman, Ada no había conocido nunca el profundo placer que satisface el alma que produce dormir con la persona amada. Y no se trataba de ningún eufemismo, pues pensaba en dormir junto a él, despertar junto a él por la noche, sentir su brazo alrededor cuando se dormía y lo primero cuando despertaba por la mañana. Conocía los sonidos menos conscientes de Harman y su contacto y su olor: un aroma externo y masculino, mezcla de cuero del establo visible más allá de la cúpula y de la fragancia otoñal del suelo del bosque.

Su cuerpo se había imprintado con su contacto, y no sólo del contacto íntimo de sus actos de amor, sino de la levísima presión de su mano sobre el hombro o un brazo o la espalda al pasar. Sabía que echaría de menos la presión de su mirada casi tanto como echaría de menos su contacto físico: de hecho, su conciencia de ella y sus atenciones se habían convertido en una especie de caricia constante para Ada. Cerró los ojos y se permitió sentir su gran mano cerrada sobre la suya, fría, más pequeña: sus dedos siempre habían sido largos y finos, los de él cortos y anchos, su palma callosa siempre más cálida que la suya. Echaría de menos su calor. Ada advirtió que lo que más añoraría de Harman si estaba muerto, tanto como la esencia de su amado, era la forma que le daba a su futuro. No a su destino, sino a su futuro: la inefable sensación de que el día siguiente significaba ver a Harman, reír con Harman, incluso estar en desacuerdo con Harman. Añoraría eternamente la sensación de que la continuación de su vida era algo más que otro día respirando, el don de otro día de relación con su amado por el espectro de todas las cosas.

Sentada allí en el frío banco con los anillos girando en lo alto y la lluvia de meteoros nocturna aumentando de intensidad, su sombra proyectada sobre el césped cubierto de blanca escarcha por el brillo de aquella luz y la cúpula, Ada advirtió que era más fácil contemplar la propia mortalidad que la muerte de un ser amado. No era una revelación completamente nueva para ella (había imaginado esa posibilidad antes; Ada era muy, muy buena imaginando cosas), pero la realidad de la sensación era en sí misma una revelación. Al igual que sentir la nueva vida en su interior, la sensación de pérdida y de amor por Harman la hacía saberse de algún modo, imposiblemente, más grande no sólo que sí misma sino que su capacidad para pensar o sentir.

Ada había esperado que le encantara hacer el amor con Harman, compartir su cuerpo con él y aprender el placer que el cuerpo de él podía proporcionarle, pero le sorprendió descubrir que a medida que su intimidad crecía, era como si cada uno de ellos hubiera descubierto otro cuerpo, no de ella, no de él, sino algo compartido e inexplicable. Ada nunca había hablado de eso con nadie (ni siquiera con Harman, aunque sabía que él compartía el sentimiento), y su opinión era que había hecho falta la Caída para liberar ese misterio en los seres humanos.

Los últimos ocho meses transcurridos desde la Caída habían sido una época dura y triste para Ada: los servidores habían quedado inutilizados; su vida de comodidades y fiestas había terminado para siempre; el mundo que había conocido y en el que había crecido se había perdido; su madre, que se había negado a volver al peligro de Ardis Hall y se había quedado en la mansión de Loman, cerca de la costa este, había muerto con otras dos mil personas, en el ataque masivo de los voynix ese otoño... La desaparición de la amiga-prima Virginia de su casa en las afueras de Chom, en el Círculo Ártico; la preocupación sin precedentes por la comida y la calefacción y la seguridad y la supervivencia; el terrible hecho de saber que la fermería había desaparecido para siempre y la certeza de la ascensión al cielo del anillo-p y el anillo-e no era más que un mito perverso; el conocimiento de que sólo la muerte los esperaba algún día y que incluso el lapso de vida marcado por los Cinco Veintes no era ya su derecho de nacimiento, que podían morir en cualquier momento... Todo tenía que haber sido aterrador y opresivo para una mujer de veintisiete años.

Había sido feliz. Ada había sido más feliz que en ningún otro momento de su vida. Había sido feliz con los nuevos desafíos y con la necesidad de encontrar valor además de la necesidad de confiar y depender de los demás para vivir. Había sido feliz aprendiendo que amaba a Harman y que él la amaba a ella de un modo que su antiguo mundo de faxfiestas y lujos proporcionados por los servidores y las conexiones temporales entre hombres y mujeres nunca hubiese permitido. Tanto como infeliz se sentía cada vez que él se marchaba a una partida de caza o para dirigir un ataque a los voynix o en un viaje en sonie hasta la Puerta Dorada de Machu Picchu o a otro antiguo sitio, o que hacía uno de sus faxviajes de enseñanza a cualquiera de las trescientas y pico de comunidades de supervivientes. «Al menos la mitad de los humanos de la Tierra han muerto desde la Caída, y ahora sabemos que nunca hubo un millón de nosotros, que el número que los posthumanos nos dieron hace siglos había sido siempre una mentira.» Ella era igualmente feliz cada vez que él regresaba; gloriosamente feliz cada día frío, peligroso e inseguro que él estaba allí, en Ardis Hall, con ella.

Continuaría adelante si su amado Harman había muerto. Sabía en el fondo que continuaría, sobreviviría, lucharía, pariría y criaría a ese hijo, que quizá volvería a amar... pero también sabía esa noche que la feroz y deslumbrante alegría de los ocho meses pasados desaparecería para siempre.

«Deja de comportarte como una idiota», se ordenó.

Se levantó, se ajustó el chal y ya se había dado la vuelta para entrar en la casa cuando sonó la campana de la torre de vigilancia y oyó la voz de uno de los vigías.

—¡Se acercan tres personas desde el bosque!

Todos los hombres que se encontraban en la cúpula dejaron su trabajo, agarraron las lanzas o los arcos o las ballestas y corrieron a las murallas. Los centinelas de los patios del este y el oeste también corrieron hacia las escaleras y parapetos.

«Tres personas.» Ada se quedó momentáneamente petrificada donde estaba. Cuatro personas habían partido por la mañana, con un droshky adaptado tirado por un buey. No hubiesen regresado sin el droshky y el buey a menos que algo terrible hubiera sucedido, y si alguien hubiera estado herido, pongamos con un esguince de tobillo o una pierna rota, hubiesen usado el droshky para transportarlo.

—Tres personas se acercan por la puerta norte —gritó de nuevo el vigía de la torre—. Abridla. Traen un cuerpo.

Ada soltó el chal y corrió lo más rápido que pudo hacia la puerta norte.

23

Horas antes de que los voynix atacaran, Harman tuvo la impresión de que iba a ocurrir algo terrible.

Aquella salida no era realmente necesaria. Odiseo (Nadie ahora, se recordó Harman, aunque para él el fornido hombretón de la barba entrecana siempre sería Odiseo) había querido traer carne fresca, localizar parte del ganado perdido y explorar la zona montañosa del norte. Petyr sugirió que usaran el sonie, pero Odiseo argumentó que incluso con las hojas de los árboles caídas sería difícil ver algo del tamaño de una vaca desde un sonie. Además, quería cazar.

—Los voynix también quieren cazar —dijo Harman—. Cada semana que pasa se vuelven más osados.

Odiseo (Nadie) se había encogido de hombros.

Harman los había acompañado a pesar de su convencimiento de que todos tenían cosas mejores que hacer. Hannah trabajaba en un fuelle de hierro y su ausencia probablemente retrasaría los planes. Petyr había estado catalogando los cientos de libros traídos en las dos últimas semanas y estableciendo prioridades sobre cuál debería ser sigleído primero. El mismo Nadie había estado hablando de realizar él solo un viaje en sonie en busca de la fábrica robótica que se hallaba en las orillas de lo que antaño fuera el lago Michigan y que todavía no habían encontrado. Y Harman probablemente hubiese dedicado el día entero a su obsesivo intento por penetrar en todonet y descubrir más funciones, aunque también había estado pensando en ir a Cráter París con Daeman para recoger a la madre de su amigo.

Pero Nadie (que iba constantemente de caza en solitario) había querido salir con los otros esta vez. Y la pobre Hannah, que estaba enamorada de Odiseo-Nadie desde el día que lo conoció en el puente Puerta Dorada de Machu Picchu, hacía más de nueve meses ya, insistió en acompañarlo. Luego Petyr, que había llegado a Ardis Hall para ser discípulo de Odiseo, antes de la Caída, cuando el viejo impartía todavía lecciones de su extraña filosofía, pero que ahora sólo era discípulo de Hannah en el sentido de que estaba irremediablemente enamorado de ella, también había insistido en ir. Así que al final Harman había accedido a acompañarlos porque... no estaba seguro de por qué había accedido. Tal vez porque no quería dejar a tres enamorados cruzados a solas en el bosque, todo el día, armados.

Más tarde, mientras caminaba detrás de ellos en el frío bosque y pensaba en esto, Harman tuvo que sonreír. Se había encontrado aquella expresión, «amantes cruzados», justo el día anterior, leyendo visualmente en lugar de usando la función de siglectura
Romeo y Julieta
.

Harman estaba borracho de Shakespeare aquella semana. Se había leído tres obras en dos días. Le sorprendía que pudiera caminar, mucho menos mantener una conversación. Tenía la cabeza llena a rebosar de cadencias increíbles, de un torrente de vocabulario nuevo, y más sabiduría sobre la complejidad de lo que significa ser humano de lo que había esperado conseguir nunca. Le daban ganas de llorar.

Si lloraba, sabía con cierto rubor, no sería por la belleza y el poder de las obras: la idea del teatro era nueva para Harman y su mundo posletrado. No, lloraría de pena egoísta por el hecho de no haber conocido cosas como Shakespeare hasta menos de tres meses antes de que se cumplieran sus cinco veintenas de años permitidas. Aunque estaba seguro, puesto que había ayudado a destruirla, de que la fermería orbital no faxearía más humanos antiguos al anillo-e en su Quinto Veinte (ni en cualquier otro Veinte, por cierto), noventa y nueve años de pensar que su vida en la tierra terminaría de golpe la medianoche de su centésimo cumpleaños era algo difícil de descartar.

A medida que se iba acercando el atardecer los cuatro caminaban lentamente por el borde de un acantilado, de regreso de su infructuoso día. Su ritmo nunca era más rápido que el del lento buey que habían traído para tirar del droshky. Antes de la Caída, los vehículos se equilibraban sobre una rueda por medio de giróscopos internos y eran tirados por voynix, pero sin energía interna ahora las malditas cosas no podían equilibrarse, así que habían sacado las tripas mecánicas y las partes móviles de cada vehículo y habían colocado un yugo para el buey, mientras que la única y fina rueda central había sido sustituida por dos más anchas y un eje recién forjado. Harman opinaba que los droshkies y carricoches así remendados resultaban patéticamente burdos, pero eran los primeros vehículos de ruedas construidos por los humanos en más de mil quinientos años de no-historia.

Ese pensamiento también le dio ganas de llorar.

Se habían internado unos seis kilómetros hacia el norte, casi siempre recorriendo los bajos acantilados de un afluente de un río que Harman ahora sabía que se llamaba Ekei y, antes, Ohio. El droshky era necesario para transportar los ciervos que pudieran cazar, aunque Nadie era capaz de caminar kilómetros con un ciervo muerto sobre los hombros, así que su avance fue lento en el sentido en que sólo puede serlo el avance de un buey.

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