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Authors: Dan Simmons

Olympos (26 page)

BOOK: Olympos
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Todas las demás amazonas habían caído ya. Pentesilea tenía un centenar de arañazos y cortes, pero ninguno era mortal. Las hojas de su hacha estaban cubiertas de sangre y restos argivos, pero el arma era tan pesada que ya no podía blandirla, así que la dejó caer y desenvainó su espada corta. La distancia entre Aquiles y ella aumentó.

Como si la diosa Atenea lo hubiera ordenado, la lanza que había arrojado contra el talón derecho de Aquiles estaba en el suelo, intacta, cerca del casco derecho de su agotado caballo. Normalmente, la reina amazona hubiera podido agacharse desde un corcel al galope para recoger la mítica arma, pero estaba demasiado agotada, la armadura le resultaba demasiado pesada y su animal herido no tenía fuerzas para moverse, así que Pentesilea desmontó de la silla y se agachó para recoger la lanza justo cuando dos de las flechas de Teucro zumbaban sobre su cabeza.

Cuando se incorporó, no veía más que a Aquiles. El resto de la turba de aullantes aqueos eran bultos difuminados y poco importantes.

—Lanza de nuevo —dijo Aquiles, todavía con su horrible sonrisa.

Pentesilea puso toda su energía en arrojar la lanza, disparándola hacia donde los musculosos muslos desnudos de Aquiles eran visibles, bajo el círculo de su hermoso escudo.

Aquiles se agazapó, rápido como una pantera. La lanza de Atenea golpeó su escudo y se quebró.

Pentesilea sólo pudo continuar allí de pie y agarrar de nuevo el hacha mientras Aquiles, todavía sonriendo, alzaba su propia lanza, la legendaria lanza que el centauro Quirón había hecho para su padre, Peleo, la lanza que nunca fallaba el blanco.

Aquiles la arrojó. Pentesilea alzó el escudo de media luna. La lanza lo atravesó limpiamente, penetró en su armadura, le hirió el pecho derecho, asomó por su espalda y continuó hasta el caballo que tenía detrás, al que atravesó también el corazón.

La reina amazona y su corcel de guerra cayeron juntos al suelo, los pies y las piernas de Pentesilea volando por los aires con el impulso de la lanza en el pecho. Al ver que Aquiles se acercaba, espada en mano, Pentesilea luchó por enfocar su visión, que se oscurecía. El hacha cayó de sus dedos inermes.

—¡Joder! —susurró Hockenberry.

—Amén —replicó Mahnmut.

El ex escólico y el pequeño moravec estuvieron junto a Aquiles durante toda la refriega. Avanzaron cuando Aquiles se inclinaba sobre el cuerpo de Pentesilea, que se estremecía.


Tum saeva Amazon ultimus cecidit metus
—murmuró Hockenberry. «Entonces cayó la salvaje amazona, nuestro mayor temor.»

—¿Otra vez Virgilio? —preguntó Mahnmut.

—No, Pirro en la tragedia
Troades
, de Séneca. Entonces sucedió algo extraño.

Mientras los aqueos se disponían a desnudar a las muertas o la moribunda Pentesilea de sus armaduras, Aquiles se cruzó de brazos y permaneció sobre ella, las aletas de la nariz dilatadas como si absorbiera el olor de la sangre y el sudor del caballo y la muerte. Entonces el de los pies ligeros se llevó las enormes manos al rostro, se cubrió los ojos y empezó a sollozar.

Áyax
el Grande
, Diomedes, Odiseo y otros capitanes que se habían acercado a ver a la reina amazona muerta dieron un paso atrás, sorprendidos. Tersites, el de la cara de rata, y algunos aqueos menores ignoraron al sollozante hombre-dios y persistieron en su intento de despojar a Pentesilea de su armadura y le quitaron el casco de la cabeza ladeada, permitiendo que los rizos dorados de la reina muerta se desparramaran.

Aquiles echó la cabeza atrás y gimió como había hecho la mañana del asesinato y secuestro de Patroclo por Hockenberry disfrazado de Atenea. Los capitanes se apartaron un paso más de la mujer muerta y el caballo.

Tersites usó el cuchillo para cortar las correas del peto de Pentesilea y su cinturón, e hirió la hermosa piel de la reina muerta en su prisa por ganarse sus inmerecidos despojos. Pentesilea ya estaba casi desnuda: sólo una greba, el cinturón de plata y una única sandalia permanecían sobre su cuerpo arañado y magullado pero en cierto modo todavía perfecto. La larga lanza de Peleo la mantenía unida al cadáver del caballo y el hijo de éste no hizo ningún intento por retirarla.

—Apartaos —ordenó Aquiles. La mayoría de los hombres obedecieron de inmediato.

El feo Tersites, con la armadura de Pentesilea bajo un brazo y el casco ensangrentado de la reina en el otro, se rió por encima del hombro mientras continuaba despojándola del cinturón.

—¡Qué necio eres, hijo de Peleo, para llorar por esta puta caída y sollozar por su belleza! Ahora es pasto de gusanos y no vale más que eso.

—Apártate —dijo Aquiles con una frialdad glacial. Las lágrimas continuaban cayendo por su rostro manchado de polvo.

Envalentonado por la muestra de debilidad femenina del asesino de hombres, Tersites ignoró la orden y tiró del cinturón de plata para sacarlo de las caderas de Pentesilea alzando su cuerpo levemente para liberar la inapreciable banda y haciendo un gesto obsceno con sus propias caderas como si copulara con el cadáver.

Aquiles avanzó un paso y golpeó a Tersites con el puño desnudo, aplastándole la mandíbula y el pómulo, arrancándole de la boca al hombre-rata todos los dientes amarillos y enviándolo volando por encima del caballo y la reina muerta hasta caer en el polvo, vomitando sangre por la boca y la nariz.

—Ninguna tumba ni túmulo para ti, bastardo —dijo Aquiles—. Una vez te burlaste de Odiseo y Odiseo te perdonó. Acabas de burlarte de mí y te he matado. Con el hijo de Peleo no se bromea. Ve ahora, baja al Hades y búrlate de las sombras con tu sarcasmo.

Tersites se ahogó en sangre y vómito y murió.

Aquiles sacó la lanza de Peleo lenta, casi amorosamente, del suelo, el cadáver del caballo y el cuerpo de Pentesilea, que se movía suavemente. Todos los aqueos dieron un nuevo paso atrás, sin comprender los llantos y sollozos del asesino de hombres.


Aurea cui postquam nudavit cassida frontem, vicit victorem candida forma virum
— susurró Hockenberry para sí—. «Cuando la hubieron desnudado de su dorado casco de metal y quedó expuesta su frente, su espléndida forma conquistó al hombre... Aquiles... el vencedor.» — Miró a Mahnmut—. Propercio, Libro Tercero, poema once de sus
Elegías
.

Mahnmut tiró de la mano del escólico.

—Alguien va a escribir una elegía sobre nosotros si no nos largamos de aquí. Y me refiero a ahora mismo.

—¿Por qué? —preguntó Hockenberry, parpadeando mientras miraba alrededor.

Sonaban sirenas. Los soldados rocavec se movían entre las filas de aqueos en retirada, urgiéndolos con alarmas y voces amplificadas a atravesar el Agujero de inmediato. Había una retirada en marcha, con carros y hombres a la carrera dirigiéndose al Agujero y atravesándolo, pero no eran los altavoces moravec los que incitaban a la retirada: el Olimpo estaba en erupción.

La tierra... bueno, la tierra marciana... se estremeció y vibró. El aire se llenó del hedor a azufre. Tras los ejércitos aqueo y troyano en retirada, la distante cima del Olimpo brillaba roja bajo su égida y columnas de llamas saltaban kilómetros al aire. Ya se veían ríos de lava en las zonas superiores del monte Olympus, el volcán más grande del sistema solar. El aire estaba lleno de polvo rojo y olía a muerte.

—¿Qué está pasando? —preguntó Hockenberry.

—Los dioses han provocado una especie de erupción ahí arriba y el Agujero Brana va a desaparecer de un momento a otro —dijo Mahnmut, apartando a Hockenberry de donde Aquiles se había arrodillado junto a la reina amazona caída. Las otras amazonas muertas también habían sido despojadas de sus armaduras y, a excepción del núcleo de héroes-capitanes, la mayoría de los hombres corrían hacia el Agujero.

Tenéis que salir de ahí
, dijo la voz de Orphu de Io a través del tensorrayo.


, envió Mahnmut,
vemos la erupción desde aquí.

Peor que eso
, contestó Orphu.
Las lecturas indican que el espacio Calabi-Yu está plegándose hacia un agujero negro y un agujero de gusano. Las vibraciones de cadena son totalmente inestables. El monte Olympos puede o no volar en pedazos esa parte de Marte, pero tenéis minutos, como máximo, antes de que el Agujero Brana desaparezca. Trae a Hockenberry y Odiseo a la nave.

Tras buscar entre las armaduras en movimiento y los muslos polvorientos, Mahnmut vio a Odiseo hablando con Diomedes, a treinta pasos de distancia.
¿Odiseo?
, envió.
Hockenberry no ha tenido tiempo de hablar con él, mucho menos de convencerlo para que venga con nosotros.

¿De verdad necesitamos a Odiseo?

Según los análisis del Integrante Primero sí
, envió Orphu.
Y por cierto, has tenido el vídeo en marcha durante toda la pelea. Ha sido un espectáculo colosal.

¿Por qué necesitamos a Odiseo?
, envió Mahnmut. El suelo rugía y se estremecía. El plácido mar ya no era plácido: grandes olas chocaban contra las rocas rojas.

¿Cómo quieres que lo sepa?
, murmuró Orphu de Io.
¿Te parezco un Integrante Primero?

¿Alguna sugerencia de cómo voy a persuadir a Odiseo de que deje a sus amigos y camaradas y la guerra con los troyanos para unirse a nosotros?
, envió Mahnmut.
¿Cómo voy a conseguir la atención de Odiseo en un momento como éste?

Ten un poco de iniciativa,
envió Orphu.
¿No son famosos por eso los conductores de submarinos europanos? ¿Por su iniciativa?

Mahnmut sacudió la cabeza y se acercó al centurión líder Mep Ahoo, que usaba su altavoz para urgir a los aqueos a atravesar de inmediato el Agujero Brana. El bramido del volcán y el golpeteo de los cascos y las sandalias de los humanos que corrían para alejarse del Olimpo conseguían amortiguar incluso su voz amplificada.

¿Centurión líder?,
envió Mahnmut, conectando directamente a través de canales tácticos. El rocavec negro, de dos metros de altura, se volvió y se puso firmes.
Sí, señor.
Técnicamente, Mahnmut no tenía ningún rango militar en el Ejército moravec, pero a efectos prácticos, los rocavecs comprendían que Mahnmut y Orphu tenían el nivel de comandantes como el legendario Asteague/Che.

Diríjase a mi moscardón y espere nuevas órdenes. Sí, señor.

Mep Ahoo dejó los gritos de evacuación a otro rocavec y corrió hacia el moscardón.

—Tengo que llevar a Odiseo al moscardón —le gritó Mahnmut a Hockenberry—. ¿Me ayudarás?

Hockenberry, que estaba contemplando las convulsiones en la cima del Olimpo y el titilante Agujero Brana, le dirigió al pequeño moravec una mirada distraída pero asintió y lo acompañó hasta el puñado de capitanes aqueos.

Mahnmut y Hockenberry dejaron rápidamente atrás a los dos Áyax, Idomeneo, Teucreo y Diomedes y se acercaron a Odiseo, que contemplaba a Aquiles con el ceño fruncido. El estratega parecía perdido en sus pensamientos.

—Llévalo al moscardón —susurró Mahnmut.

—Hijo de Laertes —dijo Hockenberry. Odiseo volvió la cabeza.

—¿Qué ocurre, hijo de Duane?

—Tenemos noticias de tu esposa, señor.

—¿Qué? —Odiseo hizo una mueca y se llevó la mano a la empuñadura de la espada—. ¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de tu esposa, Penélope, madre de Telémaco. Te ha enviado un mensaje a través de nosotros, transmitido por la magia moravec.

—Al carajo tu magia moravec —despreció Odiseo, mirando con desdén a Mahnmut—. Márchate, Hockenberry, y llévate contigo a esa pequeña abominación antes de que os abra a ambos desde la ingle a la barbilla. En cierto modo... no sé cómo, pero en cierto modo... siempre he tenido la impresión de que estas nuevas desgracias vienen contigo y estos malditos moravecs.

—Penélope dice que recuerdes tu lecho —dijo Hockenberry, improvisando y esperando recordar correctamente sus estudios. Él solía enseñar la
Ilíada;
el catedrático Smith se encargaba de la
Odisea.

—¿Mi lecho? —Odiseo frunció el ceño, apartándose de los otros capitanes—. ¿De qué estás hablando?

—Me dice que te diga que una descripción de tu lecho matrimonial será nuestra forma de hacerte saber que este mensaje es verdaderamente suyo.

Odiseo desenvainó su espada y colocó el plano de la hoja contra el hombro de Hockenberry.

—No me hace gracia. Descríbeme el lecho. Por cada error en tu descripción, te cortaré un miembro.

Hockenberry contuvo las ganas de orinarse encima.

—Penélope dice que te diga que el marco está labrado en oro, plata y marfil, con hilos de piel de buey extendidos para contener las muchas suaves pieles y colchas.

—Bah —dijo Odiseo—, eso describe el lecho de cualquier gran hombre. Márchate.

Diomedes y Áyax
el Grande
se habían acercado para instar a Aquiles, todavía arrodillado, a abandonar el cadáver de la reina amazona e ir con ellos. El Agujero Brana vibraba visiblemente, los bordes estaban borrosos. El rugido del Olimpo era tan fuerte que todos tenían que gritar para hacerse oír.

—¡Odiseo! —exclamó Hockenberry—. Esto es importante. Ven con nosotros para oír el mensaje de la bella Penélope.

El hombre bajo y barbudo se volvió para mirar con ira al escólico y el moravec. Su espada estaba todavía alzada.

—Dime dónde trasladé el lecho después de que mi esposa y yo nos mudáramos, y puede que te deje conservar los brazos.

—No lo trasladaste —dijo Hockenberry, en voz alta y firme a pesar del martilleo de su corazón—. Penélope dice que cuando construiste tu palacio dejaste un olivo fuerte y recto donde hoy está el dormitorio. Dice que cortaste las ramas, colocaste en el árbol un techo de madera, tallaste el tronco y lo dejaste para que fuera uno de los postes de vuestro lecho. Éstas fueron las palabras que me dijo que te dijera para que supieras que era en efecto ella quien enviaba el mensaje.

Odiseo se lo quedó mirando un buen rato. Luego volvió a enfundar la espada.

—Dime el mensaje, hijo de Duane. Rápido.

El hombre miró al cielo cada vez más oscuro y al rugiente Olimpo. De repente un escuadrón de veinte moscardones y naves de transporte salió volando por el Agujero para llevar a los técnicos moravec a lugar seguro. Una serie de estampidos sónicos estremecieron el suelo marciano e hicieron que los hombres que corrían se agacharan y alzaran los brazos para cubrirse la cabeza.

—Acerquémonos a la máquina moravec, hijo de Laertes. Es un mensaje que será mejor entregar en privado.

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