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Authors: Dan Simmons

Olympos (12 page)

BOOK: Olympos
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—Lo sé. Pero ¿por qué haces eso? Sabes que siempre te deprimes cuando lees
Recuerdo de cosas pasadas
.


En busca del tiempo perdido
—lo corrigió Orphu de Io—. He estado leyendo la sección llamada «Pena y olvido». Ya sabes, después de la muerte de Albertine, cuando Marcel, el narrador, intenta olvidarla pero no puede.

—Ah, vaya —dijo Mahnmut—. Eso sí que debería animarte. ¿Y si te descargo
Hamlet
para variar?

Orphu ignoró el ofrecimiento. En aquel momento se encontraban a suficiente altura para ver la nave bajo ellos y, más allá, las paredes del cráter Stickney. Mahnmut sabía que Orphu podía viajar muchos miles de kilómetros por el espacio profundo sin ningún problema, pero la sensación de que estaban fuera de control y alejándose de Fobos y la Base Stickney (tal como había advertido a Hockenberry) era muy fuerte.

—Para desligarse de Albertine —dijo Orphu—, el pobre narrador tiene que repasar su memoria y su conciencia y enfrentarse a todas las Albertines, las de la memoria además de las imaginarias, que ha deseado y de las que ha estado celoso; todas las Albertines virtuales que había creado mentalmente cuanto le preocupaba que ella lo estuviera engañando para verse con otras mujeres a su espalda. Por no mencionar a las diferentes Albertines de su deseo, a la muchacha que apenas conocía, a la mujer que conquistó pero no poseyó, a la mujer de la que se había cansado.

—Agotador —dijo Mahnmut, intentando dar a entender por su modo de decirlo lo cansado que estaba de todo el asunto de Proust.

—Eso no es todo —continuó Orphu, ignorando la indirecta o quizás ajeno a ella—. Para avanzar en su pena, el pobre Marcel... el personaje-narrador, ya sabes, tiene el mismo nombre que el autor... espera, tú leíste esto, ¿verdad, Mahnmut? Me aseguraste que lo habías hecho cuando veníamos sistema adentro el año pasado.

—Yo... me lo salté —dijo el moravec europano. Incluso el suspiro de Orphu bordeó lo subsónico.

—Bueno, como te iba diciendo, el pobre Marcel no sólo tiene que enfrentarse a esta legión de Albertines de su conciencia antes de poder dejarla marchar, sino que también tiene que enfrentarse a todos los Marcels que han percibido a estas múltiples Albertines... el que la había deseado por encima de todas las cosas, el locamente celoso, el indiferente, el Marcel con el juicio distorsionado por el deseo, el...

—¿Tiene algún sentido todo esto? —preguntó Mahnmut. Su propia área de interés desde hacía un siglo y medio eran los sonetos de Shakespeare.

—Sólo la vacilante complejidad de la conciencia humana —dijo Orphu. Giró su caparazón ciento ochenta grados, disparó sus impulsores, y volvieron hacia la nave, el entramado, el cráter Stickney y la seguridad. Mahnmut dobló su corto cuello para contemplar Marte mientras giraban. Sabía que se trataba de una ilusión, pero parecía más cercano. Olimpo y los volcanes de Tarsis eran casi invisibles ahora que Fobos se dirigía hacia el otro extremo del planeta.

—¿Te preguntas alguna vez cómo difiere nuestra pena de... digamos, la de Hockenberry? ¿O la de Aquiles?

—En realidad no —respondió Mahnmut—. Hockenberry parece sentirse tan apenado por la pérdida de la memoria de la mayor parte de su vida previa como por su esposa, sus amigos, sus estudiantes muertos y todo eso. Pero ¿quién puede saberlo con los humanos? Y Hockenberry es sólo un ser humano reconstituido: algo o alguien lo reconstituyó a partir de ADN, ARN, sus viejos libros y quién sabe qué tipo de programas deductivos. En cuanto a Aquiles... cuando se entristece, va y mata a alguien, o a unos cuantos.

—Ojalá hubiera estado allí para ver su ataque a los dioses durante el primer mes de la guerra —dijo Orphu—. Tal como lo describes, la carnicería tuvo que ser sorprendente.

—Lo fue —respondió Mahnmut—. He bloqueado el acceso aleatorio a esos archivos en mi MON porque son perturbadores.

—Es otro aspecto de Proust en el que he estado pensando —dijo Orphu. Se posaron en el casco superior de la nave con destino a la Tierra y el gran moravec conectó micropitones a la gruesa capa de material reflectante—. Nosotros podemos recurrir a nuestra memoria inorgánica cuando nuestros recuerdos neurales no resultan fiables. Los seres humanos sólo tienen esa confusa masa de elementos químicos almacenados. Todos son subjetivos y están teñidos de emociones. ¿Cómo pueden confiar en sus recuerdos?

—No lo sé. Si Hockenberry viene con nosotros a la Tierra, tal vez podamos entender cómo funciona su mente.

—No es que vayamos a estar a solas con él mucho tiempo para charlar —dijo Orphu—. Habrá un impulso de alta-g y una g-deceleración aún mayor y toda una muchedumbre: al menos una docena de vecs de las Cinco Lunas y un centenar de soldados rocavec.

—Preparados para cualquier contingencia esta vez, ¿eh? —dijo Mahnmut.

—Lo dudo —murmuró Orphu—. Aunque esta nave lleva armas suficientes para reducir la Tierra a cenizas. Pero hasta ahora, nuestros planes no han podido evitar las sorpresas.

Mahnmut sintió el mismo malestar que cuando se enteró de que su nave a Marte llevaba armas en secreto.

—¿Lloras alguna vez por Koros III y Ri Po como tu narrador Proust llora por sus muertos? —le preguntó al ioniano.

La fina antena de radar de Orphu giró levemente hacia el moravec más pequeño, como si intentara leer la expresión de Mahnmut, como decía que podía hacer con un humano. Mahnmut, por supuesto, no tenía expresión ninguna.

—En realidad no —dijo Orphu—. No los conocíamos antes de la misión y no viajamos con ellos en el mismo compartimento. Antes de que Zeus... nos alcanzara. Así que para mí eran sobre todo voces en el comunicador, aunque a veces accedo a la MON para ver sus imágenes... sólo por honrar su memoria, supongo.

—Sí —contestó Mahnmut. Él hacía lo mismo.

—¿Sabes qué dijo Proust sobre la conversación? Mahnmut reprimió otro suspiro.

—¿Qué?

—Dijo: «Cuando charlamos, ya no somos nosotros quienes hablamos... nos damos forma a la manera de otras personas, para no diferir de ellas.»

—Así que cuando hablo contigo —dijo Mahnmut por su frecuencia privada—, ¿me doy forma a la usanza de un cangrejo herradura de seis toneladas con el caparazón abollado, demasiadas patas y sin ojos?

—Eso quisieras —bramó Orphu de Io—. Pero siempre hay que intentar tomar más de lo que puedes.

9

Pentesilea entró a caballo en Ilión una hora después del amanecer, con doce de sus mejores hermanas-guerreras cabalgando tras de sí. A pesar de la hora temprana y el frío viento, miles de troyanos se congregaban en las murallas y flanqueaban el camino de las puertas Esceas que conducía al palacio provisional de Príamo, vitoreando como si la reina amazona llegara con miles de refuerzos en vez de con sólo trece guerreras. La multitud agitaba pañuelos, golpeaba lanzas contra escudos de cuero, lloraba, aplaudía y arrojaba flores bajo los cascos de los caballos.

Pentesilea lo aceptó todo, como era debido.

Deífobo, el hijo del rey Príamo, hermano de Héctor y del difunto Paris, y el hombre que todo el mundo sabía que sería el siguiente esposo de Helena, recibió a la reina amazona y sus guerreras ante las murallas del palacio de Paris, donde Príamo residía. El fornido troyano iba ataviado con una armadura reluciente y una capa roja, llevaba el penacho del casco erguido y dorado y se mantuvo con los brazos cruzados hasta que alzó una palma en gesto de saludo. Quince de los miembros de la guardia privada de Príamo permanecían firmes tras él.

—Salve, Pentesilea, hija de Ares, reina de las amazonas —exclamó Deífobo—. Bienvenidas seáis tú y tus doce mujeres guerreras. Toda Ilión te ofrece su agradecimiento y te honra este día, por venir como aliada y amiga para ayudarnos en nuestra guerra con los dioses del mismísimo Olimpo. Entra, báñate, recibe nuestros regalos y conoce la verdadera riqueza de la hospitalidad y el aprecio de Troya. Héctor, nuestro más noble héroe, estaría aquí para recibirte en persona, pero descansa unas horas después de haber velado la pira funeraria de nuestro hermano durante toda la noche.

Pentesilea desmontó ágilmente de su gigantesco corcel de guerra, moviéndose con gracia consumada a pesar de su sólida armadura y su casco. Agarró a Deífobo por el antebrazo con sus dos fuertes manos, saludándolo con el apretón de amistad de un camarada guerrero.

—Gracias, Deífobo, hijo de Príamo, héroe de mil combates singulares. Mis compañeras y yo te damos las gracias y nuestras condolencias a ti, tu padre y todo el pueblo de Príamo por la noticia de la muerte de Paris, noticia que nos llegó hace dos días, y aceptamos vuestra generosa hospitalidad. Pero he de decirte antes de entrar en el hogar de Paris, palacio ahora de Príamo, que no vengo a combatir a los dioses junto a vosotros, sino para poner fin a vuestra guerra con los dioses de una vez por todas.

Deífobo, cuyos ojos solían sobresalir hipnóticamente en el mejor de los casos, contempló ahora absorto a la hermosa amazona.

—¿Cómo vas a hacer eso, reina Pentesilea?

—Esto he venido a deciros y luego a hacer —dijo Pentesilea—. Vamos, guíame, amigo Deífobo. Necesito ver a tu padre.

Deífobo le explicó a la reina amazona y su ejército de guardaespaldas que su padre, el real Príamo, se alojaba en aquella ala del palacio de Paris porque los dioses habían destruido su propio palacio el primer día de guerra, ocho meses antes, y matado a su esposa y reina de la ciudad, Hécuba.

—De nuevo tienes las condolencias de las mujeres amazonas, Deífobo —dijo Pentesilea—. El pesar por la noticia de la muerte de la reina llegó incluso a nuestras lejanas islas y colinas.

Mientras entraban en la cámara real, Deífobo se aclaró la garganta.

—Hablando de tu lejana tierra, hija de Ares, ¿cómo habéis sobrevivido a la ira de los dioses este mes? Por la ciudad ha corrido la noticia esta noche de que Agamenón encontró las islas griegas vacías de vida humana durante su viaje a casa. Incluso los valientes defensores de Ilión tiemblan esta mañana al pensar que los dioses han eliminado a todos los pueblos menos a los argivos y a nosotros. ¿Cómo es que tu raza y tú fuisteis perdonados?

—Mi raza no lo ha sido —dijo Pentesilea llanamente—. Tememos que la tierra de las valientes amazonas esté tan vacía como las otras tierras que hemos recorrido esta última semana de nuestro viaje. Pero Atenea nos ha perdonado por nuestra misión. Y la diosa envía un importante mensaje al pueblo de Ilión.

—Por favor, dínoslo —dijo Deífobo. Pentesilea negó con la cabeza.

—El mensaje es para los oídos del regio Príamo.

Como obedeciendo una señal las trompetas resonaron, las cortinas se descorrieron y Príamo entró despacio, apoyado en el brazo de uno de sus guardias reales.

Pentesilea había visto a Príamo en su propio salón regio menos de un año antes, cuando ella y cincuenta de sus amazonas habían roto el sitio aqueo para traer a Troya palabras de ánimo y alianza. Príamo le había dicho que la ayuda de las amazonas no era necesaria entonces, pero la bañó de oro y otros regalos. Ahora la reina amazona se sorprendió del aspecto de Príamo.

El rey, siempre venerable pero lleno de energía, parecía haber envejecido veinte años en doce meses. Su espalda, siempre tan recta, estaba ahora encorvada. Sus mejillas, siempre sonrosadas de vino o excitación las veces que Pentesilea lo había visto en sus veinticinco años de vida, incluso cuando era una niña y ella y su hermana, Hipólita, se ocultaban tras las cortinas del trono de su madre cuando la partida real de Ilión las visitaba para pagar tributos, estaban hundidas como si el anciano hubiera perdido todos los dientes. Su pelo y su barba entrecanos se habían vuelto de un triste color blanco. Los ojos de Príamo eran vidriosos y contemplaban fantasmas.

El anciano casi se desplomó en el trono de oro y lapislázuli.

—Salve, Príamo, hijo de Laomedonte, noble gobernante del linaje de Dárdano, padre del valiente Héctor, del llorado Paris y el acogedor Deífobo —dijo Pentesilea, apoyándose en una rodilla. Su voz de mujer joven, aunque melodiosa, era lo bastante fuerte para resonar en la enorme cámara—. Yo, la reina Pentesilea, quizá la última de las reinas de las amazonas, y mis doce guerreras de armadura de bronce os traemos alabanzas, condolencias, regalos y nuestras lanzas.

—Tus condolencias y vuestra lealtad son vuestros más preciosos regalos para nosotros, querida Pentesilea.

—También te traigo un mensaje de Palas Atenea y la clave para poner fin a vuestra guerra con los dioses —dijo Pentesilea.

El rey ladeó la cabeza. Algunos miembros de su séquito se quedaron sin respiración con un jadeo.

—Palas Atenea nunca ha amado Ilión, querida hija. Siempre conspiró con nuestros enemigos argivos para destruir esta ciudad y todo lo que hay dentro de sus murallas. Pero la diosa es ahora nuestra enemiga jurada. Ella y Afrodita asesinaron al bebé de mi hijo Héctor, Astianacte, joven señor de la ciudad, diciendo que nosotros y nuestros hijos éramos meras ofrendas para ellas. Sacrificios. No habrá paz con los dioses hasta que su raza o la nuestra se haya extinguido.

Pentesilea, todavía apoyada en una rodilla pero con la cabeza alta y los ojos azules destellando de desafío, dijo:

—La acusación contra Atenea y Afrodita es falsa. La guerra es falsa. Los dioses que aman a Ilión desean amarnos y apoyarnos una vez más... incluido el Padre Zeus mismo. Incluso Palas Atenea, la de los ojos grises, se ha puesto de parte de Ilión a causa de la grave traición de los aqueos... de ese mentiroso de Aquiles más concretamente, pues es él quien inventó la calumnia de que Atenea asesinó a su amigo Patroclo.

—¿Ofrecen los dioses términos de paz? —preguntó Príamo. La voz del anciano era un susurro, su tono casi anhelante.

—Atenea ofrece más que términos de paz —dijo Pentesilea, poniéndose en pie—. Ella, y los dioses que aman Troya, os ofrecen la victoria.

—¿Victoria sobre quién? —exclamó Deífobo, colocándose al lado de su padre—. Los aqueos son ahora nuestros aliados. Ellos y los seres artificiales, los moravecs, que protegen nuestras ciudades y campos de los rayos de Zeus.

Pentesilea se echó a reír. En ese momento, todos los hombres de la sala se maravillaron de lo hermosa que era la reina amazona, joven y rubia, sus mejillas arreboladas y sus rasgos tan animados como los de una niña, su cuerpo bajo la armadura de bronce bellamente moldeada esbelto y pleno al mismo tiempo. Pero los ojos de Pentesilea y su expresión ansiosa no eran de niña: había en ellos vitalidad, fiereza y aguda inteligencia, además del ansia de un guerrero por la acción.

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