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Authors: Dan Simmons

Olympos (25 page)

BOOK: Olympos
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Y para eso nació.

—¿Nacer? —ríe Próspero suavemente—. Tu bastardo semilla de arpía rezumó al ser entre toda la gama de encantamientos de una auténtica sacerdotisa-puta: sapos, escarabajos, murciélagos, cerdos que una vez fueron hombres... El niño-lagarto habría convertido en una pocilga mi Tierra si no hubiera tomado a la traicionera criatura, le hubiera enseñado el lenguaje, la hubiera albergado en mi propia celda, atendido con cuidado humano y enseñado todas las cualidades de la humanidad... y para lo que me sirvieron a mí o al mundo.

Todas las cualidades de la humanidad,
rezonga Setebos. Se mueve cinco pasos adelante sobre sus manos hasta que su sombra cae sobre el anciano.
Yo le enseñé poder. Tú le enseñaste dolor.

—Cuando como tu propia horrible raza olvidó su propio significado y empezó a farfullar como un ser brutal, merecidamente lo confié en una roca donde le hice compañía en una forma de mí mismo.

Exiliaste a Calibán en esa roca orbital y enviaste a uno de tus hologramas para poder engañarlo y torturarlo durante siglos, magus mentiroso.

—¿Torturar? No. Pero cuando desobedeció, cubrí al sucio anfibio de calambres, llené sus huesos de dolor y lo hice rugir para que las otras bestias de esa isla orbital ahora caída temblaran en su madriguera. Y lo haré de nuevo cuando lo capture.

Demasiado tarde
, bufa Setebos. Sus ojos que no parpadean nunca se vuelven todos a mirar al anciano de la túnica azul. Los dedos se retuercen y ondulan.
Tú mismo dijiste que mi hijo, con quien estoy muy satisfecho, anda suelto en tu mundo. Yo lo sabía, por supuesto. Pronto estaré allí para reunirme con él. Juntos, acompañados por los miles de pequeños calibani que tan prontamente creaste cuando aún morabas entre los posthumanos y pensabas que su mundo estaba condenado para siempre, padre e hijos-nieto pronto convertirán tu verde orbe en un lugar más agradable.

—En una ciénaga, querrás decir —dice Próspero—. Llena de olores hediondos, criaturas sucias, todas las formas de negrura y todas las infecciones que brotan de pantanos, corrales, llanuras y del hedor de la caída de Próspero.


. La enorme cosa-cerebro rosa parece danzar arriba y abajo sobre sus largas patas-dedos, meciéndose como si oyera música inaudible o gritos placenteros.

—Entonces Próspero no debe caer —susurra el anciano—. No debe caer.

Lo harás, magus. No eres más que una sombra de un rumor de un atisbo de una noosfera: una personificación de un pulso sin centro ni información útil, murmullos insensatos de una raza largamente caída en la chochez y el deterioro, un pedo cibercosido en el viento. Caerás y lo mismo hará tu inútil bioputa, Ariel.

Próspero alza su báculo como si pretendiera golpear al monstruo. Luego lo baja y se apoya en él, como si se hubiera quedado repentinamente sin fuerzas.

—Ariel sigue siendo la buena y fiel servidora de nuestra Tierra. Nunca te servirá a ti ni a tu monstruoso hijo ni a tu puta de ojos azules.

Ella nos servirá con su muerte.

—Ariel es la Tierra, monstruo —suspira Próspero—. Mi amada creció hasta cobrar plena conciencia de la noosfera interaccionando con la biosfera autoconsciente. ¿Matarías a un mundo entero por alimentar tu ira y tu vanidad?

Oh, sí.

Setebos salta hacia delante sobre las gigantescas yemas de sus dedos y agarra al anciano con cinco manos, alzándolo para acercarlo a dos de sus conjuntos de ojos.
¿Dónde está Sycórax?

—Se pudre.

¿Circe ha muerto? La hija y concubina de Setebos no puede morir.

—Se pudre.

¿Dónde? ¿Cómo?

—La edad y la envidia la convirtieron en un cascajo y le di la forma de un pez, que ahora se pudre cabeza abajo.

Las muchas-manos bufan sus mocos y le arrancan las piernas a Próspero; las arrojan al mar. Luego la cosa le arranca los brazos al magus y se las lleva a una boca que se abre en el orificio más profundo de sus pliegues. Finalmente, engulle las entrañas del anciano como si fueran un tallarín largo.

—¿Te divierte esto? —pregunta la cabeza de Próspero antes de ser también aplastada por los grises pulgares y engullida por las fauces de las muchas-manos.

Los tentáculos de plata de la orilla se agitan y las ventosas parabólicas de sus extremos brillan. Próspero recobra su solidez playa abajo.

—Eres un ser aburrido, Setebos. Siempre airado, siempre hambriento, pero aburrido y cansino.

Encontraré tu verdadero yo corpóreo, Próspero. Confía en eso. En tu Tierra o en su corteza o bajo su mar o en su órbita, encontraré la masa orgánica que una vez fuiste y te masticaré lentamente. No hay ninguna duda de esto.

—Aburrido —dice el magus. Parece cansado y triste—. Sea cual sea el destino de tus dioses de barro y mis
zeks
de Marte, y de mis amados hombres y mujeres en la Tierra de Ilión, tú y yo volveremos a encontrarnos pronto. En la Tierra esta vez. Y ésta, nuestra larga guerra, pronto terminará y finalmente acabará, para bien o para mal.


. La cosa de muchas manos escupe jirones ensangrentados a la arena, gira sobre sus manos inferiores y vuelve al mar hasta que todo lo que puede verse de ella son los escupitajos sangrientos que brotan de su mitad semisumergida.

Próspero suspira. Asiente a los voynix, se acerca al HV más cercano y abraza a uno de los hombrecillos verdes.

—Por mucho que quiera hablar con vosotros y oír vuestros pensamientos, amados míos, mi viejo corazón no puede soportar ver morir a otro más de vuestra especie hoy. Así pues, hasta que vuelva a aventurarme aquí de nuevo, os lo ruego,
corragio
! ¡Tened valor!
¡Corragio!

Los voynix avanzan y apagan el proyector. El magus se desvanece. Los voynix pliegan cuidadosamente los tentáculos plateados, llevan la máquina proyectora al carricoche de vapor y desaparecen subiendo los peldaños hasta su interior iluminado de rojo. El motor de vapor resuena con más fuerza.

El carricoche se estremece y traza un círculo torpe en la playa, escupiendo arena. Los
zeks
se apartan en silencio y luego la extraña máquina atraviesa el Agujero Brana y desaparece.

Unos segundos más tarde, el propio Agujero Brana se encoge, vuelve a la lámina mundo once-dimensional de pura energía de colores, se encoge una vez más y deja de existir.

Durante un rato el único sonido o movimiento procede de las olas adormiladas que lamen la orilla roja. Finalmente los HV se marchan a sus faluchos y barcazas y zarpan de regreso a las cabezas de piedra que todavía tienen que tallar y erigir.

21

Mientras espoleaba a su caballo y alzaba la lanza de Atenea presta para el ataque, Pentesilea advirtió que había pasado por alto dos cosas que podían sellar su destino.

Primero se dio cuenta de que, increíblemente, Atenea nunca le había dicho, ni ella se lo había preguntado a la diosa, qué talón del asesino de hombres era su punto débil. Pentesilea había supuesto que se trataba del talón derecho (así se imaginaba a Peleo sacando al niño del Fuego Celestial), pero Atenea no había dado detalles sino dicho sólo que uno de los talones de Aquiles era mortal.

Pentesilea había imaginado la dificultad de alcanzar el talón del héroe, incluso con la lanza encantada de Atenea, sabiendo que Aquiles no huiría de ella, pero había instruido a sus camaradas amazonas para que abatieran a tantos aqueos en la retaguardia de Aquiles como fuera posible. Pentesilea planeaba golpear el talón del de los pies ligeros en el instante en que éste se volviera para ver quién había herido y quién muerto, como hubiese hecho cualquier capitán leal. Pero para que su estrategia funcionara, Pentesilea tenía que frenar su participación en el ataque, permitiendo que sus hermanas golpearan a los otros para obligar a Aquiles a volverse. No dirigir el ataque, no ser la primera en matar iba en contra de la naturaleza guerrera de Pentesilea, y aunque sus hermanas comprendían que aquel plan era necesario para abatir al asesino de hombres, la reina amazona se ruborizó de vergüenza cuando la línea de caballos se encontró con la línea de hombres y su enorme corcel los seguía unos pocos segundos por detrás.

Entonces se dio cuenta de su segundo error. El viento no estaba a su favor. Parte del plan de Pentesilea dependía de la confusión que creaba el perfume de Afrodita, pero el musculoso idiota masculino tenía que olerlo para que el plan funcionara. A menos que el viento cambiara o a menos que Pentesilea acortara la distancia hasta quedar literalmente encima del rubio guerrero aqueo, el olor mágico no sería un factor determinante.

«A la mierda —pensó la reina amazona cuando sus camaradas empezaron a disparar lanzas y flechas—. ¡Que los Hados se salgan con la suya y Hades se lleve al último! ¡Ares, padre, acompáñame y protégeme ahora!»

Casi esperó que el dios de la guerra se apareciera a su lado entonces, y quizás Atenea y Afrodita también, ya que era su voluntad que Aquiles muriera aquel día, pero ningún dios ni diosa apareció en los pocos segundos que transcurrieron antes de que los caballos se empalaran contra las lanzas alzadas a toda prisa y las arrojadas se estamparan contra los escudos levantados y las imparables amazonas chocaran contra los inamovibles aqueos.

Al principio, la suerte y los dioses parecieron acompañar a las amazonas. Aunque varios caballos quedaron empalados en las puntas de las lanzas, los grandes animales atravesaron las líneas argivas. Algunos de los griegos retrocedieron; otros simplemente cayeron. Las amazonas rodearon rápidamente a los cincuenta hombres que acompañaban a Aquiles y empezaron a golpearlos con sus espadas y sus lanzas.

Clonia, la lugarteniente favorita de Pentesilea y la mejor arquera de todas las amazonas vivientes, disparaba flechas con tanta rapidez como podía encajarlas y soltarlas. Todos sus objetivos estaban detrás de Aquiles, lo que obligaba al asesino a volverse cada vez que uno de sus hombres era herido. El aqueo Menipo cayó con la garganta atravesada por una larga lanza. El amigo de Menipo, el poderoso Podarces, hijo de Ificlo y hermano del caído Protesilao, saltó lleno de cólera, tratando de herir a Clonia en la cadera con la punta de su lanza, pero la amazona Bremusa rompió la lanza en dos y luego cortó el brazo de Podarces por el codo con un poderoso tajo descendente.

Las hermanas de armas de Pentesilea, Euandra y Termodoa, habían sido desmontadas: sus caballos de guerra se revolvían en el suelo, atravesados sus corazones por las largas lanzas aqueas. Pero las dos mujeres se pusieron de pie en un instante, espalda acorazada contra espalda acorazada, sus escudos de media luna destellando, mientras mantenían a raya a un círculo de griegos que gritaban y atacaban.

Pentesilea se encontró abriéndose paso a través de los escudos argivos en la segunda oleada del ataque amazónico, con sus camaradas Alcibia, Dermaquia y Deríone al lado. Rostros barbudos se alzaron contra ellas y fueron abatidos. Una flecha, lanzada desde la retaguardia aquea, rebotó en el casco de Pentesilea enturbiándole un instante la visión.

«¿Dónde está Aquiles?» La confusión de la batalla la había desorientado momentáneamente, pero entonces la reina amazona vio al asesino de hombres a veinte pasos, a su derecha, rodeado por el núcleo de capitanes aqueos: los dos Áyax, Idomeneo, Odiseo, Diomedes, Esténelo, Teucreo. Pentesilea soltó un grito de guerra y acicateó los flancos de su caballo, urgiéndolo a acercarse hacia el puñado de héroes.

En ese segundo la turba se abrió un instante cuando Aquiles se volvió para ver a uno de sus hombres, Euenor de Duliquio, que caía con una flecha de Clonia en el ojo. Pentesilea vio claramente la pantorrilla descubierta de Aquiles bajo las correas de las grebas, sus tobillos polvorientos, sus talones callosos.

La lanza de Atenea pareció zumbarle en la mano cuando Pentesilea apuntó y la arrojó con toda su fuerza y su poder. La lanza voló recta y golpeó al de los pies ligeros en el talón derecho desprotegido... donde rebotó.

Aquiles volvió la cabeza y su mirada azul se centró en Pentesilea. Sonrió con una sonrisa horrible.

Las amazonas estaban enzarzadas en un combate grupal contra el núcleo de aqueos, y su suerte empezó a cambiar.

Bremusa arrojó una lanza a Idomeneo, pero el hijo de Deucalión alzó su redondo escudo de manera casi indolente y la lanza se quebró en dos. Cuando arrojó su lanza, más larga, ésta voló recta, atravesó a la pelirroja Bremusa por debajo del pecho izquierdo y le salió por la espina dorsal. La amazona cayó del caballo y media docena de argivos menores corrieron a despojarla de su armadura.

Gritando de cólera por la caída de su hermana, Alcibia y Derimaquia lanzaron sus caballos contra Idomeneo, pero los dos Áyax agarraron las riendas de los corceles y los obligaron a detenerse con su horrible fuerza. Cuando las dos amazonas desmontaron para seguir la batalla a pie, Diomedes, hijo de Tideo, las decapitó a ambas con un golpe de espada. Pentesilea vio horrorizada cómo la cabeza de Alcibia rodaba, todavía parpadeando, hasta detenerse en el polvo, sólo para ser levantada por los pelos por un risueño Odiseo.

Pentesilea sintió que un argivo sin nombre le agarraba la pierna y descargó su segunda lanza contra el pecho del hombre hasta que le perforó las entrañas. El guerrero cayó, boqueando, pero se llevó la lanza consigo. La amazona liberó su hacha de batalla y espoleó a su caballo, cabalgando sólo sujeta con las rodillas.

Derione, cabalgando a la diestra de la reina amazona, fue desarzonada por Áyax
el Menor
, hijo de Oileo. De espaldas, sin aliento, Derione echaba mano a la espada cuando Áyax
el Menor
se echó a reír y le atravesó el pecho con la lanza y la retorció hasta que la amazona dejó de agitarse.

Clonia disparó una flecha al corazón de Áyax
el Menor
. Su armadura la desvió. Fue entonces cuando Teucro, hijo bastardo de Telamón, maestro arquero entre todos los arqueros, disparó tres rápidas flechas contra la airada Clonia: una a la garganta, otra que atravesó la armadura en el estómago y una última tan profunda en su pecho izquierdo desnudo que sólo las plumas y cinco centímetros del extremo de la caña permanecieron visibles. La querida amiga de Pentesilea cayó sin vida de su sangrante caballo.

Euranda y Termodoa seguían en pie luchando espalda contra espalda, aunque heridas y sangrantes y casi cayéndose de cansancio, cuando la presión de aqueos a su alrededor remitió y Meriones, hijo de Molo, amigo de Idomeneo y segundo al mando de los cretenses, arrojó dos lanzas a la vez, una con cada mano. Las pesadas lanzas atravesaron todas las capas de la liviana armadura amazónica y Termadoa y Euranda cayeron muertas a tierra.

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