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Authors: Dan Simmons

Olympos (78 page)

BOOK: Olympos
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Zeus mide cuatro metros y medio de altura. Es impresionante allí tendido de espaldas, las piernas abiertas sobre el tapiz y la mesa, musculoso y perfectamente formado, incluso su barba ungida con rizos perfectos, pero aparte de cuestiones menores como tamaño y su perfección física, es sólo un hombre grande que ha disfrutado de un magnífico polvo y se ha quedado dormido. El pene divino (casi tan largo como la espada de Aquiles) todavía yace hinchado, rosáceo y flácido, sobre el divino muslo aceitado del señor de los dioses. El dios que convoca las tormentas ronca y babea como un cerdo.

—Esto debería despertarlo —dice Hefesto. Alza una jeringuilla (algo que Aquiles no ha visto nunca) que termina en una aguja de más de un palmo de longitud.

—¡Por los dioses! —exclama Aquiles—. ¿Vas a clavarle eso al padre Zeus?

—Directo a su mentiroso y lujurioso corazón —dice Hefesto con una risita desagradable—. Hay mil centímetros cúbicos de pura adrenalina divina mezclada con mi propia receta de diversas anfetaminas... el único antídoto para el Sueño Absoluto.

—¿Qué hará cuando despierte? —pregunta Aquiles, colocando su escudo ante él.

Hefesto se encoge de hombros.

—No voy a quedarme para averiguarlo. Voy a TCear de aquí en el mismo instante en que termine de inyectar este cóctel. La respuesta de Zeus a que lo despierten con una aguja en el corazón es problema tuyo, hijo de Peleo.

Aquiles agarra al dios-enano por la barba y lo acerca.

—Oh, te garantizo que será nuestro problema si es un problema, cojo artificiero.

—¿Qué quieres que haga, mortal? ¿Esperar aquí y tenerte de la mano? Despertarlo fue tu puñetera idea.

—También te interesa a ti despertar a Zeus, dios de una pierna corta —

dice Aquiles, sin soltar su tenaza sobre la barba del inmortal.

—¿Cómo es eso? —Hefesto bizquea con su ojo bueno.

—Tú me ayudas con esto —susurra Aquiles, acercándose a la oreja deforme del feo dios—, y dentro una semana podrías ser tú quien se siente en el trono dorado del Salón de los Dioses, no Zeus.

—¿Cómo es eso posible? —pregunta Hefesto, pero también él susurra ahora. Sigue bizqueando, pero de repente hay ansiedad en su mirada.

Todavía susurrando, todavía agarrando la barba de Hefesto, Aquiles le cuenta al artificiero su plan.

Zeus despierta con un rugido.

Cumpliendo su palabra, Hefesto ha huido en el momento en que inyectó la adrenalina en el corazón del padre de los dioses, deteniéndose sólo para sacar la larga aguja y arrojar la jeringuilla. Tres segundos más tarde Zeus se incorpora, ruge con tanta fuerza que Aquiles tiene que cubrirse los oídos con las manos y, luego, el padre de los dioses se pone en pie de un salto, vuelca la pesada mesa de madera y aplasta toda la pared sur del hogar de Odiseo.

—¡¡¡HERA!!!! —truena Zeus—. ¡MALDITA SEAS!

Aquiles se obliga a no retroceder y esconderse, pero da un paso atrás mientras Zeus destroza lo que queda de pared, usa una viga para romper en mil pedazos la rueda de carro que hace las veces de lámpara en el techo, destruye la pesada mesa volcada de un enorme puñetazo y camina salvajemente de un lado a otro.

Finalmente, el padre de todos los dioses parece reparar en Aquiles, que está de pie en la puerta del vestíbulo.

—¡TÚ!

—Yo —reconoce Aquiles, hijo de Peleo. Lleva la espada al cinto, el escudo colgado al hombro en vez de en el antebrazo. Sus manos están vacías y abiertas. El largo cuchillo matador de dioses que le dio Atenea para asesinar a Afrodita está en su ancho cinturón, apartado de la vista.

—¿Qué estás haciendo en el Olimpo? —gruñe Zeus. Todavía está desnudo. Se sostiene la cabeza con su enorme mano izquierda y Aquiles ve el dolor de cabeza latiendo en los ojos inyectados en sangre del padre Zeus. Evidentemente, el Sueño Absoluto produce resaca.

—No estás en el Olimpo, mi señor Zeus —dice Aquiles suavemente—

. Te encuentras en la isla de Ítaca, bajo una nube dorada de ocultamiento, en el salón de los banquetes de Odiseo, hijo de Laertes.

Zeus mira a su alrededor. Entonces frunce más profundamente el ceño. Finalmente, mira a Aquiles una vez más.

—¿Cuánto tiempo llevo dormido, mortal?

—Dos semanas, padre —responde Aquiles.

—Tú, argivo, asesino de hombres de pies ligeros, no podrías haberme despertado de ninguna poción-encantamiento que Hera, la de los níveos brazos, haya usado para drogarme. ¿Qué dios me ha revivido y por qué?

—Oh, Zeus que dominas los relámpagos —dice Aquiles, bajando la cabeza y los ojos casi con mansedumbre, pues ha visto la mansedumbre muchas veces—, te diré todo lo que quieras saber, y es cierto que aunque la mayoría de los inmortales del Olimpo te abandonaron, al menos un dios siguió siendo tu fiel sirviente, pero primero debo pedirte una merced.

—¿Una merced? —truena Zeus—. Te daré una merced que no olvidarás si vuelves a hablar sin permiso. Quédate ahí y guarda silencio.

La enorme figura hace un gesto y una de las tres paredes que quedan de pie (la que tenía el carcaj de flechas envenenadas y el contorno de un gran arco) se disuelve en una superficie de visión tridimensional muy parecida a la hololaguna del Gran Salón de los Dioses.

Aquiles comprende que está contemplando una vista aérea de la casa, el palacio de Odiseo. Ve al perro
Argos
en el exterior. El hambriento sabueso se ha comido las galletas y ha recuperado suficientes fuerzas para arrastrarse a la sombra.

—Hera debió dejar un campo de fuerza bajo mi nube dorada de ocultación —murmura Zeus—. El único que podría haberlo levantado es Hefesto. Trataré con él más tarde.

Zeus mueve de nuevo la mano. La imagen cambia a la cima del Olimpo, hogares y mansiones vacíos, los carros abandonados.

—Han ido a jugar con sus juguetes favoritos —murmura Zeus.

Aquiles ve una batalla ante las murallas de Ilión. Las fuerzas de Héctor parecen empujar a los argivos y sus máquinas de asedio hasta la Colina de Espinos y más allá. El aire está lleno de andanadas de flechas y una docena o más de carros voladores. Truenos y brillantes rayos rojos destellan sobre el campo de batalla mortal. Las explosiones sacuden el campo y llenan el cielo mientras los dioses luchan unos contra otros a muerte igual que hacen sus campeones abajo.

Zeus sacude la cabeza.

—¿Los ves, Aquiles? Son tan adictos a la lucha como los cocainómanos, como los jugadores ante el tapete. Durante más de quinientos años desde que conquisté al último de los Titanes (los Cambiantes originales) y arrojé a Cronos, Rea y los otros monstruosos Originales al pozo gaseoso del Tártaro, hemos estado evolucionando nuestros divinos poderes olímpicos, asentándonos en nuestros divinos papeles... ¿para QUÉ?

Aquiles, a quien no se le ha pedido explícitamente que hable, mantiene la boca cerrada.

—¡MALDITOS NIÑOS CON SUS JUEGOS!!! —grita Zeus, y Aquiles tiene que cubrirse nuevo los oídos—. Inútiles como yonquis de la heroína o adolescentes de la Edad Perdida delante de sus videojuegos. Después de esta larga década de planes y conspiraciones y luchas secretas, aunque yo las prohibí, y de detener el tiempo para poder armar a sus héroes mascota con poderes nanotecnológicos, simplemente tienen que llevarlo todo hasta el amargo final y asegurarse de que su bando gana. ¡COMO SI ESO IMPORTA-

RA!

Aquiles sabe que un hombre inferior (y todos los hombres son inferiores ante Aquiles) estaría de rodillas gritando de dolor por el rugido divino, pero el estampido ultrasónico y el rugido siguen debilitándolo por dentro.

—Adictos todos —dice Zeus, su rugido más tolerable ahora—. Tendría que haberlos inscrito a todos en Anónimos de Ilión hace cinco años y evitado esta terrible represalia que ahora debe producirse. Hera y sus aliados han ido demasiado lejos.

Aquiles está contemplando la matanza en la pared. La imagen es tan profunda, tan tridimensional, que es como si la pared se hubiera abierto al campo de batalla de la propia Ilión. Los aqueos, bajo el torpe liderazgo de Agamenón, caen a ojos vistas: Apolo del arco plateado es obviamente el dios más letal del campo; empuja los carros voladores de Ares, Atenea y Hera hacia el mar, pero no es una derrota todavía, ni en el aire ni en tierra. La vista de la lucha enardece la sangre de Aquiles y le hace querer unirse a ella, dirigir a sus mirmidones en un contraataque y una matanza que sólo terminen con el carro y los caballos de Aquiles destrozando el mármol del palacio de Príamo, preferiblemente arrastrando tras ellos el cadáver de Héctor y dejando un rastro sangriento.

—¿BIEN? —ruge Zeus—. ¡Habla!

—¿De qué, oh padre de todos los dioses y hombres?

—De esa... merced que quieres de mí, hijo de Tetis —Zeus se ha puesto la ropa mientras contemplaba los hechos en la pared de visión.

Aquiles avanza un paso.

—A cambio de encontrarte y despertarte, padre Zeus, te pido que restaures la vida de Pentesilea en una de las tinas Curadoras y...

—¿Pentesilea? —truena Zeus—. ¿Esa tortillera amazona de las regiones del norte? ¿La zorra rubia que asesinó a su hermana Hipólita para obtener su indigno trono? ¿Cómo murió? ¿Y qué tiene ella que ver con Aquiles o Aquiles con ella?

Aquiles rechina los dientes pero mantiene la mirada, ahora asesina, gacha.

—La amo, padre Zeus, y... Zeus estalla en carcajadas.

—¿La amas, dices? Hijo de Tetis, te he visto en mis paredes y suelos de visión, y en persona, desde que eras un bebé, desde que eras un mocoso atendido por el paciente centauro Quirón, y nunca te he visto amar a una mujer. Incluso la muchacha que engendró a tu hijo era abandonada como exceso de equipaje cada vez que sentías la urgencia de irte a la guerra... de irte de putas y violaciones. Amas a Pentesilea, ese chocho rubio y sin cerebro que usa lanza. Cuéntame otra historia, hijo de Tetis.

—Amo a Pentesilea y deseo que se le devuelva la salud —dice entre dientes Aquiles. En lo único que puede pensar es en la hoja matadora de dioses que lleva al cinto. Pero Atenea ya le ha mentido antes. Si mintió sobre las habilidades de ese cuchillo, sería un necio al actuar contra Zeus. Aquiles sabe que es un necio en cualquier caso, por haber ido a suplicarle al Padre un regalo. Pero persevera, los ojos aún gachos, pero las manos convertidas en poderosos puños.

—Afrodita le dio a la reina amazona un aroma cuando entró en combate conmigo... —empieza a decir.

Zeus vuelve a reírse.

—¡No será el Número Nueve! Bueno, pues estás bien jodido, amigo mío. ¿Cómo murió esa bollera Pentesilea? No, espera, lo veré por mí mismo.

El Dios Padre mueve de nuevo la mano derecha y la pared pantalla se nubla, cambia, salta atrás en el espacio y el tiempo. Aquiles alza la cabeza y ve la carga condenada de la amazona contra sus hombres y él en las llanuras rojas en la base del Olimpo. Ve a Clonia, Bremusa y a las otras amazonas caer ante las espadas y las flechas de los hombres. Ve de nuevo cómo arroja la fiel lanza de su padre y atraviesa a la reina Pentesilea y el grueso torso de su caballo tras ella, clavándola al animal muerto como si fuera un insecto en una bandeja de disección.

—Oh, bien hecho —truena Zeus—. ¿Y ahora quieres devolverle de nuevo la vida en una de las tinas de mi Curador?

—Sí, mi señor.

—No sé qué sabes del Salón de Curación —dice Zeus, caminando de un lado a otro—, pero deberías saber que ni siquiera las artes del extraño Curador pueden devolver la vida a un mortal.

—Señor —dice Aquiles, la voz baja pero impaciente—, Atenea lanzó un hechizo de no corrupción sobre el cadáver de mi amada, para que no la envuelva la muerte. Podría ser posible...

—¡SILENCIO!! —ruge Zeus y Aquiles es impulsado físicamente hacia la holopared por la andanada de ruido—. NADIE EN EL PANTEÓN ORIGINAL DE INMORTALES LE DICE A ZEUS EL PADRE LO QUE ES POSIBLE O LO QUE DEBERÍA HACERSE, MUCHO MENOS UN SIMPLE MORTAL, LANCERO HIPERMUSCULADO.

—No, padre —dice Aquiles, alzando la mirada hacia la gigantesca forma barbuda—, pero esperaba que...

—Silencio —repite Zeus, pero a un nivel que permite a Aquiles quitarse las manos de los oídos—. Ahora me marcho... a destruir a Hera, a arrojar a sus cómplices al pozo sin fondo del Tártaro, a castigar a los otros dioses de formas que nunca olvidarán y a eliminar de una vez por todas a ese invasor ejército argivo. Los griegos, con vuestra arrogancia y vuestros modales, me tocáis los cojones —Zeus empieza a encaminarse hacia la puerta—. Aquí estás en Tierra-Ilión, hijo de Tetis. Puedes tardar muchos meses, pero podrás encontrar solo el camino de vuelta a casa. No te recomendaría que regresaras a Ilión... no quedarán Aqueos con vida para cuando llegues a ese lugar.

—No —dice Aquiles.

Zeus se revuelve. Sonríe entre dientes.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que no. Debes concederme mi deseo —Aquiles se coloca el escudo en el antebrazo, como si se dirigiera al frente. Desenvaina su espada.

Zeus echa atrás la cabeza y suelta una risotada.

—Concederte tu deseo... ¿o qué, hijo bastardo de Tetis?

—O alimentaré con el hígado de Zeus a ese perro hambriento de Odiseo que está en el patio —dice Aquiles con firmeza.

Zeus sonríe y sacude la cabeza.

—¿Sabes por qué estás vivo hoy, insecto?

—Porque soy Aquiles, hijo de Peleo —dice Aquiles, dando un paso al frente. Desea tener consigo su lanza para arrojarla—. El guerrero más grande y el héroe más noble de la Tierra, invulnerable a sus enemigos, amigo del asesinado Patroclo, ni esclavo ni siervo de ningún hombre... ni de ningún dios.

Zeus sacude de nuevo la cabeza.

—No eres hijo de Peleo. Aquiles deja de avanzar.

—¿De qué estás hablando, señor de las moscas? ¿Señor de la mierda de caballo? Yo soy el hijo de Peleo que es hijo de Eaco, hijo del mortal que se apareó con la inmortal diosa marina Tetis, un rey que desciende de un largo linaje de reyes mirmidones.

—No —dice Zeus y esta vez es el gigantesco dios quien avanza un paso y se alza como una torre sobre Aquiles—. Eres hijo de Tetis, pero bastardo de mi semilla, no de la de Peleo.

—¡Tú! —Aquiles intenta reírse pero sólo consigue emitir un ronco ladrido—. Mi inmortal madre me dijo con toda verdad que...

—Tu inmortal madre miente por esa boca repleta de algas marinas — ríe Zeus—. Hace casi tres décadas, deseé a Tetis. Ella era menos que diosa plena entonces, aunque más hermosa que la mayoría de vosotros, los mortales. Pero las Parcas, esas malditas contadoras de cuentas con sus ábacos de memoria ADN, me advirtieron de que cualquier hijo que yo engendrara con Tetis sería mi fin, podría causar mi muerte, podría acabar con el reino del Olimpo mismo.

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